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¿Filosofía escolástica o filosofía tomista?, Jaime Bofill nº 23:110..León XIII y la intelectualidad cristiana, Jaime Bofill nº 10:225...
¿Filosofía escolástica o filosofía tomista? II
El problema escolástico{1}
Jaime Bofill, CRISTIANDAD, Año II, nº 28, 15 de mayo de 1945, Plura ut unum, páginas 225-227
Filosofía y Teología
Es aspiración incoercible de la inteligencia humana la de unificar el mundo interno de sus conocimientos y reproducir de esta suerte en sí misma la unidad de orden que informa el mundo externo del ser.
De esta manera va el hombre elaborando su ciencia.
Así como un artista empieza haciendo, a grandes trazos, el bosquejo de su obra y lo enriquece luego con precisión de detalle; y así como este enriquecimiento en tanto tiene valor en cuanto permite amoldar estrechamente la imagen al objeto, y expresar vigorosamente los aspectos esenciales de éste, de la misma manera el pensamiento humano empezó históricamente su labor con los grandes bosquejos de la sabiduría primitiva, sucesivamente perfilados por los detalles con que las ciencias especiales han ido concretando la vaguedad primera.
Si el planteo de los problemas que se refieren a las últimas causas precedió históricamente al de los que se refieren a las causas próximas de las cosas, en cada individuo podemos ver reproducido este proceso: así en su maravilloso despertar de los dieciocho años, la inteligencia se lanza ante todo a excogitar visiones generales del mundo y de la vida, y traza de esta suerte el primer esbozo de lo que va a ser su obra: construir dentro de sí una imagen de la realidad.
Llamemos provisionalmente filosofía a este temprano esquema, y digamos entonces que la filosofía precede histórica y psicológicamente a las ciencias especiales.
La aparición de las mismas acontece a veces de modo ruidoso y triunfal. Puede tener entonces como primer resultado soterrar, bajo multiplicados aluviones, aquellos primitivos, inexpertos trazos; llamemos ahora positivismo a la actitud mental que se detiene en esta fase del proceso científico, y que muchos no logran superar jamás.
Sin embargo la inteligencia no puede encontrar en ella satisfacción completa. El deseo de sintetizar las nuevas aportaciones la acucia; porque lo mismo que decíamos del detalle en la obra de arte, tan solo tienen valor para ella si le permiten profundizar más: «intus-legere», en la realidad.
En un tercer momento, por lo tanto, se impone la necesidad de una simplificación, no extendida en superficie, como el superado esbozo primitivo; se impone la necesidad de una filosofía en sentido propio en que la ciencia culmine. ¿No es tal vez esto lo que ocurre en nuestros días?
Miremos ahora, un momento, los materiales e instrumentos con que la mente humana cuenta para realizar su labor de la ciencia.
Los materiales provienen todos de la experiencia toma de contacto con la realidad que en el hombre originariamente, es de orden sensible. Los sentidos, en efecto, son quienes nos ponen en comunicación con la naturaleza exterior. Al testimonio de ellos, la reflexión añadirá después el suyo, enriqueciendo nuestra experiencia con el conocimiento de la actividad espiritual.
Sin embargo estos materiales no son, por sí mismos, ciencia. Hay que elaborarlos, transformarlos, manejarlos. La inteligencia se vale para ello de los primeros principios, de carácter analítico, conocidos desde el primer momento por intuición abstractiva: el principio de identidad y de contradicción, el principio de causalidad y de finalidad.
Su objetivo final será llegar a los primeros principios sintéticos del ser: aquellos que le sirvan para responder a los interrogantes a los últimos quién es Dios, cuál es el destino del hombre, qué es lo que caracteriza el ente finito en cuanto tal. En otras palabras: estructurar una metafísica.
* * *
Resumamos. La inteligencia, por su naturaleza misma, tiende a reproducir dentro de sí la unidad del mundo del ser. Para ello, aplica los primeros principios y los que de ellos deduce a los datos aportados por una experiencia constitutivamente limitada, e intenta construir con ellos una síntesis metafísica.
Ahora bien: si a esos datos vinieran a añadirse otros nuevos, facilitados por el testimonio verídico de un ser sobrehumano, se vería entonces forzada a corregir y completar su síntesis, al objeto de dales cabida en ella.
Esta hipótesis ha tenido cumplimiento histórico con la Revelación. Dios ha tenido a bien darnos a conocer los misterios de su vida íntima, conocimiento necesario para el hombre, dice Santo Tomás, «ad recte sentiendum de creatione rerum... et principaliter ad recte sentiendum de salute generis humani, quae perficitur per Filium incarnatum et per donum Spiritus Sancti» (Iª, 32, I, ad 3m): «para sentir correctamente sobre la creación de las cosas, y principalmente sobre la salvación del género humano, que se lleva al cabo por la encarnación del Hijo y por el don del Espíritu Santo».
La Revelación es el principal contenido de la fe. Todo pensamiento que la acepte, verá solicitado su esfuerzo en una dirección inédita hasta entonces; y se le presentará principalmente una doble labor: primero, la unificación en un cuerpo doctrinal, de los distintos datos revelados, constituyendo así con ellos una ciencia de carácter especial: la Teología. Después, la unificación de esta misma Teología con la síntesis filosófica que previamente, por sus solas fuerzas naturales, hubiera llegado a establecer.
Este problema: armonización de la filosofía y la teología, o lo que es equivalente en este momento: armonización de la fe y la razón ha recibido el nombre de «problema escolástico».
La unidad de la Verdad
Dada la existencia de la Revelación divina el problema escolástico, tarde o temprano, no podía dejar de plantearse. Los datos nuevos que la Revelación aportaba tuvieron en Filosofía, entre otras, una importante repercusión: la de eliminar de su campo, como falsas e inservibles, todas aquellas opiniones (hasta entonces tal vez verosímiles) que no fuera posible armonizar con la fe.
El resultado es interesantísimo para la Filosofía que alcanza de esta manera una insospechada precisión de contenido. Un criterio extrínseco ha venido a ponerla, de modo imprevisto, en posesión de sus verdades más fundamentales.
Recuérdese que el contenido de la fe es doble: un primer grupo de sus proposiciones de si no supera la humana razón; otras en cambio son sobrenaturales.
En las primeras, la razón humana se complace en reconocer aquella verdad que quizá no había sabido descubrir; en las segundas admira la inefabilidad divina y agradece que haya querido hacerle participante de misterios que sobrepujan tanto su pequeñez.
Para alcanzar, con todo, este beneficioso resultado, la filosofía ha de hacer honor a su nombre, y ser verdaderamente «filo-sofía», es decir, amor a la sabiduría; no amor a la originalidad, o a la brillantez, o al propio criterio. La rectitud de intención es imprescindible.
En el caso presente yo diría que esta rectitud de intención debe manifestarse: 1º) En una filial aceptación del Verbo divino. 2º) En un uso prudente de la razón humana. 3º) En el convencimiento de la unidad de la verdad.
Si se pone en duda la Revelación, si se abusa o desusa de la razón humana, si se escinde la verdad negando su unidad esencial, entonces aparecen antinomias y dificultades por todas partes. La actitud del creyente que acepta con razonable simplicidad el misterio, la prudencia con que reconoce su propia limitación sin caer por ello en el orgulloso «todo o nada» del escepticismo, deviene imposible de comprender. Esto es lo que le ocurre, por ejemplo, al escritor Luis Rougier en su documentada obra «La Scolastique et le Thomisme».
Un escándalo intelectual
Recordemos un punto tratado unas líneas antes. La Revelación, hemos dicho, presta a la Filosofía el inapreciable servicio de ayudarla a precisar su contenido. Todas aquellas opiniones que no puedan, lógicamente, concordar con la fe sin vacilación deben rechazarse como erróneas.
Sin embargo, esta selección no es hasta tal punto rigurosa que permita identificar «La filosofía con un sistema concreto, que por este hecho pasaría a ser como el código natural de la razón humana.
Ciertamente, muchos problemas filosóficos no pueden tener más que una solución, y a menudo las decisiones conciliares o pontificias han venido a protegerla con su autoridad superior. Escritores católicos (y católicos celosos) han visto por esta causa condenadas sus obras: creían erróneamente que sus opiniones se armonizaban con la fe y la Iglesia ha debido intervenir. Así en el siglo pasado vémosla condenar proposiciones de dos escuelas nacidas evidentemente del deseo sincero de servir a la Iglesia: el tradicionalismo filosófico y el ontologismo. No todos superan la dificultad, pero tampoco todos sucumben, gracias a Dios: y así, si el espíritu de Lamennais, por ejemplo, se yergue y pronuncia un lamentable «non serviam», otros se echan en brazos de la Iglesia y aceptan una sentencia cuyo fundamento a lo mejor no entienden en aquel momento pero cuya caridad y justicia reconocen a pesar de todo.
Pero si muchos problemas filosóficos están ya claramente resueltos para un católico sincero en un determinado sentido, quedan muchísimos otros en que la discrepancia es legítima y en los que los pensadores, de hecho, discrepan. Y esto ocurre, no tan solo en cuestiones de orden empírico, regidas por leyes contingentes: sino incluso en cuestiones metafísicas en las que, «a parte rei», no hay término medio entre los términos del dilema: «necesario-imposible». Baste citar el célebre ejemplo de la distinción real entre la esencia y la existencia.
Se trata de lo siguiente: No es lo mismo preguntar de una cosa «si es» (an sit) o «qué es» (quid sit). La primera cuestión versa sobre la existencia de la cosa. La segunda cuestión versa sobre su esencia. Las respuestas que a una y otra se den no son necesariamente solidarias: así yo puedo definir qué es un elefante, pongo por caso, y no existir en aquel momento elefante alguno. El lenguaje matiza esta diferencia. Supongamos una especie extinguida, el mamut, por ejemplo. Si digo: «el mamut era o fue un proboscidio cuaternario» el verbo «ser» expresa existencia. Lo mismo cuando digo: «el mamut sería un proboscidio» pues se entiende «si existiera». En cambio, si uso el verbo «ser» en presente, el sentido de la frase cambia. No expresa entonces existencia, sino una definición del sujeto, su esencia. «El mamut es un proboscidio» define lo qué es el mamut prescindiendo de que el mamut exista o no, y conservando la frase, con independencia de este hecho, su verdad.
Ahora bien; esta distinción entre la esencia y la existencia de los cosas, ¿corresponde, en un ser actualmente existente, a dos realidades distintas, o es fruto tan sólo de dos maneras distintas de considerar una misma y única realidad? La distinción entre esencia y existencia, ¿es una distinción real, o tan sólo una distinción de razón «cum fundamento in re»?
Reservemos para otro número explanar con más extensión este problema, largamente debatido; en este momento tan sólo nos interesa observar que:
a) La distinción entre la esencia y la existencia es de orden metafísico; y por lo mismo, en la realidad de las cosas no puede ser simplemente posible: o es necesaria o es imposible.
b) En una alternativa tan radical los pensadores católicos se dividen. Unos adoptan la primera solución, otros la segunda. Tal dualidad de actitudes es posible porque no se trata de uno de los primeros principios analíticos de la razón humana, inmediatamente conocidos por ella por intuición abstractiva: sino de un principio sintético, que de ser aceptado sería el coronamiento de la metafísica del ser finito en cuanto tal, pero que por lo mismo es para la razón humana un punto de llegada, no un punto de partida; se comprende, pues, que no todos lo admitan.
c) Pero los pensadores de una y otra escuela se apasionan con frecuencia por la opinión que han creído verdadera y trasladan al terreno del humano conocimiento la radicalidad de que este dilema goza en el terreno objetivo. La antítesis: «necesario-imposible» se convierte en esta otra: «evidente-absurdo».
d) Santo Tomás figura al frente de los autores que defienden la distinción real entre la esencia y existencia. Suárez es quien mejor resume la opinión adversa. La Iglesia se abstiene de definir dogmáticamente. Da tan sólo indicios de cuáles son sus preferencias, alabando a Santo Tomás de modo extraordinario, tomando su filosofía oficiosamente como propia... Pero con todo utiliza gustosamente, hablando de Suárez, el título de «Doctor eximio» con que le honran sus partidarios, y manifiesta hacia él y hacia su doctrina una benevolencia que ciertamente no tiene en otros casos.
He aquí un ejemplo del comedimiento con que la Iglesia usa de su autoridad. La unidad de la verdad no es obstáculo, en su seno, a la libertad de opinión. Aparte de que, en este caso, de una cosa está segura: de que si en un momento dado sus intereses superiores la forzaran a zanjar esta disputa, aquellos cuya opinión ella reprobara bajarían inmediatamente la cabeza y aceptarían filialmente su fallo. Porque, en efecto: si intensivamente el presente debate se ha situado a menudo en un tal vez exagerado primer plano no hay duda alguna de que, apreciativamente, unos y otros ponen muy por encima su fidelidad al Verbo de Dios. No habría peligro de que la actitud de Lamennais se repitiera. A pesar de la rotundidad del lenguaje empleado, esta disputa se desarrolla entre hijos de una misma Madre, que aprecian esta filiación muy por encima de sus opiniones e incluso de sus convencimientos de orden natural{2}.
* * *
Rougier no puede entender esto.
El nombre de Rougier no es tan conocido del público como el de otros adversarios de quienes hemos tratado en estas páginas. Se trata de un estudioso, no de un histrión. No es brillante como Bergson u Ortega; pero conoce a fondo la historia de la filosofía y habla nuestro propio lenguaje. Quiere dar la impresión de estar haciendo obra científica, y no gusta de disfrazar sus sofismas con el ropaje literario.
Rougier no puede entender esto porque fallan en él, a la vez, las tres condiciones que antes poníamos como imprescindibles para ello. En primer lugar, no acepta la Revelación y el Dogma como palabra divina. No acepta tampoco que la «filosofía natural de la razón humana» sea capaz de una suficiente congruencia consigo misma; finalmente, no cree en la unidad de la verdad.
Para él, el problema escolástico de la harmonización de la razón con la fe es «el más prodigioso pseudoproblema que haya jamás dominado al espíritu humano».
No es pues de extrañar que de estas disputas entre escuelas católicas tome él ocasión de escándalo intelectual.
Por una parte, arguye, se afirma con razón que la distinción real entre esencia y existencia es necesaria para la exposición razonable del dogma: en particular, para exponer los misterios de la Trinidad y de la Encarnación.
Por otra parte, en cambio, y con no menos razón, se sostiene que esta distinción es absurda e introduce en el campo del pensamiento humano una radical incongruencia...{3}.
¿Qué maravilla que su conclusión sea la que hemos transcrito? Ved el párrafo final de su libro: «Un retorno a la Escolástica sería la más lamentable desgracia intelectual de nuestra especie, que ha estado a punto de comprometer definitivamente los inagotables beneficios del único, milagro que registra la historia: el milagro griego, la ciencia helena».
* * *
Un manual cualquiera de lógica nos proporcionaría la etiqueta adecuada para pegar al lomo de la obra de Rougier, pese a su erudición realmente notable: «ignorantia elenchi». Rougier conoce como pocos la letra de la escolástica; pero al mismo tiempo desconoce, como muchos, su espíritu.
Dios mediante seguiremos tratando en otros números el importante tema que nos hemos atrevido a afrontar.
Notas
(1) Vd. Cristiandad, nº 23, pág. 110 . ¿Filosofía escolástica o filosofía tomista?, Jaime Bofill nº 23:110
(2) Véase una magnífica muestra de este espíritu de docilidad en la siguiente carta que Suárez, acusado de apartarse excesivamente en sus lecciones de la doctrina de Santo Tomás, dirige al P. Everardo Mercuriano, Prepósito General de la Compañía:
«Los días pasados escrivi largo a vuestra paternidad de las cosas de este Collegio... Io leo theología en este Collegio, y el P. Visitador quando aquí estuvo, me advirtió que no convenía el modo que tengo de leer, por ser tenido por particular y de opiniones contrarias a Santo Thomas... I lo que io pido á V. P. en charidad es que, si vista y examinada la doctrina y modo de proponella se hallaren inconvenientes que importen o cosas que no convengan, me avise con toda claridad: porque io deseo hacer en todo la voluntad de Nuestro Señor, y me esforzaré a mudar todo lo que pareciere convenir; y cuando no pueda, holgaré mas de hacer otro oficio sin quexas que éste con ellas. I si la cosa non parece digna de tanto ruido, pido a V. P. dé orden como io haga este oficio en paz y consuelo; porque no es razón que, costándome el trabajo que me cuesta, que es mucho, y deseando yo hacerle lo mas de contento y provecho de todos que pueda, lo haga con zozobras y desasosiegos, y con nota en cosa tan delicada como es la doctrina, que, ultra de otros inconvenientes, ninguna cosa ay que tanto la desautorice como esto... Valladolid, Julio, 2, 1579. De V. P. indigno hijo y siervo en Christo, Francisco Suárez». (Citado por Del Prado, «De veritate Fundamentali», p. 208, nota) .
(3) Rougier resume así su pensamiento en este
punto: «Bref, la Scolastique se trouve coincée, à son issue,
dans cette impasse: expliciter rationellement la dogme révélé
au príx d'une antinomie initiale qui vicie toute la valeur de l'explication
proposée, ou récuser la compétence de la raison en matière de
dogme et rester ainsi désarmée devant le problème
scolastique»; y pretende concluir: «Un oeil sagace finira par
découvrir, sous une catholicité apparente, une dualité
irreductible de doctrines qui oppose l'un à l'autre deux
systèmes complets de théologie, deux conceptions de la vie
religiouse, répondant à des aspirations differentes de l'âme
humaine... Le catholicisme romain est essentieilement
bicéphale et, sous le couvert de l'orthadoxie apostolique et
romain, se dissimulent deux religions». (Louis Rougier, Op. cit.
préface).
¿Quién encontrará interpretada aquí la actitud que muestra
Suárez en la carta reproducida en la nota anterior? Pues bien:
ella no es sino un ejemplo de la de todo pensador católico.