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El tradicionalismo filosófico en España

Francisco Canals Vidal

CRISTIANDAD, Año

Prólogo del libro de José María Alsina Roca: El tradicionalismo filosófico en España. Su génesis en la generación romántica catalana (Barcelona, P.P.U., 1985).

La costumbre de proyectar sobre el pasado histórico términos cuyo significado se ha gestado en ambientes sociales diversos, o con posterioridad y a través de procesos largos y complejos, unida a las ambigüedades, conexas muchas veces con prejuicios y perspectivas diesenfocadas, constituye un factor permanente de confusión en 1a tarea de los historiadores y de los sociólogos.

Viene a resultar así, en ocasiones, tarea muy ardua la comprensión del dinamismo y orientación de 1as actitudes políticas y del sentido de las concepciones y corrientes que las impulsan e inspiran.

La inevitable, y en cierto sentido exigida, aceptación de los usos significativos corrientemente admitidos, no dispensa de la reflexión sobre su génesis, ni mucho menos exime del deber de revisar los prejuicios y las ambigüedades que han venido a consolidarse con el paso del tiempo. No cabe prescripción en los juicios históricos ni en las caracterizaciones sociológicas. El término «tradicionalismo» es, sin duda, utilizado con mucha frecuencia como significando las concepciones y los ideales que alentaron la secular resistencia española frente liberalismo, realizada concretamente en el carlismo, pero iniciada ya en décadas anteriores, y manifestada de modo especial en Cataluña, en guerras como la de la Regencia de Urgel, durante el trienio liberal 1820-1823, y la de los «Agraviados» de 1827.

Hay que comenzar por advertir que de este modo una palabra, asumida sólo bastantes décadas después de la primera guerra carlista, y sólo generalizada con posterioridad a la segunda y a las situaciones que siguieron a ella, viene a recubrir, con aquel desplazamiento cronológico, una acepción muy amplia y que habría que calificar, por las razones que enseguida veremos, más bien como confusa.

Porque, si queremos nombrar como «tradicionalismo» el pensamiento y las actitudes que dieron impulso a las resistencias contra el constitucionalismo liberal y a la primera guerra dinástica, aquel término tendría que pensarse abarcando también las doctrinas y los sentimientas de los adversarios del liberalismo de las Cortes de Cádiz, e incluso de los impugnadores españoles del enciclopedismo. Incluiríamos así, como una primera etapa del «tradicionalismo» español, a toda una amplia constelación de escritores, caracterizados por haberse movido, en su intransigente polémica contra las ideas liberales, en el contexto de una pura tradición escolástica, sin contaminaciones filosóficas ni culturales derivadas de las posiciones que combatían: Jerónimo Ceballos y el Padre Alvarado, el «Filósofo Rancio»; el mallorquín Puigsever, dominico, y Fray Ramón Strauch, franciscano catalán, después obispo de Vich, mártir de la fe en 1823; los dominicos catalanes Francisco Xarrié y Narciso Puig; el mercedario catalán Magín Ferrer, el dominico valenciano José Vidal.

Al decir de Menéndez y Pelayo, en un texto que ha ejercido influencia determinante en interpretaciones posteriores, esta corriente de pensamiento escolástico habría agotado su vigencia entre los mismos sectores «realistas», es decir, adversarios del constitucionalismo liberal, antes de que terminase el reinado de Fernando VII, para ser sustituida por otra, derivada del pensamiento de los apologistas católicos de los tiempos de la Restauración en Francia.

«Todavía a principios del siglo -escribe- se conservaban, especialmente en las Ordenes Religiosas y en el seno de algunas universidades, tradiciones venerables, aunque por lo común de puro escolasticismo; y en tal escuela se formaron algunos notables apologistas, férreos en el estilo, pero sólidos en la doctrina...; pero su obra resultó estéril en gran parte, así por la sujeción demasiado nimia que mostraron al pensamiento escolástico, sin hacerse cargo de la diferencia de tiempos y lectores, cuanto por la intransigencia de que hicieron alarde respecto de toda otra filosofía... Este escolasticismo póstumo no solamente no sirvió para convencer a los liberales, sino que, entre los realistas mismos hizo pocos prosélitos; siendo sustituido pronto, y sin ninguna ventaja de la cultura nacional, por traducciones atropelladas de aquellos elocuentes y peligrosos apologistas neocatólicos del tiempo de la Restauración francesa, Chateaubriand, De Maistre, Bonald, Lamennais (en su primera época). Tal fue la más asidua lectura del clero español y de los legos piadasos en los últimos años del reinado de Fernando VII; y por este camino la devoción española vino a saturarse muy pronto de sentimentalismo poético, de tradicionalismo filosófico, de simbolismo teosófico, de absolutismo teocrático, de legitimismo feudal y andantesco, y de otra porción de ingredientes de la cocina francesa, que mal podían avenirse con nuestro modo de ser llano y castizo».

Este texto alude a dos diferencias que caracterizan una y otra corriente, en lo ideológico y en lo cultural. Hallamos de un lado un pensamiento escolástico, al que se contrapone en la otra escuela una doctrina uno de cuyos rasgos centrales es el «tradicionalismo filosófico», ajeno a la tradición escolástica e incompatible con ella.
Se evitarían equívocos si se aceptase la terminología sugerida por Elías de Tejada, distinguiendo un «tradicionalismo hispánico», del «tradicionalismo europeo», originado en Francia. Es decir, un pensamiento contrarrevolucionario apoyado en la teología y filosofía escolástica, y que fue posible precisamente por su ininterrumpida vigencia en España y muy especialmente en Cataluña; y un esfuerzo novedoso, con pretensión de defensa de la tradición, creado en ambientes en los que se había producido durante algunas décadas un vacío y ausencia de tradición metafísica y teológica.

En lo literario y cultural, hallamos un contraste entre la prosa polémica, a veces férreamente irónica, de autores cuyo estilo parece saltar por encima del academicismo neoclásico del siglo XVIII, y el ambiente y el talante de los apologistas franceses, en los que los rodeos del lenguaje de Menéndez y Pelayo -aludiendo al «sentimentalismo poético», al «legitimismo feudal y andantesco», a cierto «simbolismo teosófico» y al «tradicionalismo filosófico»- quieren sugerir inequívocamente la inmersión de la escuela apologética de la Restauración en el movimiento literario y cultural en el que se originó el Romanticismo.

El texto que hemos citado fue escrito por Menéndez y Pelayo en 1893, en su Introducción a los Ensayos Religiosos, Políticos y Literarios de D. José María Quadrado. Impulsado por una intención polémica contra el tradicionalismo integrista que se había expresado en 1888 en el «manifiesto de Burgos», y deseoso en el fondo de defender su posición política que, con 1a bandera de la Unión Católica, venía a ser en la práctica liberalconservadora, Menéndez y Pelayo proyecta, sobre los años anteriores a la primera guerra carlista, unos esquemas inadecuados, que le llevan a atribuir a los sectores sociales en que se apoyó la resistencia «realista» y antiliberal que se concretó en la causa de Carlos V -evidentemente aludidos al mencionar «el clero español y los legos piadosos»- el haberse nutrido en las fuentes del tradicionalismo francés.

Desde esta desenfocada perspectiva, la intransigencia contrarrevolucionaria que habría sido la causa de la guerra civil, y que, para Menéndez y Pelayo habría sido también responsable del fracaso de las soluciones conciliadoras propuestas después por Quadrado y Balmes, sería atribuible, no tanto al «cerrilismo» castizo de la «escolástica póstuma», sino muy concretamente a la contaminación de los que llama «partidarios del antiguo régimen» por deletéreos elementos recibidos de los escritores franceses apologistas de la Restauración.

Según este esquema forjado por el polígrafo de Santander, habría sido en el seno de lo que, con lenguaje balmesiano, podríamos llamar «sociedad antigua», en donde habría tenido lugar el injerto, filosóficamente tradicionalista y culturalmente romántico, de aquella corriente apologética francesa.

Ahora bien, lo que el documentado y riguroso estudio del profesor Alsina pone de manifiesto, mediante el acceso directo a los hechos y a las fuentes, es una conexión que podrá sonar a muchos como una paradoja, pero que responde plenamente a la realidad histórica: La corriente «tradicionalista», si entendemos por tal lo que en una perspectiva europea acostumbra a ser así denominada, se incorpora al pensamiento español casi exclusivamente a través de hombres, publicaciones y escuelas pertenecientes a la «sociedad nueva», a la España liberal; y, muy principalmente, y con clara primacía en lo cronológico y en la amplitud de la influencia y difusión, por hombres, publicaciones y grupos culturales pertenecientes a la burguesía liberal de la generación romántica de la Cataluña isabelina.

En su estudio sobre Balmes, su vida, su tiempo y sus obras, Ignasi Casanovas, por medio de una investigación histórica más ceñida a los hechos y metódicamente documentada que la que se expresó en los amplios y desenfocados juicios de Menéndez y Pelayo, había mostrado ya como rasgo general a todos los hombres de la que llama «escuela apologética catalana», la aceptación del tradicionalismo filosófico. Pero, en contraste con Menéndez y Pelayo, y a pesar de reconocer en el tradicionalismo filosófico algo así como una enfermedad intelectual, «aquella malura tradicionalista», de la que es excepción únicamente Balmes, elogia sustancialmente a la apologética francesa y a su versión o imitación catalana como dotada de tres rasgos que encuentra a faltar en el pensamiento escolástico de aquellos años: «Una generosa efusión de amor, una tendencia estética y una acomodación a la sociedad de su tiempo».

Para precisar el diverso sentido de los juicios de valor emitidos respectivamente por Menéndez y Pelayo e Ignasi Casanovas, conviene no olvidar tampoco que el historiador catalán presenta a los hombres de la «escuela apologética catalana» como «dotados de una intensa hambre de cultura», profundamente religiosos, a pesar de que hubiesen llevado el «morrió», es decir, el distintivo de la Milicia nacional, con lo que queda como algo indudable la caracterización cultural y política de aquella generación integrada sociológicamente en la burguesía moderada isabelina.

De aquí que, mientras los dos autores citados coinciden en criticar los aspectos negativos de los escritores contrarrevolucionarios escolásticos, a los que acusan de falta de diálogo con otras filosofías y cerrada intransigencia política, aunque ambos reconocen en ellos solidez metafísica y teológica; discrepan notablemente en la valoración del pensamiento tradicionalista de importación francesa. Menéndez y Pelayo se sitúa en una actitud de casticismo españolista y habla de «ingredientes malolientes», Ignasi Casanovas aprecia la recepción del pensamiento apologético francés como aportación enriquecedora que abría perspectivas de adaptación a los tiempos y de incorporación a nuevas perpectivas venidas de Europa.

Uno y otro juicio de valor se explican obviamente desde las distintas motivaciones culturales que animaban sus respectivas obras. Menéndez y Pelayo intentaba desprestigiar el «integrismo» español acusándolo de contaminación francesa y, por lo mismo, de inautenticidad extranjerizante; Ignasi Casanovas deseaba valorar el que podríamos llamar «tradicionalismo catalán» como una enriquecedora aportación europeizante de la generación romántica catalana.

El tradicionalismo filosófico es ciertamente la actitud doctrinal común a los hombres de aquella escuela de apologistas catalanes; pero el que ha de ser reconocido como el verdadero y definitivo introductor en España de la doctrina de Bonald, es uno de los más íntimos colaboradores de Balmes: Ferrer y Subirana. Es éste un punto de decisiva importancia, que en este estudio del profesor Alsina se pone en claro definitivamente, con lo que habría que considerar como canceladas las representaciones forjadas por Menéndez y Pelayo, y que ejercieron desde entonces una influencia deformadora en el enjuiciamiento del pensamiento político español.

La complejidad y ambivalencia de la obra de los apologistas franceses, si se explican sociológica y culturalmente desde sus condicionamientos románticos, tienen su más concreta y profunda razón de ser en el sentido equívoco y confuso del tradicionalismo filosófico. Éste ha sido visto muchas veces como una exageración y exceso en una línea de afirmación de la fe religiosa y de la autoridad en el orden político, y así se le acostumbra a señalar, con intención de crítica negativa, como raíz de las posiciones que hoy llamaríamos «integristas», y que a mediados del siglo XIX eran denominadas en Francia como características de un «ultramontanismo intransigente».

Desde esta perspectiva, que es obviamente aquella en que se sitúa Menéndez y Pelayo, sería difícil comprender que el pensamiento de De Maistre y Bonald estuviese presente en las motivaciones ultramontanas y tradicionalistas de la alianza realizada en Bélgica entre los católicos y los liberales en el movimiento por su independenda en 1830. Sería también de imposible comprensión el hecho de que el radical tradicionalismo filosófico que profesó Lamennais, con el nombre de filosofía del sentido común o de la razón general, impulsase desde las posiciones «ultra-realistas» de sus primeros años hasta la fundación de la escuela de l' Avenir, expresión de un catolicismo liberal que llevaría a cristianismos izquierdistas y revolucionarios.

El tradicionalismo filosófico estuvo inmerso en una confusión y desenfoque radicales, no sólo en Lamennais, sino en el propio Bonald. La relación entre el orden racional humano y los constitutivos naturales de la sociedad, con la presencia, en la vida humana individual y colectiva, de una autoridad de origen trascendente y sobrenatural anunciadora de la palabra revelada, es transformada, en un proceso inexpresado de inmanentización y naturalización de las mismas dimensiones sobrenaturales de la religión.

Para Bonald la revelación queda reducida a la acción de la palabra humana, transmisora de una tradición o «revelación» rebajada al nivel de un elemento constitutivo de la sociabilidad de los hombres; mientras en Lamennais la autoridad infalible del Romano Pontífice quiere ser sostenida sobre la base de una interpretación de la autoridad religiosa suprema del Pontificado como el órgano del consentimiento común o razón general de la Humanidad.

La adaptación a la cultura contemporánea, y la apertura de una posibilidad de diálogo con los adversarios, que Casanovas elogia en el pensamiento francés de la Restauración, tienen, pues, una raíz viciada, que iba a hacer muy problemática su eficacia ulterior. Hay que reconocer que algunas de aquellas deformaciones contaminaron también a pensadores y políticos con voluntad sincera de defensa de los valores cristianos y de su presencia en la sociedad; pero resultará siempre justo calificar aquellos elementos contaminantes presentes en el tradicionalismo francés, y concretados especialmente en las posiciones del tradicionalismo filosófico, como una grave deficiencia del pensamiento católico de las generaciones románticas.

Conviene sobre esto no dejar sin precisar, si se quieren superar los equívocos usuales, que no podría caracterizarse con justicia la doctrina de Donoso Cortés en sus últimos años, en su autenticidad y originalidad profundas, como inmersa en esta corriente contaminada. Un órgano representativo y autorizado de la tradición escolástica, como la revista romana La Civiltá Cattolica -que ejerció durante algunas décadas, a partir de su fundación en 1850, una influencia universal en el pensamiento católico- mientras combatía tenazmente el pensamiento de los tradicionalistas filosóficos, defendió a Donoso Cortés, afirmando la ortodoxia de su pensamiento, y advirtiendo que su lenguaje, si no era el utilizado por los escolásticos, podía ser reconocido como heredero de modos de hablar recibidos de la tradición de los Santos Padres.

En realidad, Donoso Cortés, que en modo alguno coincide con Bonald en la doctrina de éste sobre las relaciones entre el conocimiento y el lenguaje, se mueve en los planteamientos de un «agustinismo político»; su tema no es la inmersión confusionaría de la fe y la revelación en la tradición social y la autoridad humana, sino, por el contrario, el reconocimiento de la impotencia de la naturaleza y de la razón humana en cuanto viciadas por el pecado. A diferencia del propio De Maistre, cuya apologética del Pontificado y de su infalibilidad se mueve preferentemente en un plano institucional y sociológico, en Donoso Cortés hallamos una comprensión auténticamente teológica y sobrenatural de la realidad católica.

No tiene sentido hablar, como había hecho también el propio Menéndez y Pelayo en su Historia de los Heterodoxos Españoles, de un contraste según el cual, mientras en Cataluña se siguió preferentemente a Balmes, los escritores católicos de Madrid se habrían inclinado más a la línea de Donoso y al «tradicionalismo». Precisamente el propio autor notaría después en la citada introducción a las obras de Quadrado, que en éste aparece el tradicionalismo filosófico bonaldiano ya en 1843 y 1844, es decir, siete años antes de la publicación del Ensayo de Donoso Cortés, y muy poco después de la entrada de la filosofía de Bonald en España por obra de Ferrer y Subirana en Barcelona.

Es también importante poner en claro, como lo hace con precisión y rigor el profesor Alsina, las razones que explican que Balmes sea en Cataluña, o más propiamente, en el ambiente de la generación romántica catalana, una excepción caracterizada por no haber aceptado la filosofía de Bonald. Las razones hay que buscarlas en la doble formación escolástica recibida por Jaime Balmes, en el seminario de Vich y en la Universidad de Cervera; una doble formación por la que Torras y Bages en La Tradició Catalana, lo presenta como receptor de una doble herencia: la del tomismo tradicional persistente siempre en Vich, y en la que Torras y Bages ve el pensamiento educador de Cataluña, y la de la escuela más ecléctica, y con designio de apertura a ciertos aspectos de la modernidad científica y filosófica, que predominó en la Universidad de Cervera hacia la mitad del siglo XVIII, y que se había prolongado, incluso después de la expulsión de los jesuitas, por algunos hombres continuadores de aquella línea antiquo-nova de la escuela jesuítica cervariense.

A este propósito habría que reconocer que Jaime Balmes sería tal vez mejor comprendido si no se le juzgase habitualmente como un iniciador del neoescolasticismo, y confrontándolo con etapas posteriores en la maduración de la restauración esoolástica, sino más bien como un continuador eminente de aquella escolástica ecléctica propia de los jesuitas de la Universidad de Cervera. En todo caso, es claro que fue la doble herencia escolástica la que ponía a Balmes fuera del ambiente en el que se pudo gestar la recepción del tradicionalismo filosófico, uno de cuyos condicionamientos decisivos fue precisamente el olvido o el desconocimiento de la tradición filosófica de las escuelas, unida a cierta audacia innovadora, demasiado carente de fundamentos metafísicos y teológicos.

En relación con este punto hay que seña1ar como un acierto del propio Ignasi Casanovas el negar la pertenencia de Balmes a la «escuela filosófica catalana» que en aquellos años se iniciaba en la obra de Martí d'Eixalà, que, a juicio del historiador jesuita, había de parecer a Balmes como dotada de insuficiente base metafísica.

Las conexiones documentadamente afirmadas en el presente estudio del profesor Alsina son especialmente fecundas en orden a la comprensión de una doble linea de problemática histórica y sociológica. Me refiero, por una parte, a aquellas dimensiones por las que el tradicionalismo originado en Francia e injertado en España por la tarea de la burguesía moderada catalana y balear, pudo influir en actitudes posteriores del tradicionalismo político español, a través de la incorporación a la causa carlista de hombres, procedentes del llamado neocatolicismo, que constituyeron, después de la caída de Isabel II, la minoría monárquico-católica en las Cortes de 1869.

Pienso, por otra parte, en el hecho de que el tradicionalismo filosófico, carácter doctrinal de la «escuela apologética catalana», constituye también uno de los elementos centrales que, en íntima conexión con un romanticismo historicista, y con las orientaciones de la naciente «filosofía catalana», revelan los orígenes de los ulteriores movimientos culturales y políticos que constituyeron el catalanismo y el nacionalismo catalán, ya que, como notó Allison Peers, la Renaixensa prolongó en Cataluña el romanticismo. Esta génesis romántica constituye una comprobación de la tesis de quienes han sostenido el carácter extrinseco a la tradición catalana del catalanismo y el nacionalismo, tesis extrinsecista afirmada por Rovira i Virgili en su Historia dels moviments nacionalistes, siguiendo a Alexandre Plana y Valentí Almirall, contradiciendo, a quienes querían presentar el movimiento catalanista como una concentración y fortalecimiento de las energías tradicionales del pueblo catalán.

Abordando la primera de las problemáticas apuntadas, hay que atender a aquel aspecto del tradicionalismo filosófico por el que éste vino a ser como un escepticismo, pretendidamente puesto al servicio de la recepción tradicional de la verdad; con ello también la misma fe revelada quedaba inmersa y rebajada a un orden humano y social, precisamente por desconocimiento de sus bases naturales, que tan rigurosamente había afirmado santo Tomás de Aquino. Los creadores del tradicionalismo filosófico no deberían haber leído, al parecer, ni la cuestión primera de la Summa Theologica ni los primeros capítu1os de la Contra Gentiles.

Ahora bien, podría decirse que, en el orden de las relaciones de la religión y la política, el movimiento ultramontano, defensor de la autoridad infalible del Pontificado, de la generación romántica francesa, aplicaba también un esquema parecido: el escepticismo político vino a ser interpretado como si tuviese una conexión necesaria con la afirmación de la autoridad religiosa. Las fórmulas que hablaban de ser «católicos ante todo» para inferir inmediatamente la consigna de liberar el movimiento católico de cualquier concreción «legitimista», que fueron propias del «partido católico» francés durante la monarquía orleanista, tiene sus raíces ya en el pensamiento de la primera época de Lamennais, e incluso la apologética «romanista» del conde De Maistre sirvió también a los «católicos» franceses y belgas para iniciar el sorprendente modo de argumentar que ha llegado hasta nuestros días: se invoca la heterogeneidad y la trascendencia del «catolicismo» -o del «cristianismo»- frente a cualquier causa política, y se concluye en la convocatoria de todos los ciudadanos creyentes en apoyo de una única opción política.

La inmanentización de la fe religiosa por efecto de la confusión «tradicionalista», que tiene su expresión más radical en el sistema de Lamennais, puede haber sido la causa profunda del curso ulterior de una serie de actitudes, que parecen conexionarse según un sorprendente proceso: se habló primero de «catolicismo», entendido como una ideología y bandera política, que eximía de cualquier otra opción e incluso exigía evitarla; hablaron después otros de «catolicismo liberal», adjetivando así la opción religiosa con una calificación política; después, substítuyendo por «cristianismo» el término primeramente empleado, que de algún modo aludía a la realidad católica, se sustantivizó la opción política, para utilizar sólo como adjetivo la palabra significativa de lo religioso, y se habló de «democracia cristiana»; en nuestros días se expresa abiertamente la reducción a instrumento y medio del ideal religioso, y se habla de «cristianos para el socialismo».

Ya en aquellos años notaron pensadores de diverso signo que, mientras se invocaba la independencia de la Iglesia respecto de las causas políticas, se venía a exhortar a los católicos a ponerse al servicio del liberalismo o de las más radicales revoluciones: así lo notaron, por ejemplo, hombres tan distintos como Donoso Cortés y Dupanloup, que después de la revolución de febrero de 1848, se sentía enfrentado a quienes, si quisiéramos nombrarles según esquemas conceptuales de hoy, hubieran podido ser llamados «católicos para la República».

El indiferentismo político, que hallamos en décadas posteriores en corrientes tan opuestas como el tradicionalismo integrista, escindido del legitimismo carlista, y en los que se integraron en la «Unión católica» procedentes de los sectores transigentes de la política «Monárquico-Católica», tiene conexiones inconfundibles con las «traducciones» españolas del ultramontanismo francés, como las que hallamos en El Católico, en José María Quadrado, y en los hombres de 1a escuela apologética catalana.

El sobrenaturalismo de Donoso Cortés y el realismo metafísico, no contaminado por la filosofía tradicionalista, de Jaime Balmes, pueden dar razón, como se analiza acertadamente en el presente estudio, de que ni uno ni otro alzaran en España una bandera de «partido católico». Se ha de reconocer, no obstante, que el intento balmesiano de conciliación política, que tenía como una de sus condiciones el enlace matrimonial por el que se hubiese superado la lucha dinástica -intento fracasado no por la resistencia del pueblo carlista, de la que se ha hablado muchas veces, forjando con ello una historia-ficción, sino por la intransigencia antitradicional de los liberales moderados, como advirtió con precisión Ignasi Casanovas- fue posteriormente invocado según una dialéctica confusa, que comienza llamando a la conciliación, incluso en nombre de motivaciones religiosas, para concluir simplemente en la cancelación de los ideales y valores tradicionales y la entrega al servicio de los ideales opuestos; lo que en el fondo es un resultado contradictorio con el intento balmesiano.

Contempladas 1as cosas desde Cataluña, tal vez habría que reconocer, en la inconsistencia doctrinal del tradicionalismo filosófico y en las delicuescencias de la apologética romántica, la raíz remota de la facilidad con que los descendientes aburguesados de los menestrales o de las familias rurales de la Cataluña carlista, pasaron, después de algunas generaciones, al campo, liberal en definitiva, del catalanismo «regionalista». Este cambio de posición constituía en lo político, y en muchos aspectos también en lo cultural e ideológico, una ruptura con la tradición familiar y social de aquella Cataluña carlista, en la que persistía, hasta tiempos no muy lejanos, la Cataluña en su modo de ser tenazmente tradicional. Fue Rovira i Virgili quien tuvo la sinceridad de reconocer que «los herederos de 1640 y de 1714 son en realidad los carlistas de la montaña catalana».

La conexión así afirmada entre las guerras catalanas contra la «modernidad» absolutista, y las de siglos posteriores en las que se combatió reiteradamente contra el jacobinismo y el Estado liberal, hace comprensible un hecho casi generalmente silenciado. El pueblo catalán es aquel que, entre todos los pueblos de España o de Europa: ha vivido en más ocasiones y durante más tiempo en guerra contra el Estado inspirado en los principios de la Revolución francesa: la Guerra gran; la Guerra de la Independencia contra el Imperio napoleónico; la de la Regencia de Urgel contra la Constitución de Cádiz, durante el trienio liberal de 1820-23; la de los agraviats, en 1827; la «primera guerra carlista», la de los matiners, de 1846 a 1849; y la «segunda guerra» carlista, de 1872 a 1876.

Para caracterizar, de una manera sociológicamente adecuada, el injerto del tradicionalismo francés en España por mediación del ambiente de la burguesía isabelina moderada de Cataluña, es necesario no desatender al hecho de la vigorosa pervivencia de la más pura tradición escolástica en la Cataluña misma y en las tierras hermanas de Valencia y Mallorca. Una tradición escolástica, tomista principalmente, a la que pertenecieron numerosos apologistas y polemistas antiliberales de estas tierras, en las que la 1ínea de pensamiento que Ignasi Casanovas califica de intransigente y cerrada, y que Menéndez y Pelayo denomina «escolástica póstuma», es superior, por el número de sus representantes y por la influencia de su tarea, a la que hallamos en otras tierras y pueblos hispánicos.

A los nombres ya anteriormente citados podrían añadirse otros como los de Fra Esteve d'Olot, el santo misionero capuchino, cuya hija espiritual fue Santa Joaquina de Vedruna, y que con su predicación ferviente, y explícitamente opuesta al constitucionalismo liberal, parece haber alentado el espíritu combativo de sus contemporáneos; o el Doctor Caixal i Estradé, el que fue Obispo de Seo de Urgel, y que orientó también la tarea apostólica del ya beatificado Manyanet y Vives. En definitiva, no habría que ignorar cuál fue el arraigo sociológico de toda aquella generación de fundadores y misioneros, en una época de la que afirmó Vicens Vives que «nunca en Cataluña había habido tantos santos como entonces».

Conviene no dejar tampoco de notar el revelador desenfoque del calificativo de «póstuma» atribuido a aquella corriente. Porque los escritores escolásticos contrarrevolucionarios de esta tierra no sólo continuaron escribiendo durante muchos lustros, sino que se hicieron presentes más allá de nuestras fronteras. El dominico Xarrié -presentado siempre como uno de los más intransigentes y anticuados entre aquellos representantes del puro escolasticismo y de la intransigencia antiliberal- fue en la década de los cuarenta del pasado siglo, después de exiliarse de España al fin de la guerra carlista, regente de estudios de Santa María Sopra Minerva, la casa de estudios romana de la Orden de Predicadores; su compañero de hábito y colaborador Narciso Puig ocupó el mismo cargo en el Colegio Teológico de Bolonia, centros ambos de decisiva influencia en el resurgir del tomismo en Italia. Xarrié y Puig publicaron en colaboración, en 1861, en latín, unas Instituciones Teológicas según la mente del Doctor Angélico, y en 1865 una obra polémica contra los errores vigentes, en la línea del Syllabus de Pío IX, promulgado el año anterior.

Si en una perspectiva general española resulta irrisoria la calificación de póstuma atribuida a una corriente escolástica que podríamos considerar como perviviendo desde entonces hasta nuestros días, en Fonseca, Norberto del Prado, Santiago Ramírez y sus discípulos; en una perspectiva catalana no resulta menos sorprendente el calificativo, si no dejamos en el olvido la tenaz persistencia de las tradiciones escolásticas en Cataluña; a las que hay que atribuir lo más nuclear del pensamiento de Torras y Bages -para quien la filosofía y la teologia de santo Tomás constituía la raíz de la tradición cultural y elemento esencial de la educación colectiva del pueblo catalán- y que se prolongan hasta nuestros días. Por citar sólo algunos nombres, recordemos las tareas del cardenal Vives y Tutó, del estudioso de la escuela franciscana Miguel Oromí, del metafísico suarista Roig Gironella, y el profundo impacto de la acción espiritual y cultural que desarrolló en Barcelona el jesuita mallorquín Ramón Orlandis, maestro y creador de la actual escuela tomista barcelonesa.

Hay que atreverse a un acercamiento a los hechos en sí mismos, prescindiendo de las nebulosas que han encubierto las conexiones reales y los valores profundos de la tradición de Cataluña. Hay que prescindir del desdén novocentista hacia Verdaguer, y del olvido y ocultamiento del modo de ser de nuestro pueblo, ocurrido en las recientes décadas de marxistización del catalanismo. Tiempo en que hemos tenido que sufrir el desconocimiento, por las nuevas generaciones, de las expresiones más auténticas y populares de la literatura y de la música religiosa catalana; y el empeño, a veces apoyado en la invocación del genio artístico de Gaudí, por detener la construcción del templo de la Sagrada Familia.

Si nos encaramos con los mismos hechos, como ocurre en el presente estudio del profesor Alsina, encontraremos que la innegable calidad cultural de algunas de las tareas de los hombres de la generación romántica catalana no puede ocultar aquel desarraigo y extrinsecismo de sus actitudes y vivencias. En un aspecto literario, aquella generación pudo ser caracterizada por Antonio Rubió y Lluch -hablando en 1918 en la Universidad de Barcelona sobre la figura de Milá y Fontanals- como la que por primera vez desde los días de Boscán creaba en Cataluña una escuela literaria castellana; y añadía enseguida que «de esta escuela, que parecía había de ser la negación de nuestra propia personalidad, y que iba a realizar la obra de asimilación literaria, que tres siglos no habían podido conseguir, surgió cabalmente nuestro actual renacimiento, que en rigor no fue más que su continuación lógica».

El propio Ignasi Casanovas reconoce que se dan «dos irrupciones poderosas, una la del romanticismo francés y la otra la del romanticismo castellano, y también Menéndez y Pelayo hubo de escribir refiriéndose a Rubió y Ors, en 1889: «Debe advertirse que en ellas -en sus poesias- se revela a cada paso la intención de hacer poesía catalana... pero tiene más bien el color general de la poesía romántica francesa y española en que su autor se educó. Víctor Hugo y Zorrilla fueron sus principales maestros». «Es poesía enteramente moderna, y a esto debe su vitalidad y fuerza».

Posteriormente, hablando en Barcelona en 1908 sobre Milá y Fontanals, reconocería que «la poesía popular salvó a la literatura catalana», citando en su apoyo a Marian Aguiló. «Sin esta benéfica levadura... la renaciente poesía se hubiera extraviado por los fáciles senderos de la imitación de los románticos franceses y castellanos». Es claro que esta «poesía popular» es muy principalmente la de Mossen Cinto Verdaguer, aquel por quien «a la hormiga le nacieron alas de águila», y que internacionalizó la lengua catalana desde una fuerza de enraizamiento comarcal apoyado en su entorno vital y familiar de la «Plana de Vich».

A pesar del carácter excepcional de la Oda de Aribau y de la obra poética catalana de Rubió y Ors, resulta extraordinariamente significativo el que fuese Rovira i Virgili, historiador y teórico del nacionalismo catalán, quien de forma más expresa atribuyese a los hombres de aquella generación literariamente castellanizada, el carácter de iniciadores del posterior catalanismo cultural y político. Con rotunda sinceridad habla de la supervivencia de una literatura en lengua catalana, decadente y «vallfogonesca», para afirmar que el espíritu de modernidad, que haría posible el ulterior nacionalismo, se gestó en escritores que en su mayoría eran cultivadores exclusivos de la lengua castellana. Su juicio es, también en esto, coherente con la interpretación extrincesista de los orígenes del catalanísmo.

Por esto es posible que, quienes discrepamos radicalmente de sus juicios de valor, coincidamos con él en el juicio de hecho sobre el carácter extrínseco a 1as seculares y profundas energías de la tradición catalana, de aquel movimiento generado por un impacto «revolucionario», matizado de romanticismo literario walterscottiano, de historicismo jurídico, de psicologismo filosófico «escocés», y en los hombres y tareas de que se ocupa el presente estudio, de los elementos ideológicos y actitudes apologéticas características del tradicionalismo francés.

Es un encubrimiento del problema seguir utilizando los tópicos que presentan un contraste entre una Cataluña del interior, de la montaña, de mentalidad antigua y tradicional, y una Cataluña del litoral, abierta, liberal y prgresiva, para presentar después los movimientos cuturales y políticos catalanistas, especialmente a partir de las décadas de la politica «regionalista», como un esfuerzo de síntesis y convergencia de aquella doble tradición. De este modo se encubre aquel origen extrínseco, su carácter de impacto cultural producido en la década que sigue al año cuarenta del pasado siglo, en los sectores de una burguesía barcelonesa plenamente inmersa en 1a sociedad de la «España nueva» de la monarquía borbónica isabelina, pero que constituía por lo mismo como un islote en la Cataluña real de enrtonces, e incluso en muchos aspectos descentrado de la vida real que se continuaría también en posteriores generaciones catalanas.

Si, buscando los antecedentes que hicieron posible la cultura de la generación romántica -iniciadas ya por las tareas de El Vapor durante la guerra civil, y El Europeo en el trienio liberal-, los pudiésemos hallar en los ilustrados catalanes, o en el humanismo y eclecticismo de los hombres de la Universidad de Cervera a mediados del siglo XVIII, como lo sugieren las investigaciones respectivas de Bonet Baltá, o de Casanovas y Batllori, nos encontraríamos con un origen más remoto cronológicamente, pero no menos «extrínseco» que el afirmado por Rovira i Virgili. Estamos, en efecto, en ambientes y actitudes de los que, desde una perspectivaa interna al modo de ser catalán, no sólo habría que decir que se movían en los condicionamientos impuestos en España por el advenimiento de la dinastía borbónica, sino que también, por ello mismo, tendrían que ser calificados como botiflers.

Tal vez, el sentido de aquella cultura de la burguesía moderada, que el propio Maragall describió como «de un aire serio y provinciano, un matiz discreto pero un poco triste, porque la verdadera vida de la tierra no se había despertado todavía», y el posterior empeño de confundir «la voluntad de ser» de Cataluña con la radicalizadón y generalización de corrientes extrínsecas a su tradición, expliquen el hecho, que podría parecer paradójico, de que el pretendido autenticismo, búsqueda de identidad y voluntad de ser del nacionalismo catalán, tengan tantas veces el carácter de un esfuerzo para hacer de Cataluña un pueblo desmemoriado y desmedulado.