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Qui pluribus

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Encíclica Qui pluribus de Pío IX, de 9 de noviembre de 1846, sobre la Fe y la Religión

http://www.mercaba.org/MAGISTERIO/qui_pluribus.htm

A los Patriarcas, Primados, Arzobispos y Obispos
Venerables Hermanos, salud y bendición apostólica

1. Desde hacía muchos años, ejercíamos el oficio pastoral, lleno de trabajo y cuidados solícitos, juntamente con vosotros, Venerables Hermanos, y nos empeñábamos en apacentar en los montes de Israel, en riberas y pastos ubérrimos la grey a Nos confiada; mas ahora, por la muerte de nuestro esclarecido predecesor, Gregorio XVI, cuya memoria y cuyos gloriosos y eximios hechos grabados en los anales de la Iglesia admirará siempre la posteridad, fuimos elegidos contra toda opinión y pensamiento Nuestro, por designio de la divina Providencia, y no sin gran temor y turbación Nuestra, para el Supremo Pontificado. Siempre se consideraba el peso del ministerio apostólico como una carga pesada, pero en estos tiempos lo es más. De modo que, conociendo nuestra debilidad y considerando los gravísimos problemas del supremo apostolado, sobre todo en circunstancias tan turbulentas como las actuales, Nos habríamos entregado a la tristeza y al llanto, si no hubiéramos puesto toda nuestra esperanza en Dios, Salvador nuestro, que nunca abandona a los que en El esperan, y que a fin de mostrar la virtud de su poder, echa mano de lo más débil para gobernar su Iglesia, y para que todos caigan más en la cuenta que es Dios mismo quien rige y defiende la Iglesia con su admirable Providencia. Nos sostiene grandemente el consuelo de pensar que tenemos como ayuda en procurar la salvación de las almas, a vosotros, Venerables Hermanos, que, llamados a laborar en una parte de lo que está confiado a Nuestra solicitud, os esforzáis en cumplir con vuestro ministerio y pelear el buen combate con todo cuidado y esmero.

2. Por lo mismo, apenas hemos sido colocados en la Cátedra del Príncipe de los Apóstoles, sin merecerlo, y recibido el encargo, del mismo Príncipe de los Pastores, de hacer las veces de San Pedro, apacentando y guiando, no sólo corderos, es decir, todo el pueblo cristiano, sino también las ovejas, es decir, los Prelados, nada deseamos tan vivamente como hablaros con el afecto íntimo de caridad. No bien tomamos posesión del Sumo Pontificado, según es costumbre de Nuestros predecesores, en Nuestra Basílica Lateranense, en el acto os enviamos esta carta con la intención de excitar vuestro celo, a fin de que, con mayor vigilancia, esfuerzo y lucha, guardando y velando sobre vuestro rebaño, combatiendo con constancia y fortaleza episcopal al terrible enemigo del género humano, como buenos soldados de Jesucristo, opongáis un firme muro para la defensa de la casa de Israel.

Errores e insidias de estos tiempos.

3. Sabemos, Venerables Hermanos, que en los tiempos calamitosos que vivimos, hombres unidos en perversa sociedad e imbuidos de malsana doctrina, cerrando sus oídos a la verdad, han desencadenado una guerra cruel y temible contra todo lo católico, han esparcido y diseminado entre el pueblo toda clase de errores, brotado s de la falsía y de las tinieblas. Nos horroriza y nos duele en el alma considerar los monstruosos errores y los artificios varios que inventan para dañar; las insidias y maquinaciones con que estos enemigos de la luz, estos artífices astutos de la mentira se empeñan en apagar toda piedad, justicia y honestidad; en corromper las costumbres; en conculcar los derechos divinos y humanos, en perturbar la Religión católica y la sociedad civil, hasta, si pudieran arrancarlos de raíz. [1]

Porque sabéis, Venerables Hermanos, que estos enemigos del hombre cristiano, arrebatados de un ímpetu ciego de alocada impiedad, llegan en su temeridad hasta a enseñar en público, sin sentir vergüenza, con audacia inaudita abriendo su boca y blasfemando contra Dios[2]que son cuentos inventados por los hombres los misterios de nuestra Religión sacrosanta, que la Iglesia va contra el bienestar de la sociedad humana, y que aún se atreven a insultar al mismo Cristo y Señor. Y para reírse con mayor facilidad de los pueblos, engañar a los incautos y arrastrarlos con ellos al error, imaginándose estar ellos solos en el secreto de la prosperidad, se arrogan el nombre de filósofos, como si la filosofía, puesta para investigar la verdad natural, debiera rechazar todo lo que el supremo y clementísimo Autor de la naturaleza, Dios, se dignó, por singular beneficio y misericordia, manifestar a los hombres para que consigan la verdadera felicidad.

Razón y Fe.

4. De allí que, con torcido y falaz argumento, se esfuercen en proclamar la fuerza y excelencia de la razón humana, elevándola por encima de la fe de Cristo, y vociferan con audacia que la fe se opone a la razón humana. Nada tan insensato, ni tan impío, ni tan opuesto a la misma razón pudieron llegar a pensar; porque aun cuando la fe esté sobre la razón, no hay entre ellas oposición ni desacuerdo alguno, por cuanto ambos proceden de la misma fuente de la Verdad eterna e inmutable, Dios Optimo y Máximo: de tal manera se prestan mutua ayuda, que la recta razón demuestra, confirma y defiende las verdades de la fe; y la fe libra de errores a la razón, y la ilustra, la confirma y perfecciona con el conocimiento de las verdades divinas.

Progreso y Religión.

5. Con no menor atrevimiento y engaño, Venerables Hermanos, estos enemigos de la revelación, exaltan el humano progreso y, temeraria y sacrílegamente, quisieran enfrentarlo con la Religión católica como si la Religión no fuese obra de Dios sino de los hombres o algún invento filosófico que se perfecciona con métodos humanos. A los que tan miserablemente sueñan, condena directamente lo que TERTULIANO echaba en cara a los filósofos de su tiempo, que hablaban de un cristianismo platónico, estoico, y dialéctico.[3]

Motivos de la fe

6. Y a la verdad, dado que nuestra santísima Religión no fue inventada por la razón humana sino clementísimamente manifestada a los hombres por Dios, se comprende con facilidad que esta Religión ha de sacar su fuerza de la autoridad del mismo Dios, y que, por lo tanto, no puede deducirse de la razón ni perfeccionarse por ella. La razón humana, para que no yerre ni se extravíe en negocio de tanta importancia, debe escrutar con diligencia el hecho de la divina revelación, para que le conste con certeza que Dios ha hablado, y le preste, como dice el Apóstol un razonable obsequio[4].

¿Quién puede ignorar que hay que prestar a Dios, cuando habla una fe plena, y que no hay nada tan conforme a la razón como asentir y adherirse firmemente a lo que conste que Dios que no puede engañarse ni engañar, ha revelado?   

La fe victoriosa, es prueba de su origen divino.

7. Pero hay, además, muchos argumentos maravillosos y espléndidos en que puede descansar tranquila la razón humana, argumentos con que se prueba la divinidad de la Religión de Cristo, y que todo el principio de nuestros dogmas tiene su origen en el mismo Señor de los cielos[5]y que, por lo mismo, nada hay más cierto, nada más seguro, nada más santo, nada que se apoye en principios más sólidos. Nuestra fe, maestra de la vida, norma de la salud, enemiga de todos los vicios y madre fecunda de las virtudes, confirmada con el nacimiento de su divino autor y consumador, Cristo Jesús; con su vida, muerte, resurrección, sabiduría, prodigios, vaticinios, refulgiendo por todas partes con la luz de eterna doctrina, y adornado con tesoros de celestiales riquezas, con los vaticinios de los profetas, con el esplendor de los milagros, con la constancia de los mártires, con la gloria de los , santos extraordinaria por dar a conocer las leyes de salvación en Cristo Nuestro Señor, tomando nuevas fuerzas cada , día con la crueldad de las persecuciones, invadió el mundo entero, recorriéndolo por mar y tierra, desde el nacimiento del sol hasta su ocaso, enarbolando, como única bandera la Cruz, echando por tierra los engañosos ídolos y rompiendo la espesura de las tinieblas; y, derrotados por doquier los enemigos que le salieron al paso, ilustró con la luz del conocimiento divino a los pueblos todos, a los gentiles, a las naciones de costumbres bárbaras en índole, leyes, instituciones diversas, y las sujetó al yugo de Cristo, anunciando a todos la paz y prometiéndoles el bien verdadero. y en todo esto brilla tan profusamente el fulgor del poder y sabiduría divinos, que la mente humana fácilmente comprende que la fe cristiana es obra de Dios. Y así la razón humana, sacando en conclusión de estos espléndidos y firmísimos argumentos, que Dios es el autor de la misma fe, no puede llegar más adentro; pero desechada cualquier dificultad y duda, aun remota, debe rendir plenamente el entendimiento, sabiendo con certeza que ha sido revelado por Dios todo cuanto la fe propone a los hombres para creer o hacer.

La Iglesia, maestra infalible.

8. De aquí aparece claramente cuán errados están los que, abusando de la razón y tomando como obra humana lo que Dios ha comunicado, se atreven a explicarlo según su arbitrio y a interpretarlo temerariamente, siendo así que Dios mismo ha constituido una autoridad viva para enseñar el verdadero y legítimo sentido de su celestial revelación, para establecerlo sólidamente, y para dirimir toda controversia en cosas de fe y costumbres con juicio infalible, para que los hombres no sean empujados hacia el error por cualquier viento de doctrina. Esta viva e infalible autoridad solamente existe en la Iglesia fundada por Cristo Nuestro Señor sobre Pedro, como cabeza de toda la Iglesia, Príncipe y Pastor; prometió que su fe nunca había de faltar, y que tiene y ha tenido siempre legítimos sucesores en los Pontífices, que traen su origen del mismo Pedro sin interrupción, sentados en su misma Cátedra, y herederos también de su doctrina, dignidad, honor y potestad. Y como donde está Pedro allí está la Iglesia[6], y Pedro habla por el Romano Pontífice[7]y vive siempre en sus sucesores, y ejerce su jurisdicción[8] y da, a los que la buscan, la verdad de la fe[9]. Por esto, las palabras divinas han de ser recibidas en aquel sentido en que las tuvo y tiene esta Cátedra de San Pedro, la cual, siendo madre y maestra de las Iglesias[10], siempre ha conservado la fe de Cristo Nuestro Señor, íntegra, intacta. La misma se la enseñó a los fieles mostrándoles a todos la senda de la salvación y la doctrina de la verdad incorruptible.

Y puesto que ésta es la principal Iglesia de la que nace la unidad sacerdotal[11], ésta la metrópoli de la piedad en la cual radica la solidez íntegra y perfecta, de la Religión cristiana[12], en la que siempre floreció el principado de la Cátedra apostólica[13]a la cual es necesario que por su eminente primacía acuda toda la Iglesia, es decir, los fieles que están diseminados por todo el mundo[14]con la cual el que no recoge, desparrama[15], Nos, que por inescrutable juicio de Dios hemos sido colocados en esta Cátedra de la verdad, excitamos con vehemencia en el Señor, vuestro celo, Venerables Hermanos, para que exhortéis con solícita asiduidad a los fieles encomendados a vuestro cuidado, de tal manera que, adhiriéndose con firmeza a estos principios, no se dejen inducir al error por aquellos que, hechos abominables en sus enseñanzas, pretenden destruir la fe con el resultado de sus progresos, y quieren someter impíamente esa misma fe a la razón, falsear la palabra divina, y de esa manera injuriar gravemente a Dios, que se ha dignado atender clementemente al bien y salvación de los hombres con su Religión celestial.

Otras clases de errores.

9. Conocéis también, Venerables Hermanos, otra clase de errores y engaños monstruosos, con los cuales los hijos de este siglo atacan a la Religión cristiana y a la autoridad divina de la Iglesia con sus leyes, y se esfuerzan en pisotear los derechos del poder sagrado y el civil. Tales son los nefandos conatos contra esta Cátedra Romana de San Pedro, en la que Cristo puso el fundamento inexpugnable de su Iglesia. Tales son las sectas clandestinas salidas de las tinieblas para ruina y destrucción de la Iglesia y del Estado, condenadas por Nuestros antecesores, los Romanos Pontífices, con repetidos anatemas en sus letras apostólicas[16], las cuales Nos, con toda potestad, confirmamos, y mandamos que se observen con toda diligencia[17]. Tales son las astutas Sociedades Bíblicasque, renovando los modos viejos de los herejes, no cesan de adulterar el significado de los libros sagrados, y, traducidos a cualquier lengua vulgar contra las reglas santísimas de la Iglesia, e interpretados con frecuencia con falsas explicaciones, los reparten gratuitamente, en gran número de ejemplares y con enormes gastos, a los hombres de cualquier condición, aun a los más rudos, para que, dejando a un lado la divina tradición, la doctrina de los Padres y la autoridad de la Iglesia Católica, cada cual interprete a su gusto lo que Dios ha revelado, pervirtiendo su genuino sentido y cayendo en gravísimos errores. A tales Sociedades, Gregorio XVI, a quien, sin merecerlo, hemos sucedido en el cargo, siguiendo el ejemplo de los predecesores, reprobó con sus letras apostólicas[18], y Nos asimismo las reprobamos.

Tal es el sistema perverso y opuesto a la luz natural de la razón que propugna la indiferencia en materia de religión, con el cual estos inveterados enemigos de la Religión, quitando todo discrimen entre la virtud y el vicio, entre la verdad y el error, entre la honestidad y vileza, aseguran que en cualquier religión se puede conseguir la salvación eterna, como si alguna vez pudieran entrar en consorcio la justicia con la iniquidad, la luz con las tinieblas, Cristo con Belial18bTal es la vil conspiración contra el sagrado celibato clerical, que, ¡oh dolor! algunas personas eclesiásticas apoyan quienes, olvidadas lamentablemente de su propia dignidad, dejan vencerse y seducirse por los halagos de la sensualidad; tal la enseñanza perversa, sobre todo en materias filosóficas, que a la incauta juventud engaña y corrompe lamentablemente, y le da a beber hiel de dragón18c en cáliz de Babilionia18d tal la nefanda doctrina del comunismo[19], contraria al derecho natural, que, una vez admitida, echa por tierra los derechos de todos, la propiedad, la misma sociedad humana; tales las insidias tenebrosas de aquellos que, en piel de ovejas, siendo lobos rapaces, se insinúan fraudulentamente, con especie de piedad sincera, de virtud y disciplina, penetran humildemente, captan con blandura, atan delicadamente, matan a ocultas, apartan de toda Religión a los hombres y sacrifican y destrozan las ovejas del Señor; tal, por fin, para omitir todo lo demás, muy conocido de todos vosotros, la propaganda infame, tan esparcida, de libros y libelos que vuelan por todas partes y que enseñan a pecar a los hombres; escritos que, compuestos con arte, y llenos de engaño y artificio, esparcidos con profusión para ruina del pueblo cristiano, siembran doctrinas pestíferas, depravan las mentes y las almas, sobre todo de los más incautos, y causan perjuicios graves a la Religión.

Los efectos perniciosos.

10. De toda esta combinación de errores y licencias desenfrenadas en el pensar, hablar y escribir, quedan relajadas las costumbres, despreciada la santísima Religión de Cristo, atacada la majestad del culto divino, vejada la potestad de esta Sede Apostólica, combatida y reducida a torpe servidumbre la autoridad de la Iglesia, conculcados los derechos de los Obispos, violada la santidad del matrimonio, socavado el régimen de toda potestad, y todos los demás males que nos vemos obligados a llorar, Venerables Hermanos, con común llanto, referentes ya a la Iglesia, ya al Estado.

Los Obispos, defensores de la Religión y de la Iglesia.

11. En tal vicisitud de la Religión y contingencia de tiempo y de hechos, Nos, encargados de la salvación del rebaño del Señor, no omitiremos nada de cuanto esté a nuestro alcance, dada la obligación de Nuestro ministerio apostólico; haremos cuantos esfuerzos podamos para fomentar el bien de la familia cristiana.

Y también acudimos a vuestro celo, virtud y prudencia, Venerables Hermanos, para que, ayudados del auxilio divino, defendáis, juntamente con Nos, con valentía, la causa de la Iglesia católica, según el puesto que ocupáis y la dignidad de que estáis investidos. Sabéis que os está reservado la lucha, no ignorando con cuántas heridas se injuria la santa Esposa de Cristo Jesús, y con cuánta saña los enemigos la atacan. En primer lugar sabéis muy bien que os incumbe a vosotros defender y proteger la fe católica con valentía episcopal y vigilar, con sumo cuidado, porque el rebaño a vos encomendado permanezca a ella firme e inamovible, porque todo aquel que no la guardare íntegra e inviolable, perecerá, sin duda, eternamente[20]Esforzaos, pues, en defender y conservar con diligencia pastoral esa fe, y no dejéis de instruir en ella a todos, de confirmar a los dudosos, rebatir a los que contradicen; robustecer a los enfermos en la fe, no disimulando nunca nada ni permitiendo que se viole en lo más mínimo la puridad de esa misma fe. Con no menor firmeza fomentad en todos la unión con la Iglesia Católica, fuera de la cual no hay salvación, y la obediencia a la Cátedra de Pedro sobre la cual, como sobre firmísimo fundamento, se basa la mole de nuestra Religión. Con igual constancia procurad guardar las leyes santísimas de la Iglesia, con las cuales florecen y tienen vida la virtud, la piedad y la Religión. Y como es gran piedad exponer a la luz del día los escondrijos de los impíos y vencer en ellos al mismo diablo a quien sirven[21]os rogamos que con todo empeño pongáis de manifiesto sus insidias, errores, engaños, maquinaciones, ante el pueblo fiel, le impidáis leer libros perniciosos, y le exhortéis con asiduidad a que, huyendo de la compañía de los impíos y sus sectas como de la vista de la serpiente, evite con sumo cuidado todo aquello que vaya contra la fe, la Religión, y la integridad de costumbres. En procura de esto, no omitáis jamás la predicación del santo Evangelio, para que el pueblo cristiano, cada día mejor instruido en las santísimas obligaciones de la cristiana ley, crezca de este modo en la ciencia de Dios, se aparte del mal, practique el bien y camine por los senderos del Señor.

Proceder con mansedumbre.

12. Y como sabéis que sois legados de Cristo, que se proclamó manso y humilde de corazón, y que no vino a llamar a los justos, sino a los pecadores, dándonos ejemplo para seguir sus pisadas, a los que encontréis faltando a los preceptos de Dios y apartados de los caminos de la justicia y la verdad, tratadlos con blandura y mansedumbre paternal, aconsejadles, corregidles, rogadles e increpadles con bondad, paciencia y doctrina, porque muchas veces más hace para corregir la benevolencia que la aspereza, más la exhortación que la amenaza, más la caridad que el poder[22]Procurad también con todas las fuerzas, Venerables Hermanos, que los fieles practiquen la caridad, busquen la paz y lleven a la práctica con diligencia, lo que la caridad y la paz piden. De este modo, extinguidas de raíz todas las disensiones, enemistades, envidias, contiendas, se amen todos con mutua caridad, y todos, buscando la perfección del mismo modo, tengan el mismo sentir, el mismo hablar y el mismo querer en Cristo Nuestro Señor.

Obediencia al poder civil

13. Inculcad al pueblo cristiano la obediencia y sujeción debidas a los príncipes y poderes constituidos, enseñando, conforme a la doctrina del Apóstol [23]  que toda potestad viene de Dios, y que los que no obedecen al poder constituido resisten a la ordenación de Dios y se atraen su propia condenación, y que, por lo mismo, el precepto de obedecer a esa potestad no puede ser violado por nadie sin falta, a no ser que mande algo contra la ley de Dios y de la Iglesia23b.

El buen ejemplo de los sacerdotes.

14. Mas como no haya nada tan eficaz para mover a otros a la piedad y culto de Dios como la vida de los que se dedican al divino ministerio[24], y cuales sean los sacerdotes tal será de ordinario el pueblo, bien veis, Venerables Hermanos, que habéis de trabajar con sumo cuidado y diligencia para que brille en el Clero la gravedad de costumbres, la integridad de vida, la santidad y doctrina, para que se guarde la disciplina eclesiástica con diligencia, según las prescripciones del Derecho Canónico, y vuelva, donde se relajó, a su primitivo esplendor. Por lo cual, bien lo sabéis, habéis de andar con cuidado de admitir, según el precepto del Apóstol, al Sacerdocio a cualquiera, sino que únicamente iniciéis en las sagradas órdenes y promováis para tratar los sagrados misterios a aquellos que, examinados diligente y cuidadosamente y adornados con la belleza de todas las virtudes y la ciencia, puedan servir de ornamento y utilidad a vuestras diócesis, y que, apartándose de todo cuanto a los clérigos les está prohibido y atendiendo a la lectura, exhortación, doctrina, sean ejemplo a sus fieles en la palabra, en el trato, en la caridad, en la fe, en la castidad[25], y se granjeen la veneración de todos, y lleven al pueblo cristiano a la instrucción y le animen. Porque mucho mejor es -como muy sabiamente amonesta Benedicto XIV, Nuestro predecesor de feliz memoria- tener pocos ministros, pero buenos, idóneos y útiles, que muchos que no han de servir para nada en la edificación del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia[26].

Examen de Párrocos

15. No ignoráis que debéis poner la mayor diligencia en averiguar las costumbres y la ciencia de aquellos a quienes confiáis el cuidado y la dirección de las almas, para que ellos, como buenos dispensadores de la gracia de Dios, apacienten al pueblo confiado a su cuidado con la administración de los sacramentos, con la predicación de la palabra divina y el ejemplo de las buenas obras, los ayuden, instruyan en todo lo referente a la Religión, los conduzcan por la senda de la salvación.

Comprendéis, en efecto, que con párrocos desconocedores de su cargo, o que lo atienden con negligencia, continuamente van decayendo las costumbres de los pueblos, va relajándose la disciplina cristiana, arruinándose, extinguiéndose el culto católico e introduciéndose en la Iglesia fácilmente todos los vicios y depravaciones.

Los predicadores del Evangelio en espíritu y verdad.

16. Para que la palabra de Dios, viva y eficaz y más penetrante que espada de dos filos[27], instituida para la salvación de las almas no resulte infructuosa por culpa de los ministros, no ceséis de inculcarles a esos predicadores de la palabra divina, y de obligarles, Venerables Hermanos, a que, cayendo en la cuenta de lo gravísimo de su cargo, no pongan el ministerio evangélico en formas elegantes de humana sabiduría, ni en el aparato y encanto profanos de vana y ambiciosa elocuencia, sino en la manifestación del espíritu y de la virtud con fervor religioso, para que, exponiendo la palabra de la verdad y no predicándose a sí mismos, sino a Cristo Crucificado, anuncien con claridad y abiertamente los dogmas de nuestra santísima Religión, los preceptos según las normas de la Iglesia y la doctrina de los Santos Padres con gravedad y dignidad de estilo; expliquen con exactitud las obligaciones de cada oficio; aparten a todos de los vicios; induzcan a la piedad de tal manera, que, imbuidos los fieles saludablemente de la palabra de Dios, se alejen de los vicios, practiquen las virtudes, y así eviten las penas eternas y consigan la gloria celestial.

Espíritu sacerdotal

17. Con pastoral solicitud amonestad a todos los eclesiásticos, con prudencia y asiduidad animadlos a que, pensando seriamente en la vocación que recibieron del Señor, cumplan con ella con toda diligencia, amen intensamente el esplendor de la casa de Dios, y oren continuamente con espíritu de piedad, reciten debidamente las horas canónicas, según el precepto de la Iglesia, con lo cual podrán impetrar para sí el auxilio divino para cumplir con sus gravísimas obligaciones, y tener propicio a Dios para con el pueblo a ellos encomendado.

Seminarios. - Formación de los Seminaristas.

18. Y como no se os oculta, Venerables Hermanos, que los ministros aptos de la Iglesia no pueden salir sino de clérigos bien formados, y que esta recta formación de los mismos tiene una gran fuerza en el restante curso de la vida, esforzaos con todo vuestro celo episcopal en procurar que los clérigos adolescentes, ya desde los primeros años se formen dignamente tanto en la piedad y sólida virtud como en las letras y serias disciplinas, sobre todo sagradas. Por lo cual nada debéis tomar tan a pecho, nada ha de preocuparos tanto como esto: fundar seminarios de clérigos según el mandato de los Padres de Trento[28], si es que aun no existen; y ya instituidos, ampliar los si necesario fue re, dotarlos de óptimo.. directores y maestros, velar con constante estudio para que en ellos los jóvenes clérigos se eduquen en el temor de Dios, vivan santa y religiosamente la disciplina eclesiástica, se formen según la doctrina católica, alejados de todo error y peligro, según la tradición de la Iglesia y escritos de los Santos Padres, en las ceremonias sagradas y los ritos eclesiásticos, con lo cual dispondréis de idóneos y aptos operarios que, dotados de espíritu eclesiástico y preparados en los estudios, sean capaces de cultivar el campo del Señor y pelear las batallas de Cristo.

Ejercicios Espirituales

19. Y como. sabéis que la práctica de los Ejercicios espirituales ayuda extraordinariamente para conservar la dignidad del orden eclesiástico y fijar y aumentar la santidad, urgid con santo celo tan saludable obra, y no ceséis de exhortar a todos los llamados a servir al Señor a que se retiren con frecuencia a algún sitio a propósito para practicarlos libres de ocupaciones exteriores, y dándose con más intenso estudio a la meditación de las cosas eternas y divinas, puedan purificarse de las manchas contraídas en el mundo, renovar el espíritu eclesiástico, y con sus actos despojándose del hombre viejo, revestirse del nuevo que fue creado en justicia y santidad. No os parezca que Nos hemos detenido demasiado en la formación y disciplina del Clero. Porque hay muchos que, hastiados de la multitud de errores, de su inconstancia y mutabilidad, y sintiendo la necesidad de profesar nuestra Religión, con mayor facilidad abrazan la Religión con su doctrina y sus preceptos e institutos, con la ayuda de Dios, cuando ven que los clérigos aventajan a los demás en piedad, integridad, sabiduría, ejemplo y esplendor de todas las virtudes.

Celo de los Obispos

20. Por lo demás, Hermanos carísimos, no dudamos que todos vosotros, inflamados en caridad ardiente para con Dios y los hombres, en amor apasionado de la Iglesia, instruidos en las virtudes angélicas, adornados de fortaleza episcopal revestidos de prudencia, animados únicamente del deseo de la voluntad divina, siguiendo las huellas de los apóstoles e imitando al modelo de todos los pastores, Cristo Jesús, cuya legación ejercéis, como conviene a los Obispos, iluminando con el esplendor de vuestra santidad al Clero y pueblo fiel e imbuidos de entrañas de misericordia, y compadeciéndoos de los que yerran y son ignorantes, buscaréis con amor a ejemplo del Pastor evangélico, a las ovejas descarriadas y perdidas, las seguiréis, y, poniéndolas con afecto paternal sobre vuestros hombros, las volveréis al redil, y no cesaréis de atenderlas con vuestros cuidados, consejos y trabajos, para que, cumpliendo como debéis con vuestro oficio pastoral, todas nuestras queridas ovejas redimidas con la sangre preciosísima de Cristo y confiadas a vuestro cuidado, las defendéis de la rabia, el ímpetu y la rapacidad de lobos hambrientos, las separéis de pastos venenosos, y las llevéis a los saludables, y con la palabra, o la obra, o el ejemplo, logréis conducirlas al puerto de la eterna salvación. Tratad varonilmente de procurar la gloria de Dios y de la Iglesia, Venerables Hermanos, y trabajad a la vez con toda prontitud, solicitud, y vigilancia a que la Religión, y la piedad, y la virtud, desechados los errores, y arrancados de raíz los vicios, tomen incremento de día en día, y todos los fieles, arrojando de sí las obras de las tinieblas, caminen como hijos de la luz agradando en todo a Dios y fructificando en todo género de buenas obras.

Visita Episcopal a Roma

21. No os acobardéis, pese a las graves angustias, dificultades y peligros que os han de rodear necesariamente en estos tiempos en vuestro ministerio episcopal; confortaos en el Señor y en el poder de su virtud, el cual mirándonos constituidos en la unión de su nombre, prueba a los que quiere, ayuda a los que luchan y corona a los que vencen[29]y como nada hay más grato, ni agradable, ni deseable para Nos, que ayudaros a todos vosotros, a quienes amamos en las entrañas de Jesucristo, con todo afecto, cariño, consejo y obra, y trabajar a una con vosotros en defender y propagar con todo ahínco la gloria de Dios y la fe católica, y salvar las almas, por las cuales estamos dispuestos, si fuere necesario, a dar la misma vida, venid, Hermanos, os lo rogamos y pedimos, venid con grande ánimo y gran confianza a esta Sede del Beatísimo Príncipe de los Apóstoles, centro de la unidad católica y ápice del Episcopado, de donde el mismo Episcopado y toda autoridad brota, venid a Nos siempre que creáis necesitar el auxilio, la ayuda, y la defensa de Nuestra Sede.

Deber de los príncipes. Defensa de la Iglesia.[30]

22. Abrigamos también la esperanza de que Nuestros amadísimos hijos en Cristo los Príncipes, trayendo a la memoria, en su piedad y religión, que la potestad regia se les ha concedido no sólo para el gobierno del mundo, sino principalmente para defensa de la Iglesia[31]y que Nosotros, cuando defendemos la causa de la Iglesia, defendemos la de su gobierno y salvación, para que gocen con tranquilo derecho de sus provincias, favorecerán con su apoyo y autoridad nuestros comunes votos, consejos y esfuerzos, y defenderán la libertad e incolumidad de la misma Iglesia para que también su imperio (el de los príncipes) reciba amparo y defensa de la diestra de Cristo[32].

Epílogo. - Plegaria y Bendición Apostólica.[33]

23. Para que todo esto se realice próspera y felizmente, acudamos, Venerables Hermanos, al trono de la gracia, roguemos unánimemente con férvidas preces, con humildad de corazón al Padre de las misericordias y Dios de toda consolación, que por los méritos de su Hijo se digne colmar de carismas celestiales nuestra debilidad, y que con la omnipotencia de su virtud derrote a quienes nos acometen, y en todas partes aumente la fe, la piedad, la devoción, la paz, con lo cual su Iglesia santa, desterrados todos los errores y adversidades, goce de la deseadísima libertad, y se haga un solo rebaño bajo un solo pastor. Y para que el Señor se muestre más propicio a nuestros ruegos y atienda a nuestras súplicas, roguemos a la intercesora para con El, la Santísima Madre de Dios, la Inmaculada Virgen MARÍA, que es Nuestra madre dulcísima, medianera, abogada y esperanza fidelisima, y cuyo patrocinio tiene el mayor valimiento ante Dios. Invoquemos también al Príncipe de los Apóstoles, a quien el mismo Cristo entregó las llaves del reino de los cielos y le constituyó en piedra de su Iglesia contra la que nada podrán nunca las puertas del infierno, y a su Coapóstol Pablo, a todos los santos de la corte celestial, que ya coronados poseen la palma, para que impetren del Señor la abundancia deseada de la divina propiciación para todo el pueblo cristiano.

Por fin, recibid la bendición apostólica, henchida de todas las bendiciones celestiales y prenda de Nuestro amor hacia vosotros, la cual os damos salida de lo íntimo del corazón, a vosotros, Venerables Hermanos, y a todos los clérigos y fieles todos encomendados a vuestro cuidado.

Dado en Roma, en Santa María la Mayor, el día 9 de Noviembre del año 1846, primer año de Nuestro Pontificado.

Pío IX.


[1] Gregorio XVI se extendió sobre este tema en la Encíclica Mirari vos 15-Vill-1832; Pío IX hablará más tarde de él en Cuanta Cura, 8-XII- 1864,  luego Pío X en la Encicl. Pascendi, 8-IX-1907 y Pío XI en la Encicl. Mil brennender Sorge, 14-III-1937.

[2] Apocalipsis 13, 6.

[3] Tertuliano, De prrescript. contra hrer., cap. 8.

[4] Romanos 13, 2.

[5] Crisóslomo Interpretatio in Isaiam cap. 1, 1 (Migne PG. 56, col. 14)

[6] S. Ambrosio, in Ps. 40, 30 (Migne PL. 14, Colec. Conc. 6, col. 971-A 1134-B).

[7] Concilio de Calcedonia.. Actio 2 (Mansi Collec. Gonc. 6, col. 971-A). 

[8] Concilio de Efeso Actio 3 (Mans. Collec. Canco 4, col. 1295-C).

[9] S. Pedro Crisólogo Epist. ad Eutychen (Migne PL. 52, col. 71-D).

[10] Concilio de Trento sesión 7ª, De baptismo. canon III (Mansi. Callo Canco 33, col. 53). 

[11] S. Cipriano Epist. 55 al Pontíce Cornelio (Migne PL. 3, Epist. 12 Corn., col. 844-845).

[12] Cartas sinod. de Juan de Constantinopla al Pontífice Hormisdas y Sozom. Historia lib. 3, cap. 8.

[13] San Agustín. Epist. 162 (Migne PL. [Epist. 43, 7] 33, col. 163).

[14] San Ireneo. lib. 3, Contra hrerejes, cap. 3 (Migne PG. 7-A, col. 849-A). 

[15] S. Jerónimo, Epist. 15, 2, al Papa Dámaso (Migne PL. 22, col. 356).

[16] Clemenle XII, Const. In eminenti, 28-IV- 1738. (Gasparri, Fontes 1, 656); Benedicto XIV, Const. Providas, 18-V-1751 (Gasparri, Fontes II, 315); Pío VII, Const. Ecclesiam a Jesu Christo, 13-IX-1821 (Fontes, II, 721); León XII, Const. Quo  graviora 13-III-1825 (Fontes, II, 727).

[17] Ver León XIII, Encicl. Humanum Genus, 20-IV-1884, contra las sectas, espec. la masónica.

[18] Gregorio XVI, Encicl. a todos los Obispos Inter Praecipuas, 6-V-1844

18b II Corint. 6, 15.

18c Deut. 32, 33.

18d Jerem. 51, 7.

[19] Ver a propósito de este tema a León XIII,, Encicl. Quod apostolici, 28-XII-1878; ASS. 11, 369. Rerum Novarum, 15-V-1891; ASS. 23 (1890-91) I641; Pío XI, Encicl. Quadragesimo Anno, 15-V-1931 y Divini Redemptoris, 19-III-1937.

[20] Del Simbolo Atanasiano, Quicumque. 

[21] S. León Magno, Sermón 8, cap. 4 (Migne PL. [Sermón 9, c. 7J 54, col. 159-A).

22] Concilio de Trento, sesión 13, Cap. 1, de Reforma (Mansi Coll. Conc. 33, col. 86-B).

[23] Romanos 12, 1-2.

23b Romanos 12, 1-2.

[24] Concilio de Trento sesión 22, cap. 1, de Reforma (Mansi Coll. Conc. 33, col. 133-D). 

[25] 1 Timoteo 4, 12. 

[26] Benedicto XIV, Epist. Encicl. Ubi primum. 3-XII-1740 (Gasparri, Fontes 1, 670).

[27] Hebreos 4, 12.

[28] Concilio de Trento sesión 23, cap. 18 de Reforma (Mansi Coll. Conc. 33, col. 146-149)

[29] S. Cipriano, Epist. 77 a Nemesiano y los demás mártires (Migne PL. 4, col. 431-A)

[30] El tema se desarrollará a fondo en las Enciclicas de León XIII sobre el poder Diuturnum illud, 29-VI-1881; e Immortale Dei, 1-XI-1885.

[31] S. León Magno Epist. 156 (alias 125) a León Augusto (Migne PL. 54, col. 1130-A).

[32] León Magno, Epist. 43 (alias 34) ,. Teo- dosio Emperador (Migne PL. 54, col. 826-B).

[33] S. León Magno, Epist. 43 (alias 34) a Teo dosio, Emperador (Migne PL. 54, col. 826-B).

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ENCICLICA
QUI PLURIBUS
DEL SOMMO PONTEFICE
PIO IX

https://www.vatican.va/content/pius-ix/it/documents/enciclica-qui-pluribus-9-novembre-1846.html

A tutti le Patriarchi, Primati, Arcivescovi e Vescovi.
Il Papa Pio IX. Venerabili Fratelli, salute e Apostolica Benedizione.

Erano già molti anni da quando, insieme con Voi, Venerabili Fratelli, Ci affaticavamo secondo le Nostre forze di adempiere l’ufficio episcopale, sovraccarico di tante sollecitudini, e di pascere nei monti, nei rivi e nei pascoli ubertosi d’Israele la porzione del gregge cristiano affidata alle Nostre cure, quand’ecco, per la morte dell’illustre Predecessore Nostro Gregorio XVI (del quale ammireranno certamente i posteri la memoria e le gesta gloriose registrate con auree note nei fasti della Chiesa), subitamente e fuor d’ogni Nostra previsione fummo innalzati per arcano consiglio della divina Provvidenza al supremo Pontificato, non senza grandissimo turbamento e trepidazione dell’animo Nostro. Infatti, se il peso del ministero apostolico fu sempre giustamente reputato gravissimo e pericoloso, assai più terribile riesce in questi tempi difficilissimi per la società cristiana.

Noi, conoscendo appieno la Nostra debolezza, nel considerare i gravissimi uffici del supremo Apostolato, massimamente in mezzo a tante vicissitudini, Ci saremmo abbandonati alla mestizia e al pianto se non confidassimo in Dio, che è Nostra salvezza, che non abbandona mai chi pone in Lui la sua speranza, e che, per manifestare la virtù della sua potenza, a reggere la sua Chiesa sceglie sovente chi è più debole, affinché tutti sempre più conoscano essere la Chiesa da Lui solo governata e difesa con ammirabile provvidenza. Grandemente ancora Ci conforta la consolazione che abbiamo da Voi, Venerabili Fratelli, da Voi che siete compagni e coadiutori Nostri nel procurare la salvezza delle anime e che, chiamati a partecipare delle Nostre sollecitudini, con ogni cura e con ogni studio attendete all’adempimento del vostro ministero e alle opere della santa milizia.

Allorché dunque Ci fummo assisi, benché immeritevoli, in questa sublime Cattedra del Principe degli Apostoli, e nella persona del Beato Pietro ricevemmo dallo stesso eterno Principe dei Pastori il gravissimo ufficio di pascere e governare non solo gli agnelli, cioè l’universo Popolo cristiano, ma anche le pecore, cioè i Vescovi, niente certamente desiderammo più che d’indirizzare a Voi tutti una parola che Vi dimostrasse l’intimo affetto di carità che Ci stringe a Voi. Pertanto, dopo aver preso, secondo il costume e l’istituto dei Nostri Predecessori, nella Basilica Lateranense il possesso del sommo Pontificato, senza frapporre indugio, con questa lettera eccitiamo la Vostra esimia pietà, affinché con sempre maggiore alacrità e diligenza vegliate sul gregge affidatovi e, combattendo il nemico dell’uman genere con vigore e costanza episcopali (come conviene a buoni soldati di Gesù Cristo), stiate saldi per la difesa della casa d’Israele.

Nessuno di Voi ignora, Venerabili Fratelli, quanto acerba e terribile guerra muovano, in questa nostra età, contro la Chiesa cattolica uomini congiunti fra loro in empia unione, avversari della sana dottrina, disdegnosi della verità, intenti a tirare fuori dalle tenebre ogni mostro di opinioni, e con tutte le forze accumulare, divulgare e disseminare gli errori presso il popolo. Con orrore certamente e con dolore acerbissimo ripensiamo tutte le mostruosità erronee e le nocive arti e le insidie con le quali si sforzano questi odiatori della verità e della luce, peritissimi artefici di frodi, di estinguere ogni amore di giustizia e di onestà negli animi degli uomini; di corrompere i costumi; di sconvolgere i diritti umani e divini; di scuotere e, se pur potessero, di rovesciare dalle fondamenta la Religione cattolica e la società civile.

Sapete, Venerabili Fratelli, che questi fierissimi nemici del nome cristiano, miseramente tratti da un cieco impeto di folle empietà, sono giunti a tale temerità di opinioni che “aprendo la bocca a bestemmiare Iddio” (Ap 13,6) con inaudita audacia, non si vergognano d’insegnare apertamente che i sacrosanti misteri della nostra Religione sono invenzioni umane; accusano la dottrina della Chiesa cattolica di contraddire al bene ed ai vantaggi della società umana; né temono di rinnegare la divinità di Cristo medesimo. E per potere più facilmente sedurre i popoli ed ingannare gl’incauti e gl’inesperti, si vantano che solo a loro siano note le vie della prosperità umana; né dubitano di arrogarsi il nome di filosofi, quasi che la filosofia, che si aggira tutta nella investigazione delle verità naturali, debba rifiutare quelle che lo stesso supremo e clementissimo autore della natura, Iddio, per singolare beneficio e misericordia si è degnato di manifestare agli uomini, affinché conseguano vera felicità e salvezza. Quindi con fallace e confuso argomento non cessano mai di magnificare la forza e l’eccellenza della ragione umana contro la fede santissima di Cristo, e audacemente blaterano che la medesima ripugna alla ragione umana. Del che niente si può pensare od immaginare né di più stolto, né di più empio, né di più ripugnante alla ragione medesima. Sebbene infatti la fede sia al di sopra della ragione, pur tuttavia fra di esse non si può trovare nessuna vera discordanza e nessun dissidio, quando ambedue prendono origine da una stessa fonte d’immutabile ed eterna verità, da Dio Ottimo Massimo; e per tale motivo vicendevolmente si aiutano, di modo che la retta ragione dimostra e difende la verità della fede, e la fede libera la ragione da ogni errore e mirabilmente la illustra, la rafforza e la perfeziona con la cognizione delle cose divine.

Né con minore fallacia certamente, Venerabili Fratelli, questi nemici della divina rivelazione, con somme lodi esaltando il progresso umano, vorrebbero con temerario e sacrilego ardimento introdurlo perfino nella Religione cattolica; come se essa non fosse opera di Dio, ma degli uomini, ovvero invenzione dei filosofi, da potersi con modi umani perfezionare.

Contro siffatto delirare possiamo ben ridire la parola con cui Tertulliano rimproverava i filosofi della sua età, “che fecero il Cristianesimo Stoico, o Platonico, o Dialettico” [Tertulliano, De Praescript, cap. VIII]. E certamente poiché non è la nostra santissima Religione un risultato della ragione umana, ma fu da Dio clementissimamente manifestata agli uomini, ognuno intende facilmente che dall’autorità di Dio medesimo essa acquista ogni sua forza, né la ragione umana può mutarla o perfezionarla.

Bensì alla umana ragione appartiene il cercare con ogni diligenza il fatto della rivelazione, affinché non sia ingannata ed erri in una cosa di tanta importanza, e per rendere a Dio un ossequio ragionevole, come sapientissimamente insegna l’Apostolo, quando sia certa che Iddio le ha parlato.

Chi infatti ignora o può ignorare che a Dio che parla si debba prestare ogni fede, e che alla ragione medesima niente sia più conforme che l’acquietarsi e l’aderire fermamente alle cose che si conoscano rivelate da Dio il quale non può essere né ingannato né ingannatore?

Ma quanti meravigliosi e splendidi argomenti esistono per convincere l’umana ragione che la Religione di Cristo sia divina e che “ogni principio dei nostri dogmi venga dal Signore dei Cieli” [S. Joann. Chrysost., Homil. I in Isaiam]; e però della nostra fede niente sia più certo, più sicuro, più santo ed edificato sopra più soldi fondamenti! Questa fede, maestra della vita, guida della salvezza, liberatrice di tutti i vizi, feconda madre e nutrice di virtù, fu sigillata con la nascita, la vita, la morte, la resurrezione, la sapienza, i prodigi, le predizioni del suo autore e perfezionatore Gesù Cristo. Sfolgoreggiante da ogni parte di una luce di soprannaturale dottrina; arricchita dei tesori delle celesti dovizie; ampiamente illustre ed insigne per i vaticini dei profeti, per lo splendore di tanti miracoli, per la costanza di tanti martiri, per la gloria di tutti i santi; questa fede vivificata dalle salutari leggi di Cristo, ritraendo sempre nuova vita dalle stesse crudelissime persecuzioni, con il solo vessillo della Croce percorse l’orbe universo e per terra e per mare, dal luogo ove nasce sin dove muore il sole. Dileguata la fallacia degli idoli, sgombrata la caligine degli errori, trionfando di ogni sorta di nemici, illuminò con la luce delle dottrine e assoggettò al soavissimo giogo di Cristo medesimo popoli, genti, nazioni quantunque barbare per ferocia, e diverse d’indole, di costumi, di leggi, d’istituti, annunziando a tutti la pace, annunziando beni. Le quali cose certamente risplendono da ogni parte di tanta luce, di sapienza e di potenza divina, che la mente ed il pensiero di ciascuno facilmente intendono che la fede di Cristo è opera di Dio.

Pertanto la ragione umana, conoscendo chiaramente per siffatti argomenti splendidissimi e fermissimi, che Dio è l’autore della fede, non può sospingersi più oltre, ma, tolta ogni difficoltà e rimosso ogni dubbio, conviene che presti ossequio alla fede medesima, tenendo per cosa data da Dio tutto ciò che essa propone da credere e da fare.

E di qui si vede chiaro quanto errino coloro che, abusando della ragione e stimando opera umana la parola di Dio, a loro arbitrio osano spiegarla ed interpretarla, quando Iddio medesimo ha costituito una viva autorità, la quale insegni e stabilisca il vero e legittimo senso della sua celeste rivelazione, e con infallibile giudizio definisca ogni controversia di fede e di costumi, affinché i fedeli non siano raggirati da ogni turbinio di dottrina, né siano per umana nequizia indotti in errore. La quale viva ed infallibile autorità è in quella sola Chiesa che da Cristo Signore fu edificata sopra Pietro, Capo, Principe e Pastore della Chiesa universale, la cui fede, per divina promessa, non verrà mai meno, ma sempre e senza intermissione durerà nei legittimi Pontefici i quali, discendendo dallo stesso Pietro ed essendo collocati nella sua Cattedra, sono anche eredi e difensori della sua medesima dottrina, della dignità, dell’onore e della sua potestà. E poiché “ove è Pietro ivi è la Chiesa” [S. Ambros., In Psal. 40], e Pietro parla per bocca del Romano Pontefice” [ Conc. Chalced., Act. 2], e “sempre vive nei suoi successori, e giudica” [Synod. Ephes., Act. 3], e “appresta la verità della fede a coloro che la cercano” [S. Petr. Chrysol., Epist. ad Eutich.], perciò le divine parole sono da interpretare nel senso che ha tenuto e tiene questa Romana Cattedra del beatissimo Pietro; “la quale, madre di tutte le Chiese e maestra” [Conc. Trid., sess. 8 De Baptis.], sempre serbò la fede consegnatale da Cristo Signore integra ed inviolata, ed in quella ammaestrò i fedeli, mostrando a tutti la via della salute e la dottrina dell’incorrotta verità. Ed è questa appunto la “principale Chiesa donde nacque l’unità sacerdotale” [S. Cyprian., Epist. 55 ad Cornel. Pontif.]; questa la metropoli della pietà “nella quale è intera e perfetta la solidità della Religione cristiana” [Litt. Sin. Joan Constan. ad Hormis. Pontif., et Sozom, Hist., lib. 2, cap. 8], “nella quale sempre fiorì il principato della Cattedra Apostolica” [S. August., Epist. 162], “cui a motivo del suo primato è necessario che si stringa ogni altra Chiesa, cioè dovunque sono i fedeli” [S. Irenaeus, lib. 3 Contra haereses, cap. 3], “perché chi non raccoglie con lei, disperde” [S. Hieronym., Epist. ad Damas. Pontif.].

Noi dunque, che per imperscrutabile giudizio di Dio siamo collocati in questa Cattedra di verità, eccitiamo grandemente nel Signore la Vostra egregia pietà, Venerabili Fratelli, affinché con ogni sollecitudine e con ogni studio vogliate assiduamente ammonire ed esortare i fedeli affidati alla Vostra cura che, aderendo fermamente a questi principi, non si lascino mai ingannare da coloro che, sotto specie dell’umano progresso ma con abominevole intenzione, vogliono distruggere la fede ed assoggettarla empiamente alla ragione, e manomettere la parola del Signore, con grandissima ingiuria a Dio medesimo che, mediante la sua celeste Religione, con tanta clemenza provvide al bene ed alla salute degli uomini.

Conoscete ancora, Venerabili Fratelli, altre mostruosità di errori ed altre frodi, con cui i figli del secolo acerbamente impugnano la divina autorità e le leggi della Chiesa, per conculcare insieme i diritti della potestà civile e di quella sacra. A questo mirano inique macchinazioni contro questa Romana Cattedra del Beatissimo Pietro, nella quale Cristo pose l’inespugnabile fondamento della sua Chiesa. A questo mirano altresì quelle sette segrete che occultamente sorsero dalle tenebre per corrompere gli ordini civili e religiosi, e che dai Romani Pontefici Nostri Predecessori più volte furono condannate con lettere apostoliche [Clemens XII, Const. In eminenti; Benedict. XIV, Const. Providas; Pius VII, Const. Ecclesiam a Jesu; Leo XII, Const. Quo graviora] che Noi, con la pienezza della Nostra Potestà Apostolica, confermiamo e ordiniamo che siano diligentissimamente osservate. Questo vogliono le scaltrissime società Bibliche mentre, rinnovando le vecchie arti degli eretici, senza badare a spese non si peritano di spargere fra gli uomini anche più rozzi i libri delle divine Scritture, volgarizzati contro le santissime regole della Chiesa e sovente corrotti con perverse spiegazioni, affinché, abbandonate la divina tradizione, la dottrina dei Padri e l’autorità della Chiesa cattolica, tutti interpretino la parola del Signore secondo il loro privato giudizio e, guastandone il senso, cadano in errori gravissimi.

Gregorio XVI di santa memoria, al quale seppure con minori meriti siamo succeduti, emulando gli esempi dei suoi Predecessori, con sua lettera apostolica riprovò tali società [Greg. XVI, Litt. Encycl. Inter praecipuas machinationes], e Noi parimenti le vogliamo condannate. Altrettanto diciamo di quel sistema che ripugna allo stesso lume della ragione naturale, che è l’indifferenza della Religione, con il quale costoro, tolta ogni distinzione fra virtù e vizio, fra verità ed errore, fra onestà e turpitudine, insegnano che qualsivoglia religione sia ugualmente buona per conseguire la salute eterna, come se fra la giustizia e le passioni, fra la luce e le tenebre, fra Cristo e Belial potesse mai essere accordo o comunanza. Mira al medesimo fine la turpe cospirazione contro il sacro celibato dei Chierici, fomentata, oh che dolore!, anche da alcuni uomini di Chiesa, miseramente dimentichi della propria dignità, e cedevoli agli allettamenti della voluttà. A questo tende altresì la perversa istituzione di ammaestrare nelle discipline filosofiche, con le quali si corrompe l’incauta gioventù, propinandole il fiele del drago nel calice di Babilonia.

A questo punta la nefanda dottrina del Comunismo, come dicono, massimamente avversa allo stesso diritto naturale; una volta che essa sia ammessa, i diritti di tutti, le cose, le proprietà, anzi la stessa società umana si sconvolgerebbero dal fondo. A questo aspirano le tenebrose insidie di coloro che, in vesti di agnelli, ma con animo di lupi, s’insinuano con mentite apparenze di più pura pietà e di più severa virtù e disciplina: dolcemente sorprendono, mollemente stringono, occultamente uccidono; distolgono gli uomini dalla osservanza di ogni religione, e fanno scempio del gregge del Signore.

Che diremo infine, per tralasciare molte altre cose a Voi notissime, del terribile contagio di tanti volumi e libercoli che volano da ogni parte ed insegnano a peccare, artificiosamente composti, pieni di fallacia, con immensa spesa disseminati per ogni luogo a divulgare pestifere dottrine, a depravare le menti e gli animi degli incauti con gravissimo detrimento della Religione? Da questa colluvie di errori e da questa sfrenata licenza di pensiero, di parole e di scritture, avviene poi che si peggiorino i costumi, che sia dispregiata la santissima Religione di Cristo e vituperata la maestà del culto divino, che sia travagliata la potestà di questa Sede Apostolica, combattuta e ridotta in turpe schiavitù l’autorità della Chiesa, conculcati i diritti dei Vescovi, violata la santità del matrimonio, scosso il governo d’ogni autorità, oltre tanti altri danni della società cristiana e civile, che insieme con Voi, Venerabili Fratelli, siamo costretti a lamentare.

In tante vicende dunque di cose e di tempi, angustiati nel profondo del cuore per la salvezza del gregge a Noi divinamente affidato, niente lasceremo intentato, niente non provato secondo il dovere del Nostro apostolico ministero, per provvedere con tutte le forze al bene della famiglia cristiana. Ma la Vostra illustre pietà, la Vostra virtù, la Vostra prudenza, Venerabili Fratelli, Noi eccitiamo nel Signore, affinché mediante il celeste aiuto, insieme con Noi, difendiate coraggiosamente la causa di Dio e della Chiesa, come domandano il luogo in cui sedete e la dignità di cui siete rivestiti. Con quanto ardore dobbiate combattere, bene intendete vedendo le ferite della intemerata Sposa di Cristo e l’impeto acerbissimo dei suoi nemici. E primieramente ben sapete essere Vostro compito difendere con episcopale vigore la fede cattolica e vegliare con ogni studio affinché il gregge a Voi consegnato rimanga stabile ed immobile nella fede: chi “non l’avrà serbata integra ed inviolata, senza dubbio perirà in eterno” [Ex Symbolo Quicumque]. A difendere pertanto ed a conservare questa fede ponete ogni diligenza, non cessando mai d’insegnarla a tutti, raffermando gl’incerti, convincendo i contraddittori, confortando i deboli, nulla dissimulando o tollerando che possa in alcun modo ottenebrare la purezza della fede medesima. Né con minore forza d’animo fomenterete in tutti l’unione con la Chiesa cattolica, fuori della quale non vi è salvezza, e l’obbedienza verso questa Cattedra di Pietro alla quale, come a fermissimo fondamento, tutto l’edificio della Nostra santissima Religione sta appoggiato. Con pari costanza però abbiate cura di custodire le santissime leggi della Chiesa, per le quali fioriscono e s’invigoriscono la virtù e la Religione.

Essendo poi “gran pietà l’aprire i nascondigli degli empi e debellare in essi il demonio a cui servono” [S. Leo, Serm. VIII, cap. 4], per quanto è in Noi Vi preghiamo che scopriate al popolo fedele le svariate insidie, le frodi, gli errori dei nemici; e lo allontaniate diligentemente dai libri pestiferi; e lo esortiate assiduamente affinché fuggendo le sette e le società degli empi come la faccia del serpente, eviti con la massima cura tutte quelle cose che avversano l’integrità della fede, della Religione e dei costumi.

Perciò non sia mai che Voi cessiate di predicare il Vangelo, in modo che il popolo cristiano ogni giorno cresca più erudito nei santi precetti della legge cristiana e nella scienza di Dio, si allontani dal male, faccia il bene e cammini nelle vie del Signore. E poiché Voi sapete che siete ambasciatori di Cristo, che si protestò di essere mansueto ed umile di cuore, e che non venne per chiamare i giusti ma i peccatori, lasciando a noi esempio affinché seguissimo le sue orme, non stancatevi se alcuni troverete erranti, fuori della via della verità e della giustizia, di richiamarli e di rimproverarli con animo dolce e mansueto e con paterne ammonizioni, e di riprenderli ed ammonirli con ogni bontà, pazienza e dottrina, “quando spesso verso i malvagi possa più la benevolenza della severità e delle minacce, più la carità della forza” [Conc. Trid., sess. 13, cap. 1 De Reformatione].

Procurate ancora con ogni efficacia, Venerabili Fratelli, di far sì che i fedeli seguano la carità, cerchino la pace ed adempiano attentamente le opere della carità e della pace, in modo che deposte le inimicizie, composte le discordie, tutti si amino con vicendevole carità, siano perfetti nell’unità del sentire e del volere, ed abbiano una medesima parola e siano unanimi in Gesù Cristo Signor Nostro. Inculcate nel popolo cristiano l’obbedienza e la soggezione dovuta ai Principi ed alle potestà, insegnando secondo la dottrina dell’Apostolo che “non è potestà se non da Dio” (Rm 12,1.2), e che coloro che resistono alla potestà resistono al volere di Dio e quindi si acquistano la dannazione; mai da nessuno possa essere violato senza colpa il precetto di ubbidire alla stessa potestà, a meno che non sia comandata qualche cosa che contrasti alle leggi di Dio e della Chiesa.

Ma poiché “niente serve ad istruire gli altri nella pietà e nel culto del Signore, quanto la vita e l’esempio di coloro che si dedicarono al divino ministero” [Conc. Trid., sess. 22, cap. 1 De Reformatione], e poiché tale suole essere per lo più il popolo, quali sono i sacerdoti, nella Vostra singolare sapienza vedete chiaramente, Venerabili Fratelli, che dovete Voi con sommo studio lavorare affinché il Clero sia ornato di serietà di costumi, integrità di vita, santità e dottrina, affinché sia diligentissimamente mantenuta la disciplina ecclesiastica secondo le norme dei sacri canoni, ed ove fosse caduta si restituisca nell’antico splendore. Per questo ben sapete quanto dobbiate guardarvi, per comando dell’Apostolo, d’imporre inconsideratamente le mani, ma vorrete iniziare nei sacri ordini e destinare a trattare i santi misteri soltanto coloro che per diligente indagine conoscerete degni di onorare le Vostre diocesi con la virtù e la sapienza, fuggendo tutto ciò che ai chierici è vietato, attendendo alla lettura, alle esortazioni, alla dottrina, “facendosi esempio dei fedeli nelle parole, nella conversazione, nella carità, nella fede, nella castità” (1Tm 4,12), per meritarsi la venerazione di tutti ed infiammare il popolo negli esercizi della Religione cristiana. Meglio è certamente, come sapientissimamente ammonisce l’immortale Benedetto XIV Nostro Predecessore, “meglio è avere minor numero di ministri, ma buoni, idonei ed utili anziché molti, i quali poi nulla valgano nella edificazione del corpo di Cristo, che è la Chiesa” [Bened. XIV, Epist. Encycl. Ubi primum].

Né ignorate di dovere con maggior diligenza investigare principalmente i costumi e la scienza di coloro ai quali si commette la cura ed il reggimento delle anime, affinché, come fedeli dispensatori della multiforme grazia di Dio, procurino continuamente di pascere e aiutare il popolo a loro affidato con l’amministrazione dei sacramenti, con la predicazione della divina parola, con l’esempio delle buone opere, e conformarlo ai precetti, agli istituti ed agli insegnamenti della Religione per condurlo nelle vie della salvezza. Voi comprendete chiaramente che se i Parroci ignorano o trascurano il loro ufficio, ne segue tosto che i costumi dei popoli si corrompano, si rilassi la disciplina cristiana, si rallenti e si scuota il culto della Religione, e nella Chiesa si introducano facilmente tutti i vizi e le corruttele. Affinché poi la parola di Dio che “viva, efficace e più penetrante di una spada a doppio taglio” (Eb 4,12) ci è stata data in salute delle anime, per colpa dei ministri non divenga infruttuosa, non cessate giammai, Venerabili Fratelli, di ammonire i sacri oratori che, ben valutando la gravità del loro ufficio, esercitino religiosissimamente il ministero evangelico, non già con gli argomenti della persuasione umana, né con ambizioso e vuoto apparato di umana eloquenza, ma con la manifestazione dello spirito e della virtù, in modo che trattando rettamente la parola della verità, e non predicando se stessi, ma Cristo Crocifisso, apertamente e chiaramente con grave e limpido linguaggio, secondo la dottrina della Chiesa cattolica e dei Padri annunzino ai popoli i dogmi ed i precetti della nostra santissima Religione, spieghino accuratamente i particolari doveri di ciascuno, ispirino in tutti l’orrore della colpa, infiammino alla pietà, affinché i fedeli, salutevolmente ristorati con la parola di Dio, evitino i vizi, seguano le virtù, fuggano le pene eterne, e siano fatti capaci di conseguire la gloria celeste.

Con la Vostra pastorale sollecitudine e prudenza avvertite, eccitate sempre gli ecclesiastici tutti a meditare quale ministero abbiano ricevuto nel Signore, così che tutti adempiano diligentissimamente il proprio ufficio, amino soprattutto il decoro della Casa di Dio, e con intimo senso di pietà e senza interruzione preghino fervidamente, e secondo il precetto della Chiesa recitino le ore canoniche, con le quali possono impetrare per sé divini aiuti che li soccorrano nelle gravi incombenze del loro ufficio, e possano ancora rendere Dio placato e propizio al popolo cristiano.

Siccome poi, Venerabili Fratelli, alla Vostra sapienza non sfugge che la Chiesa non può avere idonei ministri se non da Chierici ottimamente cresciuti ed istruiti e che dalla loro istruzione per gran parte dipende tutto il corso del rimanente della loro vita, così tutto il nerbo del Vostro zelo episcopale sia principalmente indirizzato a questo: a che i giovani Chierici fin dai teneri anni siano correttamente ammaestrati nella pietà, nella solida virtù, nelle lettere e nelle più severe discipline, soprattutto nelle sacre. Per la qual cosa niente avrete più a cuore di procurare con ogni mezzo la istituzione dei seminari, secondo le prescrizioni dei Padri Tridentini [Conc. Trid., sess. 23, cap. 18 De Reformatione], dove ancora non esistono; dove già sono istituiti vorrete, se sia necessario, ampliarli e fornirli di ottimi rettori e di maestri, e con attentissimo e continuo studio vegliare affinché i giovani Chierici vi siano santamente e religiosamente educati nel timore di Dio, nella disciplina ecclesiastica, nelle scienze sacre secondo la dottrina cattolica, scevre da ogni errore, nelle tradizioni della Chiesa, negli scritti dei Santi Padri, nelle sacre cerimonie, nei riti; così potrete avere forti ed industriosi operai i quali, di animo veramente sacerdotale rettamente avviati negli studi, abbiano forza di coltivare diligentemente nella calamità il campo del Signore, e di combatterne strenuamente le battaglie.

Oltre a questo, conoscendo quanto valga a conservare la dignità e la santità dell’ordine ecclesiastico il pio istituto degli esercizi spirituali, il Vostro zelo episcopale curerà sommamente questa salutare opera, né tralascerete di ammonire e di esortare tutti coloro che sono chiamati al servizio divino, affinché spesso si ritraggano in santa solitudine per deporre le cure esteriori e, con la meditazione delle cose eterne e divine, si purifichino dalle macchie contratte tra la polvere mondana, e possano rinnovare lo spirito ecclesiastico e, spogliato l’uomo vecchio, con le sue opere rivestire il nuovo che è creato in giustizia e santità.

Né Vi rincresca se alquanto più lungamente Ci siamo intrattenuti intorno alla educazione ed alla disciplina del Clero. Non ignorate, infatti, che vi sono molti i quali, infastiditi per la incostanza e mutabile varietà degli errori, sentono la necessità di professare la nostra Religione santissima, e tanto più facilmente saranno condotti con l’aiuto di Dio ad abbracciarne la dottrina, i precetti, i consigli, quanto più vedranno risplendere la pietà e l’integrità del Clero, congiunte alla sapienza ed ai virtuosi esempi.

Del resto non dubitiamo, carissimi Fratelli, che Voi tutti, accesi d’ardente carità verso Dio e verso gli uomini, infiammati di sommo amore per la Chiesa, forniti di virtù quasi angeliche, armati di zelo episcopale e di prudenza, congiunti in un medesimo desiderio di santa volontà, seguiterete le orme degli Apostoli ed imiterete, come a Vescovi si conviene, Gesù Cristo, esempio di tutti i Pastori, del quale siete ambasciatori.

Per confermare a Voi medesimi gli animi del Vostro gregge, illuminare con lo splendore della Vostra santità il Clero ed il popolo fedele, vorrete mostrarvi ricchi di misericordia, e compatendo coloro che ignorano ed errano, cercherete con amore le pecore che si smarriscono, secondo l’esempio del Pastore evangelico e, ponendole con paterno affetto sulle Vostre spalle, le ricondurrete all’ovile, non cedendo a cura o fatica, perché verso tutte le anime a Noi care, redente col sangue preziosissimo di Cristo, e raccomandate alle Vostre cure religiosissimamente, adempiate tutti gli uffici della dignità pastorale col difenderle dall’impeto e dalle insidie dei lupi rapaci, con il ritrarle dai pascoli avvelenati, con l’avviarle a quelli salubri e sicuri, con il sospingerle tutte mediante le opere Vostre, con la parola e con l’esempio nel porto della salvezza eterna.

Attendete dunque virilmente, Venerabili Fratelli, a procurare la gloria di Dio e della Chiesa, e con ogni alacrità, sollecitudine, vigilanza, in questa opera tutti insieme adoperatevi affinché, banditi completamente gli errori e divelti i vizi dalle radici, la fede, la Religione, la pietà e la virtù prendano sempre maggiore incremento, e tutti i fedeli, rifiutando le opere delle tenebre, come figli della luce camminino degnamente piacendo a Dio in tutte le cose, e fruttificando di ogni opera buona.

Fra le massime angustie, le difficoltà, i pericoli che non possono specialmente in questi tempi mancare al Vostro gravissimo ministero episcopale, non vogliate spaventarvi, ma prendete conforto nel Signore e nella potenza della virtù di Colui “che riguardandoci dall’alto intenti alla difesa del suo nome, rafforza i volenterosi, aiuta i combattenti, corona i vincitori” [S. Cyprian., Epist. 77 ad Nemesianum et ceteros martyres]. Siccome poi non può esservi cosa a Noi più gradita né più desiderabile che l’aiutare con ogni affetto, opera e consiglio Voi che amiamo nelle viscere di Gesù Cristo, ed insieme con Voi difendere e propagare la gloria di Dio e la fede cattolica, e far salve le anime per le quali siamo pronti, se sia necessario, a dare la vita stessa, venite Fratelli, ve ne preghiamo e ve ne scongiuriamo, venite con grande animo e con grande fiducia a questa Sede del Beatissimo Principe degli Apostoli, centro della Unità Cattolica, fonte ed apice dell’Episcopato e di tutta la sua autorità; venite a Noi in qualunque momento avrete bisogno dell’aiuto, del conforto e dell’appoggio dell’autorità Nostra e della medesima Santa Sede.

Noi Ci confortiamo nella speranza che i Principi, carissimi figli Nostri in Gesù Cristo, per la loro pietà e Religione ricorderanno come la “Regia potestà è a loro conferita non solamente per governare il mondo, ma specialmente quale sostegno della Chiesa” [S. Leo, Epist. 156 alias 125 ad Leonem Augustum], e che Noi “trattando la causa della Chiesa trattiamo quella del loro regno e della prosperità e della pace delle loro Province” [S. Leo, Epist. 43 alias 34 ad Theodosium Augustum]. Sicché confidiamo che mediante l’aiuto e l’autorità loro assecondino i comuni Nostri voti, consigli e premure, e difendano la libertà e l’incolumità della Chiesa medesima “affinché il loro Potere sia difeso con la destra di Cristo” [S. Leo, Epist. 43 alias 34 ad Theodosium Augustum].

Affinché tutte queste cose avvengano felicemente e prosperamente secondo la Nostra attesa, accostiamoci con fiducia, Venerabili Fratelli, al trono della grazia, e con fervorose preghiere senza intermissione scongiuriamo nella umiltà del Nostro cuore il Padre delle misericordie, ed il Dio di ogni consolazione, che per i meriti dell’Unigenito suo Figlio si degni confortare, con l’abbondante copia dei celestiali favori, la Nostra debolezza, e con la Sua onnipotente virtù riduca in pace coloro che Ci combattono, e dovunque accresca la fede, la pietà, la devozione, la concordia; con che la santa sua Chiesa, eliminati intieramente le avversità e gli errori, goda la sospirata tranquillità e sia un solo ovile ed un solo Pastore.

Perché poi il clementissimo Signore più facilmente ascolti le Nostre preghiere ed esaudisca i Nostri voti, poniamo sempre per intermediaria presso di Lui la Santissima Madre di Dio, l’Immacolata Vergine Maria, che di noi tutti è madre dolcissima, mediatrice, avvocata, speranza sicurissima e fedelissima, del cui patrocinio nessuna cosa è presso Dio più valida e pronta. Invochiamo ancora il Principe degli Apostoli, al quale lo stesso Cristo consegnò le chiavi del Regno dei Cieli, e che stabilì pietra della sua Chiesa, contro la quale le porte dell’inferno non potranno prevalere giammai; invochiamo insieme a lui il coapostolo Paolo, e tutti i Santi del Cielo che, già coronati, posseggono la palma, affinché ottengano la desiderata abbondanza della divina grazia a tutto il popolo cristiano.

Infine, ad auspicio di tutti i doni celesti e a testimonianza del Nostro principalissimo affetto verso Voi, ricevete l’Apostolica Benedizione che dall’intimo del Nostro cuore, Venerabili Fratelli, diamo a Voi, a tutto il Clero ed ai fedeli affidati alla Vostra cura.

Dato in Roma il 9 novembre 1846, anno primo del Nostro Pontificato.

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