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¿Filosofía escolástica o filosofía tomista?

Jaime Bofill, CRISTIANDAD, Año II, nº 23, 1 de marzo de 1945, Plura ut unum, páginas 110-112

Introducción

«Cuando prescribimos la filosofía escolástica entendemos principalmente aquella que enseñó Santo Tomás de Aquino». Encíclica Pascendi.

Partamos del supuesto de que los últimos cien años de la vida de la Iglesia –de Pío IX a Pío XII– forman un período con unidad propia. Gregorio XVI lo prepara. Pío X lo define: «Se trata de la Religión Católica y su seguridad». Llamémosle período de lucha contra la Revolución liberal.

La Iglesia procura ante todo fortalecerse en su espíritu sobrenatural, que opone al espíritu moderno. Medios principales para ello son: el robustecimiento de la nota de Unidad con la declaración del dogma de la Infabilidad pontificia; el ejercicio cada vez más intenso por parte de los Papas de su magisterio supremo; la reforma del clero y de la enseñanza; el fomento de la devoción a la Eucaristía; la atención prestada a las obras misionales; la movilización de los seglares en las filas de la Acción Católica; la codificación del Derecho canónico; la declaración del dogma de la Inmaculada Concepción de María; la insistencia creciente en hacer notar la virtualidad salvadora de la devoción al Corazón de Cristo.

Todo ello ha sido ya tratado desde las páginas de CRISTIANDAD. Vamos a intentar hoy, en este número dedicado a Santo Tomás de Aquino, plantear, con la ayuda de Dios, un problema que anunciábamos en un artículo anterior{1} con el mismo interrogante que encabeza estas líneas: ¿Filosofía escolástica o filosofía tomista?

El espíritu del siglo

«Eritis sicut dii»; «cum cognovissent se esse nudos...» (Gen. III, 5, 7.)

No hay errores más perniciosos que aquellos que tienen por objeto la inteligencia misma, dice Santo Tomás en su opúsculo de polémica contra el averroísmo.

La filosofía moderna, que gira toda ella en torno al llamado problema crítico (capacidad de la mente humana para conocer la verdad) es precisamente esto: un constante errar sobre la inteligencia, que busca un punto de equilibrio al margen de la fe, expresamente rechazada.

Un postulado se mantiene en todas las escuelas: el agnosticismo. «La razón humana, encerrada rigurosamente en el círculo de los fenómenos, es decir, de los objetos que aparecen y tales ni más ni menos como aparecen, no posee la facultad ni el derecho de franquear estos límites; siendo, en consecuencia, incapaz de elevarse hasta Dios, ni aún para conocer su existencia por medio de las criaturas» (Pascendi).

Bajo este presupuesto común se diviniza o vilipendia a la razón alternativamente.

Kant niega a la metafísica el carácter de ciencia. Lo que nos parece ver en las cosas de universal y necesario no son más que formas a priori del sujeto pensante. No hay más leyes que las de la Lógica. La «naturaleza» con sus leyes es fruto de nuestra espontaneidad.

El idealismo dará un paso más. La lógica es metafísica. Toda la filosofía es un esfuerzo milenario de la mente humana para conocerse a sí misma. Lo racional y lo real se confunden.

Tesis parecidas se defienden en filosofía del derecho, y se establece que las leyes sociales, (lo mismo que las leyes ontológicas) penden exclusivamente de nuestra razón. Es el espíritu que anima la Constitución Americana como la Revolución francesa.

En 1830 sube Luis Felipe. En 1831 fallece Hegel. París vuelve a dar a Europa la tónica intelectual. Es el imperio del positivismo.

Se niega la Metafísica. Se exalta la Ciencia. Viene como nunca el fraccionamiento del saber, el gusto por el trabajo especializado. Pululan las escuelas. En realidad, todo pensador es jefe de escuela, general sin ejército, y en nada más se ocupan que «en decir u oír algo nuevo».

De una mentalidad que se materializa cada vez más y en aparente oposición con ella brota el tallo putrescente del espiritualismo francés. En España se presenta la variante del Krausismo. Lo mismo da. Es lo pegajoso contra lo brutal.

Es curioso; ocurre que la «filosofía» llega a tener conciencia de su desnudez. La reacción es siempre desvergonzada. A momentos, bromea; a momentos, pretende incluso justificar en el sentimiento de «angustia» nacido de tanta vaciedad su propia existencia, y pone en la angustia el inicio del filosofar. Sigue desconociendo la humildad. Y lo peor es que este espíritu penetra en nuestras filas. El modernismo se extenderá incluso entre católicos luchadores que han cometido la imprudencia de «flirtear» con los sistemas adversos, tratándolos con estima y respeto. La «Pascendi» es una voz suprema de alarma. ¿Qué nos dice la Iglesia?

El Espíritu de la Iglesia

«Sobrii estote et vigilate quia adversarius vester diabolus tamquam leo regiens circuit, quarens quem devoret; cui resistite fortes in fide.» (I Petr. V, 8.)

Indicaremos dos aspectos: A. –A qué título la Iglesia interviene en cuestiones científicas y en particular en la Filosofía. B. –Las declaraciones sucesivas con que ha ido fijando su posición.

A

Para tratar el primer aspecto, nos parece lo mejor acudir a la Encíclica «Aeterni patris», que ya conocen algo nuestros lectores{2}.

Escribe León XIII en dicha Encíclica:

«No hubieran durado mucho tiempo los frutos de las celestiales doctrinas por las que adquirió el hombre la salud a no haber establecido Cristo nuestro Señor un magisterio perpetuo, encargado de instruir los entendimientos en la fe. La Iglesia, por su parte, con tal perfección y fidelidad cumplió siempre este encargo que puso siempre su empeño en dar lecciones de Religión y en traer perpetua guerra contra el error. A este fin se ordena la nunca interrumpida solicitud de los Pontífices Romanos, a quienes, como sucesores que son de San Pedro, Príncipe de los Apóstoles, pertenece el derecho y la obligación de enseñar y de confirmar en la fe a sus hermanos».

El magisterio de la Iglesia tiene, pues, por objeto primario enseñar la fe de Cristo, por la que adquiere el hombre la salud. Mas toda vez que, según el aviso del Apóstol, por medio de una filosofía inútil y falaz y con vanas sutilezas suelen los enemigos de la Religión doctrinas que entenebrecen la inteligencia y corrompen las costumbres, por esto mismo «juzgaron siempre los pastores supremos de la Iglesia que era cosa tocante a su ministerio el esforzarse también para elevar la verdadera ciencia y procurar con singular vigilancia que en todas partes se enseñaran las disciplinas científicas conforme a las doctrinas de la fe, especialmente la filosofía; pues de ella depende en gran parte la índole de las otras ciencias».

Del recto uso de la Filosofía se siguen para la Religión grandes beneficios:

«Cuando los sabios emplean como deben la Filosofía no hay duda sino que puede allanar el camino de la fe y guardarlo, y disponer convenientemente los ánimos que la cultivan a recibir las verdades reveladas: lo cual indujo a llamarla ora «preliminar de la fe cristiana» (como hace Clemente de Alejandría) ora «preludio y auxilio del cristianismo» (Orígenes) ora «pedagogo en orden al Evangelio.»

Como preludio y defensa de la fe los Sumos Pontífices prestan a la Filosofía la mayor atención. Su intervención en las cuestiones filosóficas está regulada según este punto de vista. Y así, de la misma manera que en el orden político, vgr., el Romano Pontífice reconoce a los Gobiernos plena autoridad e independencia mientras no entre en juego alguno de los supremos intereses confiados a su custodia, igualmente, en el terreno de la ciencia deja a los pensadores plena libertad de movimientos mientras no se comprometan las bases racionales de la fe.

Hay, en efecto, un grupo de verdades que debe aceptar todo pensador católico, sin las cuales la fe no puede subsistir: tales son las que se refieren a la existencia, trascendencia y personalidad de Dios; origen y destino del hombre; existencia de un orden moral objetivo, &c.

Tales verdades no pueden ser negadas sin temeridad y en la mayoría de los casos sin herejía formal. En efecto: aunque estén al alcance de la razón, dada la condición presente del género humano, Dios ha tenido a bien manifestárnoslas para que «allegándose a la luz natural el testimonio divino, fueran conocidas de todos fácilmente y sin mezcla alguna de error»{3}.

Tal conjunto de verdades, que constituyen la auténtica Filosofía perenne forman el patrimonio común de la escolástica; y por esto dicha filosofía es obligatoria dentro de la Iglesia.

B

Y ya que hemos tomado como base la Encíclica «Aeterni patris» para exponer el primer problema que nos hemos planteado: a qué título interviene la Iglesia en las cuestiones filosóficas, tomémosla también ahora corno punto de partida para exponer en breves trazos como, históricamente, ha ido precisando cada vez más la Iglesia su actitud.

La Encíclica «Aeterni patris» empieza indicando las relaciones que hay entre la Fe, o conjunto de verdades apoyadas en la revelación, y la Filosofía, o conjunto de verdades apoyadas en las solas fuerzas de la razón. Muestra, no tan sólo que no hay incompatibilidad alguna entre ambas, o que de su mutua alianza se siguen para una y otra grandes beneficios: sino que afirma su solidaridad:

«Consta como verdad que las sentencias contrarias a la fe pugnan así mismo con la recta razón; por ello, el filósofo católico tiene por indudable que a un mismo tiempo violaría los fueros de la razón y los de la fe, si llegara a admitir cualquier conclusión que entendiese ser contraria a la doctrina revelada».

Este perfecto acuerdo de la fe y la razón tiene una prueba de hecho en la Historia de la Filosofía. León XIII desarrolla largamente este aspecto. Esta prueba pone en relieve dos hechos: primero, que hay dentro de la Iglesia una auténtica tradición filosófica; que, sin rebajar el valor individual de cada pensador, recibe del acuerdo unánime de todos un aumento innegable de vigor. Segundo, que entre todos los doctores de la Iglesia, Santo Tomás de Aquino es quien ha llevado a mayor altura la empresa común.

Reproduzcamos, tan sólo, el testimonio de Inocencio VI, que la Aeterni patris recoge:

«Si se exceptúa la doctrina católica, la de éste (Santo Tomás) excede a todas en la propiedad de las palabras, en el estilo y modo de hablar, en la verdad de las sentencias: de forma que a los que la siguiesen y tuviesen, jamás se les verá fuera de las vías de la verdad; y los que la impugnaren siempre serán tenidos por sospechosos de abandonarlas.»

Por esto,

«Muchos de los que cultivan las ciencias filosóficas, para cumplir su saludable intento de restaurar en nuestros días la filosofía, con felicísimo acierto han empezado por restablecer la doctrina esclarecida de Santo Tomás de Aquino, y restituirle su antiguo y debido honor...»

Hay, pues, una magna tradición cristiana en mala hora semiabandonada: León XIII nos invita a situarnos de nuevo dentro de su corriente. Como todo renacimiento, el actual resurgir de la filosofía católica se inicia, pues con un retorno a las fuentes.

Ahora bien; al definir estas fuentes, León XIII utiliza a menudo el término de filosofía escolástica, mientras que otras veces se refiere en concreto a la filosofía de Santo Tomás. Cabe entonces preguntarse: ¿Es que la filosofía tomista absorbe en sí toda la tradición que el Pontífice pretende restaurar? ¿Se confunden en un solo significado las expresiones «filosofía escolástica» y «filosofía tomista»?

Sigamos adelante en nuestra investigación, y veamos la dirección que imprime a este problema el Pontífice siguiente, Pío X.

La intervención de Pío X

Las orientaciones de León XIII no fueron bien recibidas en los ambientes modernistas. «La doctrina de Santo Tomás, se dice, tiene exactitud de expresión, pero su fuerza persuasiva es nula para los tiempos en que, de grado o a la fuerza, hemos de vivir».

El paralelo con las doctrinas político-liberales es fácil de establecer. La Iglesia debe adaptarse en sus enseñanzas a la mentalidad de nuestra época «que necesita una apologética completamente nueva para dejarse persuadir», de la misma manera que necesita el llamado «derecho nuevo»{4} para dejarse gobernar.

Ante tal actitud, el Santo Adversario del modernismo se limita, de momento, a reproducir las enseñanzas e incluso las palabras de su predecesor:

«En primer lugar, por lo que toca a los estudios queremos y definitivamente mandamos que la filosofía escolástica se ponga por fundamento de los estudios sagrados. A la verdad, si algo excogitaron los doctores escolásticos que no concuerde con las doctrinas demostradas en [112] tiempos más recientes, en manera alguna tenemos el intento de proponerlo a nuestros contemporáneos.
Lo principal que hay que notar es que cuando prescribimos que se siga la filosofía escolástica entendemos principalmente aquella que enseñó Santo Tomás de Aquino, acerca de la cual cuanto decretó nuestro predecesor queremos que siga vigente...»

Poco a poco la frase del Pontífice va haciéndose más contundente y precisa:

«A los maestros les exhortamos a que tengan finalmente presente que el apartarse del Doctor de Aquino, en especial en las cuestiones metafísicas, nunca dejará de ser de gran perjuicio».

Hasta llegar al célebre «motu proprio» de 1914, Publicado dos meses antes de estallar la guerra europea. En este documento la doctrina de Santo Tomás parece no sólo recomendada, sino impuesta. Las amonestaciones anteriores han sido desvirtuadas con subterfugios. La frase del Pontífice es vibrante:

«Habiendo Nos dicho en el lugar citado (Encíclica «Pascendia»; Letras «Sacrorum Antistitum») que la filosofía de Santo Tomás se ha de seguir principalmente, y no habiendo escrito la palabra «únicamente», algunos han creído que se conformaban con nuestra voluntad o al menos que no se oponían a ella, si en las materias enseñadas en filosofía por cualquiera de los Doctores escolásticos, aunque estas enseñanzas se contrapusieran a los principios de Santo Tomás, optaban indistintamente por ellas. Mas su parecer les ha engañado, en gran manera. Es evidente que al proponer a Santo Tomás como principal adalid de la filosofía escolástica, Nos queríamos entender esto sobre todo de los principios del Santo, en cuyos fundamentos descansa toda su filosofía»{5}.

Una primera dificultad se plantea: ¿Cuáles son estos principios de la metafísica tomista?

Bajo la inspiración del Cardenal Billot fueron redactadas veinticuatro tesis que se consideraba reproducían fielmente los «principia et pronunciata mayora» de la metafísica del Doctor Angélico. La Sagrada Congregación de Estudios las aprobó en este sentido. Ya se había resuelto, con ello, la primera dificultad. Pero una segunda aparecía al instante. En ocasión del Centenario de Suárez (1917) una revista española la ponía de manifiesto de modo estridente: apoyándose en los pasajes fundamentales de la obra del Doctor Eximio, opuso, una a una, a las veinticuatro tesis tomistas, otras tantas tesis suarecianas. De esta confrontación resultaba que tan sólo una de ellas era coincidente con la correlativa del Doctor Angélico.

El articulista terminaba invitando a la Compañía de Jesús a abandonar, de una vez para siempre, los «errores» de Suárez, esgrimiendo las disposiciones pontificias. ¿Qué alcance tenían, pues, estas disposiciones?

El fallo de Benedicto XV

Habíase consultado ya a la Santa Sede respecto a este extremo, en busca de una interpretación auténtica. Siendo a la sazón Pontífice Benedicto XV, la Sagrada Congregación de Seminarios y Universidades, con asistencia del Cardenal Mercier, celebró dos sesiones plenarias en febrero de 1916, decidiendo que las 24 tesis, expresivas de los principios metafísicos del tomismo, podían proponerse como normas directivas seguras{6}. Benedicto XV confirmó con su autoridad suprema la decisión de los Cardenales, y en una audiencia particular concedida al dominico Padre Hugon manifestó su deseo de que «fueran propuestas como la doctrina preferida por la Iglesia».

La decisión de Benedicto XV tranquilizó a los que militaban en otras escuelas. El Papa autorizó explícitamente al General de la Compañía de Jesús para que se profesara en la Compañía la doctrina de Suárez, en una carta que sentimos no poseer en este momento.

De los textos citados se deduce, con todo, que si no impone la Iglesia el sistema tomista estricto, sin embargo lo avala, podríamos decir, con su autoridad. Le llama «su doctrina preferida», considera las tesis de la metafísica tomista como «normas directivas seguras». En este sentido hablará igualmente Pío XI en la Encíclica «Studiorum Duce»:

«Entre los amadores de Santo Tomás, como conviene que sean todos los hijos de la Iglesia que estudien las disciplinas superiores, deseamos aquella honesta emulación en justa libertad en que progresan los estudios; mas no aquella aspereza que nada presta a la verdad y sólo vale para disolver los vínculos de la caridad. Sagrado sea para todos lo que el Código de Derecho canónico prescribe: que 'los estudios de Filosofía racional y de Teología traten estas enseñanzas conforme enteramente al método, doctrina y principios del Doctor Angélico, y santamente los guarden'. Que todos procedan de acuerdo con esta norma, de manera que todos puedan llamarle en verdad su Maestro.
Pero no exijan unos de otros más de lo que exige de todos la Iglesia, maestra y madre de todos; en estas cuestiones de que suelen disputar en las escuelas en contrarias partes los autores de más renombre a nadie ha de prohibirse seguir la sentencia que considere más verosímil.»

Y añade:

«HONRANDO A SANTO TOMÁS, LO QUE ANTE TODO SE ENSALZA ES LA AUTORIDAD DE LA IGLESIA DOCENTE».

* * *

En resumen: los pensadores católicos tienen obligación de profesar la doctrina y método escolástico tradicional, en cuanto con ello se salvaguardan las bases racionales de la fe y se descarta el peligro grave de error; tienen libertad, dentro de la escolástica, de profesar la opinión que les parezca más verosímil en aquellas cuestiones en que los autores de mejor nota disputaron en sentido contrario; la Iglesia, por fin, les recomienda y garantiza entre todas la doctrina de Santo Tomás, atribuyendo especial importancia a sus principios metafísicos.

El lector habrá notado ya el notable alcance de lo que se discute. Repitámoslo: se trata de si es posible, sí o no, fuera del sistema tomista estrictamente considerado, mantener las tesis clásicas de teodicea sobre la existencia, naturaleza y atributos de Dios; sobre la espiritualidad del alma, etc.; que son la base racional de la revelación; si es requisito previo para fundamentar sólidamente nuestra religión, aceptar todas y cada una de las veinticuatro tesis que resumen la metafísica tomista. En un próximo artículo, Dios mediante, volveremos sobre este tema.

Notas

  1. Cristiandad, número 10, página 227.
  2. Cristiandad, número 10, páginas 225 y ss.
  3. Concilio Vaticano. Vd. Denz. 1786: «Huic divinae revelationi tribuendum quidem est ut ea quae in rebus divinis humanae rationi per se impervia non sunt in praesenti quoque generis humani conditioni ab omnibus expedite, firma certitudine et nullo ad mixto errore cognosci possint», o también en «Las veinticuatro tesis tomistas», Ed. Hugon O. P. «La Ciencia Tomista», Madrid.
  4. Encíclica «Diuturnum»
  5. Vd. la importantísima Encíclica «Pascendi», en la «Colección de Encíclicas y Cartas pontificias, publicada por la Acción Católica Española.
  6. Omnes illae vigintiquator Theses philosophicae germanam doctrinam Sancti Thomae exprimunt, eaque proponantur veluti tutae enormae directivae». Vd. Ed. Hugon, op. cit.