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La democracia atea (Revolución política y ateísmo)

Francisco Canals Vidal. Cristiandad. Barcelona. N. 607. Octubre 1981

«Las novedades deplorables y dañosas promovidas en el siglo XVI, que trastornaron primeramente la religión cristiana, vinieron en consecuencia a trastornar la Filosofía, y por medio de ésta, todo el orden de la sociedad civil. De aquí se originaron, como de fuente primera, aquellos principios modernos de libertad desenfrenada, inventados por la gran revolución del siglo pasado y propuestos como base y fundamento de un derecho nuevo, desconocido hasta entonces, y que está en oposición, en muchos puntos, con el derecho cristiano e incluso con el derecho natural».

«En una sociedad informada por tales principios no hay más origen de autoridad sino la voluntad del pueblo, que siendo el único dueño de sí mismo, es también el único a quien se debe obedecer.••; para nada se tiene en cuenta el dominio de Dios, ni más ni menos que si no existiese, o si no tuviese cuidado del género humano, de la sociedad o de los hombres, y como si los hombres no tuviesen ningún deber para con Dios, y como si fuese imaginable un poder político sin que no tenga de Dios mismo el principio, la potestad y la autoridad para gobernar».

Estas palabras de León XIII en su encíclica Inmortale Dei «Sobre la constitución cristiana de los Estados» (2 de noviembre de 1885) contienen la orientación esencial y decisiva acerca del problema que en el orden práctico y político se plantea a la conciencia de los católicos en el mundo posterior a la Revolución francesa.

Sucesivos sistemas sociales y políticos, inspirados cada vez más radicalmente en principios filosóficos anticristianos, y que consisten esencialmente en su puesta en práctica, han desafiado a los católicos, especialmente en sus actitudes culturales y políticas, desde una doble línea de argumentación:

Los que se oponían en nombre de los principios cristianos al «derecho nuevo» nacido de la gran revolución eran acusados de intentar defender el orden social antiguo con pretextos religiosos; por lo mismo se les presentaba también como enemigos del progreso, de la libertad y de la civilización moderna, y hostiles a la emancipación y elevación de los hombres y de los pueblos frente a las injusticias.

Para escaparse de estos argumentos, ciudadanos católicos, en especial pensadores y dirigentes políticos, y también teólogos y Pastores de la Iglesia, se han sentido impulsados, a pretexto de no confundir la Iglesia con una causa humana -con la causa humana que la revolución toma como blanco de sus críticas: el «Antiguo Régimen», el «Capitalismo»- e invocando por otra parte la exigencia cristiana de apoyo a la justicia y a la libertad, a proclamar prácticamente la identidad de la causa del cristianismo en la historia con el proceso de aquellas revoluciones de inspiración inmanentista.

Así, de una premisa que invoca la trascendencia de la fe cristiana y de la Iglesia sobre las causas humanas y temporales, para negar legitimidad a una defensa política del orden cristiano frente a la destrucción revolucionaria del mismo, se ha venido a deducir en bastantes casos una conclusión inmanentista y política: cristianos para el liberalismo, cristianos para la democracia, cristianos para el socialismo, cristianos para la liberación nacionalista de los pueblos.

En otros muchos casos se ha pretendido soslayar el problema invocando como único principio la llamada «indiferencia» de la Iglesia ante las distintas opciones o partidos políticos. Pero las más de las veces la invocación de este solo principio ha sido insuficiente para la comprensión práctica de la cuestión y para orientarse sobre el sentido de los acontecimientos. Precisamente muchas de las supuestas «opciones políticas» constituyen esencialmente la puesta en práctica de una tarea descristianizadora; también, y muy principalmente, por medio de la destrucción de relaciones exigidas en la vida social por la misma ley de la naturaleza humana, y que deben presuponerse en toda vida social compatible y armónica con la fe cristiana, tales como el respeto al matrimonio y a la familia, a la responsabilidad educadora de los padres, al trabajo y a la propiedad al servicio de las realidades personales, etc.

Si se olvidan los principios filosóficos antiteísticos y antinaturales -inhumanos- de las corrientes de la gran revolución política moderna en sus sucesivas etapas, se cae en la trampa de los equívocos. No se comprenderá así que el gran Obispo catalán Torras y Bages pudiese decir que «los cristianos nunca admitirán aquel principio del parlamentarismo moderno de que una mayoría pueda volver blanco lo negro, ni negro lo blanco, hacer justo lo injusto e injusto lo justo» (Dios y el César, 19 de marzo de 1911).

El Obispo Torras y Bages pudo formular aquel juicio sobre el parlamentarismo moderno, en su pretensión de ser fuente incondicionada de la moral pública, porque advertía claramente la oposición insalvable que con el concepto tradicional de «democracia» como participación ciudadana y respeto a los derechos sociales, tiene el concepto revolucionario de la misma, que pone en la pretendida «voluntad general» la fuente incondicionada y absoluta de todo derecho.

El Papa León XIII había enseñado ya en su encíclica Diuturnum «Sobre el origen del poder» (28 de junio de 1881):

«En el siglo pasado surgió el Filosofismo, el llamado derecho nuevo, la soberanía popular, y últimamente una licencia ignorante que muchos llaman libertad; todo lo cual ha llevado consigo estas plagas llamadas comunismo, socialismo y nihilismo, tremendos monstruos de la sociedad civil que más bien parecen su muerte. Pero muchos se esfuerzan por extender y dilatar el dominio de estos males y, a pretexto de favorecer los intereses de la multitud, promueven grandes calamidades».

La responsabilidad de los ciudadanos católicos ante estos movimientos, que han llevado a la práctica la «revolución atea», para decirlo con la justa expresión del propio Torras y Bages en la citada Pastoral «Dios y el César», es tanto más grave cuanto que el anticristianismo práctico de las corrientes de la modernidad revolucionaria se ha manifestado más eficaz para arrancar la fe y corromper las costumbres que cualquiera de las herejías dogmáticas o morales de los siglos precedentes.

En La Tradició catalana, un escrito de Torras y Bages de carácter personal, pero en el que brilla también su fidelidad protunda a la doctrina católica, expresó luminosamente la eficacia descristianizadora de la política revolucionaria, describiendo su acción sobre los pueblos latinos y particularmente sobre Cataluña:

«La inmediata filiación histórica y racional de nuestro liberalismo se encuentra incuestionablemente en la famosa Declaración de los Derechos del Hombre y en el Contrato Social de J. J. Rousseau. La constitución política de las naciones modernas, por lo menos en cuanto a su sustancia y espíritu, es indudable que proviene de aquellos principios».

«El conjunto de principios emanados del concepto revolucionario formando un sistema dirigida al gobierno de los hombres y a la constitución social de la sociedad, es llamado generalmente Liberalismo. Domina en la mayor parte de la Europa contemporánea, y principalmente también en el mundo latino de uno y otro hemisferio; de manera que nuestra raza, de inteligencia privilegiadísima, que tuvo bastante penetración racional para no dejarse engañar por el error en su forma religiosa y metafísica, en la invasión protestante; se encuentra dominada por el mismo error en el orden político y práctico, debido tal vez en parte a su temperamento generoso y poco analítico, y este error va minando de manera visible su antigua y fortísima constitución».

Esta fuerza corruptora de la revolución atea se ha visto ayudada por la ignorancia de aquel su carácter contradictono con la concepción cristiana de la sociedad, posibilitada por los equívocos de lenguaje y el seductor atractivo de sus pretendidos ideales. Pero también por la debilidad de la actitud pública de los católicos a quienes se han ofrecido pretextos de prudencia, reconciliación ciudadana, realismo y posibilismo político y conveniencia de evitar males mayores, para renunciar en su vida colectiva y pública a convicciones acordes con la fe.

A través de tales actitudes se ha pasado del reconocimiento de las situaciones de hecho a la adhesión a los principios que han desterrado a Dios de la vida social. De esta forma el ciudadano católico se ha entregado al «absolutismo de la democracia», No hay que olvidar que la democracia inspirada en la filosofía inmanentista es el más absoluto de los regímenes políticos y tiene su consumación natural en el totalitarismo socialista, siempre que no sea frenada o compensada por otras fuerzas o resistencias en la sociedad.

Intrínsecamente ligado a este absolutismo de la democracia atea, es decir, de la democracia derivada de la revolución atea, es aquella concepción que Pío XI llamaba «laicismo» y presentaba como la peste de nuestro siglo, y que se ha presentado después como la corriente de olvido de la referencia de lo temporal y profano a lo eterno y sagrado que Paulo VI definió como «nefasto secularismo».

Por esto también conceptos como el de «la autonomía de lo temporal», que se presentan muchas veces como algo justo y legítimo, toman desde la filosofía del secularismo laicista -conexa con la comprensión inmanentista y atea de la democracia- un sentido totalmente incompatible con la fe. Leemos en el Concilio Vaticano II, en Gaudium et Spes:

«Si por autonomía de las realidades terrenas entendemos que las cosas creadas no dependen de Dios y que el hombre puede usarlas sin referencia alguna al Creador, no hay creyente que no vea la falsedad de tales opiniones».

Pero la realidad es por desgracia muy distinta y son bastantes los creyentes que no ven esta radical oposición, víctimas de aquellas argumentaciones falaces, a través de las cuales se ha contaminado la mentalidad de bastantes teólogos y eclesiásticos con los ideales políticos tantas veces condenados por el magisterio pontificio. Pierden así de vista la enseñanza católica, que había sido recordada también por el Papa Juan XXIII en su encíclica Pacem in terris:

«La autoridad es exigida por el orden moral, y toma su origen en Dios. Por tanto, si las leyes o preceptos de los gobernantes estuviesen en contradicción con aquel orden y, por consiguiente, en contradicción con la voluntad de Dios, no tendrían fuerza para obligar en conciencia, puesto que «es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres»; todavía más, en este caso, la autoridad dejaría de serlo y degeneraría en abuso».

«Obedecer a Dios antes que a los hombres» es algo que puede exigir en muchas ocasiones del cristiano el abrazarse con la Cruz de Cristo. Sólo así podrá mantener incólume su fe y ofrecerla a sus hermanos. El Magisterio Pontificio, especialmente a partir del gran Papa Pío XI, ha insistido en la necesidad de proclamar el ideal cristiano ante el mundo de hoy:

«Si todos los fieles -afirma en la encíclica Quas primas sobre la institución de la fiesta de Cristo Rey, de 11 de diciembre de 1925- comprendiesen su deber de militar con constancia y esfuerzo bajo la bandera de Cristo Rey, ciertamente se aplicarían con celo apostólico a reconciliar con Dios los espíritus ignorantes u hostiles, y se esforzarían por defender incólumes sus derechos. ¿No es verdad que para reparar de alguna manera la pública apostasía nacida del laicismo con tan grave perjuicio para la sociedad, es de suma utilidad que se celebre anualmente la solemnidad de Cristo Rey? Cuanto con más indigno silencio se silencia el nombre de nuestro Redentor en las asambleas internacionales y en los Parlamentos. tanto más alto conviene que se le proclame, y que se afirmen más extensamente los derechos de la Potestad y de la Realeza de Cristo».

La alusión a las Asambleas Internacionales y a los Parlamentos no deja lugar a dudas sobre la intención del Papa Pío XI de remediar con la fiesta de Cristo Rey el laicismo dominante en la política y en la vida internacional. Pocos años después, en un documento de capital importancia en la historia del culto al Sagrado Corazón de Jesús, expresaba de nuevo el juicio de la Iglesia sobre la apostasía de los pueblos realizada en las revoluciones políticas anticristianas, a la vez que expresaba la aprobación y aliento de la Iglesia hacia la corriente de esperanza hacia el Reinado de Cristo surgida en el pueblo cristiano:

«En los tiempos pasados y en estos tiempos nuestros, por las maquinaciones de los impíos se ha llegado a rechazar el dominio de Cristo Señor nuestro, y a promover oficialmente guerra a la Iglesia, legislando y promoviendo plebiscitos contrarios al derecho divino y natural, y reuniéndose asambleas en las que se clamaba: "No queremos que Este reine sobre nosotros". Verdaderamente, con la consagración al divino Corazón de Jesús, puede decirse que brotaba con fuerza unánimemente por parte de los devotos del Sacratísimo Corazón, para vindicar su gloria y afirmar sus derechos, esta afirmación: Es necesario que Cristo reine. Venga tu Reino». (Miserentissimus Redemptor. 8 de mayo de 1928).

FRANCISCO CANALS VIDAL