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Más vale padecer por obrar el bien
Dice Platón que es peor ser acusado con
verdad, que injustamente.
Y, aunque esto es claramente cierto, porque siempre es peor haber
hecho algo malo, nuestra psicología es o está de tal manera que
hasta al menos narsicista le es insoportable una acusación
falsa. Pero es que Platón era un genio.
Bueno, pues resulta que enseña el Apóstol San Pedro en nombre de Dios:
"Más vale padecer por obrar el bien, si esa es la voluntad de Dios, que por obrar el mal.
Pues también Cristo, para llevarnos a Dios, murió una sola vez por los pecados, el justo por los injustos".
(1Pe 3,17-18).
Y lo mejor es sufrir por ser cristiano. Eso nos debe alegrar. Y es incluso prenda de que nos alegremos cuando Cristo se haga ver en Su Parusía, la segunda venida gloriosa y visible de Jesús, el Verbo hecho carne, para reinar no visiblemente en la tierra.
"Alegraos en la medida en que participáis en los sufrimientos de Cristo, para que también os alegréis alborozados en la revelación de su gloria.
Dichosos de vosotros, si sois injuriados por el nombre de Cristo, pues el Espíritu de gloria, que es el Espíritu de Dios, reposa sobre vosotros.
Que ninguno de vosotros tenga que sufrir ni por criminal ni por ladrón ni por malhechor ni por entrometido:
pero si es por cristiano, que no se avergüence, que glorifique a Dios por llevar este nombre".
(1 Pe 4,13-16).
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El método de santa Teresa del Niño Jesús es desear padecer por Jesús los mayores suplicios y, mientras llegan, ir ofreciéndole los pequeños padecimientos como si fuesen flores; y contenta y alegre de tener algo que ofrecerle.
Santa Teresa del Niño Jesús dice y enseña como doctora de la Iglesia que es:
"Comprendí que sólo el amor podía hacer actuar a los miembros de la Iglesia; que si el amor llegaba a apagarse, los apóstoles ya no anunciarían el Evangelio y los mártires se negarían a derramar su sangre..." (Historia de un Alma, Manuscrito B, 3vº).
Este amor imprescindible para que haya sacerdotes y para que los sacerdotes sean buenos sacerdotes incluye la ofrenda del sufrimiento:
"No tengo otra forma de demostrarte mi amor que arrojando flores, es decir, no dejando escapar ningún pequeño sacrificio... Quiero sufrir por amor, y hasta gozar por amor. Así arrojaré flores delante de tu trono... Y además, al arrojar mis flores, cantaré ... , cantaré aun cuando tenga que coger las flores entre las espinas, y tanto más melodioso será mi canto, cuanto más largas y punzantes sean las espinas". (Historia de un Alma, Manuscrito B, 4rº-4vº).
He sufrido mucho desde que estoy en la tierra. Pero si en mi niñez sufría con tristeza, ahora ya no sufro así: lo hago con alegría y con paz, soy realmente feliz de sufrir.
(Santa Teresa del Niño Jesús: Historia de un Alma, Manuscrito C, 4vº).
La ofrenda del deseo de todos los sufrimientos:
"Como tú, adorado Esposo mío, quisiera ser flagelada y crucificada... Quisiera morir desollada, como san Bartolomé... Quisiera ser sumergida, como san Juan, en aceite hirviendo... Quisiera sufrir todos los suplicios infligidos a los mártires... Con santa Inés y santa Cecilia, quisiera presentar mi cuello a la espada, y como Juana de Arco, mi hermana querida, quisiera susurrar tu nombre en la hoguera, Jesús... Al pensar en los tormentos que serán el lote de los cristianos en tiempos del anticristo, siento que mi corazón se estremece de alegría y quisiera que esos tormentos estuviesen reservados para mí..." (Historia de un Alma, Manuscrito B, 3vº).
Porque obviamente el amor tiene que ser verdadero, es decir, amor con locura. Como el de Jesús por nosotros.
Debemos darle nuestro corazón a Jesús, el Verbo hecho carne, y pedirle el Suyo, su Sagrado Corazón. Esto significa quererle sólo a Jesús y querer sólo lo que Jesús quiere. Que sólo nos interese Jesús, el Verbo hecho carne, y lo que a Él le interesa, nuestro bien, el bien de todas las almas, el bien de todos y de cada uno, que obremos y vivamos según Dios. Esto es el Reino de Dios en nuestra alma. Él implantará el Reino de Dios en todas las almas. Y, de ahí, el reino de Dios en todas las naciones. Para esto se dejó matar en el sufrimiento atroz del abandono. Y se volvería a dejar matar. Él ya nos da su Corazón en la Eucaristía, bien infiinito por el que pagó un precio infinito.
Desinteresarnos de todo lo que no sea la realidad verdadera:
"No hacer caso de cosa que no sea para llegarnos más a Dios". (Santa Teresa de Jesús, Libro de la Vida, cap. 4º, 3).
San Pablo dice trasladándonos la palabra de Dios:
"El amor de Cristo nos apremia" (II Cor 5,14).
Y para que nos interese sólo Jesús, el Verbo hecho carne, y lo que lleva en su Corazón, desinteresándonos de todo lo demás, de todo lo que no sea la realidad verdadera, tenemos que aceptar los sufrimientos y añadir las mortificaciones. Todos los sufrimentos y todas las mortificaciones.
Aunque no se nos predique esto y se nos enseñe un cristianismo dulcito y blandito, Jesús, el Verbo hecho carne, sí que nos lo dejó dicho en el evangelio:
«Yo soy la verdadera vid, y mi Padre es el labrador. A todo sarmiento mío que no da fruto lo arranca, y a todo el que da fruto lo poda, para que dé más fruto» (Jn 15,1-2).
Sí; hay que sufrir. Esta es la verdad de la vida que se aprende cuando se es mayorcito para haberlo aprendido, con muchos o pocos años.
La elección no es en esta vida entre sufrir y no sufrir. Esto último no existe. Dios sí existe. Se trata de que aceptemos ya el bien que Él nos quiere dar en la vida futura. El Reino de Dios en nuestra alma. Que lo aceptemos ahora que estamos a tiempo. La elección es entre querer ahora la voluntad de Dios, con los sufrimientos que ahora nos cueste, para tener la felicidad total de Dios en la vida futura, o bien buscar ahora otras cosas, ir quedando insatisfechos y sufrir ahora bastante, que siempre es demasiado, y del todo en la vida futura. Además, cuando no se hace la voluntad de Dios, incluso el bien que se disfruta no hace feliz; y en cambio lo que se sufre haciendo la voluntad de Dios en esta vida no impide ser feliz ya. Sobre todo lo que se hace por los demás, cosa que han podido comprobar los que han sido generosos.
Se trata, pues, en la vida, de sufrir o sufrir. O sufrir sin felicidad por no cumplir la voluntad de Dios, o sufrir con felicidad por cumplir la voluntad de Dios. Y gozar después de Dios en el cielo.
Santa Teresa del Niño Jesús lo enseña por experiencia:
"He sufrido mucho desde que estoy en la tierra. Pero si en mi niñez sufría con tristeza, ahora ya no sufro así: lo hago con alegría y con paz, soy realmente feliz de sufrir".
(Historia de un Alma, Manuscrito C, 4vº).
San Pablo y san Bernabé dicen de parte de Dios:
«Es necesario que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios». (Hch 14,19-22).
El Señor Jesús dijo del futuro san Pablo:
«Éste me es un instrumento de elección que lleve mi nombre ante los gentiles, los reyes y los hijos de Israel.
Yo le mostraré todo lo que tendrá que padecer por mi nombre» (Hch 9,15-16).
No nos hagamos ilusiones. No hay cristianismo sin cruz.
"Empecé a entender que sin espíritu de sacrificio el amor al Corazón de Jesús es sólo una ilusión" (1879).
(Beata María del Divino Corazón de Jesús Droste zu Vischering, 1863-1899).
Y para conseguirlo, hay que pedir, hasta que nos sea concedido, aceptar los sufrimientos que Dios nos envíe; ser capaces de pedirle, como hacen los santos, que nos conceda sufrimientos, ya que Jesús sufrió tanto por nosotros; y añadir las mortificaciones de renunciar a lo que nos gustaba y a nosotros mismos. Y pedir adjuntas las gracias para soportar todo eso, recordándole a Dios seriamente nuestra total incapacidad para ello.
Podemos y debemos pedirle a Dios que nos libre de malos tragos, como hizo Jesús, el Verbo hecho carne, en su oración en el huerto, en su perfecta oración, modelo de abandono en manos de Dios:
"Puesto de rodillas oraba diciendo: «Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya»". (Lc 22, 41-42).
«¡Abbá, Padre!; todo es posible para ti; aparta de mí este cáliz; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras Tú». (Mc 14,36).
"Cayó rostro en tierra, y suplicaba así: «Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz, pero no sea como yo quiero, sino como quieras Tú»". (Mt 26,39).
Y obtendremos de Dios que nos conceda o una cosa buena, librarnos de los tragos desagradables; o una cosa mejor, que a veces nos dé a beber un cáliz desagradable.
Oigamos y leamos el Libro de Job entero y no la versión mutilada y censurada que omite lo principal, que es el veredicto final de Dios en el que condena los discursos que le propinaban a Job sus amigos, en los que le culpabilizan de sus desgracias. Jesús enseña de nuevo en el evangelio la verdad ya esbozada en el Libro de Job. Y nosotros debemos discernir siempre, cuando padecemos, en cuál de los dos casos estamos de los planteados en Jn 15, 1-2:
«Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador. Todo sarmiento que en mí no da fruto, lo arranca, y todo el que da fruto, lo poda, para que dé más fruto».
El propio Job compartía la creencia de que las desgracias nos sobrevienen siempre como castigo de Dios por nuestros pecados. Por eso se quejaba amargamente a Dios e incluso despotricaba sobrepasando todo límite por las desgracias que le habían sobrevenido, siendo así que él era un varón justo, no un pecador.
Jesús, el Verbo hecho carne, desmiente esa generalizada creencia no sólo en enseñanzas como la citada que recoge el evangelio de san Juan (15, 1-2), sino con su vida, pasión y muerte en medio de los mayores sufrimientos que pueden existir, siendo así que Él era inocente, justo y la santidad misma.
Jesús, el Verbo hecho carne, padeció los más atroces sufrimientos físicos, morales y espirituales.
El peor sufrimiento de Jesús, el Verbo hecho carne, en su Pasión fue el abandono, la desolación. Él en la cruz dio a conocer su abandono para que lo supiésemos.
Ya durante la oración en el huerto de Getsemaní, Jesús sufrió un miedo indecible ante lo que se le avecinaba. Este miedo, que Él quiso que supiésemos que padeció, signfica que ya no disponía del don de fortaleza; lo que parece indicar que le habían sido eclipsados o retirados los dones del Espíritu Santo.
En el huerto llegó a pedirle al Padre que, si podía ser, pasase de Él aquel cáliz. Se lo pidió con la oración perfecta, que es añadir: "hágase Tú voluntad y no la mía". No podía ser, porque Jesús ya había instituido la Eucaristía. Había dado a comer el pan consagrado diciendo no sólo "esto es mi cuerpo", sino "esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros". Y diciendo no sólo "este es el cáliz de mi sangre", sino "que será derramada por vosotros y por muchos para el perdón de los pecados". Y ahora tenía que entregar su cuerpo y derramar su sangre.
Jesús hizo y sufrió todo esto tan atroz, incluyendo el abandono, la desolación, por amor al Padre con obediencia total hasta la muerte y por amor misericordioso a cada uno de nosotros, para que pudiésemos tener su reino salvador en nuestra alma, para que le pudiésemos tener como rey salvador de cada uno personalmente y de todos colectivamente. Para que pudiésemos hacer la voluntad de Dios, también en la tierra.
Esta fue Su fuerza, el amor más fuerte que la muerte.
A santa Faustina le dijo Jesús, el Verbo hecho carne, que, en el rezo de la coronilla de la Misericordia, lo más importante es meditar aunque sea un instante Su muerte en el abandono.
Sólo han sido consignados y referidos en los Evangelios unos pocos de los muchísimos y enormes padecimientos que Jesús sufrió por nosotros. Otros los ha ido confiando a algunas almas que le han amado, porque son las únicas en las que ha encontrado alguna comprensión, compasión y agradecimiento.
A santa Brígida, por ejemplo, que tanto deseaba saberlo, le confió Jesús que fueron unos 5.480 los golpes y heridas que recibió Él en su Pasión, cuando entregó su cuerpo por nosotros.
A san Bernardo le explicó los insoportables sufrimientos que le causaba la llaga de su hombro al cargar con la cruz.
Cuando alguna de estas personas que le han amado y consolado le ha preguntado por qué no se recogen en los relatos evangélicos esos detalles que a ella le confíaba, Jesús le ha respondido tristemente que no por eso le querríamos más.
Tenemos muchos de estos datos, junto con la súplica que Jesús, el Verbo hecho carne, nos hace de que le digamos que le queremos y que le demos las gracias y le amemos, en las revelaciones privadas a santa Margarita Mª Alacoque y a otros santos, ya aprobadas y reconocidas por la Iglesia.
Y no sólo en revelaciones privadas, estos datos y este lamento de Jesús también están en la Sagrada Escritura (Sal 69,21), como lo recuerda el papa Pío XI en Miserentissimus Redemptor, nº. 10:
"El mismo Cristo se queja a sus amigos del desamparo, diciendo por los labios del Salmista: «El oprobio me ha roto el corazón y desfallezco. Espero compasión, y no la hay, consoladores, y no encuentro ninguno». (Sal 69,21, según la referencia actualizada y según la traducción de la Biblia de Jerusalén).
Y forma parte de la doctrina pontificia la enseñanza de que el culto al Sagrado Corazón de Jesús integra la consagración y no menos la reparación. Y que la reparación consiste a su vez en expiar nuestros pecados por razón de justicia y en consolar a Jesús por razón de amor. (nº 10)
Así lo enseña Pío XI en la Miserentissimus Redemptor (nn. 5 y 10):
"Si lo primero y principal de la consagración es que al amor del Creador responda el amor de la criatura, síguese espontáneamente otro deber: el de compensar las injurias de algún modo inferidas al Amor increado, si fue desdeñado con el olvido o ultrajado con la ofensa. A este deber llamamos vulgarmente reparación".
"Y si unas mismas razones nos obligan a lo uno y a lo otro, con más apremiante título de justicia y amor estamos obligados al deber de reparar y expiar: de, justicia, en cuanto a la expiación de la ofensa hecha a Dios por nuestras culpas y en cuanto a la reintegración del orden violado; de amor, en cuanto a padecer con Cristo paciente y «saturado de oprobio» y, según nuestra pobreza, ofrecerle algún consuelo".
"¿Cómo podrán estos actos de reparación consolar a Cristo, que dichosamente reina en los cielos? Respondemos con palabras de San Agustín: «Dame un corazón que ame y sentirá lo que digo» (In Ioan. tr.XXVI 4).
Un alma de veras amante de Dios, si mira al tiempo pasado, ve a Jesucristo trabajando, doliente, sufriendo durísimas penas «por nosotros los hombres y por nuestra salvación», tristeza, angustias, oprobios, «quebrantado por nuestras culpas» (Is 53,5) y sanándonos con sus llagas. De todo lo cual tanto más hondamente se penetran las almas piadosas cuanto más claro ven que los pecados de los hombres en cualquier tiempo cometidos fueron causa de que el Hijo de Dios se entregase a la muerte; y aun ahora esta misma muerte, con sus mismos dolores y tristezas, de nuevo le infieren, ya que cada pecado renueva a su modo la pasión del Señor, conforme a lo del Apóstol: «Nuevamente crucifican al Hijo de Dios y le exponen a vituperio» (Is 5). Que si a causa también de nuestros pecados futuros, pero previstos, el alma de Cristo Jesús estuvo triste hasta la muerte, sin duda algún consuelo recibiría de nuestra reparación también futura, pero prevista, cuando el ángel del cielo (Lc 22,43) se le apareció para consolar su Corazón oprimido de tristeza y angustias. Así, aún podemos y debemos consolar aquel Corazón sacratísimo, incesantemente ofendido por los pecados y la ingratitud de los hombres, por este modo admirable, pero verdadero; pues alguna vez, como se lee en la sagrada liturgia, el mismo Cristo se queja a sus amigos del desamparo, diciendo por los labios del Salmista: «Improperio y miseria esperó mi corazón; y busqué quien compartiera mi tristeza y no lo hubo; busqué quien me consolara y no lo hallé» (Sal 68,21; según la traducción de la Vulgata, que emplea Pío XI).
Cfr. Pío XI, Caritatem Christi compulsi, encíclica del 3.05.1932 sobre la reparación a debida al Sagrado Corazón de Jesús, como solución de la crisis económica mundial del 29
El consuelo, tal como el propio Jesús pide, es decirle a cada momento que le queremos y que le damos las gracias y le queramos. La gratitud, como enseña santo Tomás de Aquino, tiene una primera parte que es el reconocimiento del bien recibido. Santa Teresa enseña que para hacer oración un buen método es ir considerando los pasos de la Pasión. De contemplar a Jesús sufriendo por nosotros, puede arrancar nuestro amor por Él, que es lo más alto y principal que se puede hacer y conseguir en esta vida y en la otra. Y que es lo que Jesús nos dice con ansia suplicante que necesita de nosotros.
Santa Teresa del Niño Jesús hizo el objetivo de su vida consolar al Sagrado Corazón de Jesús:
Quiero trabajar por vuestro solo Amor, con el único objeto de agradaros, de consolar a vuestro Sagrado Corazón y de salvar las almas que os amarán eternamente (Acto de ofrenda al amor misericordioso).
«Te aseguro que Dios es mucho mejor de lo que piensas. Él se conforma con una mirada, con un suspiro de amor ... Y creo que la perfección es algo muy fácil de practicar, pues he comprendido que lo único que hay que hacer es ganar a Jesús por el corazón... Fíjate en un niñito que acaba de disgustar a su madre montando en cólera o desobedeciéndola: si se mete en un rincón con aire enfurruñado y grita por miedo a ser castigado, lo más seguro es que su mamá no le perdone su falta; pero si va a tenderle sus bracitos sonriendo y diciéndole: "Dame un beso, no lo volveré a hacer', ¿no lo estrechará su madre tiernamente contra su corazón, y olvidará sus travesuras infantiles ... ? Sin embargo, ella sabe muy bien que su pequeño volverá a las andadas a la primera ocasión; pero no importa: si vuelve a ganarla otra vez por el corazón, nunca será castigado... Ya en tiempos de la ley del temor, antes de la venida de Nuestro Señor, decía el profeta Isaías, hablando en nombre del Rey del cielo: "¿Podrá una madre olvidarse de su hijo... Pues aunque ella se olvide de su hijo, yo no os olvidaré jamás" (Is 49, 15). ¡Qué encantadora promesa! Y nosotros, que vivimos en la ley del amor, ¿no vamos a aprovecharnos de los amorosos anticipos que nos da nuestro Esposo ... ? ¡Cómo vamos a temer a quien se deja prender en uno de los cabellos que vuelan sobre nuestro cuello ... ! (Cfr. Cant 4, 9).
(Santa Teresa del Niño Jesús carta a Leonia de 12 de julio de 1896. Cartas, n. 191).