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La presencia real de Nuestro Señor Jesucristo en la Eucaristía atestiguada por Él con su muerte martirial en la cruz
Sabía que iban a matarlo y no los eludió como otras veces. Era ya su hora y se quedó a beber el cáliz que le daba su Padre, se quedó a apurarlo hasta las heces.
Testigo, mártir. Testimonio, martirio.
Pilato le dijo: «Entonces, ¿tú eres rey?».
Jesús le contestó: «Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz».
Pilato le dijo: «Y ¿qué es la verdad?»
(Jn 18,37-38)
La muerte. No solemos pensar en nuestra muerte, no soportamos pensar en ello. Aunque es el paso indispensable para ir al cielo, la muerte en sí es una desgracia horrible. Es la mutilación de todos los miembros y órganos, la amputación masiva. El hombre más consciente al asumirla sudó sangre. Jesús, Dios y hombre verdadero, tuvo que pensar en asumir además la tortura extrema y la humillación total. Era Dios, el Verbo hecho carne, el Hijo de Dios hecho hombre; y tuvo que pensar en sufrir en su humanidad el abandono por parte de Dios Padre a la muerte, el abandono a la noche oscura del alma en grado máximo y la sensación en su humanidad de verse rechazado, como Dios rechaza el pecado. Aunque los sufrimientos los padeció Jesús en su humanidad, padece la persona, Jesús, el Verbo hecho carne, los padeció en su persona. Enorme misterio, porque su persona es divina. Es la Segunda Persona de la Santísima Trinidad. Es el Verbo. El Hijo.
Jesús, el Verbo hecho carne, padeció entregarse y ser entregado a la muerte, a la tortura, a las vejaciones, a la desnudez, a verse abandonado por todos, al abandono por su Padre a la noche oscura del alma, a verse rechazado por su Padre como Dios rechaza el pecado.
Jesús, el Verbo hecho carne, padeció en su persona, que es divina, la muerte entre atroces padecimientos físicos, morales y espirituales:
Físicos: unos 5.480 golpes y heridas, como se lo reveló a santa Brígida, que tanto deseaba saberlo; la flagelación, la coronación de espinas, el abrumador peso de la cruz, las caídas, la insoportable herida en el hombro, la crucifixión, el desangramiento, la sed, la disnea (falta de aire), la sofocación (ahogo); la agonía, la lanzada en el corazón, la muerte
Morales: la desnudez, extrema agresión a Su pudor; el verse abandonado por todos, el prendimiento, los golpes, la cárcel inmunda, el miedo, la angustia, las burlas, los escupitajos, los gritos, las acusaciones, el proceso inicuo, la bofetada con guante de hierro, verse rechazado por los sumos sacerdotes de su religión; verse rechazado por sus compatriotas; verse rechazado por su pueblo elegido; verse entregado a los paganos; verse entregado al impresentable Herodes; verse pospuesto a Barrabás; la flagelación atroz y humillante; la insufrible coronación de espinas; verse exhibido como un malhechor culpable en el recorrido infamante del vía crucis; verse sobrepasado por el peso de la cruz y caer a cada paso bajo ese peso aplastante; ver el atroz sufrimiento de su madre; padecer la crucifixión, y la suprema humillación de la muerte.
Y espirituales: el abandono por su Padre a la noche oscura del alma; verse rechazado por su Padre, como rechaza el pecado; y padecer, al mismo tiempo que la angustiosa falta de aire de la disnea, la agonía y la muerte en el abandono y el rechazo.
La institución de la Eucaristía por Jesús
¿Es más fácil decir: este pan es mi cuerpo, este vino es mi sangre; o decir: este pan es mi cuerpo, que será entregado por vosotros, este vino es mi sangre, que será derramada por la multitud de los hombres, y entregar el cuerpo a la tortura y a la muerte, y derramar la sangre?
Jesús durante la Oración en el Huerto, cuando sentía como insuperable la tortura, la muerte, el eclipse de su unión hipostática y el abandono por su Padre, y cuando desolado le pedía que apartara de sí el múltiple cáliz, tenía presente que ya había realizado el sacrificio al instituir la Eucaristía, en la que está realmente su cuerpo y su sangre como cuerpo sacrificado y sangre derramada.
Jesús, el Verbo hecho carne, había dicho en otra ocasión:
«¿Qué es más fácil,
decirle al paralítico: "Tus pecados te son perdonados",
o decirle: "Levántate, toma tu camilla y anda?"
Pues para que sepáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra
poder de perdonar pecados - dice al paralítico:
"A ti te digo, levántate, toma tu camilla y vete a tu casa"».
Se levantó y, al instante, tomando la camilla, salió a la vista
de todos, de modo que quedaban todos asombrados y glorificaban a
Dios, diciendo: "Jamás vimos cosa parecida"» (Mc 2, 1-12;
cf. Mt 9, 1-8; Lc 5, 17-26).
Es fácil decir este pan es mi cuerpo, este vino es mi sangre. Lo difícil es decir Jesús este pan es mi cuerpo, que será entregado, este vino es mi sangre, que será derramada, y cumplirlo y morir enseguida, redimiéndonos y atestiguando con su muerte martirial que su presencia real en la Eucaristía y, por consiguiente, su divinidad son verdaderas; y haciendo que lo creamos con fe sobrenatural; además de beneficiarnos de ese rescate pagado con Su sangre en la Cruz y del alimento con Su carne para compartir Su vida divina.
Hay desde el principio de estas líneas una redundancia, que se ruega que sea permitida. Mártir significa testigo en el origen griego de esa palabra; y martirio significa testimonio. Mártir es el testigo que se deja matar atestiguando con su muerte la verdad de la fe. Como decía Canals, nadie se deja matar por una verdad científica, pero todos sabemos que muchos se han dejado matar por las verdades de fe. Y esto es lo que convence. Por eso la sangre de mártires es semilla de cristianos, como se ha comprobado muchas veces. El propio Jesús es el primer mártir, y tras su muerte en la cruz fue cuando el centurión y los del piquete que le había crucificado reconocieron: "Verdaderamente este era Hijo de Dios".
El Hijo es verdaderamente el Hijo. Por ello murieron los mártires, de ello viven los cristianos de todos los tiempos: sólo esa realidad es permanente (Ratzinger).
En los sacrificios que se ofrecían en la religión judía se consumía una parte de la víctima ofrecida. Y Jesús, el Verbo hecho carne, les había anunciado en Cafarnaún a los que le seguían que debían comer su carne y beber su sangre para entrar en el cielo. Esto levantó una gran polémica entre sus seguidores y retrajo a muchos de ellos. Pero el plan de Jesús, el Verbo hecho carne, exigía algo más difícil de vencer que el canibalismo. En realidad, imposible humanamente, pero hecho fácil por la gracia de la fe. Jesús, el Verbo hecho carne, que ya con su sacrificio nos ganaba merecimientos infinitos, entonces nos hizo un regalo aún más inmenso, comer su cuerpo y beber su sangre, bajo las especies de pan y de vino, para alimentar en nosotros la vida divina. Se requiere para ello la fe en la presencia real; pero hasta un niño la puede tener, si Dios se la da; mas sin fe es imposible admitirlo. Pero Jesús, el Verbo hecho carne, dijo en la Última Cena que el pan consagrado era su cuerpo que iba a ser entregado por nosotros y lo entregó esa misma noche. Y dijo que el vino consagrado era su sangre que iba a ser derramada para el perdón de nuestros pecados y la derramó al cabo de unas horas.
Jesús, el Verbo hecho carne,
al no eludir a sus agresores aun sabiendo que le iban a matar, atestiguó
con su muerte martirial autoanunciada su
presencia real en la Eucaristía y su divinidad. Sin
dejarlo ver; para que tengamos el mérito de la fe, como dice
santo Tomás de Aquino.
Jesús, verdadero Dios y
verdadero hombre, obtuvo la victoria de ser
obediente al Padre, aunque le matasen en la cruz. Nos dio esa
victoria a sus hermanos los hombres, varones y mujeres.
Al padecer en su persona
divina su muerte como hombre, sobrepasó infinitamente la
compensación por todas nuestras desobediencias desde Adán y Eva,
con una medida generosa, cumplida, apretada, remecida e
infinitamente rebosante. Esa victoria que consiguió con su
muerte Jesús, el Verbo hecho carne, desembocó en su resurrección
que es el principio de la plenitud
consumada del Reino de Dios en nuestra
alma, en las de todos los demás y en todas
las naciones
Lo que hay en la Eucaristía lo sabemos por el testimonio martirial de Nuestro Señor y lo debemos creer con fe sobrenatural dada por Dios: la presencia real del cuerpo entregado y de la sangre derramada por nosotros y para el perdón de nuestros pecados por Nuestro Señor Jesucristo, Dios y hombre verdadero, junto con su alma y su divinidad. ¿Qué más tiene que hacer Él por nosotros que no haya hecho ya? Pues tiene dicho que aún haría más, con tal que le demos algún retorno de amor.
Y además, Jesús se nos ofrece en la Eucaristía para que Le adoremos y Le amemos en Ella, y para que comamos su cuerpo y bebamos su sangre para alimentar la vida divina que se nos da. Y como esto es imposible merecerlo hasta a las personas más virtuosas, lo debemos hacer inmerecidamente, pero por su palabra y teniendo fe en ella y confiando en Él, en su Corazón que nos ama, como se ve en el Crucifijo y en la propia Eucaristía. No podemos, no debemos de ningún modo rehusar.
Por eso el quinto misterio luminoso instituido por el papa san Juan Pablo II formula la culminación de la fe y de la vida cristiana: "La institución de la Eucaristía por Jesús, expresión sacramental del misterio pascual". El misterio pascual es el sacrificio de Jesucristo por nosotros en la Cruz; comer su carne en la Eucaristía es la prenda que instituyó para que consigamos el cielo, como los hebreos se salvaron al poner la sangre del cordero pascual en su puerta. La Eucaristía es de manera eficaz y real el cuerpo entregado y la sangre derramada de Jesucristo por nosotros, al mismo tiempo que, al conservar del pan y del vino el aspecto exterior, los hace visibles para nosotros y comibles y bebibles. Y todo ello sólo con la condición de tener fe. Pero esto mismo, después de que nos lo dejó atestiguado con su muerte martirial Jesús, el Verbo hecho carne, a la manera que Él muestra las cosas. Prefiere ocultarse para darnos a ganar el mérito de la fe. Su divinidad la dejó invisible cuando se hizo hombre, cuando se hizo carne; su carne queda invisible en la Eucaristía. Así lo hace notar santo Tomás de Aquino en el tratado de la Eucaristía de la Suma Teológica.
El cuerpo de Jesús, el Verbo hecho carne, realmente presente en el pan consagrado en la misa, es su cuerpo resucitado, del que no se han borrado las marcas de su pasión y muerte en la cruz al entregarse por nosotros, aunque no se vean en la Eucaristía. Y su sangre, realmente presente también en el pan y en el vino consagrados, es sangre derramada por nosotros.
Jesús, el Verbo hecho carne, padeció por cada uno de nosotros atroces sufrimientos físicos, morales y espirituales, los padeció en su naturaleza humana, pero quien padece es la persona, y en este caso la persona es divina, es el Hijo, el Verbo de Dios. "Uno de la Trinidad padeció"; es de fe, es doctrina de la Iglesia (DS 401, Dz 201). Abismo insondable. Inalcanzable para nosotros. Esto sí que es una buena medida apretada, remecida, rebosante (Lc 6,38). Infinitamente rebosante sobre nuestra capacidad de comprensión. Tanto mejor. Es lo satisfactorio. Así Dios nos sacia de fe para conocerlo. Como para conocer que Jesús, el Verbo hecho carne, padezca hoy atrozmente porque no le damos un retorno de amor, aceptando el don de su reinado en nosotros, que es nuestro bien y que tanto le costó hacérnoslo accesible. Así como para saber que, siendo lo que somos, le podamos consolar a Jesús, el Verbo hecho carne. Él lo dice y hay que creerle; nos lo pide y suplica y le debemos consolación, expiación y reparación, consagrándonos a Él, aceptando agradecidos el reino de Dios en nosotros, puesto que la reparación es la consagración al Sagrado Corazón de Jesús, como enseñó san Juan Pablo II.
La finalidad de los sufrimientos espirituales de Jesús, el Verbo hecho carne
El peor sufrimiento de Jesús en su Pasión fue el abandono, la desolación, la noche oscura del alma y verse rechazado por Su Padre como Dios rechaza el pecado. Él en la cruz dio a conocer su abandono para que lo supiésemos.
Ya durante la oración en el huerto de Getsemaní, Jesús, el Verbo hecho carne, sufrió un miedo indecible ante lo que se le avecinaba. Este miedo, que Él quiso que supiésemos que pasó, significa que entonces no disponía del don de fortaleza; lo que parece indicar que le habían sido eclipsados o retirados los dones del Espíritu Santo.
En el huerto llegó a pedirle al Padre que, si podía ser, pasase de Él aquel cáliz. Se lo pidió con la oración perfecta, que es añadir: "hágase Tú voluntad y no la mía". No podía ser, porque Jesús ya había instituido la Eucaristía. Había dado a comer el pan consagrado diciendo no sólo "esto es mi cuerpo", sino "esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros". Y diciendo no sólo "este es el cáliz de mi sangre", sino "que será derramada por vosotros y por muchos para el perdón de los pecados". Y ahora tenía que entregar su cuerpo y derramar su sangre.
Jesús sufrió todo esto tan atroz, incluyendo el abandono, la desolación, la noche oscura del alma y hasta el rechazo, por amor al Padre con obediencia total hasta la muerte y por amor misericordioso a cada uno de nosotros, para que tuviésemos su reino salvador en nuestra alma e hiciésemos así la voluntad de Dios cada uno personalmente y todos socialmente. Y para que se haga la voluntad de Dios en la tierra, como en el cielo, como no en vano nos mandó que pidamos, y como se hará cuando Jesús el Verbo hecho carne implante plenamente a su vuelta el reino de Dios en todos los corazones y en todas las naciones.
Esta fue y es su fuerza, el amor más fuerte que la muerte.