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A modo de carta abierta

TESTIMONIO DE AGRADECIMIENTO POR EL NUEVO CATECISMO

Francisco Canals Vidal

CRISTIANDAD, núm. 743-745, Barcelona, abril-junio 1993, págs. 3-5

Advirtió Pablo VI, en 12 de enero de 1966: «No hay que olvidar que las enseñanzas del Concilio no constituyen un sistema orgánico y completo de la Doctrina católica; ésta es mucho más amplia... No debemos desatar las enseñanza del Concilio del patrimonio doctrinal de la Iglesia, sino ver cómo se insertan en él, cómo son con él coherentes, y cómo aportan al mismo, testimonio, incremento, explicación y aplicación».

«No estaría en lo cierto quien pensase que el Concilio representa un desasimiento, una ruptura, o como algunos piensan, una liberación de la enseñanza tradicional de la Iglesia».

Lo que Maritain calificó como «cronolatría» -y que ha sido tal vez una parte de la «desconocida grieta» por la que, según afirmó el propio Pablo VI, se había infiltrado en la Iglesia «el humo de Satanás»-- ha sido probablemente el motivo más profundo de la constante tendencia a olvidar aquella advertencia pontificia.

Sin duda por esto se ha podido dar en algunos sectores del pensamiento católico una actitud como de sorpresa ante la publicación del nuevo Catecismo de la Iglesia Católica.

Era perfectamente previsible, por la misma naturaleza y fmalidad del texto, aprobado y promulgado por la autoridad de la Santa Sede como «exposición de la fe de la Iglesia y de la doctrina católica», que en éste se habían de reafirmar y sistematizar las verdades que la Iglesia propone -en su magisterio ordinario o extraordinario- para ser creídas como reveladas por Dios, y aquellas verdades conexas con el misterio salvífico que la Iglesia tiene también misión de proponer a los hombres en cumplimiento de su mandato divino.

Recientemente ha recordado Juan Pablo II que el hecho de que el nuevo texto haya de entenderse como dirigido a facilitar la redacción de Catecismos locales, no significa que sea en sí mismo sólo un «estadio previo». Dirigido por el Papa «a los pastores de la Iglesia y a los fieles, se ofrece a todos aquellos que deseen conocer mejor las riquezas inagotables de la salvación».

Con rectitud de intención y disponibilidad obediente hacia los pastores de la Iglesia, un cristiano laico no tiene que esperar, para nutrirse del sano alimento espiritual que se le ofrece, a que grupos formadores de opinión, pretendidamente apoyados en los conocimientos de los «expertos», condicionen y mediaticen su lectura del Catecismo.

Por lo mismo, como está en su derecho a leerlo, según le invita el propio Papa, está también en su derecho a expresar públicamente su agradecimiento a la Cátedra Apostólica por el precioso don.

Estas líneas no quieren ser sino esto: un testimonio de agradecimiento. No pretenden, en razón de su necesaria brevedad, constituir un «estudio» histórico o teológico sobre el nuevo texto. Con el intento, únicamente, de expresar de un modo fundado nuestro agradecimiento, no hacemos sino apuntar algunas características, y aludir a algunos contenidos del texto.

Este contiene «cosas nuevas y cosas antiguas», y en él se manifiesta aquel crecimiento y progreso «homogéneo», es decir, «en la misma enseñanza, en el mismo sentido y en la misma doctrina» de que hablaba también el Concilio Vaticano I.

«Fe y doctrina católica». Lo que no contiene el Catecismo son «opiniones» ofrecidas a la discusión. Convendría no olvidar que ninguna opinión puede ser, en sí misma, verdad salvífica, ni tiene por qué ser contenido esencial de una tarea de predicación o de catequesis. Por la misma naturaleza de su aprobación y publicación, el Catecismo ha de ser recibido como un acto del magisterio ordinario de la Santa Sede, que ofrece a los cristianos un tesoro de verdades que han de ser creídas con fe teologal, o afirmadas con asentimiento cierto, u obedecidas en la vida moral individual y colectiva como cumplimiento de la Ley y voluntad de Dios.

En el Catecismo no había de encontrarse derogación o mutación de lo enseñado «siempre, por todos y en todas partes», aunque sí desarrollo, progreso doctrinal, y nuevas aclaraciones e iluminaciones en aquellos ámbitos sobre los que recae la misión del magisterio de la Iglesia.

No ha de causar sorpresa, sino ser motivo de agradecimiento, el que el nuevo Catecismo contenga precisamente un abundante tesoro de «reafrrmaciones» de enseñanzas que a veces se olvidaban o arrinconaban, y con ellas, nuevas, y en cierto sentido inesperadas aportaciones, al tesoro perenne de la Iglesia. La lectura del Catecismo constituye desde esta perspectiva una experiencia profunda de la Tradición viva de la Iglesia.

Una doctrina sobre Cristo, rica en referencias a los Concilios de Oriente y a los Santos Padres que fueron Doctores de la Trinidad y de la Encamación, corona la afrrmación de que «el Hijo de Dios es verdaderamente hombre», y su enseñanza de «cómo es hombre el Hijo de Dios», con unos textos del Concilio Vaticano II y de la Haurietis aquas sobre «el Corazón del Verbo Encamado».

La luminosa exposición del artículo del Credo sobre el Espíritu Santo, como la del texto «nació de María Virgen», se prolonga en desarrollos intrínsecos a los distintos pasajes, con lo que se llega a dar todo un tesoro de doctrina de fe sobre el Espíritu Santo, sobre María, Madre de Dios, Inmaculada en su concepción, «perpetuamente Virgen», «Asunta al Cielo», «Madre de la Iglesia».

La doctrina de la salvación se apoya en una fundamentada exposición sobre el pecado original y sus efectos en la humanidad. No es sorprendente, pero sí es muy digno de ser ponderado y agradecido, que en el Catecismo resplandezca la fidelidad a la tradición católica, sobre cuya vigencia y validez habían tenido que formularse advertencias reiteradas en los últimos pontificados.

El Catecismo tiene una característica propia en su amplitud de horizonte ecuménico. Como se ha notado autorizadamente, el Papa se muestra en él, en verdad, sucesor de Pedro, y no sólo «Patriarca de Occidente». Fuentes patrísticas, litúrgicas y jurídicas de las Iglesias de Oriente ambientan sus desarrollos en muchas cuestiones sobre los sacramentos y sobre la oración.

Un doble desarrollo, en sí mismo nada complejo e integrado por elementos incompatibles, encontramos en la parte moral. Podríamos decir que la obra de los Doctores de la Iglesia Tomás de Aquino y Alfonso María de Ligorio confluye en la sucesiva sistematización sobre la vida en Cristo, realizada por la actuación de las virtudes y de los dones del Espíritu Santo --que aparecen con firmeza serena y como algo ya adquirido en la Iglesia en cuanto a su función en aquella vida- y regulada y juzgada según la divina Ley expresada en el Decálogo.

No quisiera omitir en este testimonio de agradecimiento la alusión a la estimulante presencia de las palabras de los santos y de los autores espirituales, que apoyan e iluminan con su misteriosa experiencia la palabra divina en la Iglesia santa a través de los siglos.

Este Catecismo, en su vertiente de exposición de la «Doctrina católica», propone a la enseñanza catequística parte substancial de la «Doctrina social católica», lo que constituye sin duda un importante desarrollo y renovación, o más bien incorporación de «cosas nuevas» al tesoro permanente.

Que mantenga la afirmación de la «licitud» de la aplicación de la pena de muerte por el poder político es también un signo de continuidad, no sólo con lo que enseñó Pío XII, sino con lo que en tiempo de Inocencio III se exigía admitir a los «Valdenses» que volvían a la Iglesia (en una carta al Arzobispo de Tarragona de 1208) (Véase DS 795).

Si quisiéramos aludir a otro punto sobre el que se ha suscitado cierta polémica desorientadora, el de la ordenación reservada exclusivamente a los varones, convendría observar dos cosas. En primer lugar recordar en este punto lo que afirmaba San Agustín en un escrito defendiendo el uso de la Iglesia acerca del Bautismo: «Las cosas que no hallamos en las Escrituras de los Apóstoles, ni en los Concilios de sus sucesores, pero que vemos custodiadas por toda la Iglesia, creemos que han sido por los mismos Apóstoles transmitidas y establecidas» (Rouet de Journel núm. 1623).

En segundo lugar convendría atender al hecho de que, al hablar del Sacramento del Orden, el Catecismo afirma que «el sacerdocio ministerial está al servicio del sacerdocio común en orden del desarrollo de la gracia bautismal en todos los cristianos» (núm. 1547). Ordenación de todo lo más «determinado» --carismas, ministerios, institutos religiosos- a lo más universal y común, que es la gracia santificante y al cumplimiento perfecto de los preceptos divinos. La santidad no es «de consejo», ni reservada a los ministros sagrados, sino vocación universal del cristiano, lo que afirmó ya Santo Tomás y queda por lo general poco advertido.

Concorde con la doctrina del Concilio Vaticano II, el texto del nuevo Catecismo, a la vez que puede constituir un rayo de luz para laicos y ministros ordenados, aclara también el sentido servicial, de respuesta a una elección divina para el bien del pueblo cristiano, de la ordenación sagrada, que no tiene nada que ver con el tema de «la igualdad de los derechos» de los hombres o con «la dignidad de la mujer».

Que el Catecismo no pretenda por su naturaleza proponer nuevas «definiciones» a la enseñanza dogmática de la Iglesia, no puede ser tomado como pretexto para ignorar las aportaciones, algunas de ellas muy enriquecedoras, a la sistematización que presenta de la doctrina católica, en especial en el campo de verdades de orden racional inseparablemente conexas con la fe.

Con aquel ánimo de expresión de agradecimiento, y sin intento de análisis o de comprensión sistemática, me atrevo a aludir como ejemplo a algunos iluminadores pasajes: sobre la revelación del Nombre inefable «Yo soy el que soy», el Catecismo afirma (213): que «contiene la verdad que sólo Dios Es. En este mismo sentido, ya la traducción de los Setenta y, siguiéndola, la Tradición de la Iglesia han entendido el nombre divino: Dios es la plenitud del ser y de toda perfección... Mientras todas las criaturas han recibido de Él todo su ser y su poseer. Él sólo es su ser mismo y es por sí mismo todo lo que es». No podría dejar de notar que aquí, a la vez que se confirma, como Tradición de la Iglesia, una exégesis del texto bíblico que bastantes consideraban pasada de moda o superada por los nuevos conocimientos, se utiliza un lenguaje muy vecino, por no decir idéntico, al que adoptó SantoTomás de Aquino para la «definición metafísica de Dios» y para la interpretación del pasaje aludido. Lo mismo podría decirse del modo en que el Catecismo afirma que «es una verdad inseparable de la fe en Dios creador que Dios actúa en las obras de sus criaturas. Es la causa primera que opera en y por las causas segundas» (308).

Si se hubiesen tenido siempre presentes los reiterados testimonios del magisterio eclesiástico sobre la coherencia con el misterio revelado de la sistematización filosófica elaborada por Santo Tomás de Aquino, esta presencia del lenguaje del Doctor Angélico en puntos dogmáticos o necesariamente conexos con el dogma no causaría a nadie desazón.

En realidad, hallamos no sólo citada abundantemente la obra de Santo Tomás de Aquino en la exposición doctrinal del Catecismo, sino que éste nos trae la significativa y enriquecedora «sorpresa» de citar, en su número 318, con la referencia a DS 3624, el texto de la vigésima cuarta de las célebres «24 tesis» aprobadas durante el pontificado de San Pío X por la «Congregación de Estudios» en 27 de julio de 1914.

Si recordamos que aquel decreto no hacía sino dar una interpretación auténtica de la directiva pontificia según la cual «el apartarse de Santo Tomás, principalmente en las cuestiones metafísicas, no se hará nunca sin grave detrimento», advertiremos mejor la trascendencia del hecho de que una de aquellas tesis haya sido incluida para precisar el sentido de una enseñanza, de carácter dogmático, en la que se sostiene que «ninguna criatura tiene el poder infinito que es necesario para crear en el sentido propio de la palabra». No olvidemos que varios doctores escolásticos, anteriores y posteriores a Santo Tomás, e incluso éste en sus primeras obras, sostuvieron tesis opuestas a las que se expresaron en aquella «tesis» que entonces se aprobó como perteneciendo a los «principios y enunciados mayores del Doctor Angélico».

Quisiera terminar este breve testimonio de agradecimiento a la Cátedra Apostólica recordando una iluminadora observación sobre la vida de la Iglesia que oí reiteradamente formular al P. Ramón Orlandis, el que fue mi maestro. La infalibilidad del magisterio se refiere a la palabra con la que la Iglesia enseña, y no es invalidada por los que llamamos «gestos», «imponderables ambientales», o «significativos silencios» como algunos se han complacido siempre en invocar. El silencio no deroga la palabra y quien calla no dice nada. Mucho menos puede ser «la moda» impuesta por razones «culturales», según las que se exalta la especial autoridad de ciertas «líneas» teológicas, un criterio apto de discernimiento.

La «cronolatría» de que hablábamos ha sido causa de que se haya tendido a dar por «superado» y arrinconado para siempre, todo aquello que parece haber sido silenciado y que se ha tratado de hacer olvidar. Algunos se habrán sorprendido así de ver reaparecer doctrinas definidas en Trento sobre la «confesión», el Sacrificio eucarístico, la presencia real y la «transubstanciación». Cuando el magisterio pontificio recordaba tales enseñanzas dogmáticas, se aludía entonces a cierta pervivencia de actitudes «conservadoras» o «preconciliares».

Entiendo con plena convicción que es un motivo profundo de agradecimiento que el texto del nuevo Catecismo, al reafirmar un tesoro abundante de enseñanza tradicional en el campo de la fe y de la doctrina católica -mencionemos la preciosa sistematización sobre la doctrina de la Iglesia sobre la libertad religiosa como desarrollo del primer precepto: «a Él sólo darás culto», que incluye la referencia a las Encíclicas Libertas de León XIII y Quas Primas de Pío XI, así como a la Quanta cura de Pío IX- nos haya venido a «despertar del sueño», y a hacer brillar ante la faz de la Iglesia y de todos los hombres la perennidad de la doctrina y su crecimiento y desarrollo homogéneo «en la misma enseñanza, en el mismo sentido y en la misma doctrina».

Francisco Canals Vidal

Barcelona, 21 de mayo de 1993