Lo que hace totalitarios a los regímenes democráticos según san Juan Pablo II...INDEX

DOCTRINA PONTIFICIA SOBRE LA DEMOCRACIA

Pío XII

"Una sana democracia, fundada sobre los inmutables principios de la ley natural y de las verdades reveladas, será resueltamente contraria a aquella corrupción que atribuye a la legislación del Estado un poder sin freno ni límites, y que hace también del régimen democrático, a pesar de las contrarias, pero vanas apariencias, un puro y simple sistema de absolutismo.
»El absolutismo de Estado (que no debe ser confundido, en cuanto tal, con la monarquía absoluta, de la cual no se trata aquí) consiste de hecho en el erróneo principio de que la autoridad del Estado es ilimitada y de que frente a ésta -incluso cuando da libre curso a sus intenciones despóticas, sobrepasando los límites del bien y del mal- no se admite apelación alguna a ley superior moralmente obligatoria.
»Un hombre penetrado de ideas rectas sobre el Estado y sobre la autoridad y el poder de que está revestido como custodio del orden social, nunca jamás pensará ofender la majestad de la ley positiva dentro del campo de su natural competencia. Pero esta majestad del derecho positivo humano es inapelable únicamente cuando ese derecho se conforma -o al menos no se opone- al orden absoluto establecido por el Creador e iluminado con una nueva luz por la revelación del Evangelio. Esa majestad no puede subsistir sino en la medida que respeta el fundamento sobre el cual se apoya la persona humana, así como el Estado y el poder público. Este es el criterio fundamental de toda sana forma de gobierno, incluida la democracia; criterio con el cual ha de juzgarse el valor moral de toda ley particular" (Pío XII, Radiomensaje de Navidad de 1944, 24.12.1944: AAS 37, 1945, 10-20).

Juan XXIII

En la Pacem in Terris, Juan XXIII habla de la auténtica democracia como la elección de los gobernantes compatible con la ley natural dada por Dios (nº 47) y con "el hecho de que la autoridad proviene de Dios":

"Del hecho de que la autoridad proviene de Dios no debe en modo alguno deducirse quelos hombres no tengan derecho a elegir los gobernantes de la nación, establecer la forma de gobierno y determinar los procedimientos y los límites en el ejercicio de la autoridad. de aquí que la doctrina que acabamos de exponer pueda conciliarse con cualquier clase de gobierno auténticamente democrático" (Juan XXIII, Pacem in terris, nº 52).

Lo que declara tajantemente como inaceptable es que el poder, la constitución y los derechos se desliguen de Dios y que se hagan emanar de la voluntad general o de un partido:

"No puede aceptarse la doctrina de quienes afirman que la voluntad de cada individuo o de ciertos grupos es la fuente primaria y única de donde brotan los derechos y deberes del ciudadano, proviene la fuerza obligatorial de la constitución política y nace, finalmente, el poder de los gobernantes del Estado para mandar" (Juan XXIII, Pacem in terris, nº 78)

Juan Pablo II

Para llegar a un buen orden democrático los ciudadanos deben votar según la moral, enseña Juan Pablo II. Elevada así al rango de enseñanaza pontificia, es la misma doctrina de santo Tomás de que "El gobierno político sólo es apto para las naciones sabias y virtuosas":

"Es esencial que se dé una amplia respuesta a esta exhortación a una renovación ética, a fin de alcanzar un buen orden democrático, en el que la justicia y la solidaridad se conviertan en pilares de una vida nacional armoniosa. Observé en mi carta encíclica Centesimus annus que «la promoción de las personas concretas, mediante la educación y la formación en los verdaderos ideales» (n. 46) es una condición necesaria para la auténtica democracia. Sin una sana formación moral ningún ciudadano puede ser capaz de desempeñar bien sus funciones políticas. Sólo si las personas son justas, prudentes, moderadas y valientes, sus decisiones -tanto respecto a los líderes como a las políticas que deben escoger- conducirán verdaderamente al bienestar de la nación" (Juan Pablo II: Discurso a los obispos de Zambia en visita ad limina, 31.05.1993).

La democracia es participación según la virtud, si no es fácilmente un totalitarismo:

"(La Iglesia promueve) el valor de la democracia, entendida como gestión participativa del Estado a través de órganos específicos de representación y control, al servicio del bien común; una democracia que, más allá de sus reglas, tenga un alma, constituida por aquellos valores fundamentales sin los cuales «se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto» (Centesimus annus, 46)" (Juan Pablo II: Discurso al mundo de la cultura en Riga, 9.09.1993).

"Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia" (Juan Pablo II: Centesimus annus, 46 b, 1.05.1991).

La democracia se debe basar en la verdad, si no, si se basa en el relativismo, el riesgo de totalitarismo es no menos grave que bajo el comunismo. La verdad también rige la política. Esto recuerda lo que pone Canals como lema en una de sus obras: "También en política la verdad es la realidad de las cosas" (Francisco Canals Vidal: Política española: pasado y futuro. Barcelona.1977 ):

"Después de la caída, en muchos países, de las ideologías que condicionaban la política a una concepción totalitaria del mundo -la primera entre ellas el marxismo-, existe hoy un riesgo no menos grave debido a la negación de los derechos fundamentales de la persona humana y a la absorción en la política de la misma inquietud religiosa que habita en el corazón de todo ser humano: es el riesgo de la alianza entre democracia y relativismo ético, que quita a la convivencia civil cualquier punto seguro de referencia moral, depojándola más radicalmente del reconocimiento de la verdad. En efecto, «si no existe una verdad última -que guíe y oriente la acción política-, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia» (Centesimus annus, 46 b)" (Juan Pablo II: Veritatis splendor, 6.08.1993).

La falsa filosofía, crimen de Estado. La democracia es para elegir gobernantes, no para cambiar la moral, cambiar la verdad, cambiar la naturaleza humana. Los gobernantes elegidos deben atenerse al sistema jurídico constitucional regido por la moralidad, consistiendo ésta en la actuación conforme a la naturaleza humana. Desligarse los gobernantes de la moral poniendo a votación leyes inmorales, leyes contrarias a la naturaleza, requiere afirmar e imponer dogmáticamente que todo es relativo, que la verdad no existe, o que no la podemos conocer; y que tampoco sabemos nada de que haya un autor de la naturaleza, que nos ha dado la ley natural impresa en nuestra mente al darnos nuestra naturaleza humana, y que no hay más ley que la que resulte de las votaciones. Absoluto, que quiere decir desligado de Dios y del pueblo, es el sistema falsamente llamado democracia de la democracia absoluta, que es fácilmente la peor tiranía, y que se basa en la falsa filosofía del relativismo y del agnosticismo. Lo que recuerda la advertencia de nuestro clásico del siglo XVIII Fernando de Ceballos: La falsa filosofía, crimen de Estado. Los ilustrados de entonces convertían la monarquía en monarquía absoluta al impregnarla de su falsa filosofía, el racionalismo de les philosophes derivado del antropocentrismo renacentista y raíz, a su vez, del liberalismo. La primera víctima iba a ser la monarquía cruentamente derruida por las revoluciones producidas por esa falsa filosofía, como pronosticaba Ceballos. Ahora, la falsa filosofía en la que se pretende basar la democracia la convierte en democracia absoluta y en la peor tiranía

"La democracia no implica que todo se pueda votar, que el sistema jurídico dependa sólo de la mayoría y que no se pueda pretender la verdad en la política. Por el contrario, es preciso rechazar con firmeza la tesis, según la cual el relativismo y el agnosticismo serían la mejor base filosófica para la democracia, ya que ésta, para funcionar, exigiría que los ciudadanos admitieran que son incapaces de comprender la verdad y que todos sus conocimientos son relativos, varios o dictados por intereses y acuerdos ocasionales. Este tipo de democracia correría el riesgo de convertirse en la peor tiranía, pues la libertad, elemento fundamental de una democracia, «es valorada plenamente sólo por la aceptación de la verdad» (Centesimus annus, 46)" (San Juan Pablo II: Discurso a obispos portugueses en visita ad limina, 27.11.1992).

La verdad es lo único que puede cimentar la libertad y vencer los diversos totalitarismos:

"Sólo Dios, el Bien supremo, es la base inamovible y la condición insustituible de la moralidad, y por tanto de los mandamientos, en particular los negativos, que prohíben siempre y en todo caso el comportamiento y los actos incompatibles con la dignidad personal de cada hombre. Así, el Bien supremo y el bien moral se encuentran en la verdad: la verdad de Dios Creador y Redentor, y la verdad del hombre creado y redimido por Él. Únicamente sobre esa verdad es posible construir una sociedad renovada y resolver los problemas complejos y graves que la afectan, ante todo para vencer las formas más diversas de totalitarismo para abrir el camino a la auténtica libertad de la persona" (San Juan Pablo II: Veritatis splendor, 99).

Si la política no se guía por la verdad última y por la moralidad va a una democracia que se convierte en totalitarismo. Dostoyevski decía: "Si Dios no existe, todo está permitido".

"Si no existe una verdad última -la cual guía y orienta la acción política- entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia" (Juan Pablo II: Centesimus annus, 46).

Es el rechazo de Dios y de su Iglesia lo que lleva al totalitarismo:

"Toda institución se inspira, al menos implícitamente, en una visión del hombre y de su destino, de la que saca sus referencias de juicio, su jerarquía de valores, su línea de conducta. La mayoría de las sociedades han configurado sus instituciones conforme a una cierta preeminencia del hombre sobre las cosas. Sólo la religión divinamente revelada ha reconocido claramente en Dios, Creador y Redentor, el origen y el destino del hombre. La Iglesia invita a las autoridades civiles a juzgar y decidir a la luz de la Verdad sobre Dios y sobre el hombre:
«Las sociedades que ignoran esta inspiración o la rechazan en nombre de su independencia respecto a Dios se ven obligadas a buscar en sí mismas o a tomar de una ideología sus referencias y finalidades; y, al no admitir un criterio objetivo del bien y del mal, ejercen sobre el hombre y sobre su destino, un poder totalitario, declarado o velado, como lo muestra la historia» (cf CA 45, 46)". (Catecismo de la Iglesia Católica de 1992, 2244).

"Toda sociedad refiere sus juicios y su conducta a una visión del hombre y de su destino. Si se prescinde de la luz del Evangelio sobre Dios y sobre el hombre, las sociedades se hacen fácilmente «totalitarias»" (Catecismo de la Iglesia Católica de 1992, 2257).

La garantía de la democracia e incluso de la mera convivencia es la exigencia de las normas morales. Es en esta exigencia de moralidad en lo que hay igualdad sin excepciones ni privilegios, porque las normas morales obligan a todos.

"Este servicio (el anuncio de la verdad moral por parte de la Iglesia) está dirigido a cada hombre, considerado en la unicidad e irrepetibilidad de su ser y de su existir. Sólo en la plena obediencia a las normas morales universales el hombre halla plena cofirmación de su unicidad como persona y la posibilidad de un verdadero crecimiento moral. Precisamente por esto, dicho servicio está dirigido a todos los hombres; no sólo a los individuos, sino también a la comunidad, a la sociedad como tal. En efecto, estas normas constituyen el fundamento inquebrantable y la sólida garantía de una justa y pacífica convivencia humana, y por tanto de una verdadera democracia, que puede nacer y crecer solamente si se basa en la igualdad de todos sus miembros, unidos en sus derechos y deberes. Ante las normas morales que prohíben el mal intrínseco no hay privilegios ni excepciones para nadie. No hay ninguna diferencia entre ser el dueño del mundo o el último de los miserables de la tierra: ante las exigencias morales somos todos absolutamente iguales" (San Juan Pablo II: Veritatis splendor, 96b, 6.08.1993).

La democracia no se puede convertir en un sucedáneo de la moralidad, según enseña la doctrina pontificia:

La democracia no puede mitificarse, convirtiéndola en un sucedáneo de la moralidad o en una panacea de la inmoralidad. Fundamentalmente, es un «ordenamiento» y, como tal, un instrumento y no un fin. Su carácter «moral» no es automático, sino que depende de su conformidad con la ley moral a la que, como cualquier otro comportamiento humano, debe someterse; esto es, depende de la moralidad de los fines que persigue y de los medios de que se sirve. Si hoy se percibe un consenso casi universal sobre el valor de la democracia, esto se considera un positivo «signo de los tiempos», como también el Magisterio de la Iglesia ha puesto de relieve varias veces (cf. Centesimus annus, 1.05.1991, 46: AAS, 83, 1991, 850; Pío XII, Radiomensaje de Navidad, 24.12.1944: AAS 37, 1945, 10-20). Pero el valor de la democracia se mantiene o cae con los valores que encarna y promueve: fundamentales e imprescindibles son, ciertamente, la dignidad de cada persona humana, el respeto de sus derechos inviolables e inalienables, así como considerar el «bien común» como fin y criterio regulador de la vida política.
»En la base de estos valores no pueden estar provisionales y volubles «mayorías» de opinión, sino sólo el reconocimiento de una ley moral objetiva que, en cuanto «ley natural» inscrita en el corazón del hombre, es punto de referencia normativa de la misma ley civil. Si, por una trágica ofuscación de la conciencia colectiva, el escepticismo llegara a poner en duda hasta los principios fundamentales de la ley moral, el mismo ordenamiento democrático se tambalearía en sus fundamentos, reduciéndose a un puro mecanismo de regulación empírica de intereses diversos y contrapuestos (cf. Veritatis splendor, 6.08.1993, 97 y 99: AAS 85, 1993, 1209-1211).
»Alguien podría pensar que semejante función, a falta de algo mejor, es también válida con vistas a la paz social. Aun reconociendo cierto aspecto de verdad en esta valoración, es difícil no ver cómo, sin una base moral objetiva, ni siquiera la democracia puede asegurar la paz estable, tanto más que la paz no fundamentada sobre los valores de la dignidad humana y de la solidaridad entre todos los hombres, es a menudo ilusoria. En efecto, en los mismos regímenes participativos la regulación de los intereses se produce con frecuencia en beneficio de los más fuertes, que tienen mayor caoacidad para maniobrar no sólo las palancas de poder, sino incluso la formación del consenso. En una situación así, la democracia se convierte fácilmente en una palabra vacía" (San Juan Pablo II: Evangelium vitae, 70-71a, 25.03.1995).

La democracia no consiste esencialmente en elegir moral o religión o patria por mayoría. La democracia sólo es esto per accidens. El accidens de la degeneración. La democracia está así ahora y cada vez peor (por ahora). Tampoco en esto de la política vale hablar per accidens, tomar el rábano por las hojas no es bueno para nada.

"El juicio sobre una cosa no se basa en lo que tiene de accidental, sino en lo que tiene de esencial" (Santo Tomás de Aquino, S. Th., I q.16 a.1, c).

"Gobierno del pueblo, para el pueblo, por el pueblo, bajo Dios". Ésta es la mal conocida definición de democracia; mal conocida porque se suele citar amputada de lo que es esencial y que la diferencia de los totalitarismos, "bajo Dios", "under God". La expresión procede de la Oración de Gettisburg, pronunciada por Abraham Lincoln en 1863 tras la sangrienta batalla allí sucedida. Juan Pablo II no omite, lógicamente, la expresión "bajo la guía de Dios" cuando cita a Lincoln:

"Para todos ésta es una hora especial en vuestra historia: la celebración del bicentenario de vuestra Constitución...Es un tiempo para traer a la memoria la primitiva fe política americana, con su llamada a la soberanía de Dios...En un difícil momento en la historia de este país, un gran americano, Abraham Lincoln, habló de una particular necesidad de aquel tiempo: «Que esta nación, bajo la guía de Dios, conozca un nuevo nacimiento de libertad». Un renacimiento de libertad es continuamente necesario: libertad para ejercer la responsabilidad y la generosidad, libertad para afrontar el desafío de servir a la humanidad, la libertad necesaria para llevar a cabo el destino humano, libertad para vivir de la verdad, para defenderla contra cualquier distorsión o manipulación, libertad para observar la ley de Dios, que es el modelo supremo de toda libertad humana, libertad para vivir como hijos de Dios, seguros y felices: libertad para ser América en esta democracia constitucional que fue concebida para ser «una nación bajo la guía de Dios, indivisible, con libertad y justicia para todos»" (Juan Pablo II: Discurso ante el Presidente de Estados Unidos, J. Carter, en el Museo Vizcaya de Miami, el 10.09.1987. L'Osservatore Romano en castellano, 20.09.1987, pág. 5, nn. 2-3).

Proclamas como libertad, igualdad, fraternidad, el liberalismo las utiliza, las envenena y las hace imposibles y antihumanas con su doctrina falsa y venenosa del Pueblo soberano. En sí mismas no sólo son tolerables para los cristianos, sino que han de ser proclamadas como buenas, siempre que no se mitifiquen y conviertan en redentoras, ni se absoluticen. Son relativas a la verdad y a Dios y son redimibles por la gracia de Cristo como todo lo humano, y sólo así son posibles, como enseñan los pontífices:

"En este continente, donde hace más de doscientos años se proclamaba el programa de la libertad, la igualdad y la fraternidad, por desgracia trastocándolo y contaminándolo con la sangre de tantos inocentes, es necesario que resuene con una fuerza nueva el programa de la libertad a la que Cristo nos ha llamado. Sólo la libertad, mediante la que Cristo nos libera, puede transformarse en fuente de igualdad y fraternidad. No se trata de una libertad que constituya un fin ella misma, o sea, una libertad absoluta y egocéntrica que, como demuestra la experiencia, termina a menudo por ser devastadora. La verdadera libertad es medio maravilloso para alcanzar el fin, y este fin es, ante todo, el amor del que nace la fraternidad" (Juan Pablo II: Homilía en Loreto el 10.09.1995, n. 5. L'Oss. 22.09.1995).