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Anotaciones sobre el lenguaje de la fe católica en los Ejercicios Espirituales de san Ignacio de Loyola, por Francisco Canals Vidal. Cristiandad. Barcelona, nn. 835-836, enero-febrero de 2001
Presencia y fructificación en la Iglesia de una doctrina eminente
Francisco Canals Vidal. Cristiandad. Barcelona, nn. 835-836, enero-febrero de 2001
Eminencia de doctrina de los Doctores de la Iglesia
Según el gran canonista Prosper Lambertini, el que fue papa Benedicto XlV, en su clásico tratado De Servorum Dei Beatificatione et Beatorum canonizatione (L. IV, p. 2, cap. 11, núms. 11-13), para que a un santo se le pueda venerar con el título de Doctor de la Iglesia se requieren tres cosas, a saber: doctrina eminente, insigne santidad de vida y la declaración de la Iglesia hecha por el Sumo Pontífice o por el Concilio general legítimamente reunido.
Presupuesta la santidad, ya que la Iglesia nunca declara Doctores sino a santos ya canonizados, resulta patente que la nota decisiva, y lo que podríamos llamar el «carácter constitutivo» del doctorado en la Iglesia, consiste en esta eminencia de la doctrina. Las palabras y los actos de la Iglesia, en especial en las declaraciones realizadas sobre Teresa de Jesús, Catalina de Siena y Teresa del Niño Jesús, al referirse a tres santas mujeres, han puesto en claro que no se trata de una autoridad de carácter magisterial jerárquico. Tampoco, como veremos, se trata de un reconocimiento de la cualidad científica o cultural de sus escritos.
Al declarar, en 27 de septiembre de 1970, por primera vez a una mujer, santa Teresa de Jesús, Doctor de la Iglesia, el papa Paulo VI habló así:
«Sobre Teresa, la luz del título pone en evidencia indiscutibles valores que ya le eran ampliamente reconocidos: la santidad de la vida, ante todo, valores ya suficientemente proclamados en 12 de marzo de 1622 -Teresa había muerto treinta años antes- por Nuestro predecesor Gregorio XV, en la célebre canonización que con nuestra Carmelita inscribió en el catálogo de los Santos a Ignacio de Loyola, Francisco Javier e Isidro Labrador, y con ellos Felipe Neri, este último florentino-romano, y pone en evidencia igualmente, la eminencia de la doctrina en segundo lugar, aunque de modo principal».
Paulo VI se refiere aquí explícitamente a la autoridad antes citada de Lambertini. Y refiriéndose a la doctrina de Santa Teresa sigue diciendo:
«La doctrina de Santa Teresa resplandece con los carismas de la verdad, de la conformidad con la fe católica, de la utilidad para la instrucción de las almas, y también podemos particularmente notar el carisma de la sabiduría que nos hace pensar en el aspecto más atractivo y al mismo tiempo más misterioso del Doctorado de Santa Teresa: el influjo de la divina inspiración en esta prodigiosa y mística escritora.
»Estamos indudablemente ante un alma en la que se manifiesta la iniciativa divina extraordinaria, situación percibida y escrita por Santa Teresa con un lenguaje suyo propio, sencillamente, fielmente, estupendamente».
Después de describir espléndidamente el mensaje de la oración como lo más característico de la enseñanza doctoral de santa Teresa de Jesús, Paulo VI formulaba dos observaciones importantes en tomo a aquella primera declaración de una mujer como Doctor de la Iglesia:
«En primer lugar, hay que notar que Santa Teresa de Avila es la primera mujer a quien la Iglesia confiere el título de Doctor, y esto no sin recordar las severas palabras de San Pablo: «las mujeres en las Iglesias callen» (I Coro 14, 34), lo cual quiere decir, todavía hoy, que la mujer no está destinada a tener en la Iglesia funciones jerárquicas de Magisterio o de Ministerio. ¿Se habrá violado entonces el precepto apostólico? Podemos responder con claridad: no. Realmente no se trata de un título que comporte funciones jerárquicas de Magisterio, pero a la vez podemos señalar que este hecho no supone en ningún modo un menosprecio de la sublime misión de la mujer en el Pueblo de Dios.
»Al contrario, la mujer, entrando aformar parte de la Iglesia con el bautismo, participa del sacerdocio común de los fieles que la obliga a "profesar ante los hombres la fe recibida de Dios ante la Iglesia". Y en esta confesión de la fe muchas mujeres han llegado a las cimas más elevadas, hasta el punto que sus palabras y sus escritos han sido luz y guía de sus hermanos.
»En segundo lugar, no queremos pasar por alto el hecho de que Santa Teresa era española ( ..) su figura se adentra en una época gloriosa de santos que marca su siglo con la espiritualidad. Los escucha con humildad de discípula a la vez que sabe juzgarlos con la perspicacia de una gran maestra de vida espiritual, y como tal la consideran ellos.
»Por otra parte, dentro y fuera de las fronteras patrias, se agitaban violentos los aires de la Reforma (. ..) "fatiguéme mucho -escribe- y, como si yo pudiera algo, lloraba con el Señor y le suplicaba remediase tanto mal" (Camino de perfección, cap. 1, 2) Este su sentir con la Iglesia (...) la llevó a reaccionar con toda la entereza (...) de su espíritu castellano en un afán de edificar el Reino de Dios.
»A distancia de cinco siglos, Teresa de Avila sigue marcando la huella de su misión espiritual con la entereza de su amor despojado de todo apego terreno para entregarse totalmente a la Iglesia; quien pudo decir antes de si último suspiro como resumen de su vida: «En fin, soy hija de la Iglesia».
El propio Paulo VI, en la declaración de santa Catalina de Siena como Doctor de la Iglesia, en Siena (A.A.S. 1970, 30 de octubre) subrayaba de nuevo todavía más claramente la naturaleza carismática de su eminente doctrina:
«No podemos pretender de la no culta virgen de Fontebranda las altas especulaciones propias de la teología sistemática que han hecho inmortales los Doctores del Medioevo escolástico. Y si es verdad que en sus escritos se refleja, en medida sorprendente, la teología del Doctor angélico, aparece despojada de todo revestimiento científico. Lo que, sin embargo, impresiona en la santa es la sabiduría infusa, la lúcida y profunda asimilación de la verdad divina (. ..); una asimilación ciertamente favorecida por sus dotes naturales, pero evidentemente prodigiosa debido a un carisma de sabiduría del Espíritu Santo.
»Catalina de Siena ofrece en sus escritos uno de los más fúlgidos modelos de aquel carisma de exhortación, de palabra de sabiduría y palabra de ciencia que San Pablo mostró operantes en algunos fieles de la primera comunidad cristiana y de los que quiso que su uso fuese bien disciplinado, advirtiendo que tales dones no son tanto en beneficio de los dotados, sino del cuerpo de la Iglesia, como explica el apóstol: "único y el mismo es el Espíritu que reparte sus dones a cada uno según su beneplácito (1, Coro 12, 11), Y así debe redundar el beneficio de los tesoros espirituales que Su Espíritu da generosamente a todos los miembros del Cuerpo de Cristo" (1, Cor. 11, 5; Rom. 12, 8; 1, Tim. 6, 2; Tim. 2, 15). »Ya Pío II, en la Bula de su Canonización, decía: «La doctrina de Catalina no fue adquirida, y así la vimos antes ser maestra que discípula. ¡Cuántos rayos de sabiduría sobrehumana, cuántos llamamientos urgentes a la imitación de Cristo en todos los misterios de su vida y de su pasión, cuántas eficaces enseñanzas para la práctica de la virtud en los varios estados de vida, hay esparcidos en las obras de la Santa! Sus cartas son como centellas, un foco misterioso encendido en su corazón ardiente por el Amor infinito que es el Espíritu Santo».
Juan Pablo II, en la carta apostólica en que declaraba Doctor de la Iglesia a santa Teresa del Niño Jesús (19 de octubre de 1997), escribió (A.A.S. 1998, pp. 930-944):
«El estudio atento de los escritos de Santa Teresa del Niño Jesús y el eco que han tenido en la Iglesia, permiten descubrir los aspectos principales de la doctrina eminente que constituye el elemento fundamental en que se basa la atribución del título de Doctor de la Iglesia. Ante todo se constata la existencia de un particular carisma de sabiduría. En efecto, esta joven carmelita, sin una especial preparación teológica, pero iluminada por la luz del Evangelio, se siente instruida por el maestro divino que, como ella dice, es el Doctor de los Doctores (Ms. A, 83 v.), que le comunica las divinas enseñanzas (Ms. B 1 r.).
»En los escritos de Teresa de Lisieux no encontramos, tal vez como en otros Doctores, una presentación científicamente elaborada de las cosas de Dios, pero en ella podemos descubrir un testimonio iluminado de la fe que, mientras acoge con amor confiado la condescendencia misericordiosa de Dios y la Salvación de Cristo revela el Misterio y la Santidad de la Iglesia. »A pesar de que no tenía preparación y que carecía de medios adecuados para el estudio y la interpretación de los Libros Sagrados, Teresa se entregó a la meditación de la Palabra de Dios con una fe y un empeño singulares. Bajo el influjo del Espíritu Santo logró, para sí y para los demás, un profundo conocimiento de la Revelación.
»Yo mismo, en 2 de julio de 1980, quise recordar a todos: de Teresa de Lisieux, se puede decir con seguridad, permitió a su corazón revelar a los hombres de nuestro tiempo el Misterio fundamental y la realidad del Evangelio».
Así pues, la eminencia de la doctrina de los Doctores no se refiere a una autoridad de magisterio jerárquico. Obviamente tampoco se refiere a la autoridad de orden humano y científico que se pueda reconocer en los grandes teólogos, ni a la eminente calidad cultural y literaria que podría reconocerse en los predicadores cristianos. Las afirmaciones explícitas de Paulo VI y Juan Pablo II son argumento suficiente para reconocer que, aunque algunos o muchos de los Doctores de la Iglesia destaquen también por aquellas cualidades de carácter humano y racional, lo que formalmente les caracteriza como Doctores de la Iglesia, lo que la Iglesia declara para honrarlos con este título, está en el orden de los carismas,
de la palabra de sabiduría y de ciencia de que Dios les tocó para bien de la Iglesia.
Por esta razón, la eminencia de doctrina que la Iglesia reconoce y proclama en los Doctores tiene siempre como su medida en la influencia ejercida sobre el pueblo cristiano, en que el mensaje de que han sido comunicadores en virtud de los carismas que el Espíritu Santo les ha dado para bien del cuerpo místico de Cristo, ha tenido una influencia manifiesta y extensa en la vida misma de la Iglesia.
Carácter carismático de la doctrina de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio
AL planteamos la cuestión sobre la conveniencia y oportunidad de solicitar de la Santa Sede que san Ignacio de Loyola sea declarado Doctor de la Iglesia convendrá, en primer lugar, atender al carácter carismático de la sabiduría espiritual expresada en sus Ejercicios Espirituales, ya que éstos son el punto de partida de sus ulteriores progresos espirituales y a ellos hay que atribuir, sin duda, la máxima parte de la influencia ejercida por su magisterio en la Iglesia católica desde su tiempo hasta nuestros días, y también su fructificación en la fundación de la Compañía de Jesús.
El gran estudioso de los Ejercicios que fue el Padre Juan Roothaan, prepósito de la Compañía de Jesús, holandés formado en la Rusia Blanca, que estudió la lengua española para poder realizar una nueva traducción al latín, en la que buscó la máxima fidelidad al texto original, escribió:
«Al escribir el libro, era San Ignacio hombre rudo en su pluma, por ser totalmente carente de letras (J. Roothaan, Opera Spiritualia, vol. n, próg., p. 8. Roma, 1936).
Otro gran investigador de la vida de san Ignacio de Loyola, Ricardo García Villoslada, S.I., refiriéndose a la ausencia de estudios teológicos anteriores a la redacción del núcleo de los Ejercicios, escribió también:
«Contentábase su autor con las enseñanzas tradicionales que
un cristiano ordinario oye en la predicación parroquial y
aprende en los sencillos libros de devoción».
(Ricardo García Villaslada, San Ignacio de Loyola. Nueva
biografia, BAC, 1986, p. 227).
El testimonio de los discípulos y colaboradores inmediatos de san Ignacio, y el de sus propios escritos autobiográficos, nos dan un conocimiento muy preciso de cómo la acción divina formó en él la doctrina espiritual de los Ejercicios Espirituales. Así encontramos en Jerónimo Nadal:
«Aquí -en Manresa- le comunicó Nuestro Señor los Ejercicios, guiándole de esta manera, para que todo se emplease en servicio suyo y salud de las almas; lo cual demostró con devoción en dos Ejercicios, a saber, el Rey y las Banderas. Aquí entendió el fin a que todo se debía aplicar y tener por objetivo en todas sus obras que es el que ahora tiene la Compañía».
Las dos meditaciones, la de Cristo, Rey eterno que invita a trabajar con Él en su empresa de conquistar todo el mundo, y la de las dos banderas -la de Cristo, Sumo Capitán y Señor nuestro, y la de Lucifer, mortal enemigo de nuestra humana natura- núcleo, diríamos carismático, de la doctrina espiritual ignaciana, que afirma Nadal que le fueron comunicadas por Dios en Manresa, quedaron formadas por la acción divina en la mente de San Ignacio en el modo por él mismo descrito en su autobiografia, en el pasaje en que narra el acontecimiento decisivo de la ilustración del Cardoner:
«En este tiempo le trataba Dios de la misma manera que trata un maestro de escuela a un niño, enseñándole -y ora fuese esto por su rudeza y grueso ingenio o porque no tenía quien le enseñase, o por la firme voluntad que el mismo Dios le había dado para servirle- claramente él juzgaba y siempre ha juzgado que Dios le trataba de esta manera; antes si dudase en esto, pensaría ofender a su divina majestad.
»Una vez iba por su devoción a una Iglesia, que estaba a poco más de una milla de Manresa, que creo yo que se llama San Pablo, y el camino va junto al río -el Cardoner-; yendo así en sus devociones, se sentó un poco con la cara hacia el río, el cual iba hondo. Y estando allí sentado, se le empezaron a abrir los ojos del entendimiento; y no que viese alguna visión, sino entendiendo y conociendo muchas cosas, tanto de cosas espirituales como de cosas de la fe y de letras; y esto con una ilustración tan grande, que le parecían todas las cosas nuevas. Y no se puede declarar los particulares que entendió entonces, aunque fueron muchos, sino que recibió una grande claridad en el entendimiento; de manera que en todo el discurso de su vida, hasta pasados sesenta y dos años, coligiendo todas cuantas ayudas haya tenido de Dios, y todas cuantas cosas ha sabido, aunque las ayunte todas en uno, no le parece haber alcanzado tanto, como de aquella vez sola».
La Iglesia jerárquica da testimonio de la ortodoxia y la eminencia de su doctrina
De la iluminadora y orientadora rectitud de la doctrina de los Ejercicios tenemos constancia no sólo por innumerables testimonios autorizados, sino por la propia autoridad pontificia desde su aprobación por Paulo III por Breve de 31 de julio de 1548:
«El oficio del ministerio pastoral que nos ha sido confiado hacia todo el pueblo cristiano y el amor a la gloria y honor de Dios, hacen que ocupándonos de lo que contribuya a la salvación de las almas y a su provecho espiritual, nos dignemos atender a los deseos de los que nos exponen algo que pueda fomentar y alimentar la piedad en los fieles cristianos.
»Siendo así que -según exposición recientemente presentada a nosotros por obra del amado hijo, el noble varón Francisco de Borja, Duque de Gandía- el amado hijo Ignacio de Loyola, Prepósito general de la Compañía de Jesús, que Nos erigimos en esta santa ciudad y confirmamos con nuestra autoridad apostólica, compuso ciertos documentos o Ejercicios Espirituales sacados de la Sagrada Escritura y de la experiencia de la vida espiritual, y lo redactó de manera aptísima para mover piadosamente a las almas cristianas; atendido también que son utilísimos y saludables para consuelo y provecho espiritual de los fieles, no sólo por la fama que en todas partes han obtenido, según testimonio del citado Duque de Gandía, sino también por la manifiesta experiencia que ha comprobado todo esto en Barcelona, en Valencia y en Gandía. Por lo cual el mismo Duque Francisco nos ha solicitado humildemente que los referidos documentos y Ejercicios Espirituales fuesen examinados, para que su fruto se extienda más y los fieles cristianos sean invitados a usarlos con mayor devoción, y si Nos los hallásemos dignos de aprobación y alabanza, nos dignásemos a aprobarlos y alabarlos, y conforme a las razones expuestas, sancionarlos con nuestra autoridad apostólica (. ..) por las presentes aprobamos de ciencia cierta, alabamos y por el presente escrito autorizamos los referidos documentos y Ejercicios y todas y cada una de las cosas en ellos contenidas; y exhortamos vivamente en el Señor a todos y cada uno de los fieles de ambos sexos, y en cualquier parte en que se encuentren, que quieran usar de tan piadosos documentos y Ejercicios y que aprendan las devotas instrucciones que contienen».
(Breve Pastoralis officii, de 31 de julio de 1548, decimosexto del Pontificado de Pablo III).
Al aprobar todo el contenido, con sus documentos y ejercicios, del libro presentado a la Santa Sede, vemos que Pablo III acompaña su aprobación de una exhortación universal «a todos y a cada uno de los fieles de ambos sexos» a usar de ellos y a seguir las instrucciones en ellos contenidas.
De la presencia y eficaz influencia en los siglos siguientes entre el pueblo cristiano de la espiritualidad contenida en los Ejercicios ignacianos constatable por la historia tenemos, además, singularísimos testimonios dados por la «Santa Madre Iglesia jerárquica». Pío XI, al declarar a san Ignacio patrono celestial de todos los ejercicios espirituales y de todos los institutos, asociaciones y congregaciones de cualquier clase ordenadas a atender y ayudar a los que los practiquen, decía:
«Casi no hicimos más que sancionar con nuestra suprema autoridad lo que estaba en el común sentir de los pastores y de los fieles; lo cual habían dicho, implícitamente y junto con el citado Pablo JII, nuestros insignes predecesores Alejandro VII, Benedicto XIV y León XIII, al tributar repetidos elogios a los Ejercicios ignacianos, que enaltecieron con grandes encomios y con el mismo ejemplo de sus virtudes, que en esta palestra habían adquirido o aumentado todos aquellos que -para decirlo como el mismo León XIII florecieron en la doctrina ascética o en la santidad de vida los cuatro últimos siglos».
(Pío XI, Encíclica Mens Nostra, de 20 de diciembre de 1929).
En aquella misma encíclica, Pío XI alababa
«la admirable facilidad de acomodar estos Ejercicios a cualquier clase y estado de personas, la unidad orgánica de sus partes; el orden claro y admirable con que se suceden las verdades que se meditan; finalmente, los documentos espirituales que, sacudido el yugo de los pecados y extirpadas las enfermedades que corrompen las costumbres, llevan al hombre por las sendas seguras de la abnegación y de la extirpación de los malos hábitos, a las más elevadas cumbres de la oración y del amor divino» (ibid.).
Tengamos en cuenta que la eminencia de una doctrina, que caracteriza esencialmente el carisma de los Doctores de la Iglesia, se mide por su influjo y difusión. El hecho de que los textos de san Ignacio -en sus Ejercicios Espirituales, en sus escritos autobiográficos (autobiografia, diario espiritual), en sus cartas de distinto carácter, unas particulares y otras dirigidas a la Compañía de Jesús como Superior suyo, y en las mismas Constituciones de la Compañía, redactadas bajo su responsabilidad de prepósito general de la Orden por él fundada- no ofrezcan dudas en su autenticidad, y hayan sido ejemplarmente editadas reiteradamente en ediciones críticas de máxima solvencia, ha motivado que, según el parecer de competentes y expertos conocedores de estas cuestiones, un proceso canónico para su declaración como Doctor de la Iglesia no presentaría dificultad alguna.
Los carismas de la verdad y de la conformidad con la fe católica
Paulo VI habla de los carismas de la verdad y de la conformidad con la fe católica en santa Teresa de Jesús, que atribuye al influjo de la divina inspiración y a una iniciativa divina extraordinaria. Lo mismo hemos de reconocer en san Ignacio de Loyola y, en especial, en sus Ejercicios Espirituales. Advirtamos que, para definir el contenido de lo que Dios le dio a entender en la «ilustración del Cardoner», san Ignacio habla de «cosas espirituales y de fe y de letras». Es decir, no sólo del mensaje práctico sobre la vida, sino también del Misterio creído con fe teologal, y de muchos conocimientos verdaderos y ciertos «de letras», es decir, que son materias que estudian las ciencias humanas, pero que son también más profundamente entendidas desde Dios por el don de ciencia y sobre las que, por la palabra de ciencia, el fiel dotado a quien se da este carisma habla, con seguridad y certeza, recibidas por aquella comunicación divina. Esta presencia en los Ejercicios Espirituales no sólo de una doctrina práctica sobre la vida espiritual, que es su contenido inmediato, sino de las verdades de la fe católica, y de verdades por su contenido «naturales» o humanas, que están sentidas y juzgadas desde la fe y en orden a ella, lo advirtió Francisco Suárez al tratar de «la doctrina de los Ejercicios»:
«Esta doctrina es más práctica que especulativa. Siempre,
sin embargo, brilla en ella la sana doctrina. Nadie puede
poner en duda algo contenido en el libro: pues todas las
cosas están tomadas, o bien de principios ciertos y dogmáticos,
o bien de la doctrina más recibida de los teólogos. Hay que
advertir que aquella obra, en sí misma y por su
finalidad, no se destina a transmitir doctrina teológica
(...) pero debiendo suponer toda meditación para ser útil, la
verdad sobre la materia a que se dedica, por esto en
esta obra y en cada uno de los Ejercicios se supone la
verdad de la historia, cuando en ella se funda, como
ocurre en todos los Ejercicios acerca de la vida de Cristo
Nuestro señor, o del pecado de los ángeles, o de la caída del
primer hombre, y otros semejantes. En otros Ejercicios que tratan
del premio de los buenos o del castigo de los réprobos, o de
Dios mismo o de sus beneficios, o del amor que le es debido,
siempre está presupuesto el fundamento de la fe, y casi no se
funda más que en él. Y si algo se añade, se apoya en una
experiencia cierta, o está tomado de la doctrina de los Padres».
(Francisco Suárez, De Religione societatis lesu, Lib. 9 cap. V,
4).
Del luminoso juicio de Francisco Suárez vendría a ser también comprobación el significativo hecho de que sobre la doctrina de san Ignacio no versaron, a lo largo de los siglos siguientes, las polémicas doctrinales que, ya entre las diversas corrientes escolásticas, ya por parte de adversarios situados en posiciones condenadas o desautorizadas por la Iglesia, discutieron opiniones que durante siglos caracterizaron la escolástica predominante entre los jesuitas.
Parece que hay que buscar la razón de esto en la verdad de la afirmación de Suárez. Si la entendemos en su formalidad y en su significado profundo, la tesis de que «nadie puede poner en duda algo contenido en el libro» equivale a reconocer que San Ignacio no propone que «el que da los ejercicios» presente «al que los hace» doctrinas opinables, legítimamente discutibles en las escuelas católicas.
Tanto en el contenido de lo que se ofrece para ser meditado o contemplado, como en la doctrina espiritual y moral contenida implícitamente en el mismo método, o explanada en los documentos, san Ignacio no lleva al ejercitante a apoyarse en opiniones sino en verdades ciertas. De aquí que pudo decir Suárez que «todas las cosas están tomadas, o bien de principios ciertos y dogmáticos, o bien de la doctrina más recibida de los teólogos». Es notable el hecho de que, concebido el núcleo de los Ejercicios con anterioridad a cualquier estudio teológico, e incluso destacando su lenguaje por la carencia de tecnicismos, san Ignacio hable el lenguaje de la fe, con palabras asequibles a cualquier fiel cristiano, como san Atanasio, podríamos decir, habla sobre la Trinidad, como san Cirilo de Alejandría sobre el Verbo encamado, como san Agustín sobre la salvación de la humanidad pecadora por Cristo, y como santo Tomás, el Doctor Común, sobre la acción eficaz de la gracia divina cooperante, al mover al bien a la voluntad humana en su acto de elección.
Así, al proponer la petición que precede al acto de elección en el que el ejercitante busca cuál sea la voluntad de Dios en la disposición de su vida, le propone san Ignacio:
«Pedir a Dios Nuestro Señor quiera mover mi voluntad y poner en mi ánimo lo que yo debo hacer acerca de la cosa propuesta, que más en su alabanza y gloria sea, discurriendo bien y fielmente con mi entendimiento y eligiendo conforme su santísima y beneplácita voluntad» (núm. 180).
Además, hay que reconocer una coincidencia perfecta entre lo que en el orden práctico se contiene en las reglas de discernimiento de espíritus y en las normas de una sana y buena elección, y la teología de santo Tomás de Aquino sobre la gracia operante y los dones del Espíritu Santo. Esta fue la tesis del padre Ramón Orlandis Despuig, S.I., que contó con la plena aprobación de jesuitas estudiosos de los Ejercicios como Pedro Leturia, José Mª Murall y, más recientemente, Manuel Ruiz Jurado.
El sentido de Iglesia en san Ignacio de Loyola
San Ignacio de Loyola, en los Ejercicios y en la totalidad de sus escritos, se nos muestra como un Doctor del sentido de Iglesia, que es parte esencial del llamamiento de Cristo, el Rey eterno y Señor universal. Las reglas «para el sentido verdadero que en la Iglesia militante debemos tener», que coronan sus Ejercicios Espirituales, aunque respondan, en alguno de sus contenidos, a circunstancias de su tiempo, transmiten una actitud de valor permanente al apoyarse en la fundamental verdad de que
«Entre Cristo Nuestro Señor, esposo, y la Iglesia, su esposa, es el mismo espíritu que nos gobierna y rige para la salud de nuestras almas, porque por el mismo Espíritu y Señor Nuestro, que dio los mandamientos, es regida y gobernada nuestra Santa Madre Iglesia (núm. 365).
Esto explica que conocedores muy autorizados de los Ejercicios ignacianos hayan podido señalar su valor permanente. Porque en ellas se despliega en direcciones concretas la concepción nuclear de san Ignacio, plenamente coincidente en esto con la de santo Tomás de Aquino, de que todas las realidades humanas son aptas para ser asumidas y deben ser asumidas al servicio de la gracia, mientras que sólo a la gracia de Dios podemos atribuir el que puedan ser sanadas de la corrupción y desorden que las afecta como consecuencia del pecado.
Por esto, para comprender su espíritu y orientación profunda, conviene leer la regla 14 (núm. 366) en el doble texto íntegro oficial, latino, en que fueron presentados los Ejercicios a la aprobación de la Santa Sede en 1547, texto, por cierto, que un eminente estudioso, el actual cardenal Ángel Suquía Goicoechea, en su estudio Las reglas para sentir con la Iglesia en la vida y en las obras del Cardenal Gaspar Contarini (1483-1542) (Archivo Histórico de la Compañía de Jesús, 24, 1956, pp. 380-395), demostró que había sido efecto del asesoramiento o consejo del propio San Ignacio por el cardenal Gaspar Contarini.
Contarini había escrito refiriéndose a la polémica contra los luteranos:
«Otros, presentándose a título de religión católica y jactándose de adversarios de los luteranos, mientras se esfuerzan demasiado en defender el libre albedrío, no se dan cuenta de que quitan mucho a la gracia, y en su afán excesivo por combatir las máximas luteranas se oponen a los luminares de la Iglesia cristiana y a los primeros Doctores de la verdad católica, inclinándose más de lo justo a la herejía de Pelagio». (Gasparo Contarini Gegensreformatische Schriften, 1530-1542, Munster, 1923, p. 44).
En la regla 14, al ser presentados los Ejercicios a la Santa Sede, en 1547, al primer párrafo del texto castellano se añade un segundo párrafo, que ya figuraba en la traducción latina primitiva [1541], y que se incluye también en la traducción latina de Frusio, redactada entonces [esta traducción latina presentada en 1547], y que se publicó después con el nombre de Vulgata como texto oficial. He aquí la regla 14 completa:
«Dado que sea mucha verdad que ninguno se puede salvar sin ser predestinado y sin tener fe y gracia, es mucho de advertir en el modo de hablar y de comunicar de todas ellas» (texto que figuraba en el «autógrafo» castellano). «No sea que, mientras atribuimos mucho a la predestinación y a la gracia, infrinjamos las fuerzas y conato del libre albedrío o, mientras exaltamos excesivamente las fuerzas del libre albedrío, deroguemos la gracia de Jesucristo» (añadido ya en la traducción latina antigua, de 1541, y reproducido en la 1547). «No sea que, extendiendo tal vez con exceso la gracia o la predestinación de Dios, parezca que queremos excluir las fuerzas del libre albedrío y los méritos de las buenas obras; o, por el contrario, atribuyendo a estas cosas más de lo justo, deroguemos a su vez a aquellas» (añadido en la traducción latina de Frusio, 1547).
Las reglas para sentir con la Iglesia nos muestran en san Ignacio un carisma de discernimiento como «anticipativo»; del conjunto de reglas antierasmistas, decía Ignasi Casanovas, que contienen un retrato perfecto del hombre ilustrado, con su desprecio a las prácticas comunes de los fieles católicos. Ellas pudieron ser también orientadoras ante las actitudes de la última etapa del jansenismo, que la Iglesia denunció y condenó en las proposiciones de Quesnel o del Sínodo de Pistoia (DS 2400-2502; 2600-2700) y lo son también actualmente ante muchas desviaciones contemporáreas. Es admirable el equilibrio de san Ignacio, que alaba «el oír misa a menudo; asimismo, salmos y largas oraciones en la Iglesia y fuera de ella; asimismo, horas ordenadas a tiempo destinado para todo oficio divino y para toda oración y todas horas canónicas» (núm. 355).
También el elogio de la teología positiva y escolástica nos presenta el criterio justo, que es auténticamente el de la Iglesia. Ya en su tiempo, se tendía a presentar la tarea de los escolásticos como distractiva o esterilizante respecto de la Sagrada Escritura y de los Santos Padres. Y, como en tiempos posteriores, este arcaísmo, reforzado por la acusación de contaminación filosófica y racionalista en la escolástica, era factor de ruptura con la tradición auténtica de la Iglesia en su evolución progresiva y homogénea.
San Ignacio constata que la mayor modernidad en el tiempo hace que los escolásticos puedan utilizar las enseñanzas de la Iglesia frente a los errores y falacias. Pero no alaba explícitamente a los escolásticos por su utilización de instrumentos conceptuales filosóficos, sino que los presenta como «iluminados y esclarecidos por la virtud divina» (núm. 363).
Es notable, no obstante, que san Ignacio quisiese que en las Constituciones de la Compañía de Jesús, al establecer que en teología se siguiese «la doctrina escolástica de santo Tomás», se señalase también: en el estudio de la filosofia (lógica, filosofia natural y moral) se seguirá la doctrina de Aristóteles.
Fructificación y presencia en la Iglesia del carisma ignaciano
Afirmaba el padre Francisco de Paula Solá Carrió, S.I., que Dios movió a san Ignacio a fundar la Compañía de Jesús con el mismo fin que le había dado a sentir a partir de la ilustración del Cardoner. Es decir, el servir a Cristo nuestro Señor en su Iglesia y en concreta obediencia al Vicario de Cristo, el Romano Pontífice.
Por esta razón, aunque no hay que entender los Ejercicios como surgidos de la Compañía, sino que, por el contrario, hay que entender la Compañía de Jesús como surgida de los Ejercicios Espirituales de san Ignacio, parece obvio que la fructificación perenne y universal del carisma ignaciano, que mide la eminencia de su doctrina, puede ser muy adecuadamente considerada atendiendo a algunas dimensiones muy significativas de la acción de los hijos de san Ignacio en los siglos modernos de la Iglesia.
Recordemos, en primer lugar, el apostolado de los hijos de san Ignacio acerca del culto y devoción al Sagrado Corazón de Jesús, el llamado «encargo suavísimo». Acogido oficialmente desde 1883 por la Compañía, ha sido motivo de reiteradas aprobaciones y exhortaciones pontificias, como puede verse últimamente en la carta entregada el 5 de octubre de 1986 en Paray-leMonial por Juan Pablo II al padre Kolvenbach, o en sus palabras dirigidas al Apostolado de la Oración en audiencia al día siguiente de la canonización de Claudio la Colombiere, en la que recuerda el «munus suavissimum» y afirma la «verdadera connaturalidad entre la espiritualidad ignaciana y la del Sagrado Corazón» (1 de junio de 1992).
Es indiscutible históricamente este servicio a la Iglesia, especialmente por obra del padre Enrique Ramière y del Apostolado de la Oración, cuyo mensaje espiritual fue recogido en el Concilio Vaticano II, y que había sido presentado por Pío XII en su encíclica sobre el Cuerpo Místico de Cristo como camino excelente para llevar a los fieles a vivir la conciencia de este misterio. Igualmente resulta históricamente constatable la aportación de los jesuitas, fervientes apóstoles en el Apostolado de la Oración del culto al Rey eterno y Señor universal, al movimiento que llevó a la institución de la fiesta de Cristo Rey. Un estudio, La Festa di Gesu Cristo Re, publicado en Roma, en 1926, por el Mensajero del Corazón de Jesús italiano deja patente aquel hecho.
No menos patente resulta la contribución al progreso en la Iglesia, a lo largo de un esfuerzo secular, de la doctrina, revelada pero no definida hasta 1870, de la naturaleza infalible del magisterio pontificio.
Durante siglos sus adversarios trataban de personificar en Belarmino, a quien falsamente presentaban casi como la única autoridad de lo que los galicanos llamaban «escuela ultramontana», o de identificar con las opiniones teológicas de la Compañía de Jesús, la doctrina de la infalibilidad pontificia. En las décadas inmediatamente anteriores al Concilio Vaticano II, la revista romana La Civilta Cattolica era presentada como la responsable del progreso del ultramontanismo y de las orientaciones doctrinales del beato Pío IX.
También a la revista La Civilta Cattolica hay que atribuir la decisiva contribución de los jesuitas a la tarea de «instauración de la filosofia cristiana según la mente de santo Tomás de Aquino» que propugnó León XIII pero que había sido precedida ya en el pontificado de Pío IX por los redactores tomistas de La Civilta.
De la conexión entre esta tarea, en el campo teológico y en el de la filosofia cristiana, y el carisma ignaciano dio testimonio el propio León XIII. Para que la doctrina de santo Tomás de Aquino fuese de nuevo profesada en todas las escuelas y con la intención de que la Compañía de Jesús «ocupe uno de los primeros lugares en la tarea de defensa y propagación de la doctrina verdadera», quiso confirmar, en sus letras apostólicas Gravissime Nos, en 30 de diciembre de 1892, las constituciones de la Compañía de Jesús sobre la enseñanza de la doctrina de santo Tomás de Aquino, y apoyarse para ello en la autoridad de san Ignacio de Loyola.
El notable servicio prestado por hijos de la Compañía a la reinstauración de la doctrina de santo Tomás ha de ser visto en la perspectiva de aquel servicio a la Iglesia y a la Sede romana que estuvo en el centro del carisma ignaciano. En una homilía de san Roberto Belarmino de 30 de julio de 1608 hablaba así el gran Doctor de la Iglesia:
«Nuestro bienaventurado padre san Ignacio -aún no canonizado entonces- ha cerrado la puerta a las herejías que son la forma de idolatría en la que caen los cristianos. Pues nos liga en todo lo posible a la Sede Apostólica, sobre la cual sabía que estaba fundada la verdadera Iglesia. Por esto ordenó que todos sigan la doctrina de santo Tomás, por ser la más aprobada».
(citado en Bertrand de Margerie, «Saint Tomas d'Aquin, Docteur propre de la Compagnie de Jésus: Centenaire d 'un document de Léon XIII», Doctor Communis, 45 [1992], pp. 103-121).
Adviértase: la obediencia a la Santa Sede se ordena, como la misma autoridad pontificia, a la conservación de la fe pura; por obediencia a la Santa Sede se elige el estudiar la doctrina de santo Tomás, por ser ésta la más aprobada.
La presencia cotidiana en la vida de la Iglesia del carisma de san Ignacio se ejerce en definitiva del modo más concreto y vital por la constante práctica de los Ejercicios Espirituales, por las obras de ejercicios, y por las numerosas congregaciones religiosas y asociaciones de apostolado laical, que tienen en sus reglas o en sus estatutos y tradiciones la práctica de los Ejercicios de san Ignacio. Así el carisma ignaciano actúa siempre entre los fieles, entre los institutos de vida consagrada, y en la vida cotidiana de una incalculable multitud de hijos de la Iglesia, a los que san Ignacio sigue cada día señalándoles el camino para todo servicio de su Rey eterno y Señor universal, con la actitud de tomar como ideal de la vida «el mucho servir a Dios nuestro Señor por puro amor»