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Aceptar el reinado de Jesús es ser víctima de su amor
Jesús quiere reinar en cada uno de nosotros y lo desea de forma imperiosa. No porque vaya Él a conseguir nada para Sí, puesto que ya lo tiene todo, todo el poder y la gloria, por ser Dios.
Su deseo absoluto y total de reinar en cada alma es para darnos el bien que nos puede llenar y satisfacer, el bien de su divinidad, de su vida divina, el Espíritu Santo, por la inmensidad infinita de su misericordia, la misma fuerza absolutamente imperiosa y total de su naturaleza divina, que le llevó a hacerse hombre para poder sufrir y morir obedeciendo a Dios Padre hasta la muerte, la misma que le llevó al Padre a entregar a su Hijo a morir por nosotros, en medio de los sufrimientos corporales y espirituales más atroces, para darnos el Espíritu Santo, y la misma que les lleva a los Tres a estar dispuestos otra vez a lo mismo o más, para conseguir la aceptación libre y voluntaria por algún alma humana de ese reinado de amor misericordioso y algún retorno de amor.
En la coronación de espinas le torturaron atrozmente a Jesús con sus burlas y espinas por ser rey. Y debemos y necesitamos compensarle pidiéndole que reine en nosotros. Esto es ofrecerse a ser víctimas de su amor y pedírselo. Víctimas, porque el reinado de Jesús en nuestra alma lleva consigo la necesaria poda (Jn, 15,1-2). Debemos pedírselo por intercesión de santa Teresa del Niño Jesús, modelo y maestra de ser víctima del amor de Jesús.
Lo que enseñaba y practicaba santa Teresita es desear y pedir grandes padecimientos por amor y aprovechar todos los pequeños padecimientos que nos sobrevienen o que nos buscamos para ofrecérselos a Jesús con alegría de poder sufrir como ofrenda a Él.
Porque obviamente el amor tiene que ser verdadero, es decir, amor con locura. Como el de Jesús por nosotros.
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El peor sufrimiento de Jesús en su Pasión fue el abandono, la desolación. Él en la cruz dio a conocer su abandono para que lo supiésemos.
Ya durante la oración en el huerto de Getsemaní, Jesús sufrió un miedo indecible ante lo que se le avecinaba. Este miedo, que Él quiso que supiésemos que padeció, significa que ya no disponía del don de fortaleza; lo que parece indicar que le habían sido eclipsados o retirados los dones del Espíritu Santo.
En el huerto llegó a pedirle al Padre que, si podía ser, pasase de Él aquel cáliz. Se lo pidió con la oración perfecta, que es añadir: "hágase Tú voluntad y no la mía". No podía ser, porque Jesús ya había instituido la Eucaristía. Había dado a comer el pan consagrado diciendo no sólo "esto es mi cuerpo", sino "esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros". Y diciendo no sólo "este es el cáliz de mi sangre", sino "que será derramada por vosotros y por muchos para el perdón de los pecados". Y ahora tenía que entregar su cuerpo y derramar su sangre.
Jesús hizo y sufrió todo esto tan atroz, incluyendo el abandono, la desolación, por amor al Padre con obediencia total hasta la muerte y por amor misericordioso a cada uno de nosotros, para que pudiésemos tener su reino salvador en nuestra alma, para que le pudiésemos tener como rey salvador de cada uno personalmente y de todos colectivamente. Para que pudiésemos hacer la voluntad de Dios, también en la tierra.
Esta fue Su fuerza, el amor más fuerte que la muerte.