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Santa Hildegarda de Bingen, Monja Profesa de la Orden de San Benito, es proclamada Doctora de la Iglesia universal

[el 7 de octubre de 2012]

BENEDICTO PP. XVI

Ad perpetuam rei memoriam

CARTA APOSTÓLICA

1. «Luz de su pueblo y de su tiempo»: con estas palabras el beato Juan Pablo II, nuestro venerado predecesor, definió a santa Hildegarda de Bingen en 1979, con ocasión del 800º aniversario de la muerte de la mística alemana. Y verdaderamente, en el horizonte de la historia, esta gran figura de mujer se perfila con límpida claridad por santidad de vida y originalidad de doctrina. Es más, como para toda auténtica experiencia humana y teologal, su autoridad supera decididamente los confines de una época y de una sociedad y, a pesar de la distancia cronológica y cultural, su pensamiento se manifiesta de perenne actualidad.

En santa Hildegarda de Bingen se advierte una extraordinaria armonía entre la doctrina y la vida cotidiana. En ella la búsqueda de la voluntad de Dios en la imitación de Cristo se expresa como una constante práctica de las virtudes, que ella ejercita con suma generosidad y que alimenta en las raíces bíblicas, litúrgicas y patrísticas a la luz de la Regla de San Benito: resplandece en ella de modo particular la práctica perseverante de la obediencia, de la sencillez, de la caridad y de la hospitalidad. En esta voluntad de total pertenencia al Señor, la abadesa benedictina sabe involucrar sus no comunes dotes humanas, su aguda inteligencia y su capacidad de penetración de las realidades celestes.

2. Hildegarda nació en 1089 en Bermersheim, en Alzey, de padres de noble linaje y ricos terratenientes. A la edad de ocho años fue aceptada como oblata en la abadía benedictina de Disibodenberg, donde en 1115 emitió la profesión religiosa. A la muerte de Jutta de Sponheim, hacia 1136, Hildegarda fue llamada a sucederla en calidad de magistra. Delicada en la salud física, pero vigorosa en el espíritu, se empleó a fondo por una adecuada renovación de la vida religiosa. Fundamento de su espiritualidad fue la regla benedictina, que plantea el equilibrio espiritual y la moderación ascética como caminos a la santidad. Tras el aumento numérico de las religiosas, debido sobre todo a la gran consideración de su persona, en torno a 1150 fundó un monasterio en la colina llamada Rupertsberg, en Bingen, adonde se trasladó junto a veinte hermanas. En 1165 estableció otro en Eibingen, en la orilla opuesta del Rin. Fue abadesa de ambos.

Dentro de los muros claustrales atendió el bien espiritual y material de sus hermanas, favoreciendo de manera particular la vida comunitaria, la cultura y la liturgia. Fuera se empeñó activamente en vigorizar la fe cristiana y reforzar la práctica religiosa, contrarrestando las tendencias heréticas de los cátaros, promoviendo la reforma de la Iglesia con los escritos y la predicación, contribuyendo a mejorar la disciplina y la vida del clero. Por invitación primero de Adriano IV y después de Alejandro III, Hildegarda ejerció un fecundo apostolado —entonces no muy frecuente para una mujer— realizando algunos viajes no carentes de malestares y dificultades, a fin de predicar hasta en las plazas públicas y en varias iglesias catedrales, como ocurrió, entre otros lugares, en Colonia, Tréveris, Lieja, Maguncia, Metz, Bamberg y Würzburg. La profunda espiritualidad presente en sus escritos ejercita una relevante influencia tanto en los fieles como en las grandes personalidades de su tiempo, involucrando en una incisiva renovación la teología, la liturgia, las ciencias naturales y la música.

Habiendo enfermado el verano de 1179, Hildegarda, rodeada de sus hermanas, falleció con fama de santidad en el monasterio de Rupertsberg, en Bingen, el 17 de septiembre de 1179.

3. En sus numerosos escritos Hildegarda se dedicó exclusivamente a exponer la divina revelación y hacer conocer a Dios en la claridad de su amor. La doctrina hildegardiana se considera eminente tanto por la profundidad y la corrección de sus interpretaciones como por la originalidad de sus visiones. Los textos por ella compuestos aparecen animados por una auténtica «caridad intelectual» y evidencian densidad y frescura en la contemplación del misterio de la Santísima Trinidad, de la Encarnación, de la Iglesia, de la humanidad, de la naturaleza como criatura de Dios que hay que apreciar y respetar.

Estas obras nacen de una experiencia mística íntima y proponen una incisiva reflexión sobre el misterio de Dios. El Señor le había hecho partícipe, desde niña, de una serie de visiones cuyo contenido ella dictó al monje Volmar, su secretario y consejero espiritual, y a Richardis de Strade, una hermana monja. Pero es particularmente iluminador el juicio dado por san Bernardo de Claraval, que la alentó, y sobre todo por el Papa Eugenio III, quien en 1147 la autorizó a escribir y a hablar en público. La reflexión teológica permite a Hildegarda tematizar y comprender, al menos en parte, el contenido de sus visiones. Además de libros de teología y de mística, compuso también obras de medicina y de ciencias naturales. Numerosas son igualmente las cartas —cerca de cuatrocientas— que dirigió a personas sencillas, a comunidades religiosas, a papas, obispos y autoridades civiles de su tiempo. Fue también compositora de música sacra. El corpus de sus escritos, por cantidad, calidad y variedad de intereses, no tiene comparación con ninguna otra autora del medioevo.

Las obras principales son el Scivias, el Liber vitae meritorum y el Liber divinorum operum. Todas relatan sus visiones y el encargo recibido del Señor de transcribirlas. Las Cartas, lo sabe la propia autora, no revisten una importancia menor y testimonian la atención de Hildegarda a los acontecimientos de su tiempo, que ella interpreta a la luz del misterio de Dios. A éstas hay que añadir 58 sermones, dirigidos exclusivamente a sus hermanas. Se trata de las Expositiones evangeliorum, que contienen un comentario literal y moral de pasajes evangélicos vinculados a las principales celebraciones del año litúrgico. Los trabajos de carácter artístico y científico se concentran de modo específico en la música con la Symphonia armoniae caelestium revelationum; en la medicina con el Liber subtilitatum diversarum naturarum creaturarum y el Causae et curae; y sobre las ciencias naturales con la Physica. Y finalmente se observan también escritos de carácter lingüístico, como Lingua ignota y las Litterae ignotae, en las que aparecen palabras en una lengua desconocida de su invención, pero compuesta predominantemente de fonemas presentes en la lengua alemana.

El lenguaje de Hildegarda, caracterizado por un estilo original y eficaz, recurre gustosamente a expresiones poéticas de fuerte carga simbólica, con fulgurantes intuiciones, incisivas analogías y sugestivas metáforas.

4. Con aguda sensibilidad sapiencial y profética, Hildegarda fija la mirada en el acontecimiento de la revelación. Su investigación se desarrolla a partir de la página bíblica, a la que, en sucesivas fases, permanece sólidamente anclada. La mirada de la mística de Bingen no se limita a afrontar cuestiones individuales, sino que quiere ofrecer una síntesis de toda la fe cristiana. En sus visiones y en la sucesiva reflexión, por lo tanto, ella compendia la historia de la salvación, desde el comienzo del universo a la consumación escatológica. La decisión de Dios de llevar a cabo la obra de la creación es la primera etapa de este inmenso itinerario que, a la luz de la Sagrada Escritura, se desenvuelve desde la constitución de la jerarquía celeste hasta la caída de los ángeles rebeldes y el pecado de los primeros padres. A este marco inicial le sigue la encarnación redentora del Hijo de Dios, la acción de la Iglesia que continúa en el tiempo el misterio de la encarnación y la lucha contra satanás. La venida definitiva del reino de Dios y el juicio universal serán la coronación de esta obra.

Hildegarda se plantea y nos plantea la cuestión fundamental de que es posible conocer a Dios: es ésta la tarea fundamental de la teología. Su repuesta es plenamente positiva: mediante la fe, como a través de una puerta, el hombre es capaz de acercarse a este conocimiento. Sin embargo Dios conserva siempre su halo de misterio y de incomprensibilidad. Él se hace inteligible en la creación; pero esto, a su vez, no se comprende plenamente si se separa de Dios. En efecto, la naturaleza considerada en sí misma proporciona sólo informaciones parciales que no raramente se convierten en ocasiones de errores y abusos. Por ello también en la dinámica cognoscitiva natural se necesita la fe; si no, el conocimiento es limitado, insatisfactorio y desviante.

La creación es un acto de amor gracias al cual el mundo puede emerger de la nada: por lo tanto la caridad divina atraviesa toda la escala de las criaturas, como la corriente de un río. Entre todas las criaturas, Dios ama de modo particular al hombre y le confiere una extraordinaria dignidad, donándole esa gloria que los ángeles rebeldes perdieron. La humanidad, así, puede considerarse como el décimo coro de la jerarquía angélica. Pues bien: el hombre es capaz de conocer a Dios en Él mismo, es decir, su naturaleza individua en la trinidad de las personas. Hildegarda se acerca así al misterio de la Santísima Trinidad en la línea ya propuesta por san Agustín: por analogía con la propia estructura de ser racional, el hombre es capaz de tener al menos una imagen de la íntima realidad de Dios. Pero es sólo en la economía de la Encarnación y del acontecer humano del Hijo de Dios que este misterio se hace accesible a la fe y a la conciencia del hombre. La santa e inefable Trinidad en la suma unidad estaba escondida para los servidores de la ley antigua. Pero en la nueva gracia se revelaba a los liberados de la servidumbre. La Trinidad se ha revelado de modo particular en la cruz del Hijo.

Un segundo «lugar» en el que Dios se hace cognoscible es su palabra contenida en los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento. Precisamente porque Dios «habla», el hombre está llamado a la escucha. Este concepto ofrece a Hildegarda la ocasión de exponer su doctrina sobre el canto, de manera especial el litúrgico. El sonido de la Palabra de Dios crea vida y se manifiesta en las criaturas. También los seres privados de racionalidad, gracias a la palabra creadora, son involucrados en el dinamismo creatural. Pero, naturalmente, es el hombre la criatura cuya voz puede responder a la voz del Creador. Y puede hacerlo de dos modos principales: in voce oris, es decir, en la celebración de la liturgia, e in voce cordis, o bien con una vida virtuosa y santa. Toda la vida humana, por lo tanto, puede interpretarse como una armonía y una sinfonía.

5. La antropología de Hildegarda parte de la página bíblica de la creación del hombre (Gn 1, 26), hecho a imagen y semejanza de Dios. El hombre, según la cosmología hildegardiana fundada en la Biblia, encierra todos los elementos del mundo porque el universo entero se resume en él, que está formado de la materia misma de la creación. Por ello él puede conscientemente entrar en relación con Dios. Esto sucede no por una visión directa, sino, siguiendo la célebre expresión paulina, «como en un espejo» (1 Co 13, 12). La imagen divina en el hombre consiste en su racionalidad, estructurada en intelecto y voluntad. Gracias al intelecto el hombre es capaz de distinguir el bien y el mal; gracias a la voluntad está impulsado a la acción.

El hombre es visto como unidad de cuerpo y alma. Se percibe en la mística alemana un aprecio positivo de la corporeidad y, también en los aspectos de fragilidad que el cuerpo manifiesta, ella es capaz de captar un valor providencial: el cuerpo no es un peso del que liberarse y, hasta cuando es débil y frágil, «educa» al hombre en el sentido de la creaturalidad y de la humildad, protegiéndole de la soberbia y de la arrogancia. En una visión Hildegarda contempla las almas de los santos del paraíso que están a la espera de reunirse con sus cuerpos. En efecto, como para el cuerpo de Cristo, también nuestros cuerpos están orientados hacia la resurrección gloriosa para una profunda transformación para la vida eterna. La misma visión de Dios, en la que consiste la vida eterna, no se puede conseguir definitivamente sin el cuerpo.

El hombre existe en la forma masculina y femenina. Hildegarda reconoce que en esta estructura ontológica de la condición humana reside una relación de reciprocidad y una sustancial igualdad entre hombre y mujer. En la humanidad, sin embargo, habita también el misterio del pecado y éste se manifiesta por primera vez en la historia precisamente en esta relación entre Adán y Eva. A diferencia de otros autores medievales, que veían la causa de la caída en la debilidad de Eva, Hildegarda la percibe sobre todo en la inmoderada pasión de Adán hacia aquella.

Asimismo, en su condición de pecador, el hombre continúa siendo destinatario del amor de Dios, pues este amor es incondicional, y tras la caída asume el rostro de la misericordia. Incluso el castigo que Dios inflige al hombre y a la mujer hace surgir el amor misericordioso del Creador. En este sentido la descripción más precisa de la criatura humana es la de un ser en camino, homo viator. En esta peregrinación hacia la patria, el hombre está llamado a una lucha para poder elegir constantemente el bien y evitar el mal.

La elección constante del bien produce una existencia virtuosa. El Hijo de Dios hecho hombre es el sujeto de todas las virtudes; por ello la imitación de Cristo consiste justamente en una existencia virtuosa en la comunión con Cristo. La fuerza de las virtudes deriva del Espíritu Santo, infundido en los corazones de los creyentes, que hace posible un comportamiento constantemente virtuoso: tal es el objetivo de la existencia humana. El hombre, de este modo, experimenta su perfección cristiforme.

6. Para poder alcanzar este objetivo, el Señor ha dado los sacramentos a su Iglesia. La salvación y la perfección del hombre, de hecho, no se realizan sólo mediante un esfuerzo de la voluntad, sino a través de los dones de la gracia que Dios concede en la Iglesia.

La Iglesia misma es el primer sacramento que Dios sitúa en el mundo para que comunique a los hombres la salvación. Ella, que es la «construcción de las almas vivientes», puede ser justamente considerada como virgen, esposa y madre, y así está estrechamente asimilada a la figura histórica y mística de la Madre de Dios. La Iglesia comunica la salvación ante todo custodiando y anunciando los dos grandes misterios de la Trinidad y de la Encarnación, que son como los dos «sacramentos primarios»; después mediante la administración de los otros sacramentos. El vértice de la sacramentalidad de la Iglesia es la Eucaristía. Los sacramentos producen la santificación de los creyentes, la salvación y la purificación de los pecados, la redención, la caridad y todas las demás virtudes. Pero, de nuevo, la Iglesia vive porque Dios en ella manifiesta su amor intratrinitario, que se ha revelado en Cristo. El Señor Jesús es el mediador por excelencia. Del seno trinitario él va al encuentro del hombre y del seno de María él va al encuentro con Dios: como Hijo de Dios es el amor encarnado; como Hijo de María es el representante de la humanidad ante el trono de Dios.

El hombre puede llegar incluso a experimentar a Dios. La relación con Él, de hecho, no se consuma en la única esfera de la racionalidad, sino que involucra de modo total a la persona. Todos los sentidos externos e internos del hombre se implican en la experiencia de Dios: «Homo autem ad imaginem et similitudinem Dei factus est, ut quinque sensibus corporis sui operetur; per quos etiam divisus non est, sed per eos est sapiens et sciens et intellegens opera sua adimplere. [...] Sed et per hoc, quod homo sapiens, sciens et intellegens est, creaturas conosci; itaque per creaturas et per magna opera sua, quae etiam quinque sensibus suis vix comprehendit, Deum cognoscit, quem nisi in fide videre non valet» [«El hombre de hecho ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, para que actúe mediante los cinco sentidos de su cuerpo; gracias a estos no está separado y es capaz de conocer, entender y realizar lo que debe hacer (…) y precisamente por esto, por el hecho de que el hombre es inteligente, conoce las criaturas, y así a través de las criaturas y de las grandes obras, que a tientas logra comprender con sus cinco sentidos, conoce a Dios, aquél Dios que no puede ser visto más que con los ojos de la fe»] (Explanatio Symboli Sancti AthanasiiPL 197, 1073). Esta vía experiencial, una vez más, halla su plenitud en la participación en los sacramentos.

Hildegarda ve también las contradicciones presentes en la vida de los fieles y denuncia las situaciones más deplorables. De forma particular subraya cómo el individualismo en la doctrina y en la praxis, tanto por parte de los laicos como de los ministros ordenados, es una expresión de soberbia y constituye el principal obstáculo a la misión evangelizadora de la Iglesia respecto a los no cristianos.

Una de las cumbres del magisterio de Hildegarda es la pesarosa exhortación a una vida virtuosa que ella dirige a quien se compromete en un estado de consagración. Su comprensión de la vida consagrada es una verdadera «metafísica teológica», porque está firmemente enraizada en la virtud teologal de la fe, que es la fuente y la constante motivación para comprometerse a fondo en la obediencia, en la pobreza y en la castidad. En la realización de los consejos evangélicos, la persona consagrada comparte la experiencia de Cristo pobre, casto y obediente y sigue sus huellas en la existencia cotidiana. Esto es lo esencial de la vida consagrada.

7. La eminente doctrina de Hildegarda recuerda la enseñanza de los apóstoles, la literatura patrística y los autores contemporáneos, mientras encuentra en la Regla de San Benito de Nursia un constante punto de referencia. La liturgia monástica y la interiorización de la Sagrada Escritura constituyen las directrices de su pensamiento, que, concentrándose en el misterio de la Encarnación, se expresa en una profunda unidad de estilo y contenido que recorre íntimamente todos sus escritos.

La enseñanza de la santa monja benedictina se plantea como una guía para el homo viator. Su mensaje se presenta extraordinariamente actual en el mundo contemporáneo, particularmente sensible al conjunto de valores propuestos y vividos por ella. Pensemos, por ejemplo, en la capacidad carismática y especulativa de Hildegarda, que se muestra como un vivaz incentivo a la investigación teológica; en su reflexión sobre el misterio de Cristo, considerado en su belleza; en el diálogo de la Iglesia y de la teología con la cultura, la ciencia y el arte contemporáneo; en el ideal de vida consagrada, como posibilidad de humana realización; en la valorización de la liturgia, como celebración de la vida; en la idea de reforma de la Iglesia, no como estéril modificación de las estructuras, sino como conversión del corazón; en su sensibilidad por la naturaleza, cuyas leyes hay que tutelar y no violar.

Por ello la atribución del título de Doctor de la Iglesia universal a Hildegarda de Bingen tiene un gran significado para el mundo de hoy y una extraordinaria importancia para las mujeres. En Hildegarda se expresan los más nobles valores de la feminidad: por ello también la presencia de la mujer en la Iglesia y en la sociedad se ilumina con su figura, tanto en la perspectiva de la investigación científica como en la de la acción pastoral. Su capacidad de hablar a quienes están lejos de la fe y de la Iglesia hacen de Hildegarda un testigo creíble de la nueva evangelización.

En virtud de la fama de santidad y de su eminente doctrina, el 6 de marzo de 1979 el señor cardenal Joseph Höffner, arzobispo de Colonia y presidente de la Conferencia episcopal alemana, junto a los cardenales, arzobispos y obispos de esta Conferencia, entre quienes nos contábamos también Nosotros como cardenal arzobispo de Munich, sometió al beato Juan Pablo II la súplica, a fin de que Hildegarda de Bingen fuera declarada Doctor de la Iglesia universal. En la súplica el eminentísimo purpurado ponía en evidencia la ortodoxia de la doctrina de Hildegarda, reconocida en el siglo XII por el Papa Eugenio III, su santidad constantemente advertida y celebrada por el pueblo, la autoridad de sus tratados. A tal súplica de la Conferencia episcopal alemana, en los años se añadieron otras, primera entre todas la de las monjas del monasterio de Eibingen, a ella dedicado. Al deseo común del Pueblo de Dios para que Hildegarda fuera oficialmente proclamada santa, por lo tanto, se añadió la petición de que fuera también declarada «Doctor de la Iglesia universal».

Con nuestro asentimiento, así, la Congregación para las Causas de los Santos diligentemente preparó una Positio super canonizatione et concessione tituli Doctoris Ecclesiae universalis para la Mística de Bingen. Tratándose de una renombrada maestra de teología, que ha sido objeto de muchos y autorizados estudios, concedimos la dispensa de lo dispuesto en el art. 73 de la Constitución Apostólica Pastor bonus. El caso fue examinado con resultado unánimemente positivo por los Padres Cardenales y Obispos reunidos en la Sesión Plenaria del 20 de marzo de 2012, siendo ponente de la causa el eminentísimo cardenal Angelo Amato, prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos.

En la audiencia del 10 de mayo de 2012 el propio cardenal Amato nos informó detalladamente sobre el status quaestiones y sobre los votos concordes de los Padres de la citada Sesión Plenaria de la Congregación para las Causas de los Santos. El 27 de mayo de 2012, domingo de Pentecostés, tuvimos la alegría de comunicar en la plaza de San Pedro a la multitud de peregrinos llegados de todo el mundo la noticia de la atribución del título de Doctor de la Iglesia universal a santa Hildegarda de Bingen y san Juan de Ávila al inicio de la Asamblea del Sínodo de los Obispos y en vísperas del Año de la Fe.

Por lo tanto hoy, con la ayuda de Dios y la aprobación de toda la Iglesia, esto se ha realizado. En la plaza de San Pedro, en presencia de muchos cardenales y prelados de la Curia romana y de la Iglesia católica, confirmando lo que se ha realizado y satisfaciendo con gran gusto los deseos de los suplicantes, durante el sacrificio Eucarístico hemos pronunciado estas palabras:

«Nosotros, acogiendo el deseo de muchos hermanos en el episcopado y de muchos fieles del mundo entero, tras haber tenido el parecer de la Congregación para las Causas de los Santos, tras haber reflexionado largamente y habiendo llegado a un pleno y seguro convencimiento, con la plenitud de la autoridad apostólica declaramos a san Juan de Ávila, sacerdote diocesano, y santa Hildegarda de Bingen, monja profesa de la Orden de San Benito, Doctores de la Iglesia universal, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo».

Esto decretamos y ordenamos, estableciendo que esta carta sea y permanezca siempre cierta, válida y eficaz, y que surta y obtenga sus efectos plenos e íntegros; y así convenientemente se juzgue y se defina; y sea vano y sin fundamento cuanto al respecto diversamente intente nadie con cualquier autoridad, conscientemente o por ignorancia.

Dado en Roma, en San Pedro, con el sello del Pescador, el 7 de octubre de 2012, año octavo de Nuestro Pontificado.

BENEDICTO PP. XVI


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