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Los siete primeros Concilios por Francisco Canals Vidal

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Índice

Introducción

Al decir «los siete concilios» aludimos a los siete primeros concilios ecuménicos de la Iglesia católica, no sólo comunes a la Iglesia occidental y a la oriental, sino aquellos por los que se define a sí misma la Iglesia ortodoxa, la que se separó de la Iglesia romana en el siglo XI.
Su estudio tiene un gran interés ecuménico, puesto que por ellos se expresó el fundamental tesoro dogmático trinitario, cristológico y eclesiológico que ha sido siempre patrimonio común de la Iglesia católica romana y de la Iglesia ortodoxa del Oriente.

El primer Concilio: Nicea I (325)
Constantino busca la paz en la Iglesia y en el Imperio - Lo que los Padres llamaban «el error judío» - El ebionismo como teología de la liberación intramundana - Interpretación antitrinitaria del monoteísmo - Un error opuesto: deformación emanatista de la divina Trinidad - Complejos antecedentes del arrianismo - Característica de la doctrina de Arrio: un Cristo ni divino ni humano - Error judío y racionalismo helénico en el arrianismo - Aparece Atanasio: el Concilio de Nicea - El Símbolo de Nicea - Atanasio personifica la fe ortodoxa

El arrianismo después del Concilio de Nicea
Ofensiva contra Nicea y el «homousion» - Obispos arrianos en Antioquía y en Constantinopla - El semiarrianismo - Los orientales apelan al papa contra Atanasio - ¿Triunfo universal del arrianismo? - Actitud generosa de san Atanasio y san Hilario - Multiplicidad de fórmulas - Del arrianismo no quedó, finalmente, nada - Pero, «el orbe entero gemía viéndose arriano»

El segundo Concilio: Constantinopla I (381)
Un concilio constantinopolitano reconocido después como de valor ecuménico - Los enemigos del Espíritu Santo - Un grave malentendido desconoce la divina economía salvífica - Vacilaciones terminológicas: la cuestión de las tres hipóstasis divinas - El cisma antioqueno, antecedente del cisma oriental - El Concilio de Constantinopla enfrentado a san Gregorio Nacianceno - Constantinopla aspira a ser la «nueva Roma» - El símbolo de Constantinopla. Carácter especial de sus cánones

El tercer Concilio: Éfeso (431)
Los antiapolinaristas de Antioquía hablan de «dos hijos» - Argumentación hipócrita contra el misterio del descenso del Hijo de Dios a la condición humana - Conmoción en Egipto y en todo el Oriente - San Cirilo de Alejandría defiende la fe contra Nestorio - El Verbo no asume un hombre, sino que se hace hombre - La «humildad de Dios» en el descenso misericordioso a nosotros - «Talis decet partus Deum» - La virginidad de María pertenece a la fe católica - El malentendido de la soberbia religiosa - «Es propio del amor bajarse...» - «Si conocieras el don de Dios...» - Iniciativa imperial en la convocatoria del Concilio de Efeso - El papa Celestino delega en el patriarca alejandrino el juicio sobre Nestorio y envía legados al concilio - San Cirilo reúne el concilio en Éfeso: los doce anatematismos contra Nestorio - La definición dogmática aprobada en el Concilio de Éfeso - Para juzgar como hereje a Nestorio se leen ante el Concilio los doce anatematismos - El enfrentamiento de los antioquenos a san Cirilo y al Concilio de Éfeso - Heroica actitud conciliadora de san Cirilo de Alejandría - El Concilio de Éfeso y el pueblo cristiano - San Cirilo canta la grandeza de la Théotokos

El cuarto Concilio: Calcedonia (451)
Persiste la hostilidad anticiriliana de los antioquenos - Fin de la hegemonía ciriliana en Constantinopla - Una alianza seudociriliana fomenta la herejía monofisita - Apelación al papa. Definición dogmática de San León Magno - El «latrocinio efesino» de 449 - Muerte de Teodosio II. Nueva política: el Concilio de Calcedonia - Enfrentamientos doctrinales y tensiones sociales - La política imperial propugna que el Concilio redacte una profesión de fe - Se elabora en comisión la fórmula dogmática de Calcedonia - Profundo acuerdo doctrinal entre Éfeso y Calcedonia - La tragedia de Calcedonia: separaciones milenarias que se seguirían del Concilio - Un paso decisivo hacia la separación del Oriente bizantino: la pretensión de la Nueva Roma

El quinto Concilio: Constantinopla II (553) ¿Calcedonia contra Éfeso? - Constantinopla humilla a Alejandría y se enfrenta a Roma - Progreso dogmático en el Concilio de Calcedonia - Reposición y rehabilitación de adversarios de san Cirilo - Violenta reacción anticalcedonita - El emperador Zenón y el patriarca Acacio intentan una «vía media» - El episcopado de Oriente profesa la autoridad doctrinal del sucesor de Pedro - Polémica cristológica entre los monjes acemetas y los monjes escitas - El V Concilio ecuménico, II de Constantinopla, del año 553

El sexto Concilio: Constantinopla III (681)
Verbalismo y ficción heréticos por motivos políticos - El monoenergismo - San Sofronio defiende la fe ortodoxa - Hacia la táctica del silencio. El papa Honorio recomienda no tratar el tema - El monotelismo - San Máximo el Confesor defiende la doctrina ortodoxa de las dos voluntades en Cristo - El papa san Martín I y el Concilio de Letrán de 649 - Cambia la situación: la invasión musulmana - El Imperio vuelve al apoyo de la ortodoxia: el Concilio III de Constantinopla - La voluntad humana del Hijo de Dios encarnado - Profunda coherencia con el Concilio de Calcedonia - Cristo es nuestro camino en cuanto hombre. Su carne es divinizante como instrumento de su divinidad

El séptimo Concilio: Nicea II (787)
La herejía iconoclasta, en línea con el antinomismo gnóstico - Reacción asiática contra el helenismo - Cinco protagonistas de la tragedia iconoclasta - Contra la historia evangélica y la Iglesia institucional - El grave error de la infinidad de Cristo en cuanto hombre - El primer cisma iconoclasta y la orientalización de Grecia - Persecución contra el monacato - Un «concilio» iconoclasta - Reacción ortodoxa: el II Concilio de Nicea - En defensa del realismo evangélico y de la Tradición eclesiástica - Distanciamiento cultural entre los francos y los griegos - Conciencia común de la unidad del Imperio romano - La Iglesia romana proclama los siete Concilios.

Los siete primeros Concilios

Relación sintética de los siete primeros concilios

En Nicea (325) se proclama la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, de la misma naturaleza que el Padre.

En el Primero de Constantinopla (381) la divinidad del Espíritu Santo, Señor y Vivificador, glorificado y adorado juntamente con el Padre y el Hijo.

En Efeso (431), y para reconocer que es verdaderamente Dios el Emmanuel nacido de la Virgen, se define que tenemos que proclamar Madre de Dios a María.

En Calcedonia (451) se define que, porque el Hijo eterno de Dios bajó de los cielos y se hizo hombre «por nosotros los hombres y por nuestra salvación», hemos de profesar nuestra fe en que Nuestro Señor y Salvador tiene, con su naturaleza divina, también la naturaleza humana, y que las dos naturalezas concurren en una sola persona.

En el II de Constantinopla (553), ratificando y sintetizando lo enseñado en Éfeso y en Calcedonia, se ilumina nuevamente que esta persona de nuestro Salvador, el Hijo de María, no es otra que el Hijo eterno de Dios, la segunda persona de la Santa Trinidad.

En el III de Constantinopla (681) se define que hemos de creer que, por la dualidad inconfusa e inseparable de las naturalezas divina y humana, hay en Jesucristo, con las operacio­nes y la voluntad, divinas, también operaciones humanas y vo­luntad humana, plenamente sometidas a su voluntad divina y omnipotente.

En el II de Nicea (787), para la defensa del culto a las imá­genes sagradas, se formulan también importantes definiciones sobre la concreción y realidad histórica de Jesucristo, sobre la historia evangélica, sobre la visibilidad de la Iglesia y su consti­tución jurídica y jerárquica.

Significado y alcance de la obra

Desde el misterio de la salvación por la Encarnación hasta la fe en la Trinidad
La orientación característica de la tarea de los siete primeros concilios se caracteriza porque sus formulaciones dogmáticas se movieron desde la penetración en el misterio de la Salvación del género humano por la Encarnación del Hijo y la misión del Espíritu Santo hasta la profesión de la fe en la Trinidad divina. Esto permite comprender el admirable desarrollo del dogma reali­zado en ellos.

Theologia y Oikonomia
«Los Padres de la Iglesia distinguen entre la Theologia y la Oikonomia. Con la primera de estas palabras se refieren al misterio de la vida íntima de la Trinidad; con la segunda, a todas las obras con que y por las que Dios se revela y comunica su vida. Por la Oikonomia se nos revela la Theologia, pero, a la inversa, la Theologia nos explica y aclara la Oikonomia» (Catecismo de la Iglesia católica, núm. 236).

En los siete concilios hallamos como su tarea propia la de alcanzar la precisión dogmática de la fe ortodoxa sobre el Hijo y el Espíritu Santo, a partir de lo que en la Escritura y en la Tradición era patente y luminoso sobre la divina dispensación salvadora, sobre la Oikonomia, por la que Dios restauraba en la humanidad pecadora la parti­cipación de la divina naturaleza. También por la Oikonomia, obrada por Jesucristo, se defendió y se alcanzó a definir la verdad sobre la Encarnación. El reconocimiento de que nues­tro Redentor es el Hijo de Dios enviado al mundo, es inseparable y se implica en el reconocimiento de que sólo Dios puede ser «el que salve al pueblo de sus peca­dos» y que no podría nuestra incorporación a Cristo restaurar en los hombres pecadores la filiación divina adoptiva si no cre­yésemos en Cristo como el verdadero Hijo de Dios.

«Lo que no es asumido, no es redimido», recordaba san Dámaso frente a quienes nega­ban una dimensión de la verdadera e íntegra humanidad de Jesucristo. «Decimos que Cristo es hombre para que comuni­que al hombre la santidad, asumiendo en sí, para librarlo de la condenación, todo lo que había sido condenado», enseñaba san Gregorio Nacianceno.

Unidad según síntesis
En la analogía de la fe, esta «unidad según síntesis» -en expresión del V Concilio- por la que Dios puso, con la divi­nidad del Hijo de Dios, todo lo humano de Jesucristo, de tal modo se manifiesta y desarrolla en la comunicación de la gracia divinizante y sanante al linaje humano pecador, que el «Redentor del hombre», con su gracia, no destruye, sino que perfecciona nuestra naturaleza humana.

Y si sólo la gracia de Cristo tiene poder para salvarnos, quiso Dios que fuese salvado el libre albedrío humano. «Sólo la gracia sal­va, sólo el libre albedrío es salvado», afirmó san Bernardo. Y santo Tomás de Aquino lamentaba la tendencia a distribuir el mérito de nuestras buenas obras entre la gracia de Cristo y el libre albedrío humano «como si no pudiese ser efec­to de ambos».

Luteranismo y Eutiquianismo. La conversión del cardenal Newman
La proporcionalidad y armonía entre el misterio de Cristo y la economía salvífica explica que el cultísimo presbítero anglicano que fue después el cardenal Newman se convirtiese a la Iglesia romana por haber advertido una común actitud errónea en el eutiquianismo, que creyendo proclamar mejor la divinidad de Cristo minimizaba su humanidad, y el luteranismo, impulsa­do a la negación del libre albedrío humano y el mérito de las buenas obras por lo que entendía ser una exigencia del recono­cimiento de que nos salvamos y somos justificados por la fe y la gracia de Cristo.

El libro es tarea de teología positiva
Pero, al caracterizar la intención de mi estudio como una tarea de teología positiva, he de afirmar claramente que no la entiendo, como se hace a veces, como algo por lo que se pueda revisar el sentido en que la Iglesia jerárquica y la fe del pueblo de Dios ha recibido aquellas formulaciones, y en el que los grandes Doctores escolásticos las recibían del magisterio eclesiástico.
El significado doctrinal de lo dogmáticamente definido o enseñado como divinamente revelado por el magisterio ordina­rio universal de la Iglesia no puede ser conmovido desde un pretendido retorno a las fuentes que lleve al equívoco y a la ambigüedad, a la confusión en la lectura de los Santos Padres y a la anarquía, con falsos pretextos «hermenéuticos» de la inteligencia de la Sagrada Escritura.

Pío XII, en la encíclica Humanni generis, ratificando lo enseñado por su predecesor, el beato Pío IX, recordaba que «el nobilísimo oficio de la Teología positiva es el de manifestar cómo la doctrina definida por la Iglesia se contiene en sus fuentes en el mismo sentido en que ha sido definida por la Iglesia». En aquel mismo documento, lamentaba Pío XII «el intento de algunos, en lo concerniente a la Teología, de debilitar al máximo el significado de los dogmas, y librar al mismo dogma del modo de hablar recibido desde siglos en la Iglesia y de los conceptos filosóficos de los Doctores católicos...». Notaba que tales tendencias no sólo conducen al relativismo dogmático, sino que lo contienen ya de hecho. Ya san Pío X había advertido que «del desprecio de los principios, que son como los fundamentos en que se apoya toda  ciencia de lo natural y de lo divino, y que son lo capital en la sistematización escolática de santo Tomás... se sigue, necesariamente, que los alumnos de las disciplinas sagradas ni siquiera entiendan el significado de las palabras con las que el magisterio de la Iglesia propone los dogmas revelados por Dios».
Lejos de negar, afirmo que creo haber aprovechado el estudio de santo Tomás para situarme en la actitud que me llevó a la atención y a la comprensión de las verdades dogmáticas enseñadas en aquellos siete concilios; lo que no he hecho es interferir, con planteamientos o precisiones posteriores cronológica y conceptualmente, el sentido mismo de sus fórmulas dogmáticas.
Los siete concilios, por los que se define a sí misma la Iglesia ortodoxa, tienen una decisiva significación «ecuménica» y dogmática.

Motivación de la publicación del libro
Si he accedido a la iniciativa tomada por los que han considerado conveniente la publicación de este ciclo de conferencias ha sido por la reiterada experiencia de que quienes han oído, a lo largo de los años y en situaciones diversas, mi reflexión sobre la tarea dogmática de los siete concilios me han dado testimonio reiterado de no haber olvidado las explicaciones y reflexiones que de mí recibieron.
En este sentido espero y deseo puedan contribuir, de algún modo, a redescubrir el tesoro que la Iglesia católica tiene en aquel patrimonio doctrinal y en la iluminadora tarea de los Padres y Doctores que defendieron y dieron claridad luminosa a las verdades dog­máticas allí definidas.

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San Atanasio de Alejandría (295-373) y la divinidad de Jesucristo

Atanasio personifica la fe ortodoxa[1]


En el Martirologio romano se dice de san Atanasio, el día 2 de mayo: «San Atanasio, obispo de Alejandría, confesor, Doc­tor de la Iglesia, celebérrimo en santidad y doctrina, en cuya persecución se conjuró casi todo el mundo, defendió victoriosamente la fe católica desde el tiempo de Constantino hasta Valente, contra emperadores, gobernantes e innumerables obis­pos arrianos, acosado por los cuales insidiosamente, anduvo prófugo de una a otra región, hasta no quedarle en la tierra lugar donde ocultarse». (…)
A partir de entonces, a los que creían que Jesucristo es Hijo de Dios les comenzaron a llamar atanasianos o nicenos, dando a entender que en Nicea se había tomado un camino equi­vocado. Esta fórmula de Nicea, que es la que ha permanecido en la Iglesia, fue combatida durante cincuenta años en varios con­cilios, por innumerables obispos que excomulgaron a Atanasio, que inventaron otras fórmulas y buscaron múltiples subterfu­gios para no decir homoousion, de la misma naturaleza. Y esta batalla del siglo IV fue una batalla tremenda, en la que Atanasio, con algunos amigos, a veces cinco o seis en toda la Iglesia, soportó el asalto de la pedantería, del orgullo helenístico y del orgullo judío que se hallaban subyacentes en la hostilidad a la divinidad de Cristo de los diversos sectores del arrianismo.
Pero Atanasio tuvo siempre el apoyo del pueblo cristiano, tanto de Oriente como de Occidente, pero sobre todo de Egipto, donde era más conocido. Los monjes de Egipto, con san Antonio (251-356) a la cabeza, eran atanasianos fervientes. Y los grandes núcleos de resistencia a Nicea y a Atanasio, y donde se prestigiaba al arrianismo en sus diversas versiones -las del Logos creado (lucianistas) o las del Logos eterno pero subordinado al Padre (origenistas)- eran las grandes ciudades helenísticas y, en ellas, las clases sociales y estamentos que no habían sido cristianos hasta después de la conversión de los emperadores.
Oriente y Occidente habían seguido rumbos distintos. En Occidente, primero se predicó la fe cristiana en Roma y desde allí pasó a las otras ciudades, y mucho más tarde pasó al mun­do rural. En Oriente, la predicación apostólica, ya en el siglo II, entró en el mundo rural egipcio, en el mundo nómada de las caravanas de Siria, y se cristianizó rápidamente, mientras se mantenían como islotes de paganismo las clases cultas, los fun­cionarios imperiales, la aristocracia, el patriciado mercantil de Pérgamo, Antioquía, Bizancio, Alejandría. Por eso, numerosas damas de la aristocracia griega, parientes de emperadores, eran activas intrigantes contra Atanasio, y apoyaban que su herma­no o su marido emperador se enfrentara a los nicenos o atanasianos. Y los obispos cortesanos se dejaban orientar por los poderes imperiales y marginaban, como si no mereciesen ser tenidos en cuenta, a los nicenos. En aquellos años, hubo una hegemonía espantosa del arrianismo en la Iglesia de Bizancio y de Antioquía. Pero el mundo cristiano rural de Oriente, fervientemente ortodoxo, nunca dejó de seguir, escuchar y con­siderar a san Atanasio, como en el siglo siguiente hará con san Cirilo, también patriarca de Alejandría, como el que predicaba la fe católica sobre Jesucristo.

Atanasio el Grande
[2]
La desfiguración arriana de la idea de Cristo, implicaba la reducción de la dogmática cristiana a un horizonte de sabiduría mundana y de ideal terreno. La confluencia que en el arrianismo se produjo entre el error judaico y la filosofía religiosa racionalista del helenismo, destruía lo más íntimo del sentido de la redención y de la vida cristiana. De aquí la fácil adaptación del arrianismo al espíritu y men­talidad de quienes se habían convertido al cristianismo arrastrados por la evolución de la actitud imperial hacia la nueva fe.
Frente al naturalismo arriano, Atanasio se sitúa siempre en la perspectiva de la Redención, es decir, de la restauración y la comunicación de la vida divina, por el sacrificio del Hijo de Dios hecho Hombre, a la humanidad pecadora. Para los cristianos que hayamos olvidado la tesis central de la "deificación"de la participación de la divina natura­leza, por la incorporación en Cristo, y la adopción filial por el Espíritu Santo que habita en nosotroses un estimu­lante llamamiento a la autenticidad de nuestra conciencia cristiana el recuerdo del argumento atanasiano en que se afirma, frente a la herejía, la divinidad del Verbo, apoyándose en el misterio de la divinización del cristiano por la gracia.
"Dios se ha hecho hombre para que el hombre sea divinizado." Si el Mediador no fuese el Hijo de Dios por natu­raleza, no podría restaurar en nosotros por su gracia la filia­ción divina, tal es el nervio de la polémica mantenida por Atanasio para defender contra los herejes la consubstancialidad del Verbo y la genuina idea de la Encarnación.
La grandeza de San Atanasio como Padre y Doctor de la Iglesia se mide por la total adecuación entre su vida y su misión. Es el defensor constante de la fe de Nicea y no sólo el símbolo de la ortodoxia para los fieles, sino también para los herejes: El blanco de la hostilidad de éstos y el adalid de la resistencia de la fe cristiana ante las persecu­ciones del poder imperial y las intrigas de los Obispos cor­tesanos, falsos hombres de Iglesia, dirigentes del partido arriano.

San Atanasio y la fe en la divinidad de Cristo
[3]
San Atanasio, obispo de Alejandría, nacido en el año 295 y muerto en el 373. Pocos padres como él han dejado una huella tan profunda en la historia de la Iglesia. Es recordado por muchas cosas: por la influencia que tuvo en la difusión del monaquismo, gracias a su "Vida de Antonio" haber sido el primero en reclamar la libertad de la Iglesia incluso en un Estado cristiano
[i], por su amistad con los obispos occidentales, favorecida por los contactos realizados durante el exilio, que marca un fortalecimiento de los vínculos entre Alejandría y Roma...
Pero no es de esto de lo que queremos ocuparnos. (…) El dogma que Atanasio nos ayuda a "despertar" y hacer brillar en todo su esplendor, es el de la divinidad de Cristo; por este padeció siete veces el exilio.
El obispo de Alejandría estaba convencido de no ser el descubridor de esta verdad. Todo su trabajo consistirá, por el contrario, en demostrar que esta ha sido siempre la fe de la Iglesia; que la verdad no es nueva, sino la herejía contraria. Su mérito, en este campo, fue más bien eliminar los obstáculos que hasta entonces habían impedido el pleno reconocimiento --y sin reticencias--, de la divinidad de Cristo en el contexto cultural griego.
Uno de estos obstáculos, quizás el principal, era la costumbre griega de definir la esencia divina con el término agennetos, no engendrado. ¿Cómo proclamar que el Hijo es el Dios verdadero, desde el momento que él es Hijo, es decir, engendrado del Padre? Era fácil para Arrio establecer la equivalencia: generado= hecho, o sea, pasar gennetos a genetos, y concluir con la famosa frase que desató el caso: "¡Hubo un tiempo en el que él no existía!" Esto equivalía a hacer de Cristo una criatura, aunque no "como las otras criaturas." Atanasio defendió a capa y espada elgenitus non factus” de Nicea, "engendrado, no creado". Él resuelve la disputa con la simple observación: "El término agenetos fue inventado por los griegos, que no conocían al Hijo".
[ii] Otro obstáculo cultural para el pleno reconocimiento de la divinidad de Cristo, menos advertido en el momento, pero no menos activo, era la doctrina de un dios intermedio, el deuteros theos, ligado a la creación del mundo material. Desde Platón en adelante, esta se había convertido en un lugar común para muchos sistemas religiosos y filosóficos de la antigüedad. Latentación de asimilar al Hijo "por medio del cual todas las cosas fueron creadas", a esta entidad intermedia había ido deslizándose en la especulación teológica cristiana. Resultaba un sistema tripartito del ser: a la cima de todo, el Padre no engendrado; después de él, el Hijo (y más tarde el Espíritu Santo), y en tercer lugar las criaturas.
La definición del homoousios, del genitus non factus, elimina para siempre el principal obstáculo del helenismo para el reconocimiento de la plena divinidad de Cristo y funda la catarsis cristiana en el universo metafísico griego. Con tal definición, se demarca una sola línea horizontal en la vertical del ser, y esta línea no divide al Hijo del Padre, sino al Hijo de las criaturas. Queriendo contener en una frase el significado perenne de la definición de Nicea, podemos formularla de la siguiente manera: en cada época y cultura, Cristo debe ser proclamado "Dios", no en un cualquier sentido derivado o secundario, sino en la más fuerte acepción que la palabra "Dios" tenga en esa cultura.
Atanasio hizo, del mantenimiento de esta conquista, el fin de su vida. Cuando todos, emperadores, obispo teólogos, oscilaban entre negación y el la deseo de conciliación, él se mantuvo firme. Hubo momentos en que la futura fe común de la Iglesia vivía en el corazón de un solo hombre: del suyo. De la actitud hacia él se decidía de qué lado estaba cada uno.
2.  El argumento soteriológico
Pero más importante que insistir en la fe de Atanasio en la plena divinidad de Cristo --que es algo conocido y sereno­-, es el hecho de saber qué lo motiva en la batalla, de donde le viene una certeza tan absoluta. No es de la especulación, sino de la vida; más específicamente, de la reflexión sobre la experiencia que la Iglesia hace de la salvación en Cristo Jesús.
Atanasio desplaza el interés de la teología del cosmos al hombre, de la cosmología a la soteriología. Enlazándose con la tradición eclesiástica anterior a Orígenes, en especial Ireneo, Atanasio pone en valor los resultados procesados en la larga lucha contra el gnosticismo, que lo había llevado a concentrarse en la historia de la salvación y de la redención humana. Cristo no se ubica más, como en la época de los apologistas, entre Dios y el cosmos, sino más bien entre Dios y el hombre. El hecho de que Cristo sea mediador no quiere decir que está entre Dios y el hombre (mediación ontológica, a menudo entendida en sentido de subordinación), sino que une a Dios con el hombre. En él, Dios se hace hombre y el hombre se hace Dios, es decir, es divinizado.
[iii]
En este contexto ideal, se encuentra la aplicación que Atanasio hace del argumento soteriológico en función de la demostración de la divinidad de Cristo. El argumento soteriológico no nace con la controversia arriana; esto está presente en todas las grandes controversias cristológicas antiguas, desde la antignóstica hasta aquella antimonotelita. En su formulación clásica se lee: Quod non est assumptum, non est sanatum, (Lo que no fue asumido tampoco fue salvado).
[iv] Esto se adapta dependiendo del caso, a fin de refutar el error del momento, que puede ser la negación de la carne humana de Cristo (gnosticismo), o de su alma humana (apolinarismo), o de su libre voluntad (monotelismo).
Lo que dice Atanasio puede afirmarse así: "Lo que no es asumido por Dios no es salvo", donde toda la fuerza está en el breve añadido "por Dios". La salvación requiere que el hombre no sea asumido por un intermediario cualquiera, sino por Dios mismo: "Si el Hijo es una criatura -­escribe Atanasio­-, el hombre seguiría siendo mortal, no estando unido a Dios", más aún: "El hombre no sería divinizado, si el Verbo que se hizo carne no fuese de la misma naturaleza que el Padre"
[v]. Atanasio formuló muchos siglos antes de Heidegger, y con mayor seriedad, la idea de que "sólo un Dios nos puede salvar", nur noch ein Gott kann uns retten [vi].
Las implicaciones soteriológicas que Atanasio toma del homoousios de Nicea son numerosas y profundísimas. Definir al Hijo  "consustancial"  con el Padre significaba colocarlo a un nivel tal, que absolutamente nada podía permanecer fuera de su alcance. Esto significaba también, enraizar el significado de Cristo sobre la misma base en la que estaba arraigado el ser de Cristo, es decir en el Padre. Jesucristo no es, ni en la historia ni en el universo, una segunda presencia aditiva respecto a la de Dios; por el contrario, él es la presencia y la relevancia misma del Padre. Escribe Atanasio: "Bueno como es, el Padre, con su Palabra, es también Dios, guía y sostiene al mundo entero, para que la creación, iluminada por su guía, por su providencia y por su orden, pueda persistir en el ser... La todopoderosa y santa Palabra del Padre, que penetra todas las cosas y llega a todas partes con su fuerza, ilumina toda realidad y todo lo contiene y abraza en sí mismo. No hay quien se sustraiga a su dominio. Todas las cosas reciben por entero de él la vida, y por él se conservan: las criaturas individuales en su individualidad y el universo creado en su totalidad"
[vii]
Sin embargo, se debe hacer una aclaración importante. La divinidad de Cristo no es un "postulado" práctico, como lo es, para Kant, la existencia misma de Dios.
[viii] No es un postulado, sino la explicación de un "dato”. Sería un postulado, y por lo tanto una deducción teológica humana, si se partiese de una cierta idea de salvación y si se dedujese la divinidad de Cristo como la única capaz de realizar tal salvación; en cambio es la explicación de un hecho si se parte, como hace Atanasio, de una experiencia de salvación y se demuestra cómo esta no podría existir si Cristo no fuera Dios. No es sobre la salvación que se basa la divinidad de Cristo, sino es sobre la divinidad de Cristo que se basa la salvación.
3. Corde creditur!
Pero es hora de volver a nosotros y tratar de ver qué podemos aprender hoy de la batalla épica sostenida en su tiempo por Atanasio. La divinidad de Cristo es hoy el verdadero articulus stantis cadentis et Ecclesiae, la verdad con la que la Iglesia se mantiene o cae. Si en otros tiempos, cuando la divinidad de Cristo era aceptada pacíficamente por todos los cristianos, se podía pensar que tal "artículo" fuese la "justificación gratuita por la fe", hoy ya no es el caso. Podemos decir que el problema vital para el hombre de hoy sea el de establecer ¿de qué modo es justificado el pecador, cuando no se cree ni siquiera en la necesidad de una justificación, o se cree que se encuentra en sí mismo? "Yo mismo me acuso hoy hace gritar Sartre a uno de sus persona desde el escenario­­— y solo yo puedo absolverme, yo el hombre. Si Dios existe, el hombre no es nada."
[ix]
La divinidad de Cristo es la piedra angular que soporta los dos principales misterios de la fe cristiana: la Trinidad y a Encarnación. Son como dos puertas que se abren y se cierran juntas. Descartada esa piedra el edificio de la fe cristiana se derrumba sobre sí misma: si el Hijo no es Dios, ¿por quién está formada la Trinidad? Esto ya lo había denunciado claramente san Atanasio, escribiendo contra los arrianos: "Si la palabra no existe junto al Padre desde toda la eternidad, entonces no existe una Trinidad eterna, sino que primero fue la unidad y, a continuación, con el paso del tiempo, por adición, empezó a producirse la Trinidad. "
[x]
La idea --esta de la Trinidad que se forma "por adición"-­, volvió a ser propuesta, en años no muy lejanos por algún teólogo que aplicó a la Trinidad el esquema dialéctico del devenir de Hegel!). Mucho antes de Atanasio, san Juan había establecido esta relación entre los dos misterios: "Todo aquel que niega al Hijo no posee al Padre. Todo el que confiesa al Hijo posee también al Padre" (1Jn. 2,23). Los dos permanecen o caen juntos, pero si caen juntos, entonces lamentablemente debemos decir con Pablo que los cristianos "¡somos hombres más dignos de compasión!"  (1 Cor.  15,19).
Debemos dejarnos embestir en plena cara por aquella pregunta respetuosa, pero directa de Jesús: "Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?", y por aquella aún más personal: "¿Crees?" ¿Crees de verdad? ¿Crees con todo tu corazón? San Pablo dice que "con el corazón se cree para conseguir la justicia, y con la boca se confiesa para conseguir la salvación" (Rom. 10,10). En el pasado, la profesión de la fe verdadera, es decir, el segundo momento de este proceso, ha tomado a veces tanta relevancia que ha dejado en las sombras aquel primer momento que es el más importante, y que tiene lugar en las profundidades más recónditas del corazón. "Es de la raíz del corazón que crece la fe", exclama San Agustín.
[xi]
Se necesita derribar en nosotros los creyentes, y en nosotros, hombres de la Iglesia, la falsa persuasión de que ya se cree, de estar a punto en lo que se refiere a la fe. Necesitamos hacer nacer la duda -­no se entiende sobre Jesús, sino sobre nosotros­-, para entrar luego a la búsqueda de una fe más auténtica. ¡Quién sabe si no bueno, por un poco de tiempo, no querer demostrar nada a nadie, sino interiorizar la fe, redescubrir sus en el corazón!
Jesús preguntó a Pedro tres veces: "¿Me amas?". Sabía que la primera y la segunda vez, la respuesta llegó demasiado rápido como para ser verdadera. Por último, a la tercera vez, Pedro entendió. También la pregunta sobre la fe nos debe llegar así; por tres veces, con insistencia, hasta que nos demos cuenta y entremos en la verdad: "¿Tú crees?, ¿Tú crees? ¿Crees realmente?". Tal vez al final responderemos: "No, Señor, yo realmente no creo con todo el corazón y con toda tu alma.  ¡Aumenta mi fe!".
Atanasio nos recuerda, sin embargo, otra verdad importante: que la fe en la divinidad de Cristo no es posible, a menos que también se experimente la salvación realizada por Cristo. Sin esta, la divinidad de Cristo puede convertirse fácilmente en una idea, una tesis, y se sabe que a una idea siempre se puede oponer otra idea, y a una tesis, otra tesis. Sólo a una vida -­decían los Padres del desierto­-, no hay nada que pueda oponerse.
La experiencia de la salvación se realiza mediante la lectura de la palabra de Dios (y teniéndola por lo que es ¡palabra de Dios!), administrando y recibiendo los sacramentos, especialmente la Eucaristía, lugar privilegiado de la presencia del Resucitado, ejercitando los carismas, manteniendo un contacto con la vida de la comunidad creyente, orando. Evagrio el Monje, en el siglo IV, formuló la famosa ecuación: "Si eres un teólogo, rezarás de verdad, y si rezas de verdad serás teólogo."
[xii]
Atanasio impidió que la investigación teológica quedase prisionera de la especulación filosófica de las diversas "escuelas", sino que se convirtiese en la profundización del dato revelado en la línea de la Tradición. Uneminente historiador protestante ha reconocido a Atanasio un mérito singular en este campo: "Gracias a él--escribió--, la fe en Cristo ha permanecido como una fe rigurosa en Dios y, de acuerdo a su naturaleza, muy distinta de todas las demás formas -­paganas, filosóficas, idealistas­-, de la fe... Con él, la Iglesia ha vuelto a ser una institución de salvación, es decir, en el sentido estricto del término "Iglesia", cuyo contenido propio y  determinante está constituido por la predicación de Cristo".
[xiii]
4"¡Ánimo!, soy yo"
Para concluir volvemos a la divinidad de Cristo. Ella ilumina y enciende toda la vida cristiana.
Sin la fe en la divinidad de Cristo:
*    Dios está lejos,*    Cristo permanece en su tiempo,*    el Evangelio es uno de los muchos libros religiosos de la humanidad,*    la Iglesia, una simple institución, *    la evangelización, una propaganda, *    la liturgia, la conmemoración de un pasado que ya no existe, la moral cristiana, un peso no ligero y un yugo no suave.
Pero con la fe en la divinidad de Cristo:
*    Dios es el Emmanuel, el Dios con nosotros, *    Cristo es el Resucitado, que vive en el  Espíritu,*    el Evangelio, la palabra definitiva de Dios a toda la humanidad,*    la Iglesia, sacramento universal de salvación,*    la evangelización, el compartir de un regalo,*    la liturgia, encuentro gozoso con el Resucitado,*    la vida presente, el principio de la eternidad.
Está escrito: "El que cree en el Hijo tiene vida eterna" (Jn 3, 36). La fe en la divinidad de Cristo es particularmente indispensable en este momento para mantener viva la esperanza sobre el futuro de la Iglesia y del mundo. Contra los gnósticos que negaban la verdadera humanidad de Cristo, Tertuliano alzó en su tierra el grito: "Parce unicae spei totius orbis",  ¡No le quiten al mundo su única esperanza!
[xiv] . Tenemos que decir hoy a quienes se niegan a creer en la divinidad de Cristo.
A los apóstoles, después de haber calmado la tormenta, Jesús les pronunció una palabra que repite hoy a sus sucesores: "¡Ánimo!, soy yo, no tengan miedo"  (Mc 6,50).


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DESDE EL «GRANDE Y SANTO SÍNODO DE LA IGLESIA CATÓLICA» EN NICEA HASTA EL SEGUNDO CONCILIO ECUMÉNICO

RESUMEN: “LA LUCHA POR LA ORTODOXIA – F. Canals Vidal” – CRISTIANDAD DICIEMBRE 1959 DESDE EL «GRANDE Y SANTO SÍNODO DE LA IGLESIA  CATÓLICA» EN NICEA HASTA EL SEGUNDO CONCILIO ECUMÉNICO A los alumnos del Curso Preuniversitario del Instituto "Jaime Balmes". Del error ebionita a la herejía arriaría
Muy pocos años después de la liberación oficial de la Iglesia por Constantino, se iniciaba en Alejandría la quere­lla doctrinal entre el presbítero Arrio y el Obispo San Ale­jandro. (…) El "arrianismo" iba a encontrar en la situación espiritual, y en el ambiente cultural y político del tiempo que siguió a la conversión del Estado romano el clima propicio para una expansión que durante más de medio siglo haría de él como la "religión oficial" a que parecía tender, como a su natural situación de equilibrio, el "Imperio cristiano" en el Oriente helenístico. (…)
Para comprender el arrianismo, conviene considerar su continuidad y a la vez su contraste con anteriores fases del "error judío", que intentaba reducir a horizontes terrenales y humanos la fi­gura del Mesías y el sentido y carácter de su reino. (…)
HEREJIA CRISTOLOGICA. EBIONISMO CRISTO ERA UN HOMBRE
La secta ebionita. Su concepto del Mesías como un puro hombre — el Hijo de Israel por exce­lencia — estaba en coherencia con el horizonte terreno de su ideal religioso y la concepción judaica de la salvación del hombre por sus solas fuerzas. Cristo era el Hijo adoptivo de Dios, que merecía esta adopción por su fidelidad a la ley. El "Hijo del hombre" era así elevado a la diestra de Dios, que le daba la realeza sobre todas las gentes. (…)
El Evangelio de San Juan significó a su vez la afirmación reiterada y expresa de la divinidad de Jesucristo frente a la idea judaica del Mesías
Los judaizantes ebionitas no acep­taban sino el Evangelio de San Mateo, que interpretaban según su propio error; escrito directamente para probar el cumplimiento  en Jesús  de las profecías mesiánicas,  este Evangelio nos presenta en su primera página la genealogía de Jesucristo "Hijo de David, Hijo de Abraham". San Juan se remonta desde el primer momento al nacimiento eterno del mismo Jesucristo, que es el Logos, el Verbo que en el principio era junto a Dios y que se hizo carne y ha­bitó entre nosotros.(…)
La Iglesia cristiana bautizaba en nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y la creencia en Jesucristo, Hijo de Dios, era el corazón mismo de la fe por la que daban su vida los mártires; pero frente al politeísmo pagano, la evangelización cristiana era precisamente la propagadora de la creencia tradicional de Israel en Dios, el Señor Uno.
La negación de la divinidad de Jesucristo pudo encontrar su primer pretexto en la insistencia monoteísta, en la afir­mación de la "monarquía" divina.


HEREJIAS TRINITARIAS: MONARQUIANISMO
El "monarquianismo" adoptó desde el siglo II dos formas diversas y en algún modo opuestas. La que representaba de modo más directo la continuidad del "error judío", consti­tuye el llamado "monarquianismo dinamista" o "adopcionismo". El Mesías sólo es Hijo por adopción, por descansar en Él la fuerza — "dynamis" — de Dios. Sus representantes principales fueron los dos Teodotos, llamados el "Coriario" y el "Nummulario".
El monarquianismo "modalista", representado por Noeto, Práxeas, y — ya a principios del siglo III — por Sabelio, no negaba la Encarnación, pero reducía las tres divinas per­sonas a meros aspectos o denominaciones de Dios. Los sabelianos pudieron ser llamados también "patripasianos" ya que, en coherencia con su doctrina, atribuían al mismo Dios Padre, no realmente distinto del Hijo, la pasión y la muerte redentoras. (…)
Paulo de Samosata, obispo de Antioquía, excomulgado y depuesto por un Concilio reunido en aquella ciudad (268), sintetiza el adopcionismo con el modalismo. Jesucristo era un puro hombre, en el cual venía a descansar y a habitar el mismo Dios, que bajo este aspecto podía ser denominado Hijo. El monar­quianismo modalista entraba así en síntesis con el adopcionismo dinamista de los dos Teodotos.(…)
Luciano de Antioquía (…). Jesús ya no es un puro hombre, sino un ser celeste preexistente a su aparición en carne, el 'Logos creado" distinto del Verbo divino increado y eterno que no es sino un modo o aspecto de Dios. Jesucristo es en definitiva una criatura excelente a la que en el sistema de Luciano se pretende dar el mismo nombre con que San Juan nombraba a Cristo como el Verbo que era Dios y se había encarnado por nosotros. (…)
Entre las fuentes doctrinales del arrianismo debe contarse también como factor muy primordial el "subordinacionismo" y la tendencia a concebir como "separadas" las tres "hipostasis" divinas, características del sistema teológico de Orígenes. (…). Por re­acción excesiva contra el sabelianismo se recaía en algún modo en el "triteísmo" o se pretendía corregir este último peligro y salvar la "monarquía" divina afirmando la "subor­dinación" del Hijo al Padre, y la del Espíritu Santo, como tercera hipostasis, al mismo Padre, por el Hijo.
El sistema de Arrio reproducía en el fondo el pensa­miento de Luciano de Antioquía: Dios es Inengendrado y sin principio; por esto mismo el Verbo, que es engendrado por el Padre, no es Dios. Confundiendo los conceptos de "generación" y de "creación" se afirma que el Verbo es una criatura a la que se caracteriza, con una idea tam­bién de ascendencia filoniana, como el intermediario entre Dios y el mundo.
El Hijo no es igual ni consubstancial al Padre; no es tampoco eterno, y difiere de la Sabiduría increada: "Dios no ha sido siempre Padre... hay dos Sabidurías: Una es la propia Sabiduría de Dios coeterna con Él; el Hijo, es llamado Sabiduría y Logos sólo por denominación y en cuanto participa de la Sabiduría divina."
El Espíriu Santo, la "tercera hipostasis", es también una criatura inferior al Logos creado y, como Éste, ministro y servidor de Dios Padre. Arrio habla, como vemos, de una "Trinidad de hipóstasis", pero excluye de la divinidad al Logos y al Espíritu Santo; sólo el Padre, el Principio Inen­gendrado y eterno es verdadero Dios.
A diferencia del adopcionismo judaizante del monarquianismo "dynamista", Arrio — siguiendo a Lu­ciano de Antioquía — no concebía a Cristo como un verda­dero hombre: el Logos creado se unía a la carne y hacía las veces de alma espiritual de la que carecía Cristo. Por otra parte atribuía Arrio al Logos creado, no semejante a Dios Padre, el poder de "justificarse a sí mismo" ante Dios, de un modo análogo a como lo entendía la mentalidad judai­zante y ebionita:
"El Logos es de naturaleza mudable y usa como quiere de su libre arbitrio; si permanece en el bien es por su voluntad. Dios, habiendo previsto su bondad, le ha dado por anticipado la gloria que ha merecido después por su virtud, y debe a sus obras, de antemano conocidas por su Padre, el ser lo que es cuando es engendrado".
El Grande y Santo Sínodo de la Iglesia Católica
De una polémica local, iniciado el año 318, la cuestión del arrianismo trascendió pronto a todo el Oriente cristiano. Un Concilio reunido en Alejandría en 320 condenaba la herejía de Arrio; pero éste buscó inmediatamente el apoyo de otros Obispos, especialmente entre los "orientales", es decir, perteneciente en lo político a la llamada "diócesis" de Oriente, y agrupados en lo eclesiástico en los países de­pendientes del Patriarcado de Antioquía. (…)
En el momento de su victoria contra Licinio, el Empera­dor Constantino encontró la cuestión arriana agitada en todas las grandes capitales de Oriente. De aquí que el pro­pio interés político le impulsase a la convocación de todo el episcopado cristiano. En Nicea de Bitinia, en el Palacio Imperial de Verano, Obispos de todas las regiones del Im­perio, principalmente de su parte oriental, y aun de fuera de él, se reunieron de mayo a julio del año 325, en el que había de quedar en la memoria de los cristianos de los si­glos posteriores como "el Grande y Santo Sínodo de la Iglesia Católica", el de "los 318 Padres reunidos en Nicea". (…)
Eusebio de Cesárea, iniciando una táctica que iba a ser característica de toda su actuación ulterior, propuso la adopción de una fórmula adoptada en su ciudad episcopal como símbolo de fe en la administración del bautismo. Con una apariencia de ortodoxia y de fidelidad al lenguaje de la Escritura, la fórmula propuesta por Eusebio hubiera podido ser entendida en sentido herético y encubrir las tesis propias del arrianismo. Se expresaba así:
"Creemos en un solo Dios, Padre Omnipotente, Creador de todas las cosas visibles y de las invi­sibles. Y  en un solo Señor Jesucristo, el Verbo de Dios. Luz de Luz, Vida de Vida, Hijo único, Primo­génito de toda la Creación, engendrado del Padre antes de todos los siglos, por quien todo ha sido hecho. Que por nuestra salvación se hizo carne y ha habitado entre nosotros, padeció y resucitó al tercer día.Ha subido hacia su Padre y volverá con gloria para juzgar a los vivos y a los muertos. Creemos también en un Espíritu Santo. Creemos que cada uno de Éstos existe verdade­ramente, el Padre que es verdaderamente Padre, el Hijo que es verdaderamente Hijo, el Espíritu Santo que es verdaderamente Espíritu Santo, como el Señor lo ha dicho al enviar sus discípulos a predicar, diciéndoles:  Enseñad a todas las naciones...
Teniendo en cuenta la equiparación por parte de los arrianos entre los conceptos de "generación" y de "crea­ción", la fórmula con que en el símbolo propuesto por Eu­sebio se confesaba que el Hijo "es engendrado antes de todos los siglos" no era en el fondo sino la profesión de que el Hijo era la primera de las criaturas, el "Primogénito de toda la Creación", que como instrumento "por quien todo ha sido hecho" era el intermediario entre Dios, el Padre, y las demás criaturas. De este modo la expresión "Hijo único" no encerraba ya la afirmación de la divinidad del Verbo; por el contrario al insistir en la diferencia entre el que es verdaderamente Padre, es decir, Dios, que engendra o crea al Hijo, y por el Hijo al Espíritu Santo y al conjunto de las criaturas, y las otras dos hipóstasis de la "trinidad" se su­gería en el fondo la idea arriana de las "tres hipóstasis", es decir, tres substancias diversas de las que sólo la primera era el Dios verdadero y único. (…)

El símbolo de Nicea dice así:
Creo en un solo Dios Padre Omnipotente, crea­dor de todas las cosas visibles y de las invisibles. Y  en sólo Señor Jesucristo, el Hijo de Dios, nacido Unigénito del Padre, es decir, de la substancia — ousia — del Padre,Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero. Nacido, no hecho, consubstancial — homoousios — al Padre; por quien todas las cosas fueron hechas, las que hay en el cielo y las que hay en la tierra.Que por nosotros los hombres y por nuestra sal­vación, descendió y se encarnó, se hizo hombre, pa­deció y resucitó al tercer día. Subió a los cielos y ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos. Y en el Espíritu Santo.
"En cuanto a los que afirman: Hubo un tiempo en que el Hijo no fue, y que fue hecho de la nada, o los que dicen que es de otra hipóstasis o substancia — ousia — o que el Hijo de Dios es creado, o sujeto a cambio y mutación; a estos anatematiza la Iglesia Católica y Apostólica".