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Alfonso Ratisbonne es otro judío católico de un minuto a otro
La conversión del judío Ratisbona
ReL Fernando Paz/Alba 4 junio 2012
La historia de la Iglesia está repleta de conversiones, pero algunas son más previsibles que otras. Las hay lógicas, inopinadas, sorprendentes e increíbles. Agotada la escala, más allá de lo que cualquiera puede esperar, nos encontramos con la de Alphonse Ratisbonne. Estamos en enero de 1842, hace ahora 170 años.
Judío y ateo; burlón y descreído;
sarcástico y corrosivo. Alphonse Ratisbonne era eso y más.Todo,
cualquier cosa, antes que cristiano, y no digamos que católico,
creyente, miembro del rebaño.
Hijo de un rico banquero hebreo de Estrasburgo, acostumbrado a la
buena vida, a los lances del amor, a la ociosidad turística, de
ese natural irritantemente escéptico que produce la permanente
satisfacción de las últimas superfluidades materiales,
Ratisbonne se encontró con la fe, con una fe arrolladora que se
llevó por delante sus prejuicios una fría mañana del mes de
enero en una capilla de la ciudad de Roma.
En apenas unos minutos, todo en lo que creía desapareció como
por ensalmo, conjurado por una realidad que le arrebató sus
pasadas certezas de burgués adinerado, positivista y pagado de
símismo. Algo inesperado y milagroso, inconcebible, se agazapaba
entre los pliegues de los designios de la Providencia. Pero
comencemos ya el relato de su conversión.
Próximo Oriente
Alphonse Ratisbonne tiene 27 años y va a casarse próximamente.
Esa edad, frisando la mitad del siglo XIX, es ya avanzada como
para contraer nupcias, pero Alphonse ha querido aprovechar la
vida, que le ha brindado lo mejor que podía ofrecerle. La boda
es con su prima Flore, a quien ama tan profundamente que ni
siquiera el parentesco le hace dudar de su propósito.
Antes de celebrar la ceremonia, Alphonse ha decidido emprender un
viaje que le lleve desde Francia hasta el Próximo Oriente,
teniendo como destino final Jerusalén.
De camino, sin prisas, piensa visitar las principales ciudades de
Europa. Mientras hace planes, Alphonse tiene un pensamiento para su
hermano Théodore, que se ha ordenado sacerdote
¡católico! hace ya doce años. Se acuerda de él y sonríe
condescendiente, con un rictus de compasión afectada, meneando
la cabeza con resignación.
Nunca entenderá cómo un hermano suyo ha podido convertirse a la
fe de ese galileo descarriado. Lo que ignora es que ese hermano
le encomienda a él todos los días, sin faltar uno, a la
Inmaculada.
Alphonse tiene previsto salir hacia Nápoles y pasar por Estambul
para, finalmente, llegar a Palestina. Pero se detiene primero en
Roma, el 6 de enero. En la ciudad papal comienza por visitar el
gueto, donde se apiñan casi cinco mil de sus hermanos judíos.
Aquello le enerva aún más en contra del catolicismo y del
pontífice.
En Roma, Ratisbonne se encuentra con un amigo que, procedente del
luteranismo, se ha convertido al catolicismo. Se trata de Théodore
de Brussières, quien se halla allí para reunirse con
un grupo de católicos galos en peregrinación, y que ha
entablado una profunda amistad con el hermano sacerdote de
Alphonse.
Théodore encomienda a tan pías amistades al descreído judío,
que bien lo necesita.Y se propone, si no convencer por las buenas,
sí solicitar de su amigo que se preste a un ruego: colgarse
del cuello la Medalla Milagrosa de santa Catalina
Labouré.
Divertido, aunque seguramente algo molesto, Alphonse no
encuentra ningún inconveniente en portar el
amuleto.
La mañana del 20 de enero de 1842, Alphonse acompaña a
Théodore a realizar un encargo, por lo que ambos se dirigen en
coche de caballos a la iglesia de Sant Andrea delle
Fratte, sita junto a la plaza de España de Roma. De
Brussières va a pagar un funeral para un ilustre caballero que
acaba de morir apenas dos días antes.
Mientras, Ratisbonne debe decidir si espera en el gélido coche o
si sigue a su amigo a la iglesia, al resguardo del frío. No es
que la iglesia sea gran cosa, pero De Brussières le advierte que
tardará poco en sustanciar el asunto. Será cosa de pocos
minutos. Al traspasar el umbral del templo, Ratisbonne observa en
derredor. Verdaderamente, la iglesia no vale gran cosa. Es más
bien fea. Y en su interior todo está oscuro, con excepción de
una pequeña capilla, que despide una poderosa luz.
Como en una cascada, todo se precipita. Sin saber cómo, la
existencia que ha conocido Alphonse hasta ese momento se
desvanece, y de pronto se encuentra a sí mismo arrodillado a la
entrada de la capilla, ante la cual se disponen los objetos
litúrgicos para el funeral. Aquel momento representa la
separación entre dos mundos.
Ojos para Ella
Lo que sucede a continuación lo relata el propio Ratisbonne:
Levanté los ojos hacia la luz y vi, de pie en el
altar, viva, grande, majestuosa, bellísima y con aire
misericordioso a la Santa Virgen María....
La imagen que contemplaba era semejante a la que colgaba de su
cuello, aunque apenas podía sostener su visión con los ojos;
entonces, prosigue Ratisbonne, ... fijé la mirada en sus
manos y vi en ellas la expresión del perdón y la misericordia
(...) aunque Ella no hubiera dicho una palabra, comprendí de
pronto el horror del estado en que me encontraba, la deformidad
del pecado, la belleza de la fe en el Evangelio....
Más tarde, rememorando aquel momento, aseguraría que en
ese mismo instante, una venda cayó de mis ojos
(...) veía, al fondo del abismo, las miserias extremas de las
que había sido sacado por un acto de misericordia infinita....
Su conversión fue instantánea, pues María le
había hecho entender todo de una sola vez, como él mismo decía:
Ella no me ha dicho nada, pero yo lo he comprendido
todo.
Desde ese momento en adelante, Alphonse fue violentamente
rechazado por sus antiguos correligionarios y por gran parte de
su familia, mientras arrostraba la separación de su amada Flore.
Lo esperaba, pero eso no hizo que le doliera menos. Pese a lo
cual, hasta que murió más de cuarenta años después, no tuvo
ojos más que para Ella. Cuando, ya en sus últimas horas,
luchaban los médicos por su vida, les repetía: ¿Por qué
me atormentáis con vuestras curas? ¡Dejadme ir hacia María!.
En su lecho de muerte, Alphonse Ratisbonne no se olvidó de
aquellos a quienes debía la fe, de los peregrinos venidos de
Francia con los que se encontrase De Brussières en Roma, que no
dejaron de rezar por su alma, ni de su hermano Théodore, que
jamás se olvidó de encomendarle a la Inmaculada. Pero, sobre
todo, recordaría el día de su extraordinaria conversión cuando,
estupefacto, reparó en el ataúd colocado a la salida de la
iglesia de SantAndrea delle Fratte, en el que se encontraba
un cadáver para él desconocido pero ante el que no pudo sino
exclamar, hondamente conmovido: ¡Cuánto ha rezado por mí
este señor!.
El cadáver, por el que De Brussières encargaba el funeral, no
era otro que el del conde de La Ferronay, quien,
advertido por aquellos franceses de su empeño en la conversión
de Ratisbonne, había ofrecido nada menos que su vida
a cambio del regalo de la fe para Alphonse.
La Ferronay, ministro de Carlos X y fidelísimo hijo de la
Iglesia, había solicitado el permiso de su confesor para tal
ofrecimiento. Dos días antes de los acontecimientos de
SantAndrea delle Fratte, aquel señor, que lo era, moría
fulminado por un infarto.
Notre Dame de Sion
Tras su experiencia mística, Alphonse Ratisbonne recibió el
bautismo cuando apenas habían transcurrido once días.
Como católico quiso adoptar el nombre de María, con el que se
consagrará sacerdote jesuita seis años más tarde,
en 1848. Pío IX le autorizará la fundación de una orden con su
hermano Théodore -Notre Dame de Sion, no podía ser
de otra manera- destinada a la conversión de los judíos. En
París se dedicó a acoger a los judíos que se acercaban a la
Iglesia y también fundó una casa para catecúmenos.
Aunque de un modo distinto al que imaginaba, Alphonse viajó con
frecuencia a Tierra Santa, donde los dos hermanos se dedicaron a
la predicación y evangelización.
Resultó, además, que en uno de los terrenos prolijos en ruinas
que adquirieron en Jerusalén había estado situado el
Litóstrotos, el lugar desde el que Pilatos ofreció a
Cristo al pueblo de Jerusalén.
Alphonse Ratisbonne murió en 1884, en Palestina, en el
emplazamiento que la tradición afirma se corresponde con el
sitio en que se produjo la Visitación de María a Isabel.