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Presencia y fructificación en la Iglesia de una doctrina eminente
Anotaciones sobre el lenguaje de la fe católica en los Ejercicios Espirituales de san Ignacio de Loyola
Publicado en CRISTIANDAD (núm. 720-723, mayo-agosto de 1991), el trabajo de nuestro redactor Francisco Canals Vidal analiza el lenguaje de san Ignacio en los Ejercicios, que, casi totalmente carente de tecnicismos teológicos, expresa los misterios de la fe de la forma más plenamente coincidente con el Misterio revelado, según las corrientes más centrales y tradicionales en la exposición del Dogma católico.
Francisco Canals Vidal. Cristiandad. Barcelona, nn. 835-836, enero-febrero de 2001. Publicado también en Cristiandad. Barcelona, nn. 720-723, mayo-agosto de 1991
Se ha notado muchas veces autorizadamente el hecho del reconocimiento por la Iglesia de una singular autoridad, especialmente en el campo de la espiritualidad, a la doctrina de San Ignacio de Loyola.
Esta autoridad doctrinal se refiere principalmente al contenido del libro de los «Ejercicios Espirituales» aprobados en 1548 por Paulo III, que han sido reiteradamente presentados por la Iglesia jerárquica, hasta llegar a la encíclica Mens nostra de Pío XI y el reciente documento de Juan Pablo II en la conmemoración centenaria ignaciana, como expresando doctrina espiritual muy aprobada y plenamente conforme a la fe católica.
Las anotaciones que nos proponemos ofrecer como aportación de nuestra revista a la conmemoración ignaciana, no se referirán tanto a la doctrina espiritual de San Ignacio de Loyola, cuanto a los fundamentos que en aquella doctrina se presuponen, pertenecientes al contenido de la fe cristiana y católica.
Será oportuno formular previamente dos observaciones. En primer lugar hemos de tener presente las precisas y oportunas palabras de Francisco Suárez que, al tratar «de la doctrina de los Ejercicios», escribió:
«Esta doctrina es más práctica que especulativa. Siempre sin embargo brilla en ella la sana doctrina. Nadie puede poner en duda algo contenido en el libro: pues todas las cosas están tomadas o bien de principios ciertos y dogmáticos, o bien de la doctrina más recibida de los teólogos. Hay que advertir que aquella obra, en sí misma y por su finalidad, no se destina a transmitir doctrina teológica... pero debiendo suponer toda meditación, para ser útil, la verdad sobre la materia a que se dedica, por esto en esta obra en cada uno de los ejercicios se supone la verdad de la historia, cuando en ella se funda, como ocurre en todos los ejercicios acerca de la vida de Cristo Nuestro Señor, o del pecado de los ángeles, o de la caída del primer hombre, y otros semejantes. En otros ejercicios, que tratan del premio de los buenos, o del castigo de los réprobos, o de Dios mismo o de sus beneficios, o del amor que le es debido, siempre está presupuesto el fundamento de la fe, y casi no se funda más que en él. Y si algo se añade, se apoya en una experiencia cierta, o está tomado de la doctrina de los Padres».1
1. Francisco Suárez. De Religione Societatis Iesu. Lib. IX, cap. V, 4.
En segundo lugar, y en orden a comprender adecuadamente lo que en el sentido más propio hemos de llamar «carisma», hay que tener presente lo que afirma el P. Roothaan al prologar su traducción latina directamente realizada sobre el texto castellano:
«Al escribir el libro era San Ignacio hombre rudo en su pluma, por ser totalmente carente de letras».2
2. J. Roothann. Opera Spiritualia, vol. n, Prologus, pág. 8, Roma 1936.
Este juicio del insigne comentarista está en plena coherencia con los testimonios de los contemporáneos, en los que se ha apoyado también Ricardo García Villoslada al escribir, refiriéndose a la ausencia de estudios teológicos anteriores a la redacción del primer núcleo de los Ejercicios ignacianos:
«Contentábase su autor con las enseñanzas tradicionales que un cristiano ordinario oye en la predicación parroquial y aprende en los sencillos libros de devocióo».3
3. Ricardo García Yilloslada. San Ignacio de Loyo/a. Nueva biografía, pág. 227 (Madrid, BAC, 1986).
La fidelidad y precisión admirable del lenguaje de San Ignacio en los Ejercicios, al expresar aquellos presupuestos doctrinales, que al decir de Suárez tiene el carácter de lo indudable, ha de ser atribuida, si atendemos a su biografia y a la génesis de los Ejercicios, a la ilustrativa divina y al singular carisma con el que Dios le dotó y le destinó para bien de la Iglesia. La misma simplicidad de un lenguaje carente de tecnicismos, incluso «dogmáticos», y de terminología teológica, pero en el que brilla con pureza y luminosidad el contenido de la fe católica, sugieren que San Ignacio de Loyola podría ser declarado, si lo juzgara oportuno la Sede Apostólica, «Doctor de la Iglesia», y ello precisamente, no sólo por su aprobadísimo magisterio espiritual, sino por la fiel enunciación de aquel fundamento de la fe, en el que casi únicamente se apoya su espiritualidad.
Me parece que resulta teológicamente interesante, a la vez que espiritualmente gozoso, intentar formular unas «anotaciones» sobre el lenguaje de San Ignacio en los Ejercicios, que es a la vez muy característico de su talante singular muy individualizado, y fielmente expresivo de lo que enseña y propone para ser creído la Iglesia jerárquica, y que pertenece al sentido objetivo de la fe del pueblo cristiano.
Dios nuestro Señor
La espiritualidad de San Ignacio de Loyola se centra en las actitudes de la «virtud de religión», espiritualidad de servicio y reverencia, de alabanza y obediencia a Dios, incluso expresa la máxima excelencia del «puro amor» diciendo que
«sobre todo se ha de estimar el mucho servir a Dios por puro amor» (núm. 370),
mientras sintetiza el fruto que se busca en la última de las contemplaciones propuestas con la petición de
«conocimiento interno de tanto bien recibido, para que yo, enteramente reconociendo, pueda en todo amar y servir a su Divina Majestad» (núm. 233).4
4. Véase Ramón Orlandis, S.I. «De la elección y de la intención previa a ella». Revista Manresa, abril de 1935, especialmente pág. 13 Y siguientes.
Se apoya como en su fundamento en la fe en la perfección infinita, la trascendencia y soberanía de Dios Nuestro Señor; es ésta la expresión que con mayor frecuencia utiliza en los Ejercicios. En momentos muy centrales San Ignacio nos habla de «su Divina Majestad», «Nuestro Criador y Señor».
Si reconocemos la congruencia con que la gracia obra en la naturaleza humana, podremos advertir, en la dimensión subjetiva de la actitud del santo, un talante en el que perviven sobrenaturalizadas las vivencias de un caballero cristiano acostumbrado a servir a su Señor y Rey temporal. Así leemos propuesto al ejercitante que se considere
«así como si un caballero se hallase delante de su rey y de toda su corte, avergonzado y confundido en haberle mucho ofendido, de quien primero recibió muchos dones y muchas mercedes» (núm. 74).
Pero sería no sólo inadecuado sino radicalmente falso todo juicio sobre el lenguaje ignaciano acerca de Dios que negase u olvidase aquel fundamento en el misterio revelado en la Sagrada Escritura y en la Tradición apostólica viviente en la Iglesia, de la profesión ignaciana de la soberanía y señorío universal de Dios Nuestro Señor. No se trata de ningún «monismo teísta» de carácter puramente filosófico,5
5. Cfr. el modo de hablar de S. Ignacio con los desacertados juicios formulados en L'integrisme a Catalunya. Ioan Bonet y Casimir Martí (Barcelona 1990), pág. 631-632.
sino de la profesión del Señor Uno que hallamos en el Testamento antiguo y que se confirma y llega a plenitud con la revelación de la divina Trinidad en la Nueva Alianza. De aquí que el teocentrismo ignaciano se ambienta y enmarca en una concepción sobre Cristo Nuestro Señor, en quien va a consistir el camino propuesto al ejercitante para orientarse hacia Dios.
Las tres Personas divinas, en el solio real o trono de su Divina Majestad
La espiritualidad trinitaria patente en la Autobiografía y en el Diario espiritual, tiene en los Ejercicios una función central, y se manifiesta en los momentos más decisivos del «camino espiritual» propuesto por San Ignacio al «que hace» los Ejercicios. En los contenidos contemplados en las primeras meditaciones de la segunda semana, y también en los coloquios sugeridos al ejercitante, San Ignacio le invita a contemplar
«cómo las tres personas divinas miraban toda la planicie o redondez del mundo... y cómo se determinan en la su eternidad que la segunda Persona se haga hombre» (núm. 102);
«las tres personas divinas, como en su solio real o trono de la su Divina Majestad, como miran toda la haz o redondez de la tierra»; (núm. 105)
Y así es coherente que en el coloquio se nos sugiera que pensemos lo que debemos hablar
«a las Tres Personas divinas o al Verbo Eterno Encarnado» (núm. 109).
A una fe trinitaria que, sin términos o formulaciones, corresponde fidelísimamente al dogma y a la doctrina teológico más recibida, como advertía Suárez, y que podríamos calificar como plenamente «atanasiana»,6
6. Véanse las palabras de Bartolomé M.ª Xiberta, O.C. citadas en mi trabajo «La Tradición apostólica en la doctrina de los Santos Padres», incluido en la Miscelánea: In mansuetudine sapientiae (Roma 1990), pág. 125.
pertenece también esta profesión acerca de quién es Cristo, que habla de Él como «Verbo eterno Encarnado» (núm. 109); de aquí el cristocentrismo teocéntrico característico del lenguaje de la fe en los Ejercicios de San Ignacio.
Cristo nuestro Señor, de criador es venido a hacerse hombre
En tiempos como los nuestros, cuando un difuso «neoadopcionismo» tiende a problematizar la ortodoxia trinitaria, y a hablar en un tono exclusivamente humano de «Jesús de Nazaret», silenciando su preexistencia eterna y omitiendo reconocerle como el Verbo Eterno Encarnado7
7. Juan Pablo II en su reciente encíclica. Redemptoris missio ha advertido contra los modos de hablar por los que se oscurece la identidad personal de Jesús y el Verbo eterno.
son iluminadoras las expresiones de San Ignacio de Loyola. La primera vez que en una meditación de los Ejercicios se presenta a Cristo al ejercitante, San Ignacio le sugiere en el «coloquio»:
«Imaginando a Cristo Nuestro Señor delante y puesto en cruz, hacer un coloquio, cómo de Criador es venido a hacerse hombre, de vida eterna a muerte temporal, y así a morir por mis pecados» (núm. 53).
Estas palabras de San Ignacio, de un «encarnacionismo» descendente y redentor, no sólo son hoy un llamamiento a la fidelidad a la fe católica y ortodoxa, sino que muestran una admirable coherencia y continuidad con terminologías que llegaron a quedar consagradas como expresión auténtica de aquella fe, a veces por un laborioso proceso de polémicas seculares.
Para San Ignacio, en efecto, quien muere en la cruz es el Criador que ha venido a hacerse hombre y ha venido de vida eterna a muerte temporal. Se hace hombre, según eterno decreto de las tres divinas Personas, para salvar el género humano, «la segunda Persona» de la Trinidad, y es este mismo Señor «nacido en suma pobreza» que nace para «al cabo de tantos trabajos morir en cruz» (núm. 116).
San Ignacio habla pues de Cristo con un lenguaje que podríamos calificar como plenamente «ciriliano» y conexo con las fórmulas que pasaron por más «rígidas» de los que mantuvieron firme la doctrina del gran Doctor de la unidad de Cristo y de la Maternidad divina de María. No hay nada en San Cirilo de Alejandría o en la fórmula de los «monjes escitas»:
«Uno de la Trinidad ha padecido en la carne»8
8. Cfr. Denzinger-Schonmetzer, 252, 263 Y401-402.
que tenga que ser atenuado si admitimos en su letra y en su espíritu el modo de expresar San Ignacio el fundamento de la fe en las meditaciones y contemplaciones de los Ejercicios.9
9. San Ignacio, por lo que hemos ya advertido, no sólo no utilizaba términos escolásticos, sino que tampoco habla con el lenguaje propio de las formulaciones dogmáticas y de la elaboración teológica realizada por los Padres y muchas veces incorporada a la liturgia. Podría decirse que expresa la fe en un lenguaje popular y de cristiano ordinario y al modo de Santa Teresa de Jesús, «sin letras». En el libro de los Ejercicios no aparecen términos como Trinidad, consubstancial, unión hipostática, una persona y dos naturalezas en Cristo, dos operaciones y dos naturalezas en Cristo, Madre de Dios, los siete sacramentos, etc. La admirable fidelidad al contenido de la fe y a la doctrina de los Padres que advirtió Francisco Suárez no puede atribuirse sino a la ilustración recibida en Manresa, es decir, a la acción de los Dones del Espíritu Santo. Ahora bien, es un hecho extraordinariamente significativo que el lenguaje de la fe de San Ignacio coincida con la que hay que reconocer como corriente central en la tradición de la Iglesia sobre la Encamación
El modo como San Ignacio habla de la humanidad de Cristo en los sufrimiento de la pasión y en la gloria de la resurrección es también coherente con una doctrina cristológica ciriliana que afirme la posesión ontológica integral de la naturaleza humana asumida por el Verbo y que fue característica de los defensores de la ortodoxia en los siglos V y VI frente a los errores en que se prolongaba de algún modo el error herético «monofisita», negador de la plenitud de la naturaleza humana. Para evitar toda apariencia o pretexto de recaída en un dualismo «separatista» de la naturaleza humana respecto del Verbo divino, advertían que si Cristo padeció realmente -contra el aftartodocetismo- es porque «permitía» el Verbo que su naturaleza humana padeciese.
He aquí como habla San Ignacio en la tercera semana:
«considerar cómo la divinidad se esconde y cómo deja padecer la sacratísima humanidad tan crudelísimamente» (núm. 196).
En la cuarta semana propone al ejercitante considerar como la divinidad
«se muestra ahora tan miraculosamente en la santísima resurrección por los verdaderos y santísimos efectos de ella» (núm. 223).
Modo de hablar por el que aquello mismo que es milagroso para lo humano es afirmado como verdadero efecto de la divinidad. Una vez más, y en un punto capital hallamos a San Ignacio expresando, sin tecnicismos pero con inequívoca precisión, un pensamiento que está en continuidad con la corriente más central de la tradición teológica ortodoxa y católica sobre la Encamación, que no es otra que la que va desde San Cirilo de Alejandría hasta Santo Tomás de Aquino.
Para salvar el género humano
Si San Ignacio al mencionar «quién» es Cristo Nuestro Señor habla como el Doctor de la Encamación «que expresó la recta fe de los cristianos»10
10. Véase Denzinger-Schonmetzer, núm. 472.
también es digno de notarse que su modo de hablar sobre el motivo de la Encamación, siempre presentada como dirigida a la salvación de la humanidad pecadora, se mueve en la línea de la tradición que va de San Agustín a Santo Tomás de Aquino.
La primacía y capitalidad de Cristo, que es, precisamente en cuanto Hombre, alfa y omega, inicio de los caminos del Señor, en quien todas las cosas han de recapitularse y al que compete en todo la primacía, ha impulsado, en autores y momentos extraordinariamente significativos de la reflexión teológica, a sostener que el decreto de la Encamación del Verbo ha de entenderse como anterior e independiente respecto de la previsión y permisión de la caída de la humanidad en el pecado. En este contexto el «motivo de la Encarnación» es la máxima expresión de la bondad divina, la suprema «manifestación de la bondad» en que consiste la gloria de Dios. Así lo pensaron algunos Padres de la Iglesia griega, y en la Iglesia occidental esta tesis ha sido característica de las escuelas teológicas franciscana y de la Compañía de Jesús.
Siguiendo a San Agustín, Santo Tomás afirma que sólo la palabra divina revelada nos propone creer el misterio de los decretos divinos. Creemos que «por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó de los cielos». La venida en carne del Hijo de Dios se nos ha revelado como la realización del designio misericordioso de salvación de la humanidad pecadora por el Hijo de Dios, que al hacerse hombre se ha anonadado a sí mismo tomando forma de siervo y hecho obediente hasta la muerte de cruz, ofreciéndose al Padre como oblación propiciatoria en favor del género humano pecador.
Aunque en cierto sentido resulte sorprendente, hay que reconocer la insistencia de las expresiones ignacianas en esta línea, expresiones en las que por cierto hallaremos también excluido cualquier «optimismo antropocéntrico» sobre la humanidad heredera del pecado de Adán.
«Contemplar... cómo las tres Personas divinas miraban toda la planicie o redondez de todo el mundo llena de hombres, y cómo viendo que todos descendían al infierno, se determina en la su eternidad, que la segunda Persona se haga hombre para salvar el género humano» (núm. 102).
«Ver y considerar las tres Personas divinas cómo miran toda la haz y redondez de la tierra y todas las gentes en tanta ceguedad y cómo mueren y descienden al infierno» (núm. 106).
Cuánta corrupción vino en el género humano
EL lenguaje de San Ignacio es también, en efecto, expresión de la doctrina tradicional sobre la situación de la humanidad heredera del pecado original, por el que el hombre quedó «cambiado hacia peor»11
11. Denzinger-Schonmetzer, núm. 371.
tal como fue expuesta por San Agustín, del que en esto se ha de entender que «su doctrina es la de la Iglesia Católica». 12
12. «La doctrina de San Agustín, que ninguno de nosotros ignora que es también la doctrina de la Iglesia». Palabras de Clemente VIII el día 20 de marzo de 1601 ante las «Congregaciones de Auxiliis» (citado por Henri de Lubac, S.I., Surnaturel, París, 1946 m. 11, nota 3)
«Traer las tres potencias -la memoria, el entendimiento y la voluntad- sobre el pecado de Adán y Eva cómo por el tal pecado hicieron tanto tiempo penitencia y cuánta corrupción vino en el género humano andando tantas gentes para el infierno» (núm. 51).
A esta consideración propuesta en el primer ejercicio se corresponde lo que en el segundo de esta primera semana propone San Ignacio a la consideración del ejercitante:
«mirar toda mi corrupción y fealdad corpórea...; mirarme como una llaga y postema de donde han salido tantos pecados y tantas maldades y ponzoña tan torpísima» (núm. 58).
Ya en el primer preámbulo del primer ejercicio San Ignacio había sugerido:
«considerar mi ánima ser encarcerada en este cuerpo corruptible y todo el compuesto de alma y cuerpo en este valle, como desterrado entre brutos animales» (núm. 447).
Siempre con la misma expresión directa y vívida, sin aludir técnicamente a la pérdida del «don de integridad», vemos a San Ignacio sugerir al ejercitante que suplique, en un triple coloquio, «a Nuestra Señora», «al Hijo» y «al Padre», no sólo sentir «interno conocimiento de mis pecados» sino también «que sienta el desorden de mis operaciones, para que aborreciendo, me enmiende y ordene» (núm. 63).
Cristo nuestro Señor rey eterno, y ante todo el universo mundo
El carisma ignaciano, por el que propone fidelísimamente el contenido de la fe como fundamento de la vida espiritual en continuidad admirable con la tradición de la Iglesia, se manifiesta también en algunas dimensiones en las que hay que reconocer que aquel carisma fue instrumento providencial para el progreso y maduración de la doctrina, y para que se suscitasen en la Iglesia actitudes y corrientes espirituales nuevas.
La primacía de Cristo la sintió San Ignacio, desde la ilustración del Cardoner por la que quedó impresa en su alma la doctrina «del Reino y de Las Banderas»13
13. «Aquí [es decir, en Manresa] le comunicó Nuesto Señor los Ejercicios, guiándoles de esta manera para que todo se emplease en servicio suyo y salud de las almas; lo cual demostró con devoción especialmente en dos ejercicios, Scilicet, del Rey y de las Banderas. Aquí entendió su fin y aquello a que todo se debía aplicar. ..» Palabras del P. Jerónimo Nadal. Véase, Ricardo García Villoslada, S.I., Obra citada, pág. 221.
en la perspectiva, profundamente bíblica, de la realeza universal de Cristo sobre el mundo:
«Ver a Cristo Nuestro Señor, Rey eterno, y delante de Él todo el universo mundo, al cual, y a cada uno en particular llama y dice: Mi voluntad es de conquistar todo el mundo y todos los enemigos, y así entrar en la gloria de mi Padre» (núm. 95).
Y en la meditación de Dos Banderas presenta a Cristo como
«sumo Capitán y Señor nuestro» (núm. 136), «sumo Capitán General de los buenos» (núm. 138).
Y así como al nombrar a Dios en los Ejercicios utiliza con la máxima frecuencia las palabras «Dios Nuestro Señor», así también «Cristo Nuestro Señor» es su expresión más reiterada. 14
14. Véanse los precisos análisis contenido en el «Vocabulario índice de los Ejercicios» en José Calveras, S.I. Ejercicios Espirituales Directorio y Documentos de San Ignacio de Loyola, Barcelona 1944
Pero no es sólo una cuestión cuantitativa acerca de la frecuencia con que tales términos son empleados en los Ejercicios, sino el núcleo mismo del mensaje espiritual ignaciano, y la historia de su fructificación en la Iglesia de los últimos siglos, lo que obliga a reconocer que en la difusión y maduración del culto a Cristo Rey, realizada en la corriente de la espiritualidad de la devoción al Corazón de Jesús, ha fructificado un mensaje suscitado providencialmente en la Iglesia muy singular y característicamente por la misión de San Ignacio de Loyola. 15
15. De los Trabajos recopilados en La Festa de Gesu Cristo Re, volumen publicado por el «Mensajero del Corazón de Jesús», italiano en Roma, 1926, resulta patente que el íntegro contenido doctrinal de la encíclica de Pío XI instituyendo la fiesta de Jesucristo Rey Quas primas, de 11 de diciembre de 1925, había sido antes desarrollado en trabajos publicados por jesuitas apóstoles del Corazón de Jesús, principalmente franceses e italianos, en la línea del movimiento espiritual suscitado en el siglo pasado por el P. Enrique Ramiere en el Apostolado de la Oración.
La Madre y Señora nuestra
Algo semejante habría que decir tal vez de algunos de los aspectos más «modernos» -en el sentido ignaciano a que después aludiremos, tan antitético al de las corrientes que se han llamado «modernistas» hostiles al desarrollo progresivo de la vida cristiana- de la devoción a María.
Tampoco San Ignacio desarrolló en los Ejercicios un tratado de teología mariana, pero de tal manera propuso al ejercitante como fundamento de su contemplación y de su plegaria, la función de María en la salvación humana, que podemos encontrar en él expresadas anticipadamente las enseñanzas luminosamente puestas en claro en los dos últimos siglos.
San Ignacio llama a la Virgen, con la máxima frecuencia, «Nuestra Señora», y la contempla como participante por designio divino de la soberanía de Cristo «su Hijo y Señor» (núms. 63, 147, 156, 199).
Si atendemos a las notas en que San Ignacio refiere a la devoción del que hace los Ejercicios la posibilidad de realizar su plegaria mediante un triple coloquio «a nuestra Señora, para que me alcance gracia de su Hijo y Señor», al Hijo y al Padre, hallaríamos que, en el curso de unos Ejercicios completos, que abarcan unos treinta días, el ejercitante se hallará unas setenta y cinco veces dirigiendo su plegaria a Dios Padre por Cristo, después de haberse dirigido a Nuestra Señora, evidentemente como mediadora de la divina gracia.
En un pasaje anterior, en la contemplación en que se inicia la orientación del ejercitante hacia Cristo Nuestro Señor, el Verbo Eterno Encarnado, San Ignacio insiste en la libertad de espíritu con que el ejercitante puede sentirse movido en el coloquio a hablar a «las tres personas
divinas» o «al Verbo Eterno Encarnado» o a «la Madre y Señora Nuestra» (núm. 109). Pasaje en el que al más frecuente término de Señora precede la palabra Madre, y por cierto Madre Nuestra. María, la que intercede por nosotros ante quien es «su Hijo y Señor», es también para nosotros Madre. Anticipación admirable de las corrientes de espiritualidad cristiana que en los siglos modernos ha señalado la filiación del cristiano respecto de María hasta culminar en la proclamación gozosa por el Papa Paulo VI de María, MADRE DE LA IGLESIA. Habría también que reconocer, pues, como una fructificación del carisma ignaciano el creciente desarrollo de la doctrina y la intensificación del culto a María en los siglos modernos. Podríamos aludir como concreciones del fruto del doctorado ignaciano la constitución de la «Mariología» en la obra del Doctor Eximio Francisco Suárez, y el movimiento espiritual y apostólico realizado por las «Congregaciones Marianas», cuyo servicio en la Iglesia fue proclamado en documentos como la Bula Gloriosae Dominae de Benedicto XIV16
16 Bula Aurea del Papa Benedicto XIV promulgada el día 27 de septiembre de 1748.
y la Constitución Apostólica Bis saeculari de Pío XII. 17
17. Conmemorativa de la Bula anteriormente citada, la Constitución Apostólica de Pío XII sobre las Congregaciones Marianas confirmaba el 27 de septiembe de 1948 el espíritu y la organización de las mismas
Nuestra santa madre Iglesia jerárquica
La convicción práctica de que el servicio a su divina majestad por Cristo Rey eterno y Señor universal ha de entenderse realizado en la Iglesia,
«dentro de la Iglesia» (núm. 351), «dentro de los límites de la Iglesia» (núm. 177), «dentro de la Santa Iglesia Jerárquica» (núm. 170),
se apoya también, en la espiritualidad de San Ignacio, únicamente en el fundamento de la fe. Es inseparable de su «cristocentrismo», teocéntrico y trinitario, y de su realismo sobre la historia evangélica de la vida de Cristo, que la fe cristiana y católica de San Ignacio crea en la Iglesia «vera Esposa de Cristo nuestro Señor» como siendo realmente la Iglesia visible e institucional, «la Iglesia Jerárquica», «regida por el mismo espíritu del Dios Nuestro que dio los diez mandamientos» (núms. 353 y 365). Frente a los falsos espiritualismos, desconocedores de la economía de la Encarnación, que se habían manifestado en la Edad Media en las corrientes «joaquinitas»18
18. Esta corriente se infiltró también en el «franciscanismo espiritual». Las afirmaciones de San Buenaventura según las cuales: «Después del Nuevo Testamento ya no habrá otro, y no puede ser suprimido ningún sacramento de la Nueva Ley, porque aquel es el Testamento eterno», contenidos en Collationes in hexaemeron (CV, 3 1) se orientan en el mismo sentido que la eclesiología encarnacionista de San Ignacio
frente a las doctrinas protestantes negadoras en el hombre caído del bien de la naturaleza y libertad de albedrío, y también contradiciendo a los criticismos sofisticados y despreciativos de las instituciones, normas establecidas y costumbres del pueblo cristiano, San Ignacio en sus Reglas se anticipó también carismáticamente a tendencias que brotarían en los siglos siguientes en diversas etapas del jansenismo, y en algunas desviaciones de un desorientado espiritualismo tales como algunos «quietismos».19
19. Cfr. las condenaciones contra el jansenismo de Quesnel y del Sínodo de Pistoya, así como las del quietismo de Molinos y de la doctrina del amor puro que había sostenido Fenelon (DenzingerSchonmetzer, núms. 2202-2269; 2351-2374; 2400-2502; 2600; 2700).
Podríamos decir que en San Ignacio un carisma auténticamente profético descalifica por anticipado muchos falsos profetismos que habían de surgir en los siglos modernos. Así le vemos contribuir a restaurar en la Iglesia la frecuente confesión y comunión (núm. 354) recomendar a la vez toda forma de oración litúrgica y prevenir contra los abusos de un liturgismo que quisiera descalificar la piedad «individual»: «alabar el oír misa a menudo, asimismo cantos, salmos y largas oraciones en la iglesia y fuera de ella» (núm. 355). Frente a la devastación protestante de las órdenes monásticas y mendicantes, vemos a San Ignacio vindicar las religiones y los votos de pobreza, castidad, etc, (núms. 356 y 357). Muy característica en la actitud ignaciana es la sexta de las Reglas para Sentir en la Iglesia: «alabar reliquias de Santos, haciendo veneración a ellas y oración a ellas: alabando estaciones, peregrinaciones, indulgencias, perdonanzas, cruzadas y candelas encendidas en las iglesias (núm. 358).20
20. Podría decirse que San Ignacio de Loyola, contradiciendo tendencias ya dadas en la Edad Media -entre cátaros, valdenses, husistas, etc.- se anticipa a las contemporáneas actitudes hostiles y despectivas frente a toda religiosidad popular o «catolicismo sociológico», que tanto daño causan en lo pastoral.
Otras dos dimensiones de excepcional significado para el futuro de la Iglesia conviene destacar en el modo de hablar de San Ignacio en las mencionadas Reglas. Nos referimos a su alabanza de la «doctrina escolástica» (núm. 363) y a su consciente vindicación de la autoridad de la Iglesia jerárquica para determinar todo aquello a que el Espíritu y Señor Nuestro la orienta para la salvación de las almas (núm. 365). Coherente con el carisma ignaciano del que es propio «conciliar la gracia con las fuerzas de la naturaleza»,21
21. Francisco Suárez, De Religione Societatis Iesu (L. IX, c. V, 12). El P. Ramón Orlandis, S.I., sostuvo reiteradamente su convicción de la profunda coincidencia entre la doctrina espiritual de San Ignacio de Loyola y la teología de Santo Tomás de Aquino. Así en su artículo «De la sobrenaturalidad de la vida en los Ejercicios» (Revista Manresa, abril de 1936, págs. 29 y 30.
San Ignacio, como anticipándose de algún modo a las
orientaciones de la Iglesia en los siglos modernos, estableció en teología el estudio de «la doctrina escolástica de Santo Tomás» y en filosofia -en Lógica, Filosofia natural y moral- el estudio de «la doctrina de Aristóteles».22
22. Constitutiones Societatis Iesu P. IV C. XIV, núms. 1 y 3.
De aquí que se hayan de reconocer como fruto del carisma ignaciano, expresado germinalmente en los Ejercicios, las aportaciones fecundas al renacimiento de la doctrina de Santo Tomás realizadas en algunas épocas de la historia del pensamiento cristiano y reconocidas y alabadas por la Sede Apostólica.23
23. Véanse en este mismo número de la revista [el autor se refiere al número de mayo-agosto de 1991, de donde está reproducido el presente artículo] los documentos citados, de León XIII y San Pío X de los años 1892 y 1914.
No convendría concluir estas anotaciones sobre el lenguaje de la fe cristiana en los Ejercicios sin referir también al carisma ignaciano los progresos de la doctrina sobre la Iglesia que, en polémica con las corrientes protestantes y especialmente también contra las minimizaciones galicanas de la autoridad de la Cátedra de Pedro, habrían de dar a los Hijos de San Ignacio como una primacía entre los defensores del magisterio infalible del Romano Pontífice y de la plenitud de dimensiones de que Dios quiso dotarle. No es anecdótico sino muy significativo el hecho de que los mayores representantes de la doctrina galicana personificasen en San Roberto Belarmino el llamado «ultramontanismo»24
24. En el galicanismo pueden distinguirse dos líneas de pensamiento conexas entre sí pero no siempre coincidentes. Teológicamente, y en la línea de la doctrina sobre la autoridad en la Iglesia, el galicanismo negaba la infalibilidad del Magisterio Pontificio y consiguientemente la plenitud de la autoridad pontificia fuera del Concilio Ecuménico y sobre el mismo Concilio y el Episcopado. En el orden político el galicanismo discutía la autoridad espiritual y moral del Sumo Pontífice sobre las potestades políticas en cuanto tales. Algunas veces se adoptaban posiciones de galicanismo político incluso por los que eran eclesiológicamente «ultramontanos». El ultramontanismo, frente a ambas dimensiones del galicanismo, era personificado por sus adversarios galicanos en los grandes doctores de la Compañía de Jesús Francisco Suárez y San Roberto Belarmino. Bossuet en su «Defensa de la declaración del clero galicano» habla del «Belarmino, en quien únicamente o máximamente se apoya la causa de los adversarios» y otros autores le han calificado como «el Doctor eminente del catolicismo ultramontano» (D. Th. Cath., París, 1932, vol. III, col. 598).
y que desde las posiciones en las que confluía la tradición galicana con el catolicismo liberal se concretase en los redactores de La Civilta Cattolica las actitudes y doctrinas que llevaron al Syllabus y a la definición de la infalibilidad pontificia.25
25. Los católicos liberales que, por reacción a las enseñanzas pontificias condenatorias del liberalismo, se opusieron a la oportunidad de la definición en el Concilio Vaticano I de la infalibilidad del Magisterio pontificio denunciaban la actitud y orientación de la revista romana La Civilta Cattolica. Véase el artículo de la mencionada revista de 12 de julio de 1870, reproducido en Cristiandad, núm. 243, 1 de mayo de 1954, pág. 167-170.