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San Fernando, de Murillo

Por Antonio Rodríguez Babío, Delegado diocesano de Patrimonio Cultural, 12 de noviembre de 2018

https://www.archisevilla.org/san-fernando-de-murillo-2/ San Fernando, de Murillo

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Una de las obras más valiosas que guarda la Catedral de Sevilla es sin duda este retrato de San Fernando que Murillo realiza hacia 1671, en el periodo de su plenitud artística, con motivo de la canonización del Santo Rey, aprobada por Clemente X el 4 de febrero de ese año, en cuyo proceso actuó como testigo y en cuyas fiestas participó activamente como pintor escenógrafo.

Fue dejada en herencia esta pintura a la Catedral por el medio racionero Bartolomé Pérez Ortiz, primo hermano de Murillo, quien seguramente la encargó para su oratorio privado.

La aportación de Murillo resulta decisiva en la iconografía de San Fernando, ya que existían pocos precedentes; además, no podemos olvidar que el 3 de abril de 1671 el Cabildo permite a Murillo y al escultor Pedro Roldán que vean el rostro del Santo, con objeto de que hicieran sendos retratos.

Nuestro pintor realizará varias pinturas de Fernando III, entre las que sobresalen la que se encuentra en el Museo del Prado o el tondo de la Sala Capitular de la Catedral de Sevilla, que es la primera de cuantas realiza y en la que destaca la mirada dirigida hacia el espectador, que contrasta con la que va a representar en el cuadro que estamos comentando, que actualmente se encuentra en el trascoro de nuestra Catedral formando parte de la exposición “Murillo en la Catedral. La mirada de la santidad”, título que parece hacer alusión directa a este retrato de San Fernando, ya que sus ojos dirigidos al cielo expresan acertadamente su santidad, que se refuerza además por el recurso de la luz que procede del ángulo superior izquierdo y que representa la presencia de Dios

El Santo Rey se recorta sobre un fondo oscuro y aparece representado de medio cuerpo a tamaño natural, como un hombre maduro en actitud contemplativa. La obra muestra una composición triangular, que confiere a la imagen un sentido ascendente, que queda reforzado por la mirada dirigida al cielo del Santo y por la espada.

No aparece vestido como un rey medieval, sino que va a la moda de los Austrias del siglo XVII, luciendo armadura sobre la cual porta el manto regio con brocados dorados y con la esclavina y el envés de armiño, que se cierra al centro con un broche dorado.

Lleva en su mano derecha la espada, la mítica Lobera que se conserva en la Capilla Real, que simboliza su dominio sobre los musulmanes. Con su mano izquierda sostiene un orbe, símbolo de su poder terrenal que, sin embargo, al ser de color azul, hace alusión a la santidad del Rey, ya que este color simboliza la elevación del alma hacia Dios. En el pecho se vislumbra bajo el manto una cadena de oro de eslabones rectangulares con un medallón que representa a la Virgen de los Reyes.

El retrato se completa con la corona que San Fernando porta como rey y el nimbo que alude a su santidad.

 

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San Fernando, de Murillo en El Prado

Hacia 1672. Óleo sobre lienzo, 56 x 38 cm

Murillo pintó al rey Fernando III el Santo en varias ocasiones. De todas las versiones que hizo, ésta es la de tamaño más reducido, si bien es la única en la que el santo se representa de cuerpo entero. Está en oración, reconcentrado en sí mismo, arrodillado sobre un cojín de terciopelo carmesí, ante un reclinatorio en el que se disponen la corona y el cetro que indican su condición regia. Su iconografía es la habitual, fijada con anterioridad a su subida a los altares en 1672: de mediana edad, con el cabello largo sobre los hombros, vestido con gregüescos, media armadura y manto real de armiño. Unos bellos angelitos, característicos del artista sevillano, descorren un escenográfico cortinaje para mostrar la figura del rey, que aún no lleva el halo de santidad, lo cual podría indicar una fecha inmediatamente anterior a su canonización (Texto extractado de La Belleza Cautiva. Pequeños tesoros del Museo del Prado, Museo Nacional del Prado, Obra Social la Caixa, 2014, p. 117).

 Fuente: Museo Nacional del Prado

Bartolomé Esteban Murillo nació en Sevilla y fue bautizado allí el 1 de enero de 1618. Su padre, Gaspar Esteban, era barbero-cirujano; su madre, María Pérez Murillo, provenía de una familia de plateros y pintores. Siguiendo la tradición andaluza, el pintor adoptó el apellido materno, Murillo, en vez del paterno. Quedó huérfano a la edad de nueve años cuando, en un plazo de seis meses, perdió a ambos padres. Recibió instrucción en el estudio que tenía en Sevilla Juan del Castillo, pariente suyo por parte de madre, pero no hay constancia de un contrato de aprendizaje. En 1645 Murillo contrajo matrimonio con Beatriz Cabrera y Villalobos, con quien estuvo casado veinte años y tuvo once hijos.

Ese mismo año recibió su primera comisión importante: una serie de once lienzos para el pequeño claustro del Monasterio de San Francisco el Grande, en Sevilla. En estas obras, Murillo combina la influencia de la pintura de Francisco de Herrera el Viejo con el naturalismo y el tenebrismo de Francisco de Zurbarán. En este período temprano pintó a menudo imágenes de niños, por lo que adquirió fama en el extranjero, especialmente en Inglaterra y Francia. Sus pinturas de la Virgen y el Niño contribuyeron a popularizar aún más este tema.
Murillo produjo una cantidad considerable de obras de carácter religioso, entre ellas numerosas imágenes de la Inmaculada Concepción. Fue también uno de los más grandes retratistas de su época, habiendo desarrollado desde temprano importantes contactos con la clase intelectual sevillana, que se mostró deseosa de comisionarle retratos. Durante la década de 1650, Murillo cambió a menudo de domicilio, posiblemente en busca de espacio para su familia cada vez más numerosa.
Se encontraba entonces en el apogeo de su carrera y recibía de continuo importantes comisiones para altares y retratos. En enero de 1660, Murillo, Francisco de Herrera el Joven y varios otros artistas prominentes fundaron la Real Academia de Bellas Artes de Santa Isabel de Hungría en Sevilla, con Murillo como presidente. En 1663, Murillo se mudó a la parroquia de San Bartolomé. Su esposa murió en diciembre de ese año. La década siguiente a esta muerte fue la más prolífica del artista. Cuando trabajaba en un altar para la iglesia de Santa Catalina, en Cádiz, Murillo sufrió una caída de un andamio. Falleció pocos meses más tarde (Lipinskien, L.: Del Greco a Goya. Obras maestras del Museo del Prado, Museo de Arte de Ponce, 2012, pp. 90-91).

Su retrato realizado por Alonso Miguel de Tobar corresponde a la obra P01153 del Museo del Prado.

Fuente: Museo Nacional del Prado