Declaración de María como Madre de la Iglesia por san Pablo VI el 21 11 1964
(18) Nuestro pensamiento, venerables hermanos, no puede menos de elevarse, con sentimientos de sincero y fitlial agradecimiento, también a la Virgen santa, a aquella que queremos considerar protectora de este Concilio, testigo de nuestros trabajos, nuestra amabilísima consejera, pues a ella, como a celeste patrona, juntamente con San José, fueron confiados por el papa Juan XXIII, desde el comienzo, los trabajos de nuestras sesiones ecuménicas.
(19) Animados por estos mismos sentimientos, el año pasado quisimos ofrecer a María Santísima un acto solemne de culto en común, reuniéndonos en la basílica Liberiana en torno a la imagen venerada con el glorioso título de «Salus Populi Romani».
(20) Este año el homenaje de nuestro Concilio es más precioso y significativo. Con la promulgación de la actual constitución, que tiene como vértice y corona todo un capítulo dedicado a la Virgen, justamente podemos afirmar que la presente sesión se clausura como himno incomparable de alabanza en honor de María.
(21) Pues es la primera vez -y decirlo nos llena el corazón de profunda emoción- que un Concilio ecuménico presenta una síntesis tan extensa de la doctrina católica sobre el puesto que María Satísima ocupa en el misterio de Cristo y de la Iglesia.
(22) Esto corresponde a la meta que este Concilio se ha prefijado: manifestar el rostro de la santa Iglesia, a la que María está íntimamente unida, y de la cual, como egregiamente se ha afirmado, es «la parte mayor, la parte mejor, la parte principal y más selecta» (1).
(23) En verdad, la realidad de la Iglesia no se agota en su estructura jerárquica, en su liturgia, en sus sacramentos ni en sus ordenanzas jurídicas. Su esencia íntima. la principal fuente de su eficacia santificadora. ha de buscarse en su mística unión con Cristo; unión que no podemos pensarla separada de aquella que es la Madre del Verbo encarnado y que Cristo mismo quiso tan íntimamente unida a sí para nuestra salvación. Así ha de encuadrarse en la visión de la Iglesia la contemplación amorosa de las maravillas que Dios ha obrado en su santa Madre, y el conocimiento de la verdadera doctrina católica sobre María será siempre la llave de la exacta comprensión del misterio de Cristo y de la Iglesia.
(24) La reflexión sobre estas estrechas relaciones de María con la Iglesia, tan claramente establecidas por la actual constitución concolíar, nos permite creer que es éste el momento más solemne y más apropiado para dar satisfacción a un voto que, señalado por Nos a1 término de la sesión anterior, han hecho suyo muchísimos padres conciliares, pidiendo insistentemente una declaración explícita, durante este Concillio, de la función maternal que la Virgen ejerce sobre el pueblo cristiano. A este fin hemos creído oportuno consagrar, en esta misma sesión pública, un título en honor de la Virgen, sugerido por diferentes partes del orbe católico, y particularmente entrañable para Nos, pues con síntesis maravillosa expresa el puesto privilegiado que este Concilio ha reconocido a la Virgen en la Santa Iglesia.
(25) Así, pues, para gloria de la Virgen y consuelo nuestro, Nos proclamamos a María Santísima Madre de la Iglesia, es decir, Madre de todo el pueblo de Dios, tanto de los fieles como de :los pastores que la llaman Madre amorosa, y queremos que de ahora en adelante sea honrada e invocada por todo el pueblo cristiano con este gratísimo títuilo.
(26) Se trata de un título, venerables hermanos, que no es nuevo para la piedad de los cristianos; antes bien, con este nombre de Madre, y con preferencia a cualquier otro, los fieles y la Iglesia entera acostumbran a. dirigirse a María. En verdad pertenece a la esencia genuina de la devoción a María, encontrando su justifícación en la dgnidad misma de la Madre del Verbo encarnado.
(27) La divina maternidad es el fundamento de su especial relación con Cristo y de su presencia en la economía de la salvación operada por Cristo, y también constituye el fundamento principal de las relaciones de María con la Iglesia, por ser Madre de Aquel que desde el primer instante de la encarnación en su seno virginal se constituyó en cabeza de su Cuerpo místico, que es la Iglesia. María, pues, como Madre de Cristo, es Madre también de los fieles y de todos los pastores, es decir, de la Iglesia.
(28) Con ánimo lleno de confianza y amor filial elevamos a ella la mirada, a pesar de nuestra indignidad y flaqueza; ella, que nos dio con Cristo la fuente de la gracia, no dejará de socorrer a la Iglesia, que floreciendo ahora en la abundancia de los dones del Espíritu Santo, se empeña con nuevos ánimos en su misión de salvación.
(29) Nuestra confianza se aviva y confirma más considerando los vínculos estrechos que ligan a:l. género humano con nuestra Madre celestial. A pesar de la riqueza maravillosa en prerrogativas con que Dios la ha honrado, para hacerla digna Madre del Verbo encarnado, está muy próxima a nosotros. Hija de Adán, como nosotros, y, por tanto, hermana nuestra con los lazos de la naturaleza, es, sin embargo, una criatura preservada del pecado original en virtud de los méritos de Cristo y que a los privilegios obtenidos suma la virtud personal de una fe total y ejemplar, mereciendo el elogio evangélico «Bienaventurada porque has creído». En su vida terrena realizó la perfecta figura del discípulo de Cristo, espejo de todas las virtudes, y encarnó las bienaventuranzas evangélicas proclamadas por Cristo. Por lo cual, toda la Iglesia, en su incomparable variedad de vida y de obras, encuentra en ella la más auténtica forma de la perfecta imitación de Cristo.
(30) Por lo tanto, auguramos que con la promulgación de la constitución sobre la Iglesia, sellada por la proclamación de María Madre de 1a Iglesia, es decir, de todos los fieles y pastores, el pueblo cristiano se dirigirá con mayor confianza y ardor a la Virgen Santísima y le tributará el culto y honor que a ella le compete.
(31) En cuanto a nosotros, ya que entramos en el aula conciliar, por invitación del papa Juan XXIII, el 11 de octubre de 1961, a una «con María, Madre de Jesús» salgamos, pues, al final de la tercera sesión, de este mismo templo, con el nombre santísimo y gratísimo de María Madre de la Iglesia.
(32) En señal de gratitud por la amorosa asistencia que nos ha prodigado durante este último período conciliar, que cada uno de vosotros, venerables hermanos, se comprometa a mantener alto en el pueblo cristiano el nombre y el honor de María, uniendo en ella el modelo de la fe y de la plena correspondencia a todas las invitaciones de Dios, el modelo de la plena aceptación de la doctrina de Cristo y de su caridad, para que todos los fieles, agrupados por el nombre de la Madre común, se sientan cada vez más firmes en la fe y en la adhesión a Cristo y también fervorosos en la caridad para con los hermanos, promoviendo el amor a los pobres, la justicia y la defensa de la paz. Como ya exhortaba el gran San Ambrosio: «Viva en cada uno el espíritu de María para ensalzar al Señor; reine en cada uno el alma de María para glorificar a Dios» (2).
(33) Especialmente queremos que aparezca con toda claridad que María, sierva humilde del Señor, está completamente relacionada con Dios y con Cristo, único Mediador y Redentor nuestro. E igualmente que se ilustren la naturaleza verdadera y el objetivo del culto mariano en la Iglesia, especialmente donde hay muchos hermanos separados, de forma que cuantos no forman parte de la comunidad católica comprendan que la devoción a María, lejos de ser un fin en sí misma, es un medio esencialmente ordenado a orientar las almas hacia Cristo, y de esta forma unirlas al Padre, en el amor del Espíritu Santo.
(34) Al paso que elevamos nuestro espíritu en ardiente oración a la Virgen, para que bendiga el Concilio ecuménico y a toda la Iglesia, acelerando la hora de la unión entre todos los cristianos, nuestra mirada se abre a los ilimitados horizontes del mundo entero, objeto de las más vivas atenciones del Concilio ecuménico, y que nuestro predecesor Pío XII, de venerable memoria, no sin una inspiración del Altísimo, consagró solemnemente al Corazón Inmaculado de María. Creemos oportuno, particularmente hoy, recordar este acto de consagración. Con este fin hemos decidido enviar próximamente, por medio de una misión especial, la rosa de oro al santuario de la Virgen de Fátima, muy querido no sólo por la noble nación portuguesa -siempre, pero especialmente hoy, apreciada por Nos-, sino también conocido y venerado por los fieles de todo el mundo católico. De esta forma, también Nos pretendemos confiar a los cuidados de la Madre celestial toda la familia humana, con sus problemas y sus afanes, con sus legítirmas aspiraciones y ardientes esperanzas.
(35) Virgen María, Madre de la Iglesia, te recomendamos toda la Iglesia, nuestro Concilio ecuménico.
(36) «Socorro de los obispos», protege y asiste a los obispos en su misión apostólica y a todos aquellos, sacerdotes, religiosos y seglares, que con ellos colaboran en su arduo trabajo.
(37) Tú, que por tu mismo divino Hijo, en el momento de su muerte redentora, fuiste presentada como Madre al discípulo predilecto, acuérdate del pueblo cristiano, que en ti confía.
(38) Acuérdate de todos tus hijos; avala sus preces ante Dios;conserva sólida su fe; fortifica su esperanza; aumenta su caridad.
(39) Acuérdate de aquellos que viven en la tribulación, en las necesidades, en los peligros, especialmente de aquellos que sufren persecución y se encuentran en la cárcel por la fe. Para ellos, Virgen Santísima, solicita la fortaleza y acelera el ansiado día de su justa libertad.
(40) Mira con ojos benignos a nuestros hermanos separados y dígnate unirnos, tú que has engendrado a Cristo, fuente de unión entre Dios y los hombres.
(41) Templo de la luz sin sombra y sin mancha, intercede ante tu Hijo unigénito, Mediador de nuestra reconciliación con el Padre (cf. Rom 5, 11), para que sea misericordioso con nuestras faltas y aleje de nosotros la desidia, dando a nuestros ánimos la alegría de amar.
(42) Finalmente, encomendamos a tu Corazón Inmaculado todo el género humano: condúcelo al conocimiento del único y verdadero Salvador, Cristo Jesús; aleja de él el flagelo del pecado, concede a todo el mundo la paz en la verdad, en la justicia, en la libertad y en el amor.
(43) Y haz que toda la Iglesia, celebrando esta gran asamblea ecuménica, pueda elevar al Dios de las misericordias un majestuoso himno de alabanza y agradecimiento, un himno de gozo y alegrías, pues grandes cosas ha obrado el Señor por medio tuyo, clemente, piadosa y dulce Virgen María.
PAULO VI
(1) RUPERTO, In Apocalypsis I VII c.12: PL -169, 10, 434.
(2) SAN AMBROSIO, Exposición sobre Lucas 2, 26: PL 15, 1642