Manuscrito C
Dirigido a la Madre María de Gonzaga
(1896-1897)
J.M.J.T.
Madre mía querida, me ha manifestado el deseo de que termine de cantar con usted
las misericordias del Señor.
Este dulce canto había empezado a cantarlo con su hija querida, Inés de Jesús,
que fue la madre a quien Dios encomendó la misión de guiarme en los años de mi
niñez. Con ella, pues, tenía que cantar las gracias otorgadas a la florecita de
la Santísima Virgen en la primavera de su vida.
Pero ahora que los tímidos rayos de la aurora han dado paso a los ardientes
rayos del mediodía, es con usted con quien debo cantar la felicidad de esa
florecilla.
Teresa y su priora
Sí, Madre querida, con usted. Y para responder a su deseo, intentaré expresar
los sentimientos de mi alma, mi gratitud a Dios y también a usted que lo
representa visiblemente a mis ojos. ¿No me entregué toda a Él precisamente entre
sus manos maternales?
¿Se acuerda, Madre, de aquel día...? Sí, yo sé que su corazón no lo olvida... En
cuanto a mí, tendré que esperar a estar en el cielo, pues aquí abajo en la
tierra no encuentro palabras para traducir lo que aquel día bendito pasó en mi
corazón.
Madre querida, hay otro día en que mi alma se unió aún más, si es posible, a
la suya. Fue el día en que Jesús volvió a poner sobre sus hombros la carga del
priorato. Aquel día, Madre querida, usted sembró entre lágrimas, pero en el
cielo rebosará de alegría al ver sus manos cargadas de preciosas gavillas.
Perdóneme, Madre, mi sencillez infantil. Yo sé que me va a permitir hablarle sin
andar rebuscando lo que a una joven religiosa le está permitido decirle a su
priora. Tal vez no siempre me mantenga dentro de los límites prescritos a los
súbditos; pero, Madre, me atrevo a decir que la culpa será suya, pues yo la
trato como una hija, ya que usted no me trata como priora sino como madre...
Sé muy bien, Madre querida, que a través de usted me habla Dios.
Muchas hermanas piensan que usted me ha mimado, que desde mi entrada en el arca
santa no he recibido de usted más que halagos y caricias. Sin embargo, no es
así.
En el cuaderno que contiene mis recuerdos de la infancia, podrá ver lo que
pienso sobre la educación recia y maternal que usted me dio. Desde lo más hondo
de mi corazón le agradezco que no me haya tratado con miramientos. Jesús sabía
muy bien que su florecita necesitaba el agua vivificante de la humillación, que
era demasiado débil para echar raíces sin esa ayuda, y quiso prestársela, Madre,
por medio de usted.
De un año y medio a esta parte, Jesús ha querido cambiar la forma de hacer
crecer a su florecita; sin duda pensó que estaba ya suficientemente regada, pues
ahora es el sol quien la hace crecer. Jesús no quiere ya para ella más que su
sonrisa divina, y esa sonrisa se la da también por medio de usted, Madre
querida. Y ese dulce sol, lejos de ajar a la florecita, la hace crecer de una
manera maravillosa. En el fondo de su cáliz conserva las preciosas
gotas de rocío que recibió, y esas gotas le recuerdan incesantemente que es
pequeña y débil...
Ya pueden todas las criaturas inclinarse hacia ella, admirarla, colmarla de
alabanzas. No sé por qué, pero nada de eso lograría añadir ni una gota de falsa
alegría a la verdadera alegría que saborea en su corazón al ver lo que es en
realidad a los ojos de Dios: una pobre nada, y sólo eso.
Digo que no sé por qué, ¿pero no será porque hasta tanto que su pequeño cáliz no
estuvo lo suficientemente lleno del rocío de la humillación, se vio privada del
agua de las alabanzas? Ahora ya no existe ese peligro; al contrario, a la
florecita le parece tan delicioso el rocío que la llena, que no lo cambiaría por
el agua insípida de los halagos.
No quiero hablar, Madre querida, de las muestras de amor y de confianza que
usted me ha dado. Pero no piense que el corazón de su hija sea insensible a
ellas. Lo que pasa es que sé muy bien que ahora no tengo nada que temer; al
contrario, puedo gozarme de ellas, atribuyendo a Dios todo lo bueno que él ha
querido poner en mí. Si a él le gusta hacerme parecer mejor de lo que soy, no es
cosa mía, es muy libre de hacer lo que quiera...
¡Por qué caminos tan diferentes, Madre, lleva el Señor a las almas! En la
vida de los santos, vemos que hay muchos que no han querido dejar nada de sí
mismos después de su muerte: ni el menor recuerdo, ni el menor escrito; hay
otros, en cambio, como nuestra Madre santa Teresa, que han enriquecido a la
Iglesia con sus sublimes revelaciones, sin temor alguno a revelar los secretos
del Rey, a fin de que sea más conocido y más amado de las almas.
¿Cuál de estos dos tipos de santo agrada más a Dios? Me parece, Madre, que ambos
le agradan por igual, pues todos ellos han seguido las mociones del Espíritu
Santo, y el Señor dijo: Decid al justo que todo está bien. Sí, cuando sólo se
busca la voluntad de Jesús, todo está bien. Por eso, yo, pobre florecita,
obedezco a Jesús tratando de complacer a mi Madre querida.
Usted, Madre, sabe bien que yo siempre he deseado ser santa. Pero, ¡ay!, cuando
me comparo con los santos, siempre constato que entre ellos y yo existe la misma
diferencia que entre una montaña cuya cumbre se pierde en el cielo y el oscuro
grano que los caminantes pisan al andar. Pero en vez de desanimarme, me he dicho
a mí misma:
Dios no puede inspirar deseos irrealizables; por lo tanto, a pesar de mi
pequeñez, puedo aspirar a la santidad.
Agrandarme es imposible; tendré que soportarme tal cual soy, con todas mis
imperfecciones. Pero quiero buscar la forma de ir al cielo por un caminito muy
recto y muy corto, por un caminito totalmente nuevo.
Estamos en un siglo de inventos. Ahora no hay que tomarse ya el trabajo de
subir los peldaños de una escalera: en las casas de los ricos, un ascensor la
suple ventajosamente.
Yo quisiera también encontrar un ascensor para elevarme hasta Jesús, pues
soy demasiado pequeña para subir la dura escalera de la perfección. Entonces
busqué en los Libros Sagrados algún indicio del ascensor, objeto de mi deseo, y
leí estas palabras salidas de la boca de Sabiduría eterna: El que sea
pequeñito, que venga a mí.
Y entonces fui, adivinando que había encontrado lo que buscaba. Y
queriendo saber, Dios mío, lo que harías con el que pequeñito que responda a tu
llamada, continué mi búsqueda, y he aquí lo que encontré: Como una madre
acaricia a su hijo, así os consolaré yo; os llevaré en mis brazos y sobre
mis rodillas os meceré.
Nunca palabras más tiernas ni más melodiosas alegraron mi alma ¡El ascensor
que ha de elevarme hasta el cielo son tus brazos, Jesús! Y para eso, no
necesito crecer; al contrario, tengo que seguir siendo pequeña, tengo que
empequeñecerme más y más.
Tú, Dios mío, has rebasado mi esperanza, y yo quiero cantar tus misericordias:
«Me instruiste desde mi juventud, y hasta hoy relato tus maravillas, y las
seguiré publicando hasta mi edad más avanzada». Sal. LXX.
Usted no ha temido, Madre querida, que yo extraviase a sus corderitos. Ni mi
inexperiencia ni mi juventud la han asustado. Tal vez se acordó de que el Señor
se suele complacer en conceder la sabiduría a los pequeños, y de que un día,
exultante de gozo, bendijo a su Padre por haber escondido sus secretos a los
sabios y entendidos y habérselas revelado a los más pequeños.
Usted, Madre, sabe bien que son muy pocas las almas que no miden el poder divino
por la medida de sus cortos pensamientos y que quieren que haya excepciones a
todo en la tierra. ¡Sólo Dios no tiene derecho alguno a hacerlas! Sé que hace
mucho tiempo que entre los humanos se practica esta forma de medir la
experiencia por los años, pues ya el santo rey David en su adolescencia cantaba
al Señor: «Soy joven y despreciado» [Adulescentulus
sum ego et contemptus]. Sin embargo, no
teme decir en ese mismo salmo 118: «Soy más sagaz que los ancianos, porque
busco tu voluntad... Tu palabra es lámpara para mis pasos... Estoy
dispuesto para cumplir tus mandatos, y nada me turba...»
Madre querida, usted no tuvo reparo en decirme un día que Dios iluminaba mi
alma, que hasta me daba la experiencia de los años... Madre, yo soy demasiado
pequeña para sentir vanidad, soy demasiado pequeña también para hacer frases
bonitas con el fin de hacerle creer que tengo una gran humildad. Prefiero
reconocer con toda sencillez que el Todopoderoso ha hecho obras grandes en el
alma de la hija de su divina Madre, y que la más grande de todas es haberle
hecho ver su pequeñez, su impotencia.
Madre querida, usted sabe cómo Dios ha querido que mi alma pasara por muchas
clases de pruebas. He sufrido mucho desde que estoy en la tierra. Pero si en mi
niñez sufría con tristeza, ahora ya no sufro así: lo hago con alegría y con paz,
soy realmente feliz de sufrir.
Madre, muy bien tiene que conocer usted todos los secretos de mi alma para no
sonreír al leer estas líneas. Pues, a juzgar por las apariencias, ¿existe acaso
un alma menos probada que la mía? Pero ¡qué extrañada se quedaría mucha gente si
la prueba que desde hace un año vengo sufriendo apareciese ante sus ojos...!
Usted, Madre querida, conoce ya esta prueba. Sin embargo, quiero volver a
hablarle de ella, pues la considero como una gracia muy grande que he recibido
durante su bendito priorato.
El año pasado, Dios me concedió el consuelo de observar los ayunos de
cuaresma en todo su rigor. Nunca me había sentido tan fuerte, y estas fuerzas se
mantuvieron hasta Pascua.
Sin embargo, el día de Viernes Santo, Jesús quiso darme la esperanza de ir
pronto a verle en el cielo... ¡Qué dulce es el recuerdo que tengo de ello...!
Después de haberme quedado hasta media noche ante el monumento, volví a nuestra
celda. Pero apenas había apoyado la cabeza en la almohada, cuando sentí como un
flujo que subía, que me subía borboteando hasta los labios.
Yo no sabía lo que era, pero pensé que a lo mejor me iba a morir, y mi alma se
sintió inundada de gozo... Sin embargo, como nuestra lámpara estaba apagada, me
dije a mí misma que tendría que esperar hasta la mañana para cerciorarme de mi
felicidad, pues me parecía que lo que había vomitado era sangre.
La mañana no se hizo esperar mucho, y lo primero que pensé al despertarme fue
que iba a descubrir algo muy hermoso. Acercándome a la ventana, pude comprobar
que no me había equivocado..., ¡y mi alma se llenó de una enorme alegría!
Estaba íntimamente convencida de que Jesús, en el aniversario de su muerte,
quería hacerme oír una primera llamada. Era como un tenue y lejano murmullo que
me anunciaba la llegada del Esposo...
Asistí con gran fervor a Prima y al capítulo de los perdones. Estaba impaciente
porque me llegara el turno, para, al pedirle perdón, Madre querida, poder
confiarle mi esperanza y mi felicidad. Pero añadí que no sufría lo más mínimo
(lo cual era muy cierto), y le pedí, Madre, que no me diese nada especial. Y, en
efecto, tuve la alegría de pasar el Viernes Santo como deseaba. Nunca me
parecieron tan deliciosas las austeridades del Carmelo. La esperanza de ir al
cielo me volvía loca de alegría.
Cuando llegó la noche de aquel venturoso día, nos fuimos a descansar. Pero, como
la noche anterior, Jesús me dio la misma señal de que mi entrada en la vida
eterna no estaba lejos…
Me imagino que he nacido en un país cubierto de espesa niebla, y que nunca he
contemplado el rostro risueño de la naturaleza inundada de luz y transfigurada
por el sol radiante. Es cierto que desde la niñez estoy oyendo hablar de esas
maravillas. Sé que el país en el que vivo no es mi patria y que hay otro al que
debo aspirar sin cesar. Esto no
es una historia inventada por un habitante del triste país donde me encuentro,
sino que es una verdadera realidad, porque el Rey de aquella patria del sol
radiante ha venido a vivir años en el país de la tinieblas.
Las tinieblas, ¡ay!, no supieron comprender que este Rey divino era la luz del
mundo... Pero tu hija, Señor, ha comprendido tu divina luz y te pide perdón para
sus hermanos. Acepta comer el pan del dolor todo el tiempo que tú quieras, y no
quiere levantarse de esta mesa repleta de amargura, donde comen los pobres
pecadores, hasta que llegue el día que tú tienes señalado... ¿Y no podrá también
decir en nombre de ellos, en nombre de sus hermanos: Ten compasión de nosotros,
Señor, porque somos pecadores...? ¡Haz, Señor, que volvamos justificados...! Que
todos los que no viven iluminados por la antorcha luminosa de la fe la vean, por
fin, brillar...
¡Oh, Jesús!, si es necesario que un alma que te ama purifique la mesa que
ellos han manchado, yo acepto comer sola en ella el pan de la tribulación hasta
que tengas a bien introducirme en tu reino luminoso... La única gracia que te
pido es la de no ofenderte jamás...
Madre querida, esto que le estoy escribiendo no tiene la menor ilación. Mi
pequeña historia, que se parecía a un cuento de hadas, se ha cambiado de pronto
en oración.
Yo no sé qué interés pueda usted encontrar en leer todos estos pensamientos
confusos y mal expresados. De todas maneras, Madre, no escribo para hacer una
obra literaria, sino por obediencia. Si la aburro, verá al menos que su hija ha
dado pruebas de su buena voluntad. Voy, pues, a continuar con mi comparación,
sin desanimarme, desde el punto en que la dejé.
Decía que desde niña crecí con la convicción de que un día me iría lejos de
aquel país triste y tenebroso. No sólo creía por lo que oía decir a personas más
sabias que yo, sino porque en el fondo de mi corazón yo misma sentía profundas
aspiraciones hacia una región más bella. Lo mismo que a Cristóbal Colón su genio
le hizo intuir que existía un nuevo mundo, cuando nadie había soñado aún con él,
así yo sentía que un día otra tierra me habría de servir de morada permanente.
Madre querida, tenía razón el santo rey David cuando cantaba: Ved qué
dulzura, qué delicia convivir los hermanos unidos. Es verdad, y yo lo he
experimentado muchas veces, pero esa unión tiene que realizarse en la tierra a
base de sacrificios. Yo no vine al Carmelo para vivir con mis hermanas, sino
sólo por responder a la llamada de Jesús.
Intuía claramente que vivir con las propias hermanas, cuando una no quiere hacer
la menor concesión a la naturaleza, iba a ser un motivo de continuo sacrificio,
¿Cómo se puede decir que es más perfecto alejarse de los suyos...? ¿Se les ha
reprochado alguna vez a los hermanos que combatan en el mismo campo de batalla?
¿Se les ha reprochado el volar juntos a recoger la palma del martirio...? Al
contrario, se ha pensado, y con razón, que se animaban mutuamente, pero también
que el martirio de cada uno de ellos se convertía en el martirio de todos los
demás.
Lo mismo ocurre en la vida religiosa, a la que los teólogos llaman martirio. El
corazón, al entregarse a Dios, no pierde su cariño natural; al contrario, ese
cariño crece al hacerse más puro y más divino.
Madre querida, con este cariño la amo yo a usted y amo a mis hermanas. Soy feliz
de combatir en familia por la gloria del Rey de los cielos. Pero estoy dispuesta
también a volar a otro campo de batalla, si el divino General me expresa su
deseo de que lo haga. No haría falta una orden, bastaría una mirada, una simple
señal.