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Meditación Navideña
Jaime BOFILL BOFILL Revista CRISTIANDAD de Barcelona. Editorial del núm. 234, 24-XII-1953
«...y Jacob engendró a JOSÉ, esposo de MARÍA,
de la cual nació JESÚS, que es llamado CRISTO»
(Mt 1,16)
«Sacramentum Regis, abscondere bonum est» (Tob 12,7)
Todos sus sentimientos más delicados debieron de impeler a María a callar el Misterio que se había obrado en Ella. Su modestia, su humildad, la fidelidad y reserva debidas al Señor, cuyo era el secreto del que se le había he· cho partícipe.
No habría podido su palabra consolar honda y eficazmente a José en esta circunstancia. El consuelo de José no podía ser efecto de palabra humana alguna, ni que fuese la de María, su Esposa. Por esto deja Ella, en la oración y el silencio, toda la iniciativa al Señor y espera pronta a cuanto se sirva disponer de su Esclava y Madre.
Renunciando a consolar a José, renuncia María a su propio consuelo. Como siempre, también en esta circunstancia se abnega heroicamente María. El Señor había puesto aquel Hombre a su lado para que fuese su consuelo humano -«suave Matris solatium»-; en el corazón de José había de encontrar María, por designio divino claramente conocido, el viril apoyo que necesitaba como mujer. Mas he aquí que en este instante se le pide la más dura de las renuncias que podían pedírsele como Esposa y acepta. Grande habría de ser el bien adquirido a ese precio: aquella paz del alma, imperturbable, que sólo puede dar el Consolador divino, en Quien va a quedar nueva y definitivamente anudado su vínculo conyugal.
El Señor mismo rompe por fin el silencio e ilustra a José. Mandándole el Angel como mensajero -es de pensar que fuese el propio Gabriel, nuncio habitual del Señor en lo referente al Ministerio de la Encarnación-, el Divino Espíritu ahorra a María el tener que proceder Ella misma a su propia justificación. «Et exaltavit humiles». En un divino rapto, conoce José en aquel instante a qué alturas ha sido encumbrada María, su Esposa, y se anonada en su corazón al verse llamado a participar de tanta dignidad.
¡Paga sublime a un sublime silencio! También José había respetado heroicamente «el secreto del Rey». Por esto pudo ser en adelante depositario único de este secreto «et solum in terris...» y colaborar a lo largo de treinta años al Misterio de la Ocultación del Verbo hecho carne.
«Y José su esposo, siendo justo, resolvió abandonarla en secreto» (Mat 1,19)
Del drama interior que se había desencadenado en el pecho de José a la evidencia del estado de María, ¿quién podría hacerse remota idea siquiera? José se encuentra ante un misterio oculto y se da clara cuenta de ello. Ni sombra de sospecha podía pasar por su mente que ofendiese el honor de su Mujer: había podido experimentar en sí mismo y a su alrededor su maravillosa virtud para excitar a castidad y borrar toda concupiscencia en quienes tenían con Ella trato l.
(1) Así sienten Sto. Tomás, San Buenaventura, entre otros. Cfr. Suárez, «Misterios de la vida de Cristo», Ed. B.A.C., vol. 1, pág. 40, quien se adhiere a este parecer.
Por sí y por María, apura José en estos días de prueba el cáliz de la humillación. Cree que Dios pide de él la renuncia a su compañía; piensa que habrá cambiado sus planes, o que no es digno de ellos. Con la resolución de abandonarla, toda su vida queda quebrada y deshecha, en perfecto holocausto al Señor.
Pensemos, en efecto, lo que era María para José.
José no podía ni remotamente adivinar la alteza del Misterio que había tenido en Ella cumplimiento ni, en consecuencia, medir toda la infinita dignidad de María; pero conoce su extraordinaria santidad. Había descubierto -por el influjo y resonancia que los sentimientos de María despertaban en su propio pecho, antes ya que por confidencia expresa alguna- el Ideal de María de entrega absoluta al Señor para la obra de la Redención de su Pueblo; y al ofrecerse, por instinto y clara vocación divinos, a sostener a María en su camino, puso en su servicio todo el entusiasmo, toda la ternura de que amor humano haya sido nunca capaz. Su ósculo había sido sellado por el Espíritu Santo, en Quien y por Quien se amaban en un perfecto ofrecimiento de sí mismos para el divino servicio; pues José -«servus fidelis»- había comprendido que servir a Dios es reinar.
Bajo la moción de este Espíritu en Quien estaban unidos y que habían de comunicarse mutuamente de continuo como canales e instrumentos perfectos de su Gracia, la vida de ambos había de transcurrir en una ocupación incesante de sus mentes y de sus corazones en la venida del Mesías Redentor; y ello -¡oh maravilla!- entre la vulgaridad externa de una vida de artesano. El amor entre José y María encontraba pábulo continuado en esta meditación asidua del ideal común. Comentaban juntos las profecías; veían a su alrededor la oscuridad y la niebla que predijo David y se unirían en su corazón con las ocultas almas espirituales que mantenían encendida, como ellos, la llama del deseo y de la esperanza. «Vir desideriorum», varón de deseos, podría ciertamente llarmársele, como en otro tiempo a Daniel; y nadie estaría sin duda penetrado como José por el íntimo estremecimiento que, al parecer, recorría en aquellos días a los de su Pueblo al leer la Profecía de las setenta semanas.
La intimidad de este trato no era obstáculo sino, al contrario, fomento de su recogimiento interior; ni lo eran ambas cosas a que estuviesen cariñosa, solícitamente abiertos a toda necesidad que observasen a su alrededor. Así, de la misma manera como aunó María en una superior perfección las virtudes de Marta y María, pudo ser su Esposo modelo de vida activa -en la práctica de la renuncia propia y de la caridad para con el prójimo-- al tiempo de estar avisado en las alturas de una perfectísima contemplación. Como María, pone toda su reflexión -«conferens in corde suo»- para la comprensión de los Misterios y de la Voluntad del Señor; y junto con ello, cual nuevo Eliezer, toda la recta previsión, toda la clarividencia lúcida, toda la energía de voluntad que re- quiere la prudencia perfecta por la cual -«servus prudens le alaba la Iglesia.
Y he aquí que Dios mismo parecerá romper este lazo sublime que El había anudado. Otrora, había invitado a Abraham a sacrificar en Isaac al heredero de las promesas -«unigenitum qui susceperat repromissiones»- y a renunciar a una esperanza divinamente suscitada. Mortalmente pálido, cumple Abraham el gesto de anonadamiento propio que le exige el Señor. Mas Dios, que trabaja en la nada, va a establecer sobre esta negación de su siervo el fundamento indestructible de su Alianza con un Pueblo que sigue siendo todavía hoy, en su rebeldía, orgullo y bajeza, «carissimus propter Patres», queridísimo en razón de sus Padres.
En el anonadamiento de José se fundará un Misterio más alto. El será elevado, por un nuevo modo, a la dignidad de Padre de todos los creyentes -«Pater omnium credentium», pues le destina el Señor a ser Protector y Padre de su Iglesia después de haber merecido ser saludado con estos nombres por su divina Cabeza, Cristo Jesús. El oficio de José «no pertenece al Antiguo ni al Nuevo Testamento, sino al Autor de uno y otro, a la Piedra angular que unió ambos Testamentos».
«Su ministerio figura entre aquellos rayanos al orden de la Unión hipostática, bien que ocupando entre ellos el último lugar 2.
(2) Suárez, obr. cit., p. 21
«Y era tenido por hijo de José» (Luc 3,23 )
José acepta con toda seriedad y convicción la responsabilidad que se le confiere. Su vida, como Jefe natural de la Sagrada Familia, no es una ficción, sino una realidad. El resuelve, decide, dispone -ni que sea pidiendo el parecer y el consejo de María- como un verdadero Marido y Padre, en las más graves circunstancias. María y Jesús le obedecen -«et erat subditus illis»-; el Padre celestial le trata con aquel honor y delicadeza -«magna reverentia»- que guarda hacia sus criaturas libres y a él se dirigirá, en adelante, para manifestar sus designios en cuanto a su Familia se refiere.
José se mantiene a la altura de una dignidad de la que tiene plena conciencia: «agnosce... dignitatem tuam», al recibirle por primera vez en sus brazos y adorarle en ellos como su Dios y Redentor no cantará -como poco después Simeón-: sabe, al contrario, que una parte esencial y tal vez la más difícil de su vocación está por empezar. El se mueve con sobrenatural naturalidad en un escenario -«spectaculum facti sumus...»- en el que concentra de continuo la atención de los Angeles; y les agradece que compensen con su adoración el desprecio de unos hombres que, al desconocer a Cristo en el preciso momento de su venida -«venit, et sui Eum non receperunt...»- hacen vana su propia secular esperanza.
El homenaje de los pastores le enternece; el de los Magos no le turba. Los primeros, admirarían en José su sencillez y afabilidad; los segundos, acostumbrados al trato de los grandes de la tierra, la soberana distinción de aquel hombre de real estirpe que no se degradó en su pobreza libremente aceptada. Y ven, en la penumbra de la estancia, resplandecer su rostro con la semejanza anticipada de Aquel que iba a ser, andando el tiempo, el más bello de los hijos de los hombres; de este Jesús, recién nacido ahora, cuyo Padre había de reputársele todavía en la plena belleza y madurez de los treinta años.
En el entretanto, deberá procurar José el sustento de la carne inmaculada del divino Cordero -«suae carnis nutritium»- junto con el de su Madre, para preparación de una hostia pura, digna de ser ofrecida al Señor. Deberá José proveer a todas sus necesidades; protegerles en todos sus peligros; colaborar con María -¡oh maravilla!- a la humana educación del Niño.
En el cumplimiento de su oficio, cada día traería consigo para José hondos sentimientos encontrados; mas ello no turba su paz, antes bien, dale ocasión para nuevos avances en la profundidad de alma, que de sentimientos contrapuestos se nutre. Así fueron discurriendo los misterios de dolor y de gozo que el pueblo cristiano venera en su devoción a San José y que adornan la infancia de Jesús.
«Como si presente me hallase...» (San Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales)
La fe cristiana se nutre de contemplación. De una contemplación sencilla, que se detiene donde sea que encuentre ternura, gozo, suavidad espiritual. Por esto, las escenas del Nacimiento de Jesús han nutrido secularmente esta contemplación. Y ¿cómo contemplar el nacimiento sin detenerse en la conversación y compañía de José?
Así, con un gran maestro de la vida espiritual, veamos «con la vista imaginativa el lugar o espelunca del Nacimiento; quán grande, quán pequeño, quán baxo, quán alto, como estaba aparejado... Ver las personas, es a saber, ver a Nuestra Señora y a Joseph y al niño Jesús después de ser nascido; mirar, advertir y contemplar... y considerar... lo que hablan... y lo que hacen... haciéndome yo un pobrecito y escavito indigno, mirándolos, contemplándolos y sirviéndoles en sus necesidades, como si presente me hallase... »
Comprenderemos un poco, entonces, la salutación que hace la Iglesia a San José en la Antífona que hemos transcrito, con palabras que toma de San Bernardo:
«Siervo fiel V prudente, a quien constituyó el Señor como alivio de su Madre, nutricio de su propia carne, único fidelisimo cooperador en sus grandes planes sobre la tierra...» de modo, sigue el Santo, «que se puede acomodar a él lo que de otro José está escrito: hízole señor de su casa y príncipe de todos sus dominios...».