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Jesús, el Verbo hecho carne, no hace acepción de personas ni para favorecer a su queridísima madre, pero es infinitamente accesible por el lado de su misericordia
En efecto, como Dios que es, Jesús, el Verbo hecho carne, no practica favoritismos ni siquiera con su queridísima madre del alma. Por eso aquí, en este misterio, o episodio de su vida, que contemplamos en el segundo misterio luminoso aparece de sus labios esta expresión, ¿qué tengo yo que ver contigo? (Jn 2,4), de tanta dureza aparente. ¿Cómo es posible? No, no es dureza; es que Jesús, el Verbo hecho carne, está en este mundo para cumplir la misión que le ha encomendado el Padre, no para favorecer a sus familiares, ni para satisfacer sus propios humanos impulsos filiales. Como Dios, Jesús, el Verbo hecho carne, está literalmente más allá de toda nuestra insignificancia humana. La Virgen y su esposo san José, los padres de Jesús en la tierra ya lo habían experimentado en aquel otro episodio o misterio del Niño Jesús perdido y hallado en el Templo, que contemplamos en el quinto misterio de gozo. Cuando, tras la lógica angustia por haber perdido al Niño -poco antes contemplamos en el evangelio el episodio de la afortunada huida a Egipto en mitad de la noche, para salvar al Niño de los que querían matarle-, tras la angustiosa pérdida de ahora que les hace volar, más que correr, a buscarlo en Jerusalén, al fin lo encuentran en el templo atónitos. Y se lo dicen. Viene en el evangelio. Al verlo, se quedaron atónitos, y le dijo su madre: «Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Tu padre y yo te buscábamos angustiados» (Lc 2, 41). Pero es que Él no había venido al mundo en carne para ser simplemente un buen hijo, un niño buenísimo, y claramente se lo había explicado: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?» (Lc 2, 42). Tenía encomendada por el Padre una misión que cumplir: dar la vida para hacer redención; entregar su cuerpo, derramar su sangre. Entonces no lo entendieron, pero su madre lo conservaba en su corazón, que es, como dice san Agustín, lo que hay que hacer con las cosas que no se entienden, conservarlas en la memoria. Y ahora en las bodas de Caná no se duele al oír esa expresión de uso corriente allí entonces para significar una negativa con violenta rotundidad. Ya ha entendido que como Dios que es, Jesús no va a usar su poder en beneficio propio, ni de su familia, que es lo que en sus labios significa ¿qué tengo yo que ver contigo?, pero también había entendido para entonces lo que es la misericordia divina, mucho más que lo que ya lo entendía cuando inspirada por el Espíritu Santo prorrumpió en el Magníficat. Y que esta misericordia divina es la que tenía su Hijo. De tal manera que, si a Ella le preocupaba que se hubieran quedado sin vino en la boda, hasta el punto de querer solucionarlo, a su Hijo, Dios le preocupaba más, infinitamente más, por ser infinitamente misericordioso. Por eso, sin darse por rechazada, les dice a los sirvientes: «Haced lo que él os diga» (Jn 2,5). Y Él lo hizo y convirtió el agua en vino.Lo mismo, por cierto, nos dice Ella a nosotros: «Haced lo que él os diga». Por eso para ser santos tenemos que ser, como dice san Bernardo, más devotos de María, Madre de Dios y Madre nuestra.
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Había una boda en Caná de Galilea, y la madre de Jesús
estaba allí. Jesús y sus discípulos estaban también invitados
a la boda.
Faltó el vino, y la madre de Jesús le dice: «No tienen vino».
Jesús le dice: «Mujer, ¿qué tengo yo que ver contigo?
Todavía no ha llegado mi hora».
Su madre dice a los sirvientes: «Haced lo que él os
diga».
Había allí colocadas seis tinajas de piedra, para las
purificaciones de los judíos, de unos cien litros cada una.
Jesús les dice: «Llenad las tinajas de agua».
Y las llenaron hasta arriba. Entonces les dice: «Sacad
ahora y llevadlo al mayordomo».
Ellos se lo llevaron. El mayordomo probó el agua
convertida en vino sin saber de dónde venía (los
sirvientes sí lo sabían, pues habían sacado el agua), y
entonces llama al esposo y le dice: «Todo el mundo pone
primero el vino bueno y, cuando ya están bebidos, el peor; tú,
en cambio, has guardado el vino bueno hasta ahora».
Este fue el primero de los signos que Jesús realizó en Caná de
Galilea; así manifestó su gloria y sus discípulos
creyeron en él.
(Jn 2, 1-11)
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Sus padres solían ir cada año a Jerusalén por la fiesta de
la Pascua.
Cuando cumplió doce años, subieron a la fiesta
según la costumbre y, cuando terminó, se volvieron; pero el
niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin que lo
supieran sus padres.
Estos, creyendo que estaba en la caravana, anduvieron el camino
de un día y se pusieron a buscarlo entre los parientes y
conocidos; al no encontrarlo, se volvieron a Jerusalén
buscándolo.
Y sucedió que, a los tres días, lo encontraron en el
templo, sentado en medio de los maestros, escuchándolos
y haciéndoles preguntas. Todos los que le oían quedaban
asombrados de su talento y de las respuestas que daba.
Al verlo, se quedaron atónitos, y le dijo su
madre: «Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Tu padre
y yo te buscábamos angustiados».
Él les contestó: «¿Por qué me buscabais? ¿No
sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?».
Pero ellos no comprendieron lo que les dijo. Él bajó con ellos
y fue a Nazaret y estaba sujeto a ellos.
Su madre conservaba todo esto en su corazón.
(Lc 2, 41-51)