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Amar a Dios en la humanidad del Verbo hecho carne

Dios prefiere ocultarse. Los miembros del antiguo Pueblo de Dios, hijos de Abraham según la carne y según la fe, estababn advertidos de que si veían a Dios morirían. A nosotros se nos ha enseñado que después de la muerte corporal le veremos a Dios cara a cara y seremos semejantes a Él. Nuestro Dios se esconde.

Pero en la Encarnación, Dios Hijo, el Verbo, se hizo carne, asumió, por obra del Espíritu Santo, una naturaleza humana como la nuestra en las entrañas de la siempre virgen María. Lo hizo para redimirnos, padeciendo la muerte en la cruz, en el abandono y el rechazo. Después resucitó con un cuerpo glorioso, regresó al cielo y se sentó a la derecha de Dios Padre, de donde ha de volver a venir.

Y durante su vida mortal era visible y palpable por los que convivían con Él y hasta le estrujaban no pocas veces. Después de su resurrección sólo es visible cuando Él quiere hacerse ver y tocar.

Ya desde que era un bebé recién nacido recibió el amor dulcísimo de la más dulce de las madres, de su virginal esposo san José, el mejor de los padres; y de todos los que le rodeaban, desde los pastores que acudieron a la cueva de Belén en la que nació, hasta los que profetas de Yavéh, como el anciano Simeón, que lo tomó en brazos, y la profetisa Ana, cuando fue presentado en el Templo, pasando por todos los parientes y vecinos, los Magos de Oriente, etc.

Podemos hacer oración de comtemplación contemplándole a Jesús, el Verbo hecho carne, en todas las escenas de los evangelios y en especial en los mistrios del rosario. De esta forma, movidos por su gracia, podemos ir consiguiendo amarle a Dios en la humanidad de Jesús, el Verbo hecho carne.

Pero Jesús el Verbo hecho carne, se ha hecho hombre para siempre y no sólo hasta su muerte y resurrección. Y Él nos ha expresado reiteradamente la necesidad que tiene de que le amemos. No porque necesite de nosotros alguna cosa, excepto todo. Nuestra voluntad, nuestra libertad, nuestra personalidad. Que ya no obremos ni queramos nada sino lo que Dios quiere. Que es darnos todo por su misericordia infinita. que confiemos en Él. Y es que realmente a los que estamos en su Corazón divino no nos puede suceder nada malo, sino algo bueno, que Jesús misericordioso nos evite las esaborisiones, o, a veces, algo mejor, que nos seleccione para no evitárnoslas, sino que nos conceda padecerlas. Lo que debemos pedirle confiadamente es la gracia para ser capaces de afrontarlo todo con alegría, el esplendor de la mortificación. Debemos recordarle a cada paso nuestra incapacidad para soportar nada, y mucho menos con alegría, y debemos besar la mano de Dios Padre que se sigue ocultando, excepto al mostrar su mano para darnos todo sustento, como a las golondrinas, o para permitir nuestras esaborisiones. Besemos entonces esa amorosa mano en esas ocasiones.

Vivamos abandonados a su amoor, a su misericordia. Pidámosle amarle a Dios Padre y al Verbo. Y pidámosles, para ello, el Espíritu Santo.

Es la manera de conseguir que nos dé su reino en nuestra alma. La dimensión personal de su reinado, que es la primordial, por cierto; en espera de que establezca su reinado en todas las almas y en todas las naciones tras eliminar el imperio anticristiano con el esplendor de la Parusía, la venida gloriosa de Jesús, el Verbo hecho carne.