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El deber religioso de la sociedad
española
En torno a la unidad católica de España
por Francisco Canals. Marzo de 1968. (Francisco Canals Vidal: Política española: pasado y futuro. Barcelona. Acervo. 1977. Pág.219).
[Texto de la ponencia de Canals en el
Segundo Congreso de Estudios Tradicionalistas desarrollado en
Madrid en marzo de 1968. Publicado con el titulo "Texto
clásico: Unidad católica" en la Revista Arbil, nº 79. Arbil cede expresamente el permiso de
reproducción bajo premisas de buena fe y buen fin.
http://revista-arbil.iespana.es/(79)cana.htm ]
En el lema tradicional Dios Patria y Rey, ocupa el primer lugar esta palabra sagrada: DIOS. Los organizadores del Congreso han acertado a expresar la intención que debe presidir esta ponencia, al aludir en su título a una cuestión del más vivo interés práctico y de la máxima actualidad: la unidad católica de España.
No se trata de hablar en este Congreso, teológica y filosóficamente, acerca de Dios. Algún objetante malicioso pretendería tal vez que vamos a manejar políticamente su Nombre. En realidad de lo que se trata es de pensar y hablar, como creyentes, del deber religioso de la sociedad española en su vida nacional y política
El título expresa, pues, un objeto sobre el que hemos de reflexionar teológicamente, esto es, partiendo de los principios de la fe, y subsumiendo bajo ellos todos aquellos principios, de razón natural y de experiencia histórica, que deben ser tenidos en cuenta para que un español cristiano se enfrente sinceramente con este tema del deber de dar culto a Dios, que incumbe a España como entidad política.
Las sociedades en cuanto tales tienen deberes religiosos hacia la verdadera fe y hacia la única Iglesia de Jesucristo. Es enseñanza tradicional del Magisterio, recordada por la declaración del Concilio Vaticano II Dignitatis humanae. Partimos pues de la adhesión a este Magisterio de la Iglesia, y de todos los elementos racionales y empíricos en que se ha de fundamentar una conclusión práctica sobre lo que debe ser la vida política española en este punto. También los hechos históricos, las tradiciones, y eln concreto modo de ser de los pueblos, son principios de orden natural, en que hay que apoyarse para llegar a concluir cuáles sean en concreto nuestros deberes.
Formulada esta precisión sobre el punto de partida y el método, convendrá señalar, antes de entrar en materia, algunos prenotandos:
Cierto error de perspectiva humanista y liberal que, aún "transigiendo", por decirlo así, con el reconocimiento de la divinidad de la Iglesia, afirma con énfasis la autonomía de lo humano, ha influido en el establecimiento de un dualismo, que no tiene fundamento escriturístico ni tradicional. Según esta concepción la Iglesia es todavía para muchos sólo una determinada estructura social y jerárquica, frente a la cual está "la humanidad", aún la cristiana, con sus dimensiones culturales y político-sociales. Pero para el cristiano la Iglesia es el Pueblo de Dios; el Pueblo de Dios, que se salva, aún en orden a lo eterno, por la penetración, por la gracia misma de todas las dimensiones de lo humano. Así el Pueblo de Dios es la comunidad cristiana en su curso histórico.
En la Edad Media se empleaba a veces un lenguaje de sentido profundo, que muchos entienden hoy con dificultad. Se decía: hay en la Iglesia dos potestades: el Pontificado y el Imperio. Los regalistas y posteriormente los liberales pensaron que se atribuía así al Pontificado el poder político en cuanto tal. Era algo muy distinto. Lo que se entendía era que el Imperio estaba en la Iglesia, lo que era absolutamente verdadero. El Imperio estaba en la Cristiandad, o lo que es lo mismo, en la Iglesia que estaba entre las naciones.
La Iglesia que está en España, esto es, el Pueblo de Dios que está en España, despliega en el curso de la historia su vida comunitaria en todas sus dimensiones religiosas y temporales. Así la vida de la Iglesia en España no se reduce a aquellas funciones jerárquicas de carácter más jurídico, y mucho menos todavía se contiene en el ámbito de unas relaciones entre la Iglesia y el Estado, que para algunos se identifica con algo así como las relaciones diplomáticas entre el Gobierno y la Nunciatura o la Secretaría del Estado.
El pueblo de Dios en España somos nosotros, los descendientes de aquellos antepasados a que ha aludido Elías de Tejada.
Al hablar de la Iglesia de Dios en España, del Pueblo de Dios de España, hemos de entenderlo en este sentido en que no se separa de nuestro bautismo y de nuestra fe la vocación histórica, personal, familiar, nacional y universal de la Hispanidad. Decimos que no se separa, aunque esta no separación permite todas las distinciones necesarias; pero no dualidades separatistas. En la Iglesia estamos los padres de familia, en la Iglesia está la vida política de los pueblos, en la Iglesia está la actividad económica y cultural. Todos nosotros somos el Pueblo de Dios en su marcha histórica. Esta idea, mucho más nuclear en la enseñanza del Vaticano II que otras que fragmentariamente se separan de su contexto, es el primer prenotando esencial para lo que hemos de decir en esta ponencia.
Otro prenotando, a modo de advertencia previa, se refiere a algo sobre lo que deberemos centrar después nuestra atención más concreta y precisamente.
Mencionamos dos palabras: Religión y política. En cuanto las oímos se nos ocurre enseguida la afirmación tantas veces reiterada: la religión no se confunde con la política y está por encima de ella. Les invitamos a considerar un hecho bien extraño. Muchas veces oímos esto: no se confunde el catolicismo con un partido político, porque la religión está por encima; y ya sabemos casi, que, sin mayores explicaciones, se nos va a llevar inmediatamente a una inesperada conclusión. Es un entimema, un silogismo en que se omite la expresión de una misteriosa premisa: un entimema tan especial que inmediatamente después de afirmar que la religión no se confunde con la política porque está por encima de ella, nos lleva a concluir que los cristianos de nuestro tiempo tenemos obligación de pertenecer políticamente a la democracia cristiana.
Sé que ustedes conocen ya esta extraña forma de argumento en que viene a confluir toda una historia de intervenciones, pretendidamente jerárquicas, de comisiones cívicas, juntas, directivas de prensa confesional, actividades de propaganda católica, a lo largo de los últimos sesenta años por lo menos, aunque con antecedentes claros desde los tiempos de la Unión católica de que se habló durante el reinado de Alfonso XII. Quede aludido como llamada de atención hacia algo sobre lo que es urgente reflexionar.
Lo dicho hasta aquí es a título de prenotando. Al entrar en el desarrollo del tema advierto que este ensayo se compondrá de dos partes. Puesto que tratamos del deber religioso de la sociedad política española hemos de pensar los deberes que nos imponen a los españoles los dos primeros preceptos del Decálogo:
El primero: No tendrás otros Dios más que a Mí.
El segundo: No tomarás el nombre de Dios en vano.
Teníamos en España la unidad católica establecida en nuestras leyes constitucionales. La teníamos en virtud de una tradición que remontaba al III concilio de Toledo. Durante el siglo XIX los intentos de vulnerarla por parte del gobierno español habían dado lugar a intervenciones enérgicas del Pontificado. Es conocida la protesta de Pío IX cuando la Constitución de 1876 quiso consolidar en su artículo 11 la vulneración de esta unidad. Después de haber sido alabados en tiempos de Pío X quienes la defendían, y haber sido reprobada por Pío XI la separación de la Iglesia y del Estado, el Convenio de 1941 y el vigente Concordato incorporaron, por voluntad de la Santa Sede, los artículos que desde 1851 obligaban a la nación española al mantenimiento de la unidad católica y a la exclusión de cualquier otro culto.
Ustedes conocen también las palabras con que los Papas más recientes se han referido a ella como a un bien precioso que debe ser conservado, y la enseñanza en la misma línea contenida en la declaración del Episcopado Español fechada en Roma al concluirse el Concilio Vaticano II.
En una información dada a la prensa en nombre de la Conferencia Episcopal reunida antes de que se plantease en las Cortes la cuestión de la Ley sobre libertad civil en materia religiosa -que ha alterado evidentemente la situación tradicional de la vida pública española en éste punto- se dijo que la cuestión no había figurado en su orden del día por ser de competencia de la Santa Sede.
Es en efecto competencia exclusiva de la Santa Sede por una doble razón. Una de tipo jurídico: la de ser ésta una materia concordada entre el Estado y la Iglesia. Y otra más profunda de carácter directamente religioso y moral: sólo al Papa, como interprete supremo de la ley divina positiva y natural, compete, según reivindicó Pío XII, el juicio sobre el cambio de las circunstancias en un país en que hasta entonces no había reconocido civilmente la pluralidad de cultos.
En cuanto a la enseñanza y a las orientaciones prácticas de la declaración conciliar sobre esta materia, no hay que olvidar que su intención formal las refiere a la no coactividad de la conciencia en orden al acto de fe. Difícilmente se podría sostener que la legislación constitucional española, obligatoria para el Estado en virtud de sus solemnes pactos con la Iglesia, violentase contra el orden natural la conciencia religiosa de sus súbditos, tanto más cuanto que la Dignitatis humanae afirma la continuidad de su contenido con la enseñanza tradicional del magisterio eclesiástico. Y la conservación legal de la unidad católica era para el Estado Español un acto de docilidad y obediencia, una fidelidad secular.
Una alteración que afecta a nuestra constitución política y modifica la interpretación de un deber solemnemente pactado por el Estado español con respecto a la Iglesia católica, queda insuficientemente justificada por el hecho de que afirmen algunos que la nueva ley sobre libertad civil en materia religiosa constituye un acto de obediencia a lo declarado por el Vaticano II. Parece que, en el supuesto de un cambio de circunstancias o de actitudes, la Santa Sede debería haber intervenido públicamente en algo, como la unidad católica de España, que no podía, sin desdoro y desprestigio de su propia potestad, permitir que se modificase sin su intervención oficial.
Ha habido silencio, y no se ha declarado que se vulnerase el derecho natural y lo solamente pactado, ni se ha dicho tampoco que, modificadas las circunstancias, debía o podía el Estado legislar en el sentido en que lo ha hecho, y los ciudadanos católicos españoles aceptar en conciencia dicha ley.
A mí me parece que en asunto de tal gravedad -creo que en el aspecto constitucional hubiera cabido lo que hoy se llama un recurso de contrafuero- no es lícito a los católicos obedecer al silencio, aunque sea reforzado por la insistente algarabía de quienes intentan convencernos con voces concertadas que la Iglesia post-conciliar quiere de nosotros esto o aquello.
Por referirnos a un ejemplo horrendo: si obedecemos al silencio, y a quienes usurpan el nombre de la Iglesia y del concilio, deberíamos tener como materias opinables la resurrección de Cristo y la virginidad de María; la divinidad de Cristo y la transcendencia de Dios. Si nos dejásemos llevar de presiones humanas ejercidas sobre nosotros desde poderosos grupos de la que llamaremos "la Iglesia aparente", deberíamos creer que la materia se diviniza, en lugar de creer que el Hijo de Dios se hizo carne. Se habría conmovido totalmente la doctrina tradicional sobre el matrimonio, sobre el principio de autoridad, etc.
El silencio jerárquico vulnera en este sentido un derecho de los fieles: el de recibir íntegra la enseñanza y la orientación práctica basada en la fe. Por ello expreso mi convicción de que los católicos españoles tenemos derecho, más aún, deber estricto de no considerar legítimamente destruida nuestra unidad católica.
Al pensar en la presión espiritual ejercida sobre los católicos españoles para obligarles a modificar sus actitudes tradicionales, nos vemos conducidos a la temática referente al segundo precepto: No tomarás el nombre de Dios en vano. Y podríamos decir: no tomarás el nombre del Vaticano II en vano. Porque es muy visible el hecho de que invocando el aggiormamento, la consigna de Juan XXIII -ordenada a vivir el Evangelio en nuestro tiempo, y en poner al día, para esto, todo lo que pudiese y debiese ser modificado en la legislación eclesiástica, en el estilo y en el gesto de la actividad pastoral, de la predicación y de la enseñanza teológica- nos hemos hallado con frecuencia con que no oímos ya el Evangelio mismo, predicado en el día de hoy, sino que oímos invocar el Evangelio subordinado a la predicación de "el día de hoy", de "nuestro tiempo". Es otro evangelio, la "buena nueva" de la evolución y del progreso de los tiempos.
En ese ambiente ha caído sobre nosotros con insistencia la que podríamos llamar "evangelización" del europeísmo como máximo imperativo. A las dos europeizaciones, la ilustrada o absolutista, y la liberal, ha sucedido la que podríamos llamar con toda precisión democrático-cristiana.
En nombre de las actitudes de los católicos de otros países, y de supuestas orientaciones nunca explícitamente dadas por el Vaticano, se da por sentado que el católico español tiene el deber de orientar, por fidelidad a la línea conciliar, toda la cultura, la vida económica y la política en una determinada dirección.
Este imperativo del europeísmo se impone por encima de cualquier otra consideración. Para que España resulte apta para ser absorbida por Europa, se ha trabajado activamente por introducir en ella el pluralismo religioso e ideológico, y para que desaparezcan de sus costumbres y tradiciones familiares el espíritu cristiano que las caracterizaba.
En estos últimos años hemos oído invocar el Concilio para combatir la beatería y para una política dirigida a que olvidásemos, por fin, el ambiente de Logroño y los criterios de Arias Salgado.
El imperativo europeizante, contiene en sí sin duda muchos malentendidos, y ha condicionado todo un sistema de tópicos que convendrá caracterizar:
Muchos dan por probado que la confesionalidad de la tradición política española es causa de que nuestro catolicismo sea inauténtico. Pero en España, de momento, todavía, podríamos decir parodiando su propio lenguaje, no parece posible suprimirla del todo. Y así tenemos un Estado confesional que es utilizado para que desde los medios de comunicación estatales puestos a disposición, por norma concordataria, de los organismos eclesiásticos, se impongan a la opinión católica criterios y líneas de actuación que empujan al país hacia las aperturas izquierdistas de la política de los últimos años.
Tenemos también todavía profesores de religión en la Universidad, bastantes de los cuales, después de haber consentido ser nombrados como tales, utilizan su autoridad y título para enseñar que no es legítima la enseñanza de la religión en la Universidad.
Desde los medios de comunicación del Estado, de los que dispone la Iglesia porque el Estado es católico, se va diciendo a los católicos que el Estado no debería ser confesional, y que nuestra fe católica es inauténtica, porque es todavía oficialmente católico el Estado. Se utiliza realmente la situación constantiniana para orientar, mediante los tópicos de una política confesional de signo post-conciliar, la secularización europeísta de nuestra mentalidad nacional.
La reflexión sobre esto nos lleva a investigar sobre la inexpresada premisa de aquel extraño entimema a que hemos aludido a modo de prenotando.
Algunos de los católicos liberales de formación lamennesiana proclamaron su igual fidelidad a Dios y a la libertad. La frase es por sí misma confusa y blasfema. Podrá hablarse de respeto a la libertad por fidelidad a Dios, o si se quiere, de fidelidad a la libertad por obediencia a Dios. Tal como fue expresada sugiere el enfrentamiento del liberalismo al modo tradicional de afirmar la autoridad divina, y a la vez la exigencia de que este concepto se atenúe lo suficiente para que pueda sintetizarse con el nuevo principio antiteocrático.
El secreto del entimema es, pues, simple, si se cae en cuenta de que en tales síntesis se sustituye -en lo social y político, y aunque muchos todavía, gracias a Dios, no hayan llegado a ser consecuentes en el orden dogmático-, la verdadera noción de la gracia que redime todas las dimensiones humanas en orden a lo eterno, y exige por lo mismo el respeto y el perfeccionamiento de todo lo humano que ha de subordinarse a Dios; es decir, el respeto a las tradiciones familiares, regionales y nacionales, a las instituciones y jerarquías históricas. Se substituye, digo, esta idea de la gracia que supone y perfecciona lo natural, por otra inferior a lo sobrenatural auténtico, como reducida a un horizonte temporal, y que, por lo mismo, no respeta sino que suplanta los valores humanos auténticos.
Esta deformación práctica en el modo de comprender el dinamismo histórico del pueblo de Dios, del cuerpo místico de Cristo, se corresponde así con el error cristológico arriano. En lo histórico-social el Cristo místico de los dirigentes espirituales de la democracia cristiana es un Cristo parecido al de los arrianos. Inferior a Dios, y que, por otra parte, suplanta lo humano, lo absorbe y lo anula. Para Arrio, no era Cristo de la misma naturaleza que el Padre, y tampoco era verdaderamente hombre, ya que en Cristo no había alma humana con entendimiento y voluntad humana, sino que el logos, inferior al Padre, substituía la mente del hombre.
A mí me parece que es verdadero afirmar que, en este horizonte de un cristianismo político-democrático, el mensaje redentor mismo tiende a reducirse a un evangelio social en que se olvida prácticamente la verdadera divinidad de Cristo, y que por otra parte desintegra poderosamente, y aún combate activamente, todas las estructuras naturales sobrenaturalizadas propias de la tradición y del progreso cristianos.
Y así los teorizantes y apóstoles de esta corriente tienen siempre la virtud de anular todas las actitudes culturales y políticas que los españoles adoptaríamos en virtud de nuestro modo de ser, en fuerza de corrientes históricas y según nuestra autenticidad familiar, regional o ciudadana.
Recomienza por plantear el tema de una religión apolítica; lo cual es algo sumamente extraño, porque lo que no es político, nunca tiene que calificarse a sí mismo como apolítico; no habría por qué calificar de apolítico lo religioso, a no ser que se esté queriendo desintegrar lo político en nombre de una religión reducida.
Se dice: sólo servimos a Dios y a la Iglesia; y resulta como si oyéramos: estamos fundando la democracia cristiana de España. Aludo a grupos concretos, y me parece más honesto concretar al máximo. Creo que en España debería evitarse en todo caso el que llegase a fundarse un partido democrático-cristiano porque tales partidos, en el caso mejor, están pensados para sociedades democráticas en lo político, europeas en lo cultural, y pluralistas en lo religioso. Y quienes pertenecen a ellos están tan intrínsecamente vinculados, por la razón antes explicada, con tal situación, que en España se consagran a la europeización, a la secularización de la cultura y a la propaganda del pluralismo.
Recuerdo haber dicho tiempo atrás a algunos amigos que antes convendría reformar totalmente las estructuras de la Acción Católica, para evitar, si no hubiera otro medio, que fuese posible la formación del partido democrático-cristiano español, que consentir en que terminasen fructificando en la fundación del mismo. Desde que dije esto aquellas estructuras han sido en gran manera quebradas, pero por impulsos procedentes de movimientos mucho más radicalmente desviados.
Nosotros afirmamos, con el pueblo carlista, el que desde la guerra de la Independencia hasta nuestra Cruzada ha representado en la historia del mundo moderno la resistencia cristiana frente a la fuerza descristianizadora del estado racionalista, con este pueblo, y con la conciencia de pertenecer a una tradición humana impregnada por la fe, y que se ha manifestado sumamente fecunda en fructificación apostólica y cultural, que es en España especialmente grave el tomar el nombre de Dios en vano para propagar en nombre de la línea del Concilio actitudes políticas y orientaciones culturales y sociales corruptoras. Sus frutos se están patentizando en la anarquía en las casas destinadas a la formación sacerdotal y religiosa, en la desintegración de la autoridad de la familia, en el proceso pavoroso de corrupción de costumbres a que hemos sido sometidos en estos últimos años, y sobre todo, en el hecho de que ya casi no reaccionamos ante algo que sólo unos años atrás hubiera levantado en vilo la conciencia católica de nuestro pueblo.
En la medida en que todo esto se ha hecho a pretexto de la exigencia europeísta, se hace urgente que tomemos conciencia del problema de la especialísima relación en que están, en una perspectiva de filosofía de la historia y de la cultura, la Hispanidad y el Occidente. Si antes que Europa existió la Cristiandad Occidental, cabría reconocer que en sus orígenes y en su madurez tuvo lo hispánico papel directivo, y que vista desde sus raíces religiosas, debe más Europa a los grandes dirigentes espirituales y políticos hispanos, que a Federico de Prusia o a Napoleón. Pero es también patente que las tareas europeizantes emprendidas en los pueblos hispánicos a partir del siglo XVIII se presentan como absorción y transforman las minorías dirigentes de España e Hispano-América en proletariado interno de Occidente.
En todo caso creemos que nadie tiene derecho a obligarnos a renunciar y aún a trabajar activamente en destruir nuestra tradición nacional, en un esfuerzo violento para prepararnos a esta absorción por Europa.
Y resulta especialmente sospechosa la actitud de quienes se han convertido en apóstoles del pluralismo, en nombre de Dios. No hay sociedad que tenga su fundamento último en el pluralismo religioso; cuando en el mundo occidental se ha perdido la unidad religiosa, su principio de unidad han sido otros dioses que no son dioses; sino que han sido forjados por el orgullo de la cultura humana: el humanismo clasicista; las luces y la filosofía del siglo XVIII; la libertad o la cultura o el progreso social, entendidos idolátricamente en una perspectiva antropocéntrica.
Bienaventurado el pueblo cuyo Dios es su Señor, Yahvé, el Dios de Israel. Así nos habla la palabra de Dios. La invocó Pío XII en el mensaje a Portugal, al conmemorar las apariciones de Fátima y consagrar el mundo al Inmaculado Corazón de María. Que siga valiendo para nosotros esta palabra de la Escritura; pero para ello tenemos que tener conciencia de cuan urgente es una actitud cristiana valiente y humilde, tensa en el deseo y en la plegaria, y en el propósito de no avergonzarse de confesar a Cristo ante los hombres.
Bienaventurado el pueblo cuyo Dios es su Señor. Quedémonos con esta idea. Y quiera Dios que el tradicionalismo español se mantenga firme y fiel a esta misión suya, que es una misión del pueblo de Dios, que es una misión eclesial mucho más auténtica que otras que pretenden realizarse en nombre de la Iglesia aparente y a través de estructuras de falso apostolado laical, inmersa en las desviaciones democráticas y progresistas.
Afirmo mi convicción de que es esta una tarea de cristianos. Es este el tema de nuestro tiempo para el pueblo de Dios que está en España
Francisco Canals