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La Reconquista
José Ignacio Aranguren Azparren. Cristiandad. Barcelona, nn. 821-822, nov. diciembre de 1999
«La primera cosa, per Déu; la segona, per
salvar Espanya; la terça, que nós e vós hajam tan bon preu e
tan gran nom... »
Jaime el Conquistador, Llibre dels feyts del Rey en Jaume (siglo
XlII)
España es un caso excepcional -probablemente único- de un país definido por un programa explícito y mantenido durante siglos con asombrosa constancia. Los reyes tenían clara conciencia de haber sido más o menos fieles a lo que tenían que ser -Pelayo combatirá «día y noche hasta que la predestinación divina decrete la expulsión total de los sarracenos»-, de haber caído o no en tentaciones varias -pereza, frivolidad, intereses económicos...-, pero resulta evidente que la España históricamente real es la cristiana.
La invasión musulmana del año 711 tuvo éxito militar; no fue rechazada; la defensa visigoda fue un fracaso, y los árabes consiguieron dominar casi toda la Península; pero esa invasión no fue nunca aceptada.
Al contrario, fue el motor, el principio organizador de los reinos cristianos, que enlazan con la monarquía visigoda y pretenden resucitarla, aunque en realidad van a crear algo distinto. Es, pues, una empresa unitaria desde su comienzo, y de ese recuerdo de la «España perdida» recibe su estímulo y justificación.
Cuanto más se insista en la huella perdurable de lo islámico, o en la minoría judía, más claro parece que el proyecto histórico de España fue durante toda la Edad Media su condición cristiana.
Reconquista es la España cristiana que no acepta su islamización y la combate, con mejor o peor fortuna, con entusiasmo o apatía, desde comienzos del siglo VIII hasta finales del XV, sin la sola interrupción de su proyecto constitutivo.
La invasión árabe y sus consecuencias religiosas 1
1José Goñi Gaztambide: Historia de la bula de la cruzada en España, Vitoria, Editorial del Seminario, 1958
Los horrores de la invasión árabe han dejado un eco palpitante en las páginas de la Crónica mozárabe de 754. En ellas aparece la «infeliz Hispania» despoblada por la espada, el hambre y la cautividad; sus hermosas ciudades son entregadas a las llamas o aterrorizadas piden la paz, pero el invasor no cumple su palabra; sus habitantes mueren crucificados, degollados o huyen a los montes; y, para decirlo de una vez, sus desgracias sólo son comparables a las de Troya, Babilonia, Jerusalén y Roma.
Dificilmente podría expresarse con más claridad el carácter vandálico de la invasión, atestiguado por otras fuentes. Sin duda el cronista, vivamente herido en su patriotismo y encendido en odio al invasor, recarga las tintas. Pero sería insensato negar que la entrada de los árabes en España dejó el país sembrado de ruinas, sobre todo en el campo espiritual y religioso. La irrupción islámica marca un cambio decisivo en la historia de España.
La tolerancia de los musulmanes
Los invasores, en principio, no podían imponer su religión a los vencidos. Su Ley les prohibía hacer creyentes por la fuerza y les obligaba a permitir a los cristianos el libre ejercicio de sus creencias y otorgarles cierta protección. De hecho, así prometieron hacerlo a ciertas ciudades y territorios que se sometieron mediante capitulación, pero no siempre fueron consecuentes con sus principios, ni fieles a los pactos que habían firmado.
En el norte de España, Munuza, según Almaqqari, «no dejó iglesia que no fuese quemada, ni campana que no fuese rota, por lo que los cristianos le prestaron obediencia y se avinieron a la paz y al tributo personal. El Islam extendió su zona por España y disminuyó la de los politeístas».
Su hijo Abdelaziz firmó con el duque Teodomiro un pacto más ventajoso para los cristianos. Estos no podían ser «ni violentados en su religión ni quemadas sus iglesias». Esta garantía contractual carecería de sentido si los musulmanes nunca hubieran buscado la apostasía de los españoles ni incendiado sus templos. Córdoba, si bien fue tomada por fuerza de armas, obtuvo una capitulación favorable, pero pronto fue profanada. Es el moro Rasis quien lo refiere:
«Cuando conquistaron los musulmanes el Andalus, imitaron lo que habían hecho Abu Obaida y Jálid ben Alvalid en la Siria, conforme al parecer de Omar..., tomando a los rumíes la mitad de sus iglesias, como lo hicieron en Damasco, y en otras ciudades ganadas por capitulación. Los muslimes, pues, tomaron a los mozárabes de Córdoba su iglesia mayor, que estaba dentro de la ciudad, por bajo del muro, y que se llamaba San Vicente, y edificaron en esta mitad una mezquita o aljama. La segunda mitad quedó en poder de los cristianos, y fueron derribadas las restantes iglesias que éstos tenían en la corte de Córdoba».
Sucedía esto antes del año 747.
Persecución de los mozárabes
La persecución se dejó sentir primeramente en el terreno económico. Alhaquén I (796-822) y Abderramán II (822-852) continuaron la misma política de opresión fiscal que sus antecesores, según lo acredita la carta que en 828 dirigió Ludovico Pío, emperador franco, a los cristianos de Mérida:
«Hemos escuchado el relato de vuestras tribulaciones y de los muchos sufrimientos que padecéis por la crueldad del rey Abd al-Rahman, quien, por la demasiada codicia de que da muestras para quitaros vuestros bienes, os ha sumido muchas veces en la aflicción, como también lo hizo su padre Abolas (Abu-l-Así), el cual, aumentando injustamente los tributos de que no erais deudores y exigiendo su pago por la fuerza, de amigos os hizo rebeldes, intentando quitaros la libertad y oprimiros con pesadas e inicuas contribuciones. Mas, según lo que oímos, siempre habéis valerosamente resistido, como varones esforzados, la injusticia de los reyes tiranos y su cruel avaricia, y aun lo seguís haciendo al presente, conforme sabemos, por relación de muchos. Por tanto, hemos tenido a bien dirigiros esta carta para consolaros y exhortaros a que perseveréis en la defensa de vuestra libertad contra un monarca tan cruel, y en la resistencia que oponéis a su furor y saña. Y por cuanto no es sólo vuestro enemigo, sino asimismo nuestro, combatamos en común contra su tiranía... ».
Veinticinco años más tarde, en tiempos de San Eulogio, la comunidad mozárabe de Córdoba seguía asfixiada de impuestos, pero, para entonces, la persecución económica había degenerado en persecución sangrienta. De los bienes se había pasado a las personas. San Eulogio lo refiere:
«La cristiandad española, en otro tiempo tan floreciente bajo la dominación de los godos, ha caído por los altos juicios de Dios en poder de los sectarios del nefando Profeta, arrebatada por ellos la hermosura de sus iglesias y la alta dignidad de sus sacerdotes. Por nuestros pecados ha pasado nuestra herencia a manos ajenas y nuestra casa a gente extranjera. Nuestras aguas las bebemos por el dinero y tenemos que comprar nuestras propias maderas. No hay ya quien nos redima de las manos de los infieles que, oprimiendo nuestros cuellos con un yugo gravísimo, procuran exterminar en los ámbitos de su imperio todo el linaje cristiano. Ya no nos permiten ejercer nuestra religión sino a medida de su capricho; ya nos agobian con una servidumbre tan dura como la de Faraón; ya nos sacan a pura fuerza un tributo insufrible; ya imponen un nuevo censo sobre las cervices de los miserables; ya, privándonos de todas nuestras cosas, procuran destruimos cruelmente; ya, en fin, fatigando a la Iglesia Católica con vario género de opresiones y persiguiendo de varias maneras a la grey del Señor, creen que con nuestros daños prestan a su Dios un grato obsequio. ¡Cuánto más glorificaríamos nosotros al Señor si, desechando nuestra desidia, incitados por el ejemplo de nuestros mártires, les imitásemos esforzadamente, no sufriendo más el yugo de esta nación impía! ... ¡Ay de nosotros que tenemos por delicia el vivir bajo la dominación gentílica, y no rehusamos estrechar vínculos con los infieles, y con el continuo trato participamos con frecuencia de sus profanaciones!
»Llenos están los calabozos de catervas de clérigos; las iglesias se miran privadas del sagrado oficio de sus prelados y sacerdotes; los tabernáculos divinos ponen horror con su desaliño y soledad; la araña extiende sus telas por el templo; reina en su recinto el silencio más profundo. Confusos están los sacerdotes y ministros del altar, porque las piedras del santuario se ven esparcidas por las plazas; ya no se entonan los cánticos divinos en la pública reunión de los fieles; el santo murmullo de los salmos se pierde en lo más escondido de las prisiones; ni resuena en el coro la voz del salmista, ni el sacerdote echa incienso en los altares. Herido el pastor, logró el lobo dispersar el rebaño católico, y quedó la Iglesia privada de todo ministerio sagrado».
La muerte del sacerdote cordobés Perfecto fue seguida de una ola de martirios voluntarios. La Iglesia se apresuró a honrar la memoria de estos fieles, incluyéndolos en el catálogo de los santos, pero ciertos mozárabes tibios y acomodaticios censuraron la conducta de los nuevos mártires. San Eulogio se encarga de refutar sus objeciones:
«Afirmáis que sin violencia, persecución ni molestia alguna de parte de los infieles, nuestros mártires se han levantado temerariamente para zaherir y provocar a los que, tolerantes y liberales, autorizan la profesión del cristianismo. Pues, ¿creéis que no sufrimos molestia alguna con la destrucción de nuestras basílicas, con el oprobio e insulto de nuestros sacerdotes y con el pesado tributo que con angustia y fatiga pagamos todos los meses, siendo menos dolorosa una muerte que acaba de una vez con tantas calamidades que la penosa agonía de una vida sustentada con tanta penuria y estrechez? ¿Por ventura alguno de nosotros puede pasar con seguridad por donde ellos ni librarse de sus ultrajes y denuestos? Cuando obligados por cualquier necesidad y menester de la vida nos presentamos en público y de nuestro mísero tugurio salimos a la plaza, si los infieles ven en nosotros el traje e insignias de la orden sacerdotal, nos aclaman burlescamente como a locos o a fatuos, aparte del cotidiano ludibrio de sus muchachos, que no satisfechos con sus insultantes gritos, nos persiguen incesantemente a pedradas. Ellos abominan del nombre cristiano; prorrumpen en las maldiciones y blasfemias más brutales cuando oyen la religiosa voz de nuestras campanas; se tienen por contaminados y sucios sólo con acercarse a nosotros y rozarse con nuestros vestidos o con que tengamos la menor intervención en sus cosas; en fin, nos calumnian y persiguen sin cesar, y nos atormentan continuamente por causa de nuestra religión. ¿Y aún os atrevéis a asegurar que gozamos de libertad religiosa y que no debemos contar entre los verdaderos mártires a los que, sin verse obligados a apostatar, han buscado voluntariamente la muerte, desafiando la justicia musulmana?».
Islamización religiosa y de las costumbres Por efecto de la prolongada convivencia de cristianos y musulmanes, muchos mozárabes se islamizaron en sus costumbres. Muy pronto se introdujo entre ellos la práctica de la circuncisión. En las comidas se abstenían de ciertos manjares por considerarlos inmundos, a ejemplo de los sarracenos. En sus vestidos y casas imitaban las voluptuosas y refinadas costumbres orientales, y no faltó quien tuviera un harén. Eran frecuentes asimismo el divorcio, el concubinato de los clérigos y las ordenaciones anticanónicas. Las autoridades eclesiásticas colaboraron servilmente con las civiles y muchos tenían por delicia el vivir bajo la dominación de los árabes. En la última época del califato los cristianos arabizaban sus nombres y se alistaban en los ejércitos musulmanes, tomando parte en las guerras contra sus hermanos del norte. Consciente o inconscientemente, espíritus temerarios intentaban tender un puente entre el cristianismo y el mahometismo. Elipando de Toledo se constituyó en paladín del adopcionismo, sosteniendo que nuestro Señor, en cuanto hombre, era hijo adoptivo y nominal de Dios. Como observa G. Villada, «esta herejía era un intento de acercar el cristianismo al mahometismo. Si Cristo, en cuanto hombre, era simplemente hijo adoptivo de Dios, tenía razón el Corán al decir que era un gran Profeta, pero nada más».
Islamización cultural
Para la cristiandad mozárabe, la tentación más halagadora provenía del incomparable fulgor con que a sus ojos brillaba la cultura islámica. Empobrecida, arruinada la floreciente cultura visigótica, se alzó en su lugar una nueva y deslumbradora cultura de signo musulmán. Córdoba se convirtió en un potentísimo foco de atracción, al que no pudieron sustraerse los mozárabes, con gran indignación de Álvaro de Córdoba, que escribe:
«Mientras nos deleitamos con los versos y obras de imaginación de los árabes, no tenemos reparo en servirles y obedecerles por malvados que sean... ¿Quién hay tan diligente entre los fieles seglares, que, dedicado a las Sagradas Escrituras, estudie los tratados de los doctores latinos? Hoy los jóvenes cristianos, hermosos de rostro, elocuentes, conspicuos por su porte y ademán, distinguidos por su erudición gentílica, orgullosos con la lengua árabe, se dan a estudiar los volúmenes de los caldeas y los divulgan con grandes alabanzas, no viendo la belleza eclesiástica y despreciando como viles los ríos que manan del paraíso de la Iglesia. ¡Oh dolor! Los cristianos desconocen su lengua, y los latinos no se fijan en la suya propia; y apenas se encuentra uno entre mil, en las reuniones de los cristianos, que pueda saludar a su herma· no en una carta correctamente escrita, y, en cambio, los hay innumerables que os sabrán declarar la pompa de las voces arábigas y que conocen los primores de la métrica árabe mejor que los infieles».
Las primeras crónicas cristianas
Las primeras crónicas de la época (siglo IX) consideran la religión como el factor más importante que diferencia Córdoba y Asturias, y fomenta su hostilidad recíproca. La Crónica profética dice:
«En Cristo está nuestra esperanza... de que la temeridad del enemigo sea aniquilada y que la paz de Cristo vuelva a la Santa Iglesia».
La Crónica de los reyes visigodos de Alfonso III identifica los aspectos políticos y religiosos de la Reconquista de un modo mucho más explícito en el discurso que se pone en boca de Pelayo antes de la batalla de Covadonga:
«¿Acaso no leíste en la Sagrada Escritura que la Iglesia del Señor es semejante a un grano de mostaza que después vuelve a crecer a gran altura por la misericordia de Dios? En Cristo esperamos que por este cerro que aquí veis [el monte Auseva] vuelva la salvación a España y la restauración del ejército del pueblo godo... Esperamos que Su misericordia venga a recuperar la Iglesia, o sea, el pueblo y el reino».
Es muy improbable que Pelayo dijese estas palabras; pero expresan muy bien el programa político de Alfonso III y de sus antepasados.
El programa lo enuncia para todos los siglos venideros la Crónica Albeldense, en el elogio de Alfonso III:
«ejus quoque tempore Ecclesia crescit et regnum ampliatur».
La Reconquista, guerra santa
El objetivo esencial del primer caudillo se cifraba en salvar a la Iglesia. Su victoria significaba nada menos que el comienzo de una nueva era de libertad para los cristianos. La Iglesia se hallaba oprimida por los bárbaros y la Reconquista venía a sacudir su yugo despótico. Yugo comparable, según la Crónica profética, al que padecía el mundo antes de la redención de Cristo. Los diplomas de dotación de las catedrales restauradas en su tiempo (Toledo, Valencia y Huesca) ponderan la trágica opresión padecida por España durante más de 400 años. El de Huesca pinta un cuadro sombrío:
«Creo que ningún viviente ignora que casi toda España fue poseída por el ímpetu de los bárbaros y oprimida por su cruelísimo imperio por espacio de 460 años. Con su pésima entrada la fe cristiana fue arrojada, las cátedras episcopales... derribadas, los monasterios destruidos desde los cimientos y absolutamente todas las iglesias fueron privadas de su antigua dignidad; y donde antes se celebraban los misterios del Cuerpo y de la Sangre del Señor, se daba culto a las nefandas ficciones de los demonios y del impurísimo Mahoma».
Los reyes eran conscientes de trabajar la reconquista en defensa de la Iglesia. Lo era Alfonso III el Grande, en cuyo reinado el ejército cordobés se dirigió a León y Astorga con el fin de destruir la Iglesia de Dios; y el conde de Barcelona, Ramón Berenguer (1035-1076), que en el acta de dedicación de la iglesia barcelonesa, es llamado
«defensor y muro del pueblo cristiano»;
y Alfonso VI (1065-1109), calificado por un cronista coetáneo de
«padre y defensor de todas las iglesias hispanas».
De Alfonso III (866-910) asegura la Crónica de Albelda que
«en su tiempo creció la Iglesia y se ensanchó el reino».
El autor de la Crónica profética contemplaba en 883 cómo el territorio de los enemigos disminuía cada día, mientras el de la Iglesia crecía a más y mejor. Según el Silense, cada ciudad o provincia, que Fernando I y Alfonso VI rescataban de los paganos, eran convertidas a la fe de Cristo. En Cataluña el conde Ramón Berenguer más que ninguno de sus predecesores
«amplificó las fronteras cristianas».
Cuarenta años más tarde el Cid, tras la conquista de Valencia, puede ostentar el título de
«propagador de la religión cristiana».
En Aragón Sancho Ramírez tenía como ideal:
«amplificar la Iglesia de Cristo expulsada antiguamente de España, recuperarla y dilatarla, para destrucción de los paganos, enemigos del Crucificado, edificación y provecho de los cristianos, a fin de que el reino invadido y reducido a servidumbre por los ismaelitas, fuera liberado para honor y servicio de Cristo, de tal modo que, expulsado todo rito, de la gente incrédula y eliminada la suciedad del nefario error, fuera honrada allí eternamente la venerable Iglesia de nuestro SeñorJesucristo».
Esta difusión de la Iglesia presenta un carácter de restauración. A medida que avanzaban las armas sojuzgando la España musulmana, las mezquitas se convertían en templos cristianos, se reconstruían los monasterios e iglesias, se restablecían las sedes episcopales y por todas partes quedaba restaurado el culto cristiano. La confianza en la Providencia divina Los hispanos, en medio de las ruinas de la invasión árabe, sólo podían contar con el auxilio de Dios. Importaba sobremanera asegurarse su concurso y el apoyo de los santos antes de las batallas mediante la oración, la limosna y la penitencia. Pelayo fue el primero en dar ejemplo orando día y noche
«por la recuperación de los cristianos»,
poniendo su confianza, no en el número de sus soldados, sino en Jesucristo, su abogado, y en la Virgen, su intercesora. Así es como logró que la virtud divina peleara en su favor y que Dios obrara mayores prodigios que con David y el pueblo escogido, según refiere la Crónica silense.
La misma invencible confianza en el socorro del cielo expresa este texto de la Crónica profética:
«Cristo es nuestra esperanza; porque, completos en muy próximo tiempo los 170 años, será aniquilada la audacia de nuestros enemigos y devuelta la paz de Cristo a su Iglesia. Hasta los mismos sarracenos predicen, mediante ciertas señales de los astros y prodigios, la proximidad de su fin y dicen que ha de restaurarse el reino de los godos por este nuestro, glorioso, príncipe. También por revelaciones y apariciones de muchos cristianos está predicho que nuestro príncipe, el glorioso don Alfonso, en muy próximo tiempo, reinará sobre toda España».
Ramiro II, antes de la batalla de Simancas, fue a orar a Santiago y ante su tumba hizo votos de que cada año sus dominios hasta el Pisuerga pagasen censo a la iglesia del Apóstol, y Dios le dio la victoria. Fernando I tenía buen cuidado siempre de distribuir entre las iglesias y los pobres de Cristo la mejor parte del botín en alabanza del Creador que le concedía el triunfo. Para el sitio de Coimbra se purificó con tres días de fervorosa oración junto al sepulcro de Santiago, que le valió la eficaz protección dcl Apóstol. Mientras él luchaba en Coimbra, el Hijo del Trueno, caballero de Cristo, ganaba la batalla en el cielo y se aparecía a un peregrino griego en Compostela para anunciarle el triunfo de las armas cristianas. Desde entonces los combatientes cristianos le invocaban con el grito de guerra «Dios ayuda y Santiago» o «Santiago y cierra España». Cada vez que medían sus armas los defensores de la cruz y los secuaces de la media luna, el apóstol Santiago, montado sobre un caballo blanco, no dudaba en bajar del cielo y hacerse él mismo caballero para exterminar a los enemigos de Cristo. Así se le vio en la batalla de Clavijo
(«in quo bello beatus Yacobus in equo albo vexillum manu baiulans fertur apparuisse», 934),
animando a los cristianos y sembrando el terror y la muerte entre los sarracenos. En el poema de Fernán González y en el Mío Cid los guerreros se lanzan a la lucha invocando el nombre de «San Yague».
El Salado (1340)
La histórica batalla se libró el 30 de octubre de 1340 y tuvo todas las características de una auténtica cruzada. Los cristianos tuvieron conciencia clara de las normas dadas en 1330 por el infante don Juan Manuel en la primera parte de su Libro de los Estados:
«Como quier que ellos [los moros] tan buenos guerreros sean, las maneras con que los cristianos los vencen et les conquieren las tierras son estas. Lo primero, que los cristianos que quieren ir contra los moros deben poner toda su esperanza en Dios et creer firmamento que el vencer et el poder de todas las cosas et señaladamente de las lides ... que todo es de Dios, et acomendarse a él et pedirle merced que les enderece aquel fecho a su servicio. Et para que nuestro Señor lo quiera oír et complir, conviene que los que fueren contra los moros que vayan muy bien confesados et fecha enmienda de sus pecados lo más que pudieren, et que pongan en sus corazones que, pues nuestro Señor Jesucristo, que fue et es verdadero Dios et verdadero home, quiso tomar muerte en la cruz por redimir los pecadores, que así van ellos aparejados por recibir martirio, et muerte, por defender et ensalzar la sancta fe católica, et la reciben los que son de buena ventura. Et si Dios les face tanta merced que acaban aquello por que van, débenlo grasdecer mucho a Dios et tener que él es el que lo face et que en él es todo el poder.
Los Reyes Católicos
Cuando los Reyes Católicos se enteraron de la decisión de Inocencio VIII (1485) de exigir y cobrar la tercia reservada por su predecesor Sixto IV, indignados, rehusaron admitir la revalidación de la cruzada e hicieron saber que no estaban dispuestos a transigir. Su respuesta es el documento que mejor nos revela el ideal de cruzada que animaba a los soberanos españoles en su guerra granadina. Se duelen de que el papa, al parecer, no presta crédito a lo que tantas veces se le ha explicado sobre el móvil de la lucha:
«A esta guerra no nos ha movido nin mueve deseo de acrecentar reinos e señoríos nin cobdicia de adquerir mayores rentas de las que tenemos, nin voluntad de allegar tesoros; que si dilatar quisiésemos nuestro señorío e acrescentar nuestras rentas, con mucho menos peligro e trabajo e gasto de lo que en esto ponemos, lo podríamos facer. Pero el deseo que tenemos al servicio de Dios y celo a su santa fe católica, nos face posponer todos los intereses y olvidar los trabajos e peligros continuos que por esta causa se nos recrescen y podiendo, non solamente guardar nuestros tesoros, mas aún haber otros muchos de los moros mesmos, que muy voluntariamente nos los darían por la paz, negamos los que se nos ofrescen y derramamos los nuestros, solamente esperando que la santa fe católica sea acrescentada y la Cristiandad se quite de un tan continuo peligro como tiene aquí a las puertas, si estos infieles del reino de Granada non son arrancados y echados de Spaña».
La rendición de Granada
Finalmente, el 1º de octubre de 1491 renovó por última vez la cruzada valedera por un año. El 2 enero de 1492 se rindió la ciudad de Granada. El conde de Tendilla y otros muchos caballeros penetraron en la Alhambra:
«e mostraron en la más alta torre primeramente el estandarte de Jesucristo, que fue la Santa Cruz que el rey traía siempre en la santa empresa consigo; e él e la reina e el príncipe e toda la hueste se humillaron a la Santa Cruz e dieron muchas gracias e loores a nuestro Señor; e los arzobispos e clerecía dijeron Te Deum laudamus; e luego mostraron el pendón de Santiago».
El rey ordenó que así como todos los monasterios y casas devotas de España habían elevado oraciones para que se alcanzase la victoria, así ahora se hicieran procesiones y se diera gracias a nuestro Señor por tan señalada merced. No sólo España; toda Europa celebró con gran júbilo el glorioso desenlace del drama de la Reconquista, pero en ninguna parte fue tan festejada la victoria como en Roma. El mismo día de la caída de Granada Fernando el Católico comunicó la noticia al papa por medio de la siguiente carta:
«Muy sancto Padre: Vuestro muy humilde e devoto fijo el rey de Castilla, de León, de Aragón, de Sicilia, de Granada, et cetera, beso vuestros pies e sanctas manos e muy humildemente me encomiendo en vuestra Sanctidat. A la cual plega saber que plegó a nuestro Señor damos complida victoria del rey e moros de Granada, enemigos de nuestra sancta fe católica, porque hoy, dos días de enero deste año de noventa e dos, se nos ha entregado la cibdad de Granada con la Alhambra y con todas las fuerzas y con todos los castillos y fortalezas que nos quedaban por ganar deste reino, y lo tenemos todo en nuestro poder y señorío. Fágolo saber a vuestra Sanctidat por el grand placer que dello habrá, habiendo nuestro Señor dado a vuestra Sanctidat tanta bienaventuranza que, después de muchos trabajos, gastos y muertes y derramamientos de sangre de nuestros súbditos y naturales, este reino de Granada que, sobre setecientos y ochenta años estaba ocupado por los infieles, en vuestros días y con vuestra ayuda se haya alcanzado el fructo que los pontífices pasados, vuestros antecesores, tanto desearon y ayudaron, a loor de Dios nuestro Señor y ensalzamiento de nuestra sancta fe católica, gloria y honor de vuestra Sanctidat y de la Sancta Sede Apostólica».