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Carmen Laforet y su conversión el 16 de diciembre de 1951

Su novela Nada presenta unos personajes que sólo buscan las causas de las cosas de la vida en lo material. Dios no está por ninguna parte, ni se le espera. No hay nada. Era su primera novela, escrita por una estudiante de veitidós años, como era entonces Carmen Laforet, y le dieron el premio Nadal en su primera convocatoria de 1944. Les debía parecer sensacional a los intelectualoides progres que, en la España de la posguerra inicial bajo el régimen de Franco, apareciese una novela completamente atea; y más sensacional todavía, el hecho de que daba la fórmula para que ese ateísmo total no tuviese problemas con la censura para exhibirse, e incluso para que pudiese circular tranquilamente ese ateísmo en una sociedad que se profesaba católica. En Nada lo que hay es ateísmo práctico, no una declaración de ateísmo, no una profesión de ateísmo ni una recitación de un credo ateo. Es una vida sin Dios, en la nada. Como era la vida de la adolescente Carmen Laforet. Ella no iba a misa.

El premio Nadal la hizo famosa en España y en todo el planeta. En aquella época y siempre. Enaltecer y seguir enalteciendo la novela Nada y a Carmen Laforet como autora de Nada era una perfecta manera de enaltecer una novela atea y el ateísmo. «Jamás la literatura española conoció una desesperación tan absoluta» (Francisco Ayala, Buenos Aires, 1947).

Pero era una época en la que la sociedad se recristianizaba, al margen de esos intelectualoides ateos prácticos y teóricos. El impacto terrible de la guerra de 1936 había desencadenado en España la vuelta a los altares. Y el impacto de la Segunda Guerra Mundial empezaba a producir una oleada de remoralización e incluso también de recristianización creciente, hasta su declive desde 1960, en todos los países a los que no llegó la ocupación del Ejército Rojo de la Unión Soviética.

Y Carmen Laforet se convirtió. Fue el 16 de diciembre de 1951. Ella misma explica que no fue volver a la fe, sino el milagro de llegar a encontrarla por obra del propio Dios:

«Mis pensamientos y mis sentimientos cambiaron radicalmente en poco tiempo. No se puede decir que sea un regreso a la fe, sino algo más portentoso: que ha sido la llegada. Dios, con su Gracia, ha querido que conozca un mundo que no conocía».

En su novela de 1955 La mujer nueva presenta precisamente un reflejo de su nueva vida: las dificultades de una mujer tras su conversión y cómo las afronta con la ayuda de Dios. Ella explica:

«Me propongo mostrar el catolicismo como vida, transformando totalmente la existencia de la persona. Un tema de altura espiritual, tratado de forma popular y vivo, asequible al lector de novelas policíacas».

«La mujer nueva -técnicamente- ha sido también la más difícil de mis novelas..., la prefiero a todas las demás.

»El hecho humano que motivó la temática de esta novela fue mi propia conversión (en diciembre de 1951) a la fe católica... Fe que podría suponerse que me era natural, pues fui bautizada al nacer, pero de la que jamás me volví a preocupar después de salir de la infancia, y cuyas prácticas -para mí enmohecidas y sin sentido- había dejado totalmente.

»He huido en esta novela -precisamente por haberse motivado en una vivencia mía- de todo elemento autobiográfico, aparte de la sensación repentina de la Gracia. He creado un tipo de mujer, protagonista de mi libro, totalmente distinto de mi tipo humano, y la he colocado en situaciones, ambientes y circunstancias de conversión y lucha espiritual totalmente diferentes a las mías».

Esta novela, tan silenciada y censurada en comparación con Nada, ganó el Premio Menorca de Novela de 1955, el que entonces tenía mayor dotación económica, y el Premio Nacional de Literatura de 1956. Pero es el indicador de que el pretendido icono del ateísmo era en realidad una mujer convertida.

Realmente a los intelectualoides progres les crecían los enanos.

Carmen Laforet se rebeló a conciencia con su conversión y con la publicación consecuente de La mujer nueva contra esa progresía instalada que imperaba como dueña confiscatoria de la "cultura" durante la primera mitad del siglo XX [como ha seguido imperando y confiscando mucho más todavía después]:

«Si algún valor tiene La mujer nueva, a mi juicio, es el de señalar una rebeldía.

»Una rebeldía de signo positivo, contraria a todo lo que nos hemos acostumbrado a llamar con esta palabra, y que paradójicamente es ya el camino fácil y académico, el camino envejecido por más de cincuenta años de trilla, de demoler valores carcomidos... Esta demolición se sigue haciendo invariablemente en nombre de una "rebeldía" que consiste en halagar en todo el instinto que ya se tiene bien preconcebido, de lo "rebelde", en pulverizar lo que ya está pulverizado por otros... No cuesta mucho convertir en polvo lo que ya es polvo. Cuesta, sí, donde sólo se ve esta ruina, ayudar a descubrir unos cimientos y echar en ellos algo que dentro de toda su modestia pueda servir junto con otras cosas mucho más importantes a levantar un edificio nuevo».

Los insultos recibidos por esa obra le hacían pensar a su autora que el difícil empeño había sido un éxito. Acertaba también.

Mucho se ha silenciado la conversión de Carmen Laforet hablando siempre de la novela Nada y no del contraste entre lo que expresa en esa novela Carmen Laforet en 1944 y lo que expresa desde su conversión en diciembre de 1951.

Por ejemplo:

“¿Sería cristiano que yo ahora que comulgo todos los días limitase la natalidad de mis hijos por miedo a todos los inconvenientes prácticos y afectivos?" (Carmen Laforet, madre de cinco hijos).

Por eso es un gran acierto que, en Religión en Libertad con el título Dios salió al encuentro de Carmen Laforet, don Rafael Higueras Álamo publique la reproducción del siguiente artículo que yo también copio. El autor es el periodista Manuel Lozano Garrido (1920 - 1971), coetáneo de Carmen Laforet, nacida en 1921. Él es el famoso Lolo, beatificado en 2010.

Dios salió al paso de Carmen Laforet

Manuel Lozano Garrido
Cruzada nº 34-35, julio-agosto 1955

Aunque Carmen Laforet no se hubiera llevado limpiamente el considerable premio Menorca, la hubiéramos traído también a estas columnas. Las circunstancias de haber conocido detalles relativos a cierto proceso espiritual que la autora de “Nada” no ha regateado en calificar como de conversión sin paliativos, pesaba mucho en nuestro deber para con los lectores. La actualidad, por lo tanto, de la distinción no viene sino a prestarnos un buen servicio periodístico.

NACE EL NADAL

La Epifanía no es sólo una fiesta de generosidad para con los niños. Desde hace once años, en la noche de este día se publica el resultado de un certamen por el que los Magos extienden su prodigalidad a las gentes de letras. Si después el Nadal ha sido superado en cuantía, no así sucede en un prestigio que le permite aún ostentar el rasgo de primer gran concurso español de literatura.

Si hubiera que detenerse en las causas de este fenómeno, es cierto que no andaría muy lejos Carmen Laforet, su primera ganadora, cuyo nombre, hasta la noche de Reyes de la primera convocatoria, apenas si había sonado en alguna otra ocasión y, si acaso, como triunfadora de un fugaz concurso periodístico. La juventud de Carmen –veinticuatro años entonces-, su estilo conciso, ágil y asequible del que no está exento el periodista y la originalidad de su concepción novelesca centraron en la escritora y, como resonancia, en el mismo Nadal, un interés que desbordaba el del mundillo literario.

Con toda su inexpresividad, no pudo haber título más explícito que el de la primera novela de la autora catalana. Si nada sensacional ocurría en su desarrollo, de este vacío participaban las características espirituales de los personajes, de los que estaba ausente toda religiosidad, y el fondo de la obra, mejor dicho, la ausencia de él, -nada en el fondo- que cabe sintetizar en la búsqueda a ciegas de una razón material para las cosas que, como la autora ha dicho, sólo se encuentran en Dios.

Sin embargo, al margen de su amoralidad y de los peligros consiguientes, “Nada” alcanzó una difusión que para sí la quisieran muchos escritores de campanillas; dieciocho ediciones y su versión al francés, italiano, portugués, alemán, sueco, holandés y danés.

A los muchos méritos y deméritos de Carmen Laforet, cabe agregar también el valor de su serenidad, que no pudo alterar el incentivo del éxito. Tal vez su triunfo radique en la paciente elaboración de sus obras, que nada puede variar. Así, dice mucho el que entre sus dos obras iniciales medie un espacio de ocho años, y que en sus once de novelista sólo hayan visto la luz tres obras, aun incluidas las galardonadas con los premios Nadal y Menorca. Por el contrario, su producción menor carece de esta premiosidad y se ofrece en proporción considerable.

La isla y los demonios”, su segunda gran novela, fue dada al público hace tres años, y con ella alcanzó la madurez su genio de novelista, al par que se daba paso a una nueva característica negativa: la sensualidad. Toda ella está embebida de un tinte amargo y pesimista, a tono con el tremendismo actual, por el que las criaturas viven en una zarabanda de pasiones sin posible liberación. No obstante, entre este cúmulo de brumas se pudo apreciar, ya al publicarlo, un algo –“como si se atisbara en el horizonte celajes de un amanecer”- que presagiaba la evolución posterior de la autora, que, según confesión propia, no se consideraba una mujer católica, creía en Dios vagamente, sin centrarlo en una religión determinada, y no iba a misa ni se preocupaba de la cuestión religiosa. Precisamente fue a raíz de este libro cuando tuvo lugar la transformación. Pero será preferible hacer una transcripción del relato que nos puso en conocimiento.

IBA A ECHAR UNA CARTA

Yo venía siguiendo con interés los artículos que Carmen publica en “Destino”, de Barcelona. Me llamaba la atención poderosamente un sensible cambio en su pensamiento, que a ojos vistas le acercaba a la fe. Pero un día tuve, en Madrid, que hacer una visita a la casa de ejercicios y, al entrar, me tropecé en un pasillo con un grupo de mujeres ejercitantes que salían de la capilla. Cierta cara me interesó vivamente porque encontraba determinados rasgos conocidos. Sólo al rato pude identificar a la autora de “Nada” y, al insistir a la Superiora, me habló del deseo de algunos ejercitantes de conservar el anónimo. Pero mi curiosidad no se rendía a las evasivas y exclamé:

-“Sin embargo, yo he visto ahí a Carmen Laforet”. Su contestación me llenó de sorpresa.

-“Pues si usted dice que la ha visto, yo…”- me dijo con un gesto que era toda una confesión.

Carmen volvió a insistir de nuevo en otros ejercicios y fue en ellos cuando quedaron aclaradas todas sus dudas. Se celebraron en Ávila y las explicaciones de don Baldomero la llenaron plenamente.

Al margen de este proceso, o más bien dentro de él, también existió el clásico minuto de luz en que cristaliza la conversión. Un día, en Madrid, Carmen tuvo que ir a depositar una carta en el Palacio de Comunicaciones. Por el camino iba embutida en los pensamientos que entonces la atormentaban cuando, de pronto, en su mente se hizo una luz meridiana. Todas sus vacilaciones quedaron entonces a un lado porque Dios había salido al paso del alma y se hacía imposible la resistencia. Ella ha resumido así estas circunstancias:

«Mis pensamientos y mis sentimientos cambiaron radicalmente en poco tiempo. No se puede decir que sea un regreso a la fe, sino algo más portentoso: que ha sido la llegada. Dios, con su Gracia, ha querido que conozca un mundo que no conocía».

AHORA, “LA MUJER NUEVA

Cuando se supo la transformación espiritual se pensó en seguida en la repercusión que ello había de tener en su labor creadora. Se creía, y no sin fundamento, que las limitaciones naturales que imponen la profesión de fe podían restar vigor a sus relatos novelescos y se aguardaba con ansiedad la nueva salida de la autora. Que así no ha sido lo demuestra la elección, por el Jurado de Menorca, de “La mujer nueva” como la mejor novela presentada al concurso. Aunque la obra no es conocida, parece ser que ha sabido superar los obstáculos, abordando, por añadidura, un tema francamente confesional: la conversión de una mujer y las dificultades consiguientes, que acaban siendo orilladas con el apoyo divino.

Parece ser que la finalidad es ya aquí abiertamente apologética. Me propongo –ha dicho a García Corredera- mostrar el catolicismo como vida, transformando totalmente la existencia de la persona. Un tema de altura espiritual, tratado de forma popular y vivo, asequible al lector de novelas policíacas.

Entretanto que nos llega la obra nos queda pedir porque todos estos augurios tengan plena confirmación y que, como Paulina, la protagonista, Carmen Laforet sepa resistir a las dificultades y señuelos que puedan alejarla de este mundo portentoso que hasta ahora no conocía.

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Carmen Laforet relata a su amiga Elena Fortún (Encarna Aragoneses, creadora bajo ese seudónimo de Celia) la experiencia mística de su sensación de Dios que le llevó a la conversión:

"Queridísima Elena mía.

Te debo esta carta que te escribo hoy. Me ha sucedido algo milagroso inexpresable, imposible de comprender para quien no lo haya sentido y que sin embargo tengo absolutamente la obligación de contar a los que quiero... Y a todos, a todo el que quiera oírlo.

Sé que no se puede comprender porque yo no lo comprendía. Y no sé por qué a mí, a mí me ha sucedido.

¡A mí...! Ha sido debido a lo que habéis rezado por mí los que me queréis y al sufrimiento de alguien... Pero ha sido tan extraordinario, tan maravilloso, que nunca sabré encontrar palabras para expresarlo.

Tú sabes, Elena mía, que hace tiempo, hace meses me interesaba por cosas de religión. El Evangelio entraba en mí con su encanto imposible de no ser entendido..., pero nada más. En cuanto quería abordar un misterio con la inteligencia, el misterio se volvía insoluble. Prefería no entrar demasiado en ello.

El domingo 16, te escribí una carta. Fui a echarla a Correos y luego tenía que hablar de un asunto con una amiga. Fui a buscarla a la iglesia donde ella estaba en aquel momento rezando por mí. No lográbamos entendernos en algunas cosas; pero aquella tarde comprendí sus puntos de vista con gran facilidad. Me despedí y al volver hacia mi casa, andando, sin saber cómo, Elena, sin que pueda explicártelo nunca, me di cuenta de que mi visión del mundo estaba cambiada totalmente.

Elena... cuando no se tiene esto puede uno ver un milagro con los ojos del cuerpo y no creer en él, pero cuando uno siente dentro, dentro de uno el milagro más maravilloso, la transformación radical del ser, el mundo del misterio es sólo lo verdadero. Dios me ha cogido por los cabellos y me ha sumergido en su misma Esencia. Ya no es que no haya dificultad para creer, para entender lo inexpresable... es que no se puede no creer en ello.

Rezo el Credo por la calle sin darme cuenta. Cada una de sus palabras son luz, Elena, la gracia tal como la he recibido es la felicidad más completa que existe. Jamás, jamás se puede sospechar una cosa así. La pobre voluptuosidad humana, Elena... no es nada comparada con esto. Nada... No existe ni una tentación... sólo un temor desesperado de perder esta sensación de Dios que sabes que te ha venido así, que se te ha dado por un misterio, por una elección indescifrable a la que tu mérito es ajeno por completo. Mientras tengas esto estás salvada... perderlo debe ser el mayor horror. Toda mi vida tiende a conservarlo. Todos los sufrimirntos, todo lo que pueda sucederme no es nada si no tengo esto, Elena mía. No es nada...

No se puede comprender. No se puede imaginar nunca lo que esto es... La Virgen y los santos y los dogmas todos de la Iglesia se acercan a uno, están dentro de uno. No puedo desear otra cosa en la vida que el que los que yo quiero tengan esta sensación infinita... Y todos, todos los hombres, Elena. ¡Si la pudieran tener!

Pero no se sabe por qué este milagro inexpresable viene y nos penetra y por qué precisamente algunos son elegidos. Sé, querida de mi alma, que hay personas piadosas y buenas y temerosas de Dios que jamás han sentido esto.

Es una llamada, una hoguera, un deslumbramiento, una claridad de maravilla. Es como si abrieran dentro de nosotros las puertas de la Eternidad.

Nunca lo podré decir, pero lo tengo que decir. Es VERDAD, todo es verdad, todo es verdad. La verdad me ha traspasado, me ha cambiado en una hora, en unos minutos de mi vida. Es verdad, Elena... Y ¡esa verdad ha venido a mí!

Estoy en las manos de Dios. Nada le puedo pedir; nada más que no me abandone otra vez y sí, que dé su gracia a todos, que dé su gracia... Otra cosa no sé decir ni pedir.

Naturalmente he confesado y comulgado. Mi literatura ya no me importa. Sé que tengo que hacerla, que tengo que trabajar más que nunca, pero mi nombre ya no me importa.

Quiero a mi marido, a mis hijas, con un amor nuevo y maravilloso, y a todos los hombres sólo porque pueden ser salvados.

No estoy trastornada en absoluto, ni nerviosa, ni desquiciada, sólo maravillada, arrodillada delante de Dios, asombrada de que me haya dado esto. Temblando de no saber conservarlo.

Amiga mía querida, Elena mía querida... seguiría escribiéndote así con infinitas repeticiones lo que sé que no se puede escribir ni explicar ni mucho menos entender si Dios no quiere que se entienda.

¿Por qué Él me ha cogido? ... Una hora antes ni lo sospechaba. Todo lo que quería entender... ¡qué absolutamente velado estaba para mí!, hasta que Dios quiso, hasta el momento fijado desde toda la Eternidad en que Dios quiso.

Ahora sé que en Sus Manos soy algo... no sé qué. Él me dirá.

Querida mía escríbeme si puedes. Rezaré mucho por ti ahora que puedo hacerlo. Te quiero mucho. Estoy embobada con esta maravilla que me pasa.

Te abrazo una y mil veces.

Tu Carmen.

P.S.

Esta carta ha rodado muchos días por mi escritotio... San Nicolás llegó... Y creo que por sugestión tuya; y causó una alegría enorme. Mi vida ha cambiado mucho. Ha tomado un sentido magnífico. Ahora sé lo que tengo que hacer. Sé también que muchas veces me parecerá duro, pero en el fondo, esa alegría de haber sentido esta llamada de Dios me sostiene...

Elena mía, ¡mil gracias por todo!"

(Cristina Cerezales, Música Blanca, pp. 105-108).

Pero Elena Fortún (pseudónimo de Encarna Aragoneses) falleció a principios de 1952. La conversión de Carmen Laforet fue en diciembre de 1951.

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Autobiografía en su web oficial http://www.carmenlaforet.com/

En la introducción del volumen Mis páginas mejores, publicado por la Editorial Gredos en 1957, Carmen Laforet, casi siempre reacia a hablar de su vida privada,  nos cuenta sus primeros años, antes de la publicación de su novela Nada: Aunque es muy difícil escribir una autobiografía en pocas líneas –y, en realidad, también en muchas-, quiero daros aquí alguna idea de mi propia vida personal antes de que leáis las anotaciones hechas por mí delante de cada uno de mis libros explicando su cronología respecto a mi vida y aquello que me inspiró el deseo de hacerlos.

He nacido en Barcelona, el 6 de septiembre de 1921. En enero de 1944 –a los 22 años- empecé a escribir mi primera novela: Nada.

En el intervalo entre esas dos fechas mi vida se había ido modelando de la siguiente forma:

En 1923 –a punto de cumplir dos años-, fui con mis padres a Canarias. Mi padre era arquitecto y también profesor de la Escuela de Peritaje Industrial. Nuestro traslado a Canarias se debió a necesidades de este profesorado. Yo recuerdo a mi padre muy joven, bien constituido, muy deportista. Tenía la costumbre de fumar en pipa y usaba una excelente mezcla inglesa cuyo olor se ha quedado en mí –así como el de los encerados corredores de la casa de Las Palmas- como uno de los olores inconfundibles de mi infancia.

Mi padre era hijo de sevillanos, de origen nórdico (de origen francés mi abuelo, y vasco mi abuela). Mi padre se había educado en Barcelona. Era un balandrista notable y tenía un barco propio. Había sido campeón de tiro al blanco con pistola en su juventud, y también teníamos en casa copas obtenidas en carreras de bicicletas. El nos enseñó a nadar a mis hermanos y a mí, a soportar fatigas físicas sin quejarnos, a hacer excursiones por el interior de la isla… y a tirar al blanco con pistola, cosa en que yo fui siempre más torpe que mis hermanos.

Mi madre era toledana. Hija de una familia muy humilde, había hecho los estudios de primera enseñanza en la escuela de niñas pobres de unas monjas. Más tarde, obtuvo una beca para estudiar magisterio. Mi padre la conoció como alumna en una época en que él, accidentalmente, dio clases de dibujo en la escuela Normal de Toledo-.

.Mi madre al casarse tenía dieciocho años; veinte al nacer yo –fui el primer hijo del matrimonio-, y treinta y tres el día en que murió en Canarias. Yo la recuerdo como una mujer menuda, de enorme energía espiritual, de agudísima inteligencia y un sentido castellano, inflexible, del deber. Era una mujer de una elegancia espiritual enorme. Recuerdo también su bondad. Tenía el don de la amistad. En Las Palmas aún hay muchas personas que la querían y la recuerdan vivamente… Ella nos enseñó a mis hermanos y a mí la valentía espiritual de la veracidad, de no dejar las cosas a medias tintas, de saber aceptar las consecuencias de nuestros actos. En mi época de Canarias entran también mis dos hermanos Eduardo y Juan, con quienes siempre me he sentido compenetrada; y entra también más tarde una madrastra, que, a pesar de todas mis resistencias a creer en los cuentos de hadas, me confirmó su veracidad, comportándose como las madrastras de esos cuentos. De ella aprendí que la fantasía siempre es pobre comparada con la realidad. (¡Esto antes de haber leído a Dostoievski!).

.En el año 1939 –exactamente en septiembre- volví a Barcelona, donde viví tres años. Después de este periodo vivo en Madrid. He frecuentado –sin terminar ninguna de las dos carreras comenzadas- las Universidades de Barcelona y Madrid. He leído mucho. La vida me ha interesado en todos sus momentos, tanto en los malos como en los buenos. Cuando vuelvo la vista atrás, veo que todos esos años se han combinado para hacerme una persona capaz del difícil don de sentir la felicidad, y humildemente creo que hasta de derramarla en un círculo muy íntimo.

.Hasta aquí la historia de una muchacha de veintidós años. De esa época en adelante sabréis todo aquello que tenga conexión con mis libros en las pequeñas notas que he escrito al comenzar los distintos periodos de mi obra. Por estas anotaciones y por los fragmentos de mis libros veréis que, si mis novelas están hechas de mi propia sustancia y reflejan ese mundo que –según os explicaba antes- soy yo, en ninguna de ellas, sin embargo, he querido retratarme.

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Carmen Laforet se casó en Madrid en 1946 con el periodista y crítico literario Manuel Cerezales, con quien tuvo cinco hijos y del que se separó en 1970. Cerezales escribió a los cuarenta años de la publicación de Nada, ganadora del premio Nadal de 1944:

"A Nada le debo el conocimiento y la amistad con Carmen Laforet: una amistad que tiempo después fraguó en un proyecto de vida en común, al cual hoy deben -quién lo diría- su existencia cinco hijos y un montón de nietos. Pero eso es otra canción" (Manuel Cerezales en Ya de Madrid el 5 de enero de 1985).

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En su viaje a Estados Unidos de 1965, conoció al novelista Ramón J. Sender, con quien mantuvo una gran correspondencia. Cristina Cerezales, hija de Carmen Laforet publicó Puedo contar contigo, que contiene un total de setenta y seis cartas.

En las cartas a Sender también lamenta lo gris del mundillo literario, que ella veía repleto de envidias, enemistades y rencillas. Laforet no quería adscribirse a ninguno de "estos reinos belicosos", por lo que, aseguraba, la consideraban "enemiga de todos". Sender, a su vez, confiesa a Laforet sus crisis de ansiedad "porque no me avengo a ser viejo". La religiosidad fue otro de los temas de las cartas que se escribieron, pues ambos creían en Dios, con distintos matices, y compartían su devoción hacia Santa Teresa de Jesús.

El infatigable Sender era su antítesis, y la animaba constantemente a que escribiera.

Sobre su experiencia en aquel país Carmen Laforet publicó en 1981 el ensayo Mi primer viaje a USA

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En la web oficial de Carmen Laforet se prolonga su biografía con los siguientes datos:

A los 18 años, justo al acabar la guerra civil española volvió a Barcelona a casa de sus abuelos- que vivían en la misma calle Aribau donde ella había nacido y en donde está situada su novela, y allí empezó a estudiar la carrera de Filosofía y Letras. Tres años más tarde se trasladó a Madrid donde en unos meses escribiría Nada que, aunque no es una novela estrictamente autobiográfica, es el fruto de sus experiencias en esos años. Cuando escribió Nada, que obtuvo el primer Premio Nadal, tenía 22 años y el éxito que obtuvo en plena juventud marcó su carrera de escritora. Nada fue considerada la mejor novela española contemporánea y el libro más vendido del momento. Recibió también el Premio Fastenrath, de la Real Academia de la Lengua Española en 1948, y el conjunto de elogios que incluía artículos firmados por Juan Ramón Jiménez (de un poema suyo salían el título y la cita inicial de la obra), Ramón Sender, Azorín, y críticos como Melchor Fernández Almagro, José María de Cossío o Pedro Laín Entralgo demuestran el impacto que dentro y fuera de nuestras fronteras tuvo la publicación de un libro que revolucionó el panorama literario de la posguerra española. Actualmente Nada está considerado como un clásico, se reedita de manera continua, es estudiada en los departamentos de español de todo el mundo, ha sido traducida a numerosos idiomas y le ha asegurado a Carmen Laforet un puesto de honor en la historia de la narrativa española.

Cuando se habla de Carmen Laforet siempre se destacan tres cosas: es la autora de Nada, recibió el prestigioso premio Nadal e inmediatamente se hace alusión al silencio en el que culminó su carrera de escritora comparándola en algunos casos al escritor mexicano Juan Rulfo. Pero si bien es cierto que la escritora se retiró voluntariamente del mundo literario de la época, de sus envidias, enemistades y rencillas, y que se la puede considerar una escritora poco prolífica, publicó otras excelentes novelas: en 1952 apareció La isla y los demonios, que tiene como protagonista a una adolescente, Marta Camino, basándose en su propia experiencia juvenil en Las Palmas de Gran Canaria. La mujer nueva (1955) que ganó el Premio Menorca de Novela de 1955 y el Premio Nacional de Literatura de 1956, narra la aventura espiritual de la protagonista y su conversión al catolicismo. En 1963 publicó La insolación. Esta última novela formaba parte de una triología Tres pasos fuera del tiempo que no llegó a completarse. El segundo tomo Al volver la esquina, que ella no se había decidido a publicar, se editó póstumamente en el año 2004. Escribió además, siete novelas cortas, veintidós cuentos, narraciones de viaje e innumerables artículos para periódicos y revistas.

En 2003 se publicó Puedo contar contigo, que contiene la relación epistolar entre Carmen Laforet y el escritor Ramón J. Sender, un total de 76 cartas en las que la escritora le cuenta sobre su vida familiar, los hijos, sus dificultades de ser y escribir como mujer, la inseguridad frente a su obra de la que se muestra muy crítica.

Su paulatino distanciamiento de la vida pública se aceleró debido a una enfermedad degenerativa que afectaba a la memoria y que la dejo sin habla en los últimos años de su vida.

En 2009 su hija, Cristina Cerezales publicó el libro Música Blanca en el que, en un diálogo sin palabras con su madre, emprende un recorrido por los senderos de la memoria en el que abundan detalles reveladores que permiten entender en profundidad su vida y su obra.

Carmen Laforet murió en Madrid el 28 de febrero de 2004.

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La mujer nueva según Carmen Laforet en 1955

La mujer nueva ha sido un intento. Ha sido un paso en un camino difícil y necesario... Al escribirla tenía yo plena conciencia de esta dificultad, de tal manera que esperaba, para ella, un rotundo fracaso.

En primer lugar, la obtención del premio Menorca -dotado por el prócer menorquín Fernando Rubio con una aportación económica que hasta el momento es la más importante que se ha dado en España- y, después de editado el libro, las muchas felicitaciones o insultos recibidos por una obra que en el momento que escribo estas líneas lleva escasamente un mes en las librerías, me hacen pensar que ese paso difícil, poco comprensible para muchos, ha sido dado con éxito.

Si algún valor tiene La mujer nueva, a mi juicio, es el de señalar una rebeldía.

Una rebeldía de signo positivo, contraria a todo lo que nos hemos acostumbrado a llamar con esta palabra, y que paradójicamente es ya el camino fácil y académico, el camino envejecido por más de cincuenta años de trilla, de demoler valores carcomidos... Esta demolición se sigue haciendo invariablemente en nombre de una "rebeldía" que consiste en halagar en todo el instinto que ya se tiene bien preconcebido, de lo "rebelde", en pulverizar lo que ya está pulverizado por otros... No cuesta mucho convertir en polvo lo que ya es polvo. Cuesta, sí, donde sólo se ve esta ruina, ayudar a descubrir unos cimientos y echar en ellos algo que dentro de toda su modestia pueda servir junto con otras cosas mucho más importantes a levantar un edificio nuevo...

No pretendo con esto que haya sido yo la "descubridora" de tales cimientos ni muchísimo menos, pero en esta labor ingrata y poco aplaudida y poco brillante de hacerlos, he querido contribuir con mi aportación consciente.

La mujer nueva -técnicamente- ha sido también la más difícil de mis novelas, y quizá por esto -o porque es la última que he hecho- la prefiero a todas las demás.

El hecho humano que motivó la temática de esta novela fue mi propia conversión (en diciembre de 1951) a la fe católica... Fe que podría suponerse que me era natural, pues fui bautizada al nacer, pero de la que jamás me volví a preocupar después de salir de la infancia, y cuyas prácticas -para mí enmohecidas y sin sentido- había dejado totalmente.

He huido en esta novela -precisamente por haberse motivado en una vivencia mía- de todo elemento autobiográfico, aparte de la sensación repentina de la Gracia. He creado un tipo de mujer, protagonista de mi libro, totalmente distinto de mi tipo humano, y la he colocado en situaciones, ambientes y circunstancias de conversión y lucha espiritual totalmente diferentes a las mías.

La novela hubiese podido tener un final distinto del que tiene sin que se alterase su esencia. Nunca me ocurre en mi trabajo de novelista buscar y forzar la resolución de un problema. Esto tiene que venir dado por el mismo personaje. Pero lo mismo en un final afortunado que en un vencimiento, esta novela hubiese sido siempre la exposición de una solución católica -aprovechada o no aprovechada por los personajes- a un problema de angustia humana.

La novela tiene tres partes. En la primera se sitúa el momento vital de una mujer y se narra su vida hasta los años 40 o 50, que es cuando puede situarse el relato. En la segunda parte hay sólo dos capítulos que tratan del deslumbramiento de la Gracia y del descubrimiento de la verdad religiosa. La tercera parte es la lucha de conciencia en lo que santa Teresa llamaría la primera morada -el umbral entrevisto de la vida espiritual- con sus retrocesos, sus anhelos, que van siendo definidos por sucesos vitales, algunos de los cuales son aparentemente ajenos a la protagonista, pero que en un momento determinado se enlazan vivísimamente con su conciencia.

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Dice por medio de la protagonista de La mujer nueva, tras la experiencia mística en la que ésta, como le pasó a la autora, siente que Dios existe:

"El amor --notaba el alma de Paulina--, el amor es algo más allá de una pequeña pasión o de una grande, es más... Es lo que traspasa esta pasión, lo que queda en el alma de bueno, si algo queda, cuando el deseo, el dolor, el ansia han pasado. El amor se parece a la armonía del mundo, tan serena. A su inmensa belleza, que se nutre incluso con las muertes y las separaciones y la enfermedad y la pena... El amor es más que esta armonía; es lo que la sostiene... El amor dispone la inmensidad del Universo, la ordenación de leyes que son matemáticamente las mismas para las estrellas que para los átomos, esas leyes que, en penosos balbuceos, a veces descubre el hombre.

"El Amor es Dios --supo Paulina--; Dios, esa inmensa hoguera de felicidad y bien, en la que nos encontramos, nos colmamos, a la que tendemos, a la que tenemos libertad para ir y vamos, si no nos atamos nosotros mismos piedras al cuello..." (Cristina Cerezales, Música Blanca, p. 110).

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En carta a Ramón Sender, Carmen Laforet le habla de su relación con Dios:

"Para mí la cosa de Dios ha sido tremenda. Primero como algo que vino desde fuera. Luego una búsqueda de siete años en que hice las mayores idioteces y las dejé y me metí por todos los vericuetos de nuestro catolicismo español... Luego una enfermedad física de todas estas contradicciones entre lo que hacía y mi manera de ser. Y luego otros siete años en los que estoy de casi huida, de volver a mi ser, de encauzar todo a mi razón. Pero siempre encuentro a Dios en todas partes. A veces es como una locura tranquila. Si me voy a París, Dios está en París, si me voy a USA, Dios está en USA. Si creo que lo he olvidado, me voy de narices contra Él" (Cristina Cerezales, Música Blanca, pp. 110-111).

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Mientras elaboraba La mujer nueva, le escribe sobre esta novela a su amiga Elena Fortún :

"Escribo mi novela procurando que dentro de su modesta categoría quede todo lo bien que yo pueda hacerla..., pero absolutamente convencida de que esta labor mía no da ni quita un ápice de espiritualidad al mundo, de que para nadie es importante; y yo me entrego a ella a sabiendas de sus muchos defectos, de sus enormes lagunas, de su mezquina talla, me meto en ella con cansancio, con rabia, con todo, y este trabajo, mientras lo hago, para mí es importante, porque me libera de muchas otras cosas. Me sirve de huida de mis malos fondos revueltos... Y ya está; por eso escribo, aunque me angustie escribir también" (Cristina Cerezales, Música Blanca, pp. 109- 110).

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El premio Nadal

Carmen Laforet, con la novela Nada, ganó el Nadal en su primera convocatoria, que se falló en la noche del 6 de enero de 1945 en el Café Suizo de Barcelona.

El premio Nadal fue creado por Ignacio Agustí, autor de Mariona Rebull y editor de la revista Destino. Ignacio Agustí creó el Nadal inspirado en el premio Joan Crexells que instauró el Ateneo Barcelonés en 1928 para fomentar la novela; decía que el objetivo del Nadal era "despertar docenas de novelistas dormidos en los rincones anónimos del país". El Nadal sirvió también para esquivar la censura de la época de Franco, al publicarse enseguida la noticia del ganador. Ignacio Agustí y la revista Destino se presentaban como falangistas de talante liberal.

La dotación del premio fue inicialmente de cinco mil pesetas, que era una cantidad muy grande para la época, tanto que encontró objeciones en el círculo de los organizadores. La denominación del premio fue en honor del joven redactor jefe de Destino, Eugenio Nadal, catedrático de Literatura, que había muerto de leucemia el 10 de abril de 1944 todavía con 27 años.

La convocatoria del premio Nadal se publicó el 12 de agosto de 1944 en la revista Destino, para ser fallado pasadas las Navidades, en una cena en la noche del día de Reyes, el 6 de enero, no el 5.

Se presentaron veintiséis novelas. La de Carmen Laforet, Nada, llegó a la redacción de Destino el último día del plazo de admisión en un sobre con sello de urgencia. E impactó.

Tenía que competir con novelas como El bosque de Ancines de Carlos Martínez Barbeito, La terraza de los Palau de César González Ruano y En el pueblo hay caras nuevas de Álvarez Blázquez.

En el Nadal, las deliberaciones y las votaciones finales del jurado tienen lugar desde la primera edición durante la cena del día de Reyes. Desde 1958, esto ocurre en el Hotel Ritz de Barcelona.

Aquel 6 de enero de 1945 la cena, en la que participaron diez comensales, y las votaciones tuvieron lugar en el Café Suizo.

Tras las primeras votaciones quedaron tres novelas, las de Laforet, González Ruano y Álvarez Blázquez. En la cuarta votación fue descartada la de González Ruano y en la votación final ganó Carmen Laforet con Nada el primer premio Nadal.

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