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DOMINUS IESUS

Declaración de la Congregación para la Doctrina de la Fe ratificada por el papa san Juan Pablo II con su autoridad apostólica y publicada por orden suya el 6 de agosto de 2000 sobre la única salvación en la Iglesia y en Jesucristo

CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE

DECLARACIÓN DOMINUS IESUS SOBRE LA UNICIDAD Y LA UNIVERSALIDAD SALVÍFICA DE JESUCRISTO Y DE LA IGLESIA

AAS 92 (2000) 742-765; DeS 18 (2002); DOCUMENTA 90

El Sumo Pontífice Juan Pablo II, en la Audiencia del día 16 de junio de 2000, concedida al Cardenal Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe [Ratzinger], con ciencia cierta y con su autoridad apostólica, ha ratificado y confirmado esta Declaración decidida en la Sesión Plenaria, y ha ordenado su publicación.

Dado en Roma, en la sede de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el 6 de agosto de 2000, Fiesta de la Transfiguración del Señor.

INTRODUCCIÓN

1. El Señor Jesús, antes de ascender al cielo, confió a sus discípulos el mandato de anunciar el Evangelio al mundo entero y de bautizar a todas las naciones: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación. El que crea y se bautice, se salvará; el que se resista a creer, será condenado» (Mc 16,15-16); «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,18-20; cf. también Lc 24,46-48; Jn 17,18; 20,21; Hch 1,8).

La misión universal de la Iglesia nace del mandato de Jesucristo y se cumple en el curso de los siglos en la proclamación del misterio de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, y del misterio de la encarnación del Hijo, como evento de salvación para toda la humanidad. Es éste el contenido fundamental de la profesión de fe cristiana: «Creo en un solo Dios, Padre todopoderoso, Creador de cielo y tierra [...]. Creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos: Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, consustancial con el Padre, por quien todo fue hecho; que por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre; y por nuestra causa fue crucificado en tiempos de Poncio Pilato: padeció y fue sepultado, y resucitó al tercer día según las Escrituras, y subió al cielo, y está sentado a la derecha del Padre; y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su reino no tendrá fin. Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria, y que habló por los profetas. Creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica. Confieso que hay un solo Bautismo para el perdón de los pecados. Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro».1

2. La Iglesia, en el curso de los siglos, ha proclamado y testimoniado con fidelidad el Evangelio de Jesús. Al final del segundo milenio, sin embargo, esta misión está todavía lejos de su cumplimiento.2 Por eso, hoy más que nunca, es actual el grito del apóstol Pablo sobre el compromiso misionero de cada bautizado: «Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1 Co 9,16). Eso explica la particular atención que el Magisterio ha dedicado a motivar y a sostener la misión evangelizadora de la Iglesia, sobre todo en relación con las tradiciones religiosas del mundo.3

Teniendo en cuenta los valores que éstas testimonian y ofrecen a la humanidad, con una actitud abierta y positiva, la Declaración conciliar sobre la relación de la Iglesia con las religiones no cristianas afirma: «La Iglesia católica no rechaza nada de lo que en estas religiones hay de santo y verdadero. Considera con sincero respeto los modos de obrar y de vivir, los preceptos y las doctrinas, que, por más que discrepen en mucho de lo que ella profesa y enseña, no pocas veces reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres».4 Prosiguiendo en esta línea, el compromiso eclesial de anunciar a Jesucristo, «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6), se sirve hoy también de la práctica del diálogo interreligioso, que ciertamente no sustituye sino que acompaña la missio ad gentes, en virtud de aquel «misterio de unidad», del cual «deriva que todos los hombres y mujeres que son salvados participan, aunque en modos diferentes, del mismo misterio de salvación en Jesucristo por medio de su Espíritu».5 Dicho diálogo, que forma parte de la misión evangelizadora de la Iglesia,6 comporta una actitud de comprensión y una relación de conocimiento recíproco y de mutuo enriquecimiento, en la obediencia a la verdad y en el respeto de la libertad.7

3. En la práctica y profundización teórica del diálogo entre la fe cristiana y las otras tradiciones religiosas surgen cuestiones nuevas, las cuales se trata de afrontar recorriendo nuevas pistas de búsqueda, adelantando propuestas y sugiriendo comportamientos, que necesitan un cuidadoso discernimiento. En esta búsqueda, la presente Declaración interviene para llamar la atención de los Obispos, de los teólogos y de todos los fieles católicos sobre algunos contenidos doctrinales imprescindibles, que puedan ayudar a que la reflexión teológica madure soluciones conformes al dato de la fe, que respondan a las urgencias culturales contemporáneas.

El lenguaje expositivo de la Declaración responde a su finalidad, que no es la de tratar en modo orgánico la problemática relativa a la unicidad y universalidad salvífica del misterio de Jesucristo y de la Iglesia, ni el proponer soluciones a las cuestiones teológicas libremente disputadas, sino la de exponer nuevamente la doctrina de la fe católica al respecto. Al mismo tiempo la Declaración quiere indicar algunos problemas fundamentales que quedan abiertos para ulteriores profundizaciones, y confutar determinadas posiciones erróneas o ambiguas. Por eso el texto retoma la doctrina enseñada en documentos precedentes del Magisterio, con la intención de corroborar las verdades que forman parte del patrimonio de la fe de la Iglesia.

4. El perenne anuncio misionero de la Iglesia es puesto hoy en peligro por teorías de tipo relativista, que tratan de justificar el pluralismo religioso, no sólo de facto sino también de iure (o de principio). En consecuencia, se retienen superadas, por ejemplo, verdades tales como el carácter definitivo y completo de la revelación de Jesucristo, la naturaleza de la fe cristiana con respecto a la creencia en las otras religiones, el carácter inspirado de los libros de la Sagrada Escritura, la unidad personal entre el Verbo eterno y Jesús de Nazaret, la unidad entre la economía del Verbo encarnado y del Espíritu Santo, la unicidad y la universalidad salvífica del misterio de Jesucristo, la mediación salvífica universal de la Iglesia, la inseparabilidad —aun en la distinción— entre el Reino de Dios, el Reino de Cristo y la Iglesia, la subsistencia en la Iglesia católica de la única Iglesia de Cristo.

Las raíces de estas afirmaciones hay que buscarlas en algunos presupuestos, ya sean de naturaleza filosófica o teológica, que obstaculizan la inteligencia y la acogida de la verdad revelada. Se pueden señalar algunos: la convicción de la inaferrablilidad [incomprehensibilidad] y la inefabilidad (incomprehensibilitate et inexprimibilitate, inafferrabilità e inesprimibilità) de la verdad divina, ni siquiera por parte de la revelación cristiana; ( la conviction que la vérité sur Dieu est insaisissable et ineffable, même par la révélation chrétienne); la actitud relativista con relación a la verdad, en virtud de lo cual aquello que es verdad para algunos no lo es para otros; la contraposición radical entre la mentalidad lógica atribuida a Occidente y la mentalidad simbólica atribuida a Oriente; el subjetivismo de quien, considerando la razón como única fuente de conocimiento, se hace «incapaz de levantar la mirada hacia lo alto para atreverse a alcanzar la verdad del ser»;8 la dificultad de comprender y acoger en la historia la presencia de eventos definitivos y escatológicos; el vaciamiento metafísico del evento de la encarnación histórica del Logos eterno, reducido a un mero aparecer de Dios en la historia; el eclecticismo de quien, en la búsqueda teológica, asume ideas derivadas de diferentes contextos filosóficos y religiosos, sin preocuparse de su coherencia y conexión sistemática, ni de su compatibilidad con la verdad cristiana; la tendencia, en fin, a leer e interpretar la Sagrada Escritura fuera de la Tradición y del Magisterio de la Iglesia.

Sobre la base de tales presupuestos, que se presentan con matices diversos, unas veces como afirmaciones y otras como hipótesis, se elaboran algunas propuestas teológicas en las cuales la revelación cristiana y el misterio de Jesucristo y de la Iglesia pierden su carácter de verdad absoluta y de universalidad salvífica, o al menos se arroja sobre ellos la sombra de la duda y de la inseguridad.

I. PLENITUD Y DEFINITIVIDAD
DE LA REVELACIÓN DE JESUCRISTO

5. Para poner remedio a esta mentalidad relativista, cada vez más difundida, es necesario reiterar, ante todo, el carácter definitivo y completo de la revelación de Jesucristo. Debe ser, en efecto, firmemente creída la afirmación de que en el misterio de Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado, el cual es «el camino, la verdad y la vida» (cf. Jn 14,6), se da la revelación de la plenitud de la verdad divina: «Nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce bien nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Mt 11,27). «A Dios nadie lo ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha revelado» (Jn 1,18); «porque en él reside toda la Plenitud de la Divinidad corporalmente» (Col 2,9-10).

Fiel a la palabra de Dios, el Concilio Vaticano II enseña: «La verdad íntima acerca de Dios y acerca de la salvación humana se nos manifiesta por la revelación en Cristo, que es a un tiempo mediador y plenitud de toda la revelación».9 Y confirma: «Jesucristo, el Verbo hecho carne, “hombre enviado a los hombres”, habla palabras de Dios (Jn 3,34) y lleva a cabo la obra de la salvación que el Padre le confió (cf. Jn 5,36; 17,4). Por tanto, Jesucristo —ver al cual es ver al Padre (cf. Jn 14,9)—, con su total presencia y manifestación, con palabras y obras, señales y milagros, sobre todo con su muerte y resurrección gloriosa de entre los muertos, y finalmente, con el envío del Espíritu de la verdad, lleva a plenitud toda la revelación y la confirma con el testimonio divino [...]. La economía cristiana, como la alianza nueva y definitiva, nunca cesará; y no hay que esperar ya ninguna revelación pública antes de la gloriosa manifestación de nuestro Señor Jesucristo (cf. 1 Tm 6,14; Tit 2,13) ».10

Por esto la encíclica Redemptoris missio propone nuevamente a la Iglesia la tarea de proclamar el Evangelio, como plenitud de la verdad: «En esta Palabra definitiva de su revelación, Dios se ha dado a conocer del modo más completo; ha dicho a la humanidad quién es. Esta autorrevelación definitiva de Dios es el motivo fundamental por el que la Iglesia es misionera por naturaleza. Ella no puede dejar de proclamar el Evangelio, es decir, la plenitud de la verdad que Dios nos ha dado a conocer sobre sí mismo».11 Sólo la revelación de Jesucristo, por lo tanto, «introduce en nuestra historia una verdad universal y última que induce a la mente del hombre a no pararse nunca».12

6. Es, por lo tanto, contraria a la fe de la Iglesia la tesis del carácter limitado, incompleto e imperfecto de la revelación de Jesucristo, que sería complementaria a la presente en las otras religiones. La razón que está a la base de esta aserción pretendería fundarse sobre el hecho de que la verdad acerca de Dios no podría ser acogida y manifestada en su globalidad y plenitud por ninguna religión histórica, por lo tanto, tampoco por el cristianismo ni por Jesucristo.

Esta posición contradice radicalmente las precedentes afirmaciones de fe, según las cuales en Jesucristo se da la plena y completa revelación del misterio salvífico de Dios. Por lo tanto, las palabras, las obras y la totalidad del evento histórico de Jesús, aun siendo limitados en cuanto realidades humanas, sin embargo, tienen como fuente la Persona divina del Verbo encarnado, «verdadero Dios y verdadero hombre»13 y por eso llevan en sí la definitividad y la plenitud de la revelación de las vías salvíficas de Dios, aunque la profundidad del misterio divino en sí mismo siga siendo trascendente e inagotable. La verdad sobre Dios no es abolida o reducida porque sea dicha en lenguaje humano. Ella, en cambio, sigue siendo única, plena y completa porque quien habla y actúa es el Hijo de Dios encarnado. Por esto la fe exige que se profese que el Verbo hecho carne, en todo su misterio, que va desde la encarnación a la glorificación, es la fuente, participada pero real, y el cumplimiento de toda la revelación salvífica de Dios a la humanidad,14 y que el Espíritu Santo, que es el Espíritu de Cristo, enseña a los Apóstoles, y por medio de ellos a toda la Iglesia de todos los tiempos, «la verdad completa» (Jn 16,13).

7. La respuesta adecuada a la revelación de Dios es «la obediencia de la fe (Rm 1,5: Cf. Rm 16,26; 2 Co 10,5-6), por la que el hombre se confía libre y totalmente a Dios, prestando “a Dios revelador el homenaje del entendimiento y de la voluntad”, y asintiendo voluntariamente a la revelación hecha por Él».15 La fe es un don de la gracia: «Para profesar esta fe es necesaria la gracia de Dios, que previene y ayuda, y los auxilios internos del Espíritu Santo, el cual mueve el corazón y lo convierte a Dios, abre los ojos de la mente y da “a todos la suavidad en el aceptar y creer la verdad”».16

La obediencia de la fe conduce a la acogida de la verdad de la revelación de Cristo, garantizada por Dios, quien es la Verdad misma;17 «La fe es ante todo una adhesión personal del hombre a Dios; es al mismo tiempo e inseparablemente el asentimiento libre a toda la verdad que Dios ha revelado».18 La fe, por lo tanto, «don de Dios» y «virtud sobrenatural infundida por Él»,19 implica una doble adhesión: a Dios que revela y a la verdad revelada por él, en virtud de la confianza que se le concede a la persona que la afirma. Por esto «no debemos creer en ningún otro que no sea Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo».20

Debe ser, por lo tanto, firmemente retenida la distinción entre la fe teologal y la creencia en las otras religiones. Si la fe es la acogida en la gracia de la verdad revelada, que «permite penetrar en el misterio, favoreciendo su comprensión coherente»,21 la creencia en las otras religiones es esa totalidad de experiencia y pensamiento que constituyen los tesoros humanos de sabiduría y religiosidad, que el hombre, en su búsqueda de la verdad, ha ideado y creado en su referencia a lo Divino y al Absoluto.22

No siempre tal distinción es tenida en consideración en la reflexión actual, por lo cual a menudo se identifica la fe teologal, que es la acogida de la verdad revelada por Dios Uno y Trino, y la creencia en las otras religiones, que es una experiencia religiosa todavía en búsqueda de la verdad absoluta y carente todavía del asentimiento a Dios que se revela. Este es uno de los motivos por los cuales se tienden a reducir, y a veces incluso a anular, las diferencias entre el cristianismo y las otras religiones.

8. Se propone también la hipótesis acerca del valor inspirado de los textos sagrados de otras religiones. Ciertamente es necesario reconocer que tales textos contienen elementos gracias a los cuales multitud de personas a través de los siglos han podido y todavía hoy pueden alimentar y conservar su relación religiosa con Dios. Por esto, considerando tanto los modos de actuar como los preceptos y las doctrinas de las otras religiones, el Concilio Vaticano II —como se ha recordado antes— afirma que «por más que discrepen en mucho de lo que ella [la Iglesia] profesa y enseña, no pocas veces reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres».23

La tradición de la Iglesia, sin embargo, reserva la calificación de textos inspirados a los libros canónicos del Antiguo y Nuevo Testamento, en cuanto inspirados por el Espíritu Santo.24 Recogiendo esta tradición, la Constitución dogmática sobre la divina Revelación del Concilio Vaticano II enseña: «La santa Madre Iglesia, según la fe apostólica, tiene por santos y canónicos los libros enteros del Antiguo y Nuevo Testamento con todas sus partes, porque, escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo (cf. Jn 20, 31; 2 Tm 3,16; 2 Pe 1,19-21; 3,15-16), tienen a Dios como autor y como tales se le han entregado a la misma Iglesia ».25 Esos libros «enseñan firmemente, con fidelidad y sin error, la verdad que Dios quiso consignar en las sagradas letras de nuestra salvación».26

Sin embargo, queriendo llamar a sí a todas las gentes en Cristo y comunicarles la plenitud de su revelación y de su amor, Dios no deja de hacerse presente en muchos modos «no sólo en cada individuo, sino también en los pueblos mediante sus riquezas espirituales, cuya expresión principal y esencial son las religiones, aunque contengan “lagunas, insuficiencias y errores”».27 Por lo tanto, los libros sagrados de otras religiones, que de hecho alimentan y guían la existencia de sus seguidores, reciben del misterio de Cristo aquellos elementos de bondad y gracia que están en ellos presentes.

II. EL LOGOS ENCARNADO Y EL ESPÍRITU SANTO
EN LA OBRA DE LA SALVACIÓN

9. En la reflexión teológica contemporánea a menudo emerge un acercamiento a Jesús de Nazaret como si fuese una figura histórica particular y finita, que revela lo divino de manera no exclusiva sino complementaria a otras presencias reveladoras y salvíficas. El Infinito, el Absoluto, el Misterio último de Dios se manifestaría así a la humanidad en modos diversos y en diversas figuras históricas: Jesús de Nazaret sería una de esas. Más concretamente, para algunos él sería uno de los tantos rostros que el Logos habría asumido en el curso del tiempo para comunicarse salvíficamente con la humanidad.

Además, para justificar por una parte la universalidad de la salvación cristiana y por otra el hecho del pluralismo religioso, se proponen contemporaneamente una economía del Verbo eterno válida también fuera de la Iglesia y sin relación a ella, y una economía del Verbo encarnado. La primera tendría una plusvalía de universalidad respecto a la segunda, limitada solamente a los cristianos, aunque si bien en ella la presencia de Dios sería más plena.

10. Estas tesis contrastan profundamente con la fe cristiana. Debe ser, en efecto, firmemente creída la doctrina de fe que proclama que Jesús de Nazaret, hijo de María, y solamente él, es el Hijo y Verbo del Padre. El Verbo, que «estaba en el principio con Dios» (Jn 1,2), es el mismo que «se hizo carne» (Jn 1,14). En Jesús «el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16) «reside toda la Plenitud de la Divinidad corporalmente» (Col 2,9). Él es «el Hijo único, que está en el seno del Padre» (Jn 1,18), el «Hijo de su amor, en quien tenemos la redención [...]. Dios tuvo a bien hacer residir en él toda la plenitud, y reconciliar con él y para él todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz, lo que hay en la tierra y en los cielos» (Col 1,13-14.19-20).

Fiel a las Sagradas Escrituras y refutando interpretaciones erróneas y reductoras, el primer Concilio de Nicea definió solemnemente su fe en «Jesucristo Hijo de Dios, nacido unigénito del Padre, es decir, de la sustancia del Padre, Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no hecho, consustancial al Padre, por quien todas las cosas fueron hechas, las que hay en el cielo y las que hay en la tierra, que por nosotros los hombres y por nuestra salvación descendió y se encarnó, se hizo hombre, padeció, y resucitó al tercer día, subió a los cielos, y ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos».28 Siguiendo las enseñanzas de los Padres, también el Concilio de Calcedonia profesó que «uno solo y el mismo Hijo, nuestro Señor Jesucristo, es él mismo perfecto en divinidad y perfecto en humanidad, Dios verdaderamente, y verdaderamente hombre [...], consustancial con el Padre en cuanto a la divinidad, y consustancial con nosotros en cuanto a la humanidad [...], engendrado por el Padre antes de los siglos en cuanto a la divinidad, y el mismo, en los últimos días, por nosotros y por nuestra salvación, engendrado de María Virgen, madre de Dios, en cuanto a la humanidad».29

Por esto, el Concilio Vaticano II afirma que Cristo «nuevo Adán», «imagen de Dios invisible» (Col 1,15), «es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado [...]. Cordero inocente, con la entrega libérrima de su sangre nos mereció la vida. En Él Dios nos reconcilió consigo y con nosotros y nos liberó de la esclavitud del diablo y del pecado, por lo que cualquiera de nosotros puede decir con el Apóstol: El Hijo de Dios “me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gal 2,20)».30

Al respecto Juan Pablo II ha declarado explícitamente: «Es contrario a la fe cristiana introducir cualquier separación entre el Verbo y Jesucristo [...]: Jesús es el Verbo encarnado, una sola persona e inseparable [...]. Cristo no es sino Jesús de Nazaret, y éste es el Verbo de Dios hecho hombre para la salvación de todos [...]. Mientras vamos descubriendo y valorando los dones de todas clases, sobre todo las riquezas espirituales que Dios ha concedido a cada pueblo, no podemos disociarlos de Jesucristo, centro del plan divino de salvación».31

Es también contrario a la fe católica introducir una separación entre la acción salvífica del Logos en cuanto tal, y la del Verbo hecho carne. Con la encarnación, todas las acciones salvíficas del Verbo de Dios, se hacen siempre en unión con la naturaleza humana que él ha asumido para la salvación de todos los hombres. El único sujeto que obra en las dos naturalezas, divina y humana, es la única persona del Verbo.32

Por lo tanto no es compatible con la doctrina de la Iglesia la teoría que atribuye una actividad salvífica al Logos como tal en su divinidad, que se ejercitaría «más allá» de la humanidad de Cristo, también después de la encarnación.33

11. Igualmente, debe ser firmemente creída la doctrina de fe sobre la unicidad de la economía salvífica querida por Dios Uno y Trino, cuya fuente y centro es el misterio de la encarnación del Verbo, mediador de la gracia divina en el plan de la creación y de la redención (cf. Col 1,15-20), recapitulador de todas las cosas (cf. Ef 1,10), «al cual hizo Dios para nosotros sabiduría de origen divino, justicia, santificación y redención» (1 Co 1,30). En efecto, el misterio de Cristo tiene una unidad intrínseca, que se extiende desde la elección eterna en Dios hasta la parusía: «[Dios] nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor» (Ef 1,4); En él «por quien entramos en herencia, elegidos de antemano según el previo designio del que realiza todo conforme a la decisión de su voluntad» (Ef 1,11); «Pues a los que de antemano conoció [el Padre], también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera él el primogénito entre muchos hermanos; y a los que predestinó, a ésos también los justificó; a los que justificó, a ésos también los glorificó» (Rm 8,29-30).

El Magisterio de la Iglesia, fiel a la revelación divina, reitera que Jesucristo es el mediador y el redentor universal: «El Verbo de Dios, por quien todo fue hecho, se encarnó para que, Hombre perfecto, salvará a todos y recapitulara todas las cosas. El Señor [...] es aquel a quien el Padre resucitó, exaltó y colocó a su derecha, constituyéndolo juez de vivos y de muerto».34 Esta mediación salvífica también implica la unicidad del sacrificio redentor de Cristo, sumo y eterno sacerdote (cf. Eb 6,20; 9,11; 10,12-14).

12. Hay también quien propone la hipótesis de una economía del Espíritu Santo con un carácter más universal que la del Verbo encarnado, crucificado y resucitado. También esta afirmación es contraria a la fe católica, que, en cambio, considera la encarnación salvífica del Verbo como un evento trinitario. En el Nuevo Testamento el misterio de Jesús, Verbo encarnado, constituye el lugar de la presencia del Espíritu Santo y la razón de su efusión a la humanidad, no sólo en los tiempos mesiánicos (cf. Hch 2,32-36; Jn 20,20; 7,39; 1 Co 15,45), sino también antes de su venida en la historia (cf. 1 Co 10,4; 1 Pe 1,10-12).

El Concilio Vaticano II ha llamado la atención de la conciencia de fe de la Iglesia sobre esta verdad fundamental. Cuando expone el plan salvífico del Padre para toda la humanidad, el Concilio conecta estrechamente desde el inicio el misterio de Cristo con el del Espíritu.35 Toda la obra de edificación de la Iglesia a través de los siglos se ve como una realización de Jesucristo Cabeza en comunión con su Espíritu.36

Además, la acción salvífica de Jesucristo, con y por medio de su Espíritu, se extiende más allá de los confines visibles de la Iglesia y alcanza a toda la humanidad. Hablando del misterio pascual, en el cual Cristo asocia vitalmente al creyente a sí mismo en el Espíritu Santo, y le da la esperanza de la resurrección, el Concilio afirma: «Esto vale no solamente para los cristianos, sino también para todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de modo invisible. Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la divina. En consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual».37

Queda claro, por lo tanto, el vínculo entre el misterio salvífico del Verbo encarnado y el del Espíritu Santo, que actúa el influjo salvífico del Hijo hecho hombre en la vida de todos los hombres, llamados por Dios a una única meta, ya sea que hayan precedido históricamente al Verbo hecho hombre, o que vivan después de su venida en la historia: de todos ellos es animador el Espíritu del Padre, que el Hijo del hombre dona libremente (cf. Jn 3,34).

Por eso el Magisterio reciente de la Iglesia ha llamado la atención con firmeza y claridad sobre la verdad de una única economía divina: «La presencia y la actividad del Espíritu no afectan únicamente a los individuos, sino también a la sociedad, a la historia, a los pueblos, a las culturas y a las religiones [...]. Cristo resucitado obra ya por la virtud de su Espíritu [...]. Es también el Espíritu quien esparce “las semillas de la Palabra” presentes en los ritos y culturas, y los prepara para su madurez en Cristo».38 Aun reconociendo la función histórico-salvífica del Espíritu en todo el universo y en la historia de la humanidad,39 sin embargo confirma: «Este Espíritu es el mismo que se ha hecho presente en la encarnación, en la vida, muerte y resurrección de Jesús y que actúa en la Iglesia. No es, por consiguiente, algo alternativo a Cristo, ni viene a llenar una especie de vacío, como a veces se da por hipótesis, que exista entre Cristo y el Logos. Todo lo que el Espíritu obra en los hombres y en la historia de los pueblos, así como en las culturas y religiones, tiene un papel de preparación evangélica, y no puede menos de referirse a Cristo, Verbo encarnado por obra del Espíritu, “para que, hombre perfecto, salvara a todos y recapitulara todas las cosas”».40

En conclusión, la acción del Espíritu no está fuera o al lado de la acción de Cristo. Se trata de una sola economía salvífica de Dios Uno y Trino, realizada en el misterio de la encarnación, muerte y resurrección del Hijo de Dios, llevada a cabo con la cooperación del Espíritu Santo y extendida en su alcance salvífico a toda la humanidad y a todo el universo: «Los hombres, pues, no pueden entrar en comunión con Dios si no es por medio de Cristo y bajo la acción del Espíritu».41

III. UNICIDAD Y UNIVERSALIDAD
DEL MISTERIO SALVÍFICO DE JESUCRISTO

13. Es también frecuente la tesis que niega la unicidad y la universalidad salvífica del misterio de Jesucristo. Esta posición no tiene ningún fundamento bíblico. En efecto, debe ser firmemente creída, como dato perenne de la fe de la Iglesia, la proclamación de Jesucristo, Hijo de Dios, Señor y único salvador, que en su evento de encarnación, muerte y resurrección ha llevado a cumplimiento la historia de la salvación, que tiene en él su plenitud y su centro.

Los testimonios neotestamentarios lo certifican con claridad: «El Padre envió a su Hijo, como salvador del mundo» (1 Jn 4,14); «He aquí el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29). En su discurso ante el sanedrín, Pedro, para justificar la curación del tullido de nacimiento realizada en el nombre de Jesús (cf. Hch 3,1-8), proclama: «Porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos» (Hch 4,12). El mismo apóstol añade además que «Jesucristo es el Señor de todos»; «está constituido por Dios juez de vivos y muertos»; por lo cual «todo el que cree en él alcanza, por su nombre, el perdón de los pecados» (Hch 10,36.42.43).

Pablo, dirigiéndose a la comunidad de Corinto, escribe: «Pues aun cuando se les dé el nombre de dioses, bien en el cielo bien en la tierra, de forma que hay multitud de dioses y de señores, para nosotros no hay más que un solo Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas y para el cual somos; y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y por el cual somos nosotros» (1 Co 8,5-6). También el apóstol Juan afirma: «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él » (Jn 3,16-17). En el Nuevo Testamento, la voluntad salvífica universal de Dios está estrechamente conectada con la única mediación de Cristo: «[Dios] quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad. Porque hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también, que se entregó a sí mismo como rescate por todos» (1 Tm 2,4-6).

Basados en esta conciencia del don de la salvación, único y universal, ofrecido por el Padre por medio de Jesucristo en el Espíritu Santo (cf. Ef 1,3-14), los primeros cristianos se dirigieron a Israel mostrando que el cumplimiento de la salvación iba más allá de la Ley, y afrontaron después al mundo pagano de entonces, que aspiraba a la salvación a través de una pluralidad de dioses salvadores. Este patrimonio de la fe ha sido propuesto una vez más por el Magisterio de la Iglesia: «Cree la Iglesia que Cristo, muerto y resucitado por todos (cf. 2 Co 5,15), da al hombre su luz y su fuerza por el Espíritu Santo a fin de que pueda responder a su máxima vocación y que no ha sido dado bajo el cielo a la humanidad otro nombre en el que sea posible salvarse (cf. Hch 4,12). Igualmente cree que la clave, el centro y el fin de toda la historia humana se halla en su Señor y Maestro».42

14. Debe ser, por lo tanto, firmemente creída como verdad de fe católica que la voluntad salvífica universal de Dios Uno y Trino es ofrecida y cumplida una vez para siempre en el misterio de la encarnación, muerte y resurrección del Hijo de Dios.

Teniendo en cuenta este dato de fe, y meditando sobre la presencia de otras experiencias religiosas no cristianas y sobre su significado en el plan salvífico de Dios, la teología está hoy invitada a explorar si es posible, y en qué medida, que también figuras y elementos positivos de otras religiones puedan entrar en el plan divino de la salvación. En esta tarea de reflexión la investigación teológica tiene ante sí un extenso campo de trabajo bajo la guía del Magisterio de la Iglesia. El Concilio Vaticano II, en efecto, afirmó que «la única mediación del Redentor no excluye, sino suscita en sus criaturas una múltiple cooperación que participa de la fuente única».43 Se debe profundizar el contenido de esta mediación participada, siempre bajo la norma del principio de la única mediación de Cristo: «Aun cuando no se excluyan mediaciones parciales, de cualquier tipo y orden, éstas sin embargo cobran significado y valor únicamente por la mediación de Cristo y no pueden ser entendidas como paralelas y complementarias».44 No obstante, serían contrarias a la fe cristiana y católica aquellas propuestas de solución que contemplen una acción salvífica de Dios fuera de la única mediación de Cristo.

15. No pocas veces algunos proponen que en teología se eviten términos como «unicidad», «universalidad», «absolutez», cuyo uso daría la impresión de un énfasis excesivo acerca del valor del evento salvífico de Jesucristo con relación a las otras religiones. En realidad, con este lenguaje se expresa simplemente la fidelidad al dato revelado, pues constituye un desarrollo de las fuentes mismas de la fe. Desde el inicio, en efecto, la comunidad de los creyentes ha reconocido que Jesucristo posee una tal valencia salvífica, que Él sólo, como Hijo de Dios hecho hombre, crucificado y resucitado, en virtud de la misión recibida del Padre y en la potencia del Espíritu Santo, tiene el objetivo de donar la revelación (cf. Mt 11,27) y la vida divina (cf. Jn 1,12; 5,25-26; 17,2) a toda la humanidad y a cada hombre.

En este sentido se puede y se debe decir que Jesucristo tiene, para el género humano y su historia, un significado y un valor singular y único, sólo de él propio, exclusivo, universal y absoluto. Jesús es, en efecto, el Verbo de Dios hecho hombre para la salvación de todos. Recogiendo esta conciencia de fe, el Concilio Vaticano II enseña: «El Verbo de Dios, por quien todo fue hecho, se encarnó para que, Hombre perfecto, salvara a todos y recapitulara todas las cosas. El Señor es el fin de la historia humana, “punto de convergencia hacia el cual tienden los deseos de la historia y de la civilización”, centro de la humanidad, gozo del corazón humano y plenitud total de sus aspiraciones. Él es aquel a quien el Padre resucitó, exaltó y colocó a su derecha, constituyéndolo juez de vivos y de muertos».45 «Es precisamente esta singularidad única de Cristo la que le confiere un significado absoluto y universal, por lo cual, mientras está en la historia, es el centro y el fin de la misma: “Yo soy el Alfa y la Omega, el Primero y el Último, el Principio y el Fin” (Ap 22,13)».46

IV. UNICIDAD Y UNIDAD DE LA IGLESIA

16. El Señor Jesús, único salvador, no estableció una simple comunidad de discípulos, sino que constituyó a la Iglesia como misterio salvífico: Él mismo está en la Iglesia y la Iglesia está en Él (cf. Jn 15,1ss; Ga 3,28; Ef 4,15-16; Hch 9,5); por eso, la plenitud del misterio salvífico de Cristo pertenece también a la Iglesia, inseparablemente unida a su Señor. Jesucristo, en efecto, continúa su presencia y su obra de salvación en la Iglesia y a través de la Iglesia (cf. Col 1,24-27),47 que es su cuerpo (cf. 1 Co 12, 12-13.27; Col 1,18).48 Y así como la cabeza y los miembros de un cuerpo vivo aunque no se identifiquen son inseparables, Cristo y la Iglesia no se pueden confundir pero tampoco separar, y constituyen un único «Cristo total».49 Esta misma inseparabilidad se expresa también en el Nuevo Testamento mediante la analogía de la Iglesia como Esposa de Cristo (cf. 2 Cor 11,2; Ef 5,25-29; Ap 21,2.9).50

Por eso, en conexión con la unicidad y la universalidad de la mediación salvífica de Jesucristo, debe ser firmemente creída como verdad de fe católica la unicidad de la Iglesia por él fundada. Así como hay un solo Cristo, uno solo es su cuerpo, una sola es su Esposa: «una sola Iglesia católica y apostólica».51 Además, las promesas del Señor de no abandonar jamás a su Iglesia (cf. Mt 16,18; 28,20) y de guiarla con su Espíritu (cf. Jn 16,13) implican que, según la fe católica, la unicidad y la unidad, como todo lo que pertenece a la integridad de la Iglesia, nunca faltarán.52

Los fieles están obligados a profesar que existe una continuidad histórica —radicada en la sucesión apostólica—53 entre la Iglesia fundada por Cristo y la Iglesia católica: «Esta es la única Iglesia de Cristo [...] que nuestro Salvador confió después de su resurrección a Pedro para que la apacentara (Jn 24,17), confiándole a él y a los demás Apóstoles su difusión y gobierno (cf. Mt 28,18ss.), y la erigió para siempre como «columna y fundamento de la verdad» (1 Tm 3,15). Esta Iglesia, constituida y ordenada en este mundo como una sociedad, subsiste [subsistit in] en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con él».54 Con la expresión «subsitit in», el Concilio Vaticano II quiere armonizar dos afirmaciones doctrinales: por un lado que la Iglesia de Cristo, no obstante las divisiones entre los cristianos, sigue existiendo plenamente sólo en la Iglesia católica, y por otro lado que «fuera de su estructura visible pueden encontrarse muchos elementos de santificación y de verdad»,55 en las Iglesias y en las Comunidades eclesiales que aún no están en plena comunión con la Iglesia católica.56 Sin embargo, respecto a estas últimas, es necesario afirmar que su eficacia «deriva de la misma plenitud de gracia y verdad que fue confiada a la Iglesia católica».57

17. Existe, por lo tanto, una única Iglesia de Cristo, que subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el Sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con él.58 Las Iglesias que no están en perfecta comunión con la Iglesia católica pero se mantienen unidas a ella por medio de vínculos estrechísimos como la sucesión apostólica y la Eucaristía válidamente consagrada, son verdaderas iglesias particulares.59 Por eso, también en estas Iglesias está presente y operante la Iglesia de Cristo, si bien falte la plena comunión con la Iglesia católica al rehusar la doctrina católica del Primado, que por voluntad de Dios posee y ejercita objetivamente sobre toda la Iglesia el Obispo de Roma.60

Por el contrario, las Comunidades eclesiales que no han conservado el Episcopado válido y la genuina e íntegra sustancia del misterio eucarístico,61 no son Iglesia en sentido propio; sin embargo, los bautizados en estas Comunidades, por el Bautismo han sido incorporados a Cristo y, por lo tanto, están en una cierta comunión, si bien imperfecta, con la Iglesia.62 En efecto, el Bautismo en sí tiende al completo desarrollo de la vida en Cristo mediante la íntegra profesión de fe, la Eucaristía y la plena comunión en la Iglesia.63

«Por lo tanto, los fieles no pueden imaginarse la Iglesia de Cristo como la suma —diferenciada y de alguna manera unitaria al mismo tiempo— de las Iglesias y Comunidades eclesiales; ni tienen la facultad de pensar que la Iglesia de Cristo hoy no existe en ningún lugar y que, por lo tanto, deba ser objeto de búsqueda por parte de todas las Iglesias y Comunidades».64 En efecto, «los elementos de esta Iglesia ya dada existen juntos y en plenitud en la Iglesia católica, y sin esta plenitud en las otras Comunidades».65 «Por consiguiente, aunque creamos que las Iglesias y Comunidades separadas tienen sus defectos, no están desprovistas de sentido y de valor en el misterio de la salvación, porque el Espíritu de Cristo no ha rehusado servirse de ellas como medios de salvación, cuya virtud deriva de la misma plenitud de la gracia y de la verdad que se confió a la Iglesia ».66

La falta de unidad entre los cristianos es ciertamente una herida para la Iglesia; no en el sentido de quedar privada de su unidad, sino «en cuanto obstáculo para la realización plena de su universalidad en la historia».67

V. IGLESIA, REINO DE DIOS Y REINO DE CRISTO

18. La misión de la Iglesia es «anunciar el Reino de Cristo y de Dios, establecerlo en medio de todas las gentes; [la Iglesia] constituye en la tierra el germen y el principio de este Reino».68 Por un lado la Iglesia es «sacramento, esto es, signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano»;69 ella es, por lo tanto, signo e instrumento del Reino: llamada a anunciarlo y a instaurarlo. Por otro lado, la Iglesia es el «pueblo reunido por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo»;70 ella es, por lo tanto, el «reino de Cristo, presente ya en el misterio»,71 constituyendo, así, su germen e inicio. El Reino de Dios tiene, en efecto, una dimensión escatológica: Es una realidad presente en el tiempo, pero su definitiva realización llegará con el fin y el cumplimiento de la historia.72

De los textos bíblicos y de los testimonios patrísticos, así como de los documentos del Magisterio de la Iglesia no se deducen significados unívocos para las expresiones Reino de los Cielos, Reino de Dios y Reino de Cristo, ni de la relación de los mismos con la Iglesia, ella misma misterio que no puede ser totalmente encerrado en un concepto humano. Pueden existir, por lo tanto, diversas explicaciones teológicas sobre estos argumentos. Sin embargo, ninguna de estas posibles explicaciones puede negar o vaciar de contenido en modo alguno la íntima conexión entre Cristo, el Reino y la Iglesia. En efecto, «el Reino de Dios que conocemos por la Revelación, no puede ser separado ni de Cristo ni de la Iglesia... Si se separa el Reino de la persona de Jesús, no es éste ya el Reino de Dios revelado por él, y se termina por distorsionar tanto el significado del Reino —que corre el riesgo de transformarse en un objetivo puramente humano e ideológico— como la identidad de Cristo, que no aparece como el Señor, al cual debe someterse todo (cf. 1 Co 15,27); asimismo, el Reino no puede ser separado de la Iglesia. Ciertamente, ésta no es un fin en sí misma, ya que está ordenada al Reino de Dios, del cual es germen, signo e instrumento. Sin embargo, a la vez que se distingue de Cristo y del Reino, está indisolublemente unida a ambos».73

19. Afirmar la relación indivisible que existe entre la Iglesia y el Reino no implica olvidar que el Reino de Dios —si bien considerado en su fase histórica— no se identifica con la Iglesia en su realidad visible y social. En efecto, no se debe excluir «la obra de Cristo y del Espíritu Santo fuera de los confines visibles de la Iglesia».74 Por lo tanto, se debe también tener en cuenta que «el Reino interesa a todos: a las personas, a la sociedad, al mundo entero. Trabajar por el Reino quiere decir reconocer y favorecer el dinamismo divino, que está presente en la historia humana y la transforma. Construir el Reino significa trabajar por la liberación del mal en todas sus formas. En resumen, el Reino de Dios es la manifestación y la realización de su designio de salvación en toda su plenitud».75

Al considerar la relación entre Reino de Dios, Reino de Cristo e Iglesia es necesario, de todas maneras, evitar acentuaciones unilaterales, como en el caso de «determinadas concepciones que intencionadamente ponen el acento sobre el Reino y se presentan como “reinocéntricas”, las cuales dan relieve a la imagen de una Iglesia que no piensa en sí misma, sino que se dedica a testimoniar y servir al Reino. Es una “Iglesia para los demás” —se dice— como “Cristo es el hombre para los demás”... Junto a unos aspectos positivos, estas concepciones manifiestan a menudo otros negativos. Ante todo, dejan en silencio a Cristo: El Reino del que hablan se basa en un “teocentrismo”, porque Cristo —dicen—no puede ser comprendido por quien no profesan la fe cristiana, mientras que pueblos, culturas y religiones diversas pueden coincidir en la única realidad divina, cualquiera que sea su nombre. Por el mismo motivo, conceden privilegio al misterio de la creación, que se refleja en la diversidad de culturas y creencias, pero no dicen nada sobre el misterio de la redención. Además el Reino, tal como lo entienden, termina por marginar o menospreciar a la Iglesia, como reacción a un supuesto “eclesiocentrismo” del pasado y porque consideran a la Iglesia misma sólo un signo, por lo demás no exento de ambigüedad».76 Estas tesis son contrarias a la fe católica porque niegan la unicidad de la relación que Cristo y la Iglesia tienen con el Reino de Dios.

VI. LA IGLESIA Y LAS RELIGIONES
EN RELACIÓN CON LA SALVACIÓN

20. De todo lo que ha sido antes recordado, derivan también algunos puntos necesarios para el curso que debe seguir la reflexión teológica en la profundización de la relación de la Iglesia y de las religiones con la salvación.

Ante todo, debe ser firmemente creído que la «Iglesia peregrinante es necesaria para la salvación, pues Cristo es el único Mediador y el camino de salvación, presente a nosotros en su Cuerpo, que es la Iglesia, y Él, inculcando con palabras concretas la necesidad del bautismo (cf. Mt 16,16; Jn 3,5), confirmó a un tiempo la necesidad de la Iglesia, en la que los hombres entran por el bautismo como por una puerta».77 Esta doctrina no se contrapone a la voluntad salvífica universal de Dios (cf. 1 Tm 2,4); por lo tanto, «es necesario, pues, mantener unidas estas dos verdades, o sea, la posibilidad real de la salvación en Cristo para todos los hombres y la necesidad de la Iglesia en orden a esta misma salvación».78

La Iglesia es «sacramento universal de salvación»79 porque, siempre unida de modo misterioso y subordinada a Jesucristo el Salvador, su Cabeza, en el diseño de Dios, tiene una relación indispensable con la salvación de cada hombre.80 Para aquellos que no son formal y visiblemente miembros de la Iglesia, «la salvación de Cristo es accesible en virtud de la gracia que, aun teniendo una misteriosa relación con la Iglesia, no les introduce formalmente en ella, sino que les ilumina de manera adecuada en su situación interior y ambiental. Esta gracia proviene de Cristo; es fruto de su sacrificio y es comunicada por el Espíritu Santo».81 Ella está relacionada con la Iglesia, la cual «procede de la misión del Hijo y la misión del Espíritu Santo»,82 según el diseño de Dios Padre.

21. Acerca del modo en el cual la gracia salvífica de Dios, que es donada siempre por medio de Cristo en el Espíritu y tiene una misteriosa relación con la Iglesia, llega a los individuos no cristianos, el Concilio Vaticano II se limitó a afirmar que Dios la dona «por caminos que Él sabe».83 La Teología está tratando de profundizar este argumento, ya que es sin duda útil para el crecimiento de la compresión de los designios salvíficos de Dios y de los caminos de su realización. Sin embargo, de todo lo que hasta ahora ha sido recordado sobre la mediación de Jesucristo y sobre las «relaciones singulares y únicas»84 que la Iglesia tiene con el Reino de Dios entre los hombres —que substancialmente es el Reino de Cristo, salvador universal—, queda claro que sería contrario a la fe católica considerar la Iglesia como un camino de salvación al lado de aquellos constituidos por las otras religiones. Éstas serían complementarias a la Iglesia, o incluso substancialmente equivalentes a ella, aunque en convergencia con ella en pos del Reino escatológico de Dios.

Ciertamente, las diferentes tradiciones religiosas contienen y ofrecen elementos de religiosidad que proceden de Dios85 y que forman parte de «todo lo que el Espíritu obra en los hombres y en la historia de los pueblos, así como en las culturas y religiones».86 De hecho algunas oraciones y ritos pueden asumir un papel de preparación evangélica, en cuanto son ocasiones o pedagogías en las cuales los corazones de los hombres son estimulados a abrirse a la acción de Dios.87 A ellas, sin embargo no se les puede atribuir un origen divino ni una eficacia salvífica ex opere operato, que es propia de los sacramentos cristianos.88 Por otro lado, no se puede ignorar que otros ritos no cristianos, en cuanto dependen de supersticiones o de otros errores (cf. 1 Co 10,20-21), constituyen más bien un obstáculo para la salvación.89

22. Con la venida de Jesucristo Salvador, Dios ha establecido la Iglesia para la salvación de todos los hombres (cf. Hch 17,30-31).90 Esta verdad de fe no quita nada al hecho de que la Iglesia considera las religiones del mundo con sincero respeto, pero al mismo tiempo excluye esa mentalidad indiferentista «marcada por un relativismo religioso que termina por pensar que “una religión es tan buena como otra”».91 Si bien es cierto que los no cristianos pueden recibir la gracia divina, también es cierto que objetivamente se hallan en una situación gravemente deficitaria si se compara con la de aquellos que, en la Iglesia, tienen la plenitud de los medios salvíficos.92 Sin embargo es necesario recordar a «los hijos de la Iglesia que su excelsa condición no deben atribuirla a sus propios méritos, sino a una gracia especial de Cristo; y si no responden a ella con el pensamiento, las palabras y las obras, lejos de salvarse, serán juzgados con mayor severidad».93 Se entiende, por lo tanto, que, siguiendo el mandamiento de Señor (cf. Mt 28,19-20) y como exigencia del amor a todos los hombres, la Iglesia «anuncia y tiene la obligación de anunciar constantemente a Cristo, que es “el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14, 6), en quien los hombres encuentran la plenitud de la vida religiosa y en quien Dios reconcilió consigo todas las cosas ».94

La misión ad gentes, también en el diálogo interreligioso, «conserva íntegra, hoy como siempre, su fuerza y su necesidad».95

«En efecto, «Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad» (1 Tm 2,4). Dios quiere la salvación de todos por el conocimiento de la verdad. La salvación se encuentra en la verdad. Los que obedecen a la moción del Espíritu de verdad están ya en el camino de la salvación; pero la Iglesia, a quien esta verdad ha sido confiada, debe ir al encuentro de los que la buscan para ofrecérsela. Porque cree en el designio universal de salvación, la Iglesia debe ser misionera».96

Por ello el diálogo, no obstante forme parte de la misión evangelizadora, constituye sólo una de las acciones de la Iglesia en su misión ad gentes.97 La paridad, que es presupuesto del diálogo, se refiere a la igualdad de la dignidad personal de las partes, no a los contenidos doctrinales, ni mucho menos a Jesucristo —que es el mismo Dios hecho hombre— comparado con los fundadores de las otras religiones. De hecho, la Iglesia, guiada por la caridad y el respeto de la libertad,98 debe empeñarse primariamente en anunciar a todos los hombres la verdad definitivamente revelada por el Señor, y en proclamar la necesidad de la conversión a Jesucristo y la adhesión a la Iglesia a través del bautismo y los otros sacramentos, para participar plenamente de la comunión con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Por otra parte, la certeza de la voluntad salvífica universal de Dios no disminuye sino aumenta el deber y la urgencia del anuncio de la salvación y la conversión al Señor Jesucristo.

CONCLUSIÓN

23. La presente Declaración, reproponiendo y clarificando algunas verdades de fe, ha querido seguir el ejemplo del Apóstol Pablo a los fieles de Corinto: «Os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí» (1 Co 15,3). Frente a propuestas problemáticas o incluso erróneas, la reflexión teológica está llamada a confirmar de nuevo la fe de la Iglesia y a dar razón de su esperanza en modo convincente y eficaz.

Los Padres del Concilio Vaticano II, al tratar el tema de la verdadera religión, han afirmado:         

«Creemos que esta única religión verdadera subsiste en la Iglesia católica y apostólica, a la cual el Señor Jesús confió la obligación de difundirla a todos los hombres, diciendo a los Apóstoles: “Id, pues, y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado” (Mt 28,19-20). Por su parte todos los hombres están obligados a buscar la verdad, sobre todo en lo referente a Dios y a su Iglesia, y, una vez conocida, a abrazarla y practicarla».99

La revelación de Cristo continuará siendo en la historia la verdadera estrella que orienta a toda la humanidad: 100

«La verdad, que es Cristo, se impone como autoridad universal». 101 El misterio cristiano supera de hecho las barreras del tiempo y del espacio, y realiza la unidad de la familia humana: «Desde lugares y tradiciones diferentes todos están llamados en Cristo a participar en la unidad de la familia de los hijos de Dios [...]. Jesús derriba los muros de la división y realiza la unificación de forma original y suprema mediante la participación en su misterio. Esta unidad es tan profunda que la Iglesia puede decir con san Pablo: «Ya no sois extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios» (Ef 2,19) ». 102

El Sumo Pontífice Juan Pablo II, en la Audiencia del día 16 de junio de 2000, concedida al infrascrito Cardenal Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, con ciencia cierta y con su autoridad apostólica, ha ratificado y confirmado esta Declaración decidida en la Sesión Plenaria, y ha ordenado su publicación.

Dado en Roma, en la sede de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el 6 de agosto de 2000, Fiesta de la Transfiguración del Señor.

 Joseph Card. Ratzinger
Prefecto

Tarcisio Bertone, S.D.B.
Arzobispo emérito de Vercelli
Secretario


Notas

(1) Conc. de Constantinopla I, Symbolum Costantinopolitanum: DS 150.

(2) Cf. Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 1: AAS 83 (1991) 249-340.

(3) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes y Decl. Nostra aetate; cf. también Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi: AAS 68 (1976) 5-76; Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio.

(4) Conc. Ecum. Vat.II, Decl.Nostra aetate, 2.

(5) Pont. Cons. para el Diálogo Interreligioso y la Congr. para la Evangelización de los Pueblos, Instr. Diálogo y anuncio, 29; cf. Conc.Ecum. Vat II, Const. past. Gaudium et spes, 22.

(6) Cf. Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 55.

(7) Cf. Pont.Cons. para el Diálogo Interreligioso y la Congr. para la Evangelización de los Pueblos, Instr. Diálogo y anuncio, 9: AAS 84 (1992) 414-446 84 (1992) 414-446.

(8) Juan Pablo II, Enc. Fides et ratio, 5: AAS 91 (1999) 5-88.

(9) Conc. Ecum Vat. II, Const. dogm.Dei verbum, 2.

(10) Ibíd., 4.

(11) Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 5.

(12) Juan Pablo II, Enc. Fides et ratio, 14.

(13) Conc. Ecum. de Calcedonia, DS 301. Cf. S. Atanasio de Alejandría, De Incarnatione, 54,3: SC 199,458.

(14) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei verbum, 4

(15) Ibíd., 5.

(16) Ibíd.

(17) 3 Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 144.

(18) Ibíd., 150.

(19) Ibíd., 153.

(20) Ibíd., 178.

(21) Juan Pablo II, Enc. Fides et Ratio, 13.

(22) Cf. ibíd., 31-32.

(23) Conc. Ecum. Vat.II, Decl.Nostra aetae, 2. Cf. también Conc.Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, 9, donde se habla de todo lo bueno presente «en los ritos y en las culturas de los pueblos»; Const. dogm. Lumen gentium, 16, donde se indica todo lo bueno y lo verdadero presente entre los no cristianos, que pueden ser considerados como una preparación a la acogida del Evangelio.

(24) Cf. Conc. de Trento, Decr. de libris sacris et de traditionibus recipiendis: DS 1501; Conc. Ecum. Vat. I, Const. dogm. Dei Filius, cap. 2: DS 3006.

(25) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei verbum, 11.

(26) Ibíd.

(27) Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 55; cf. también 56. Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi, 53.

(28) Conc. Ecum. de Nicea I, DS 125.

(29) Conc. Ecum de Calcedonia, DS 301.

(30) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Gaudium et spes, 22.

(31) Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 6.

(32) Cf. San León Magno, Tomus ad Flavianum: DS 269.

(33) Cf. San León Magno, Carta «Promisisse me memini» ad Leonem I imp: DS 318: «In tantam unitatem ab ipso conceptu Virginis deitate et humanitate conserta, ut nec sine homine divina, nec sine Dio agerentur humana». Cf. también ibíd.: DS 317.

(34) Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 45. Cf. también Conc. de Trento, Decr. De peccato originali, 3: DS 1513.

(35) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 3-4.

(36) Cf. ibíd., 7.Cf. San Ireneo, el cual afirmaba que en la Iglesia «ha sido depositada la comunión con Cristo, o sea, el Espíritu Santo» (Adversus Haereses III, 24, 1: SC 211, 472).

(37) Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 22.

(38) Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 28.Acerca de «las semillas del Verbo» cf. también San Justino, 2 Apologia, 8,1-2,1-3; 13, 3-6: ed. E. J. Goodspeed, 84; 85; 88-89.

(39) Cf. ibíd., 28-29.

(40) Ibíd., 29.

(41) 3 Ibíd., 5.

(42) Conc. Ecum. Vat. II, Const. past.Gaudium et spes, 10; cf. San Agustín, cuando afirma que fuera de Cristo, «camino universal de salvación que nunca ha faltado al género humano, nadie ha sido liberado, nadie es liberado, nadie será liberad »: De Civitate Dei 10, 32, 2: CCSL 47, 312.

(43) Conc. Ecum. Vat.II, Const. dogm. Lumen gentium, 62.

(44) Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 5.

(45) Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 45. La necesidad y absoluta singularidad de Cristo en la historia humana está bien expresada por San Ireneo cuando contempla la preeminencia de Jesús como Primogénito: «En los cielos como primogénito del pensamiento del Padre, el Verbo perfecto dirige personalmente todas las cosas y legisla; sobre la tierra como primogénito de la Virgen, hombre justo y santo, siervo de Dios, bueno, aceptable a Dios, perfecto en todo; finalmente salvando de los infiernos a todos aquellos que le siguen, como primogénito de los muertos es cabeza y fuente de la vida divina» (Demostratio, 39: SC 406, 138).

(46) Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 6.

(47) Cf. Conc. Ecum. Vat.II, Const. dogm. Lumen gentium, 14.

(48) Cf. ibíd., 7.

(49) Cf. San Agustín, Enarrat.In Psalmos, Ps 90, Sermo 2,1: CCSL 39, 1266; San Gregorio Magno, Moralia in Iob, Praefatio, 6, 14: PL 75, 525; Santo Tomás de Aquino, Summa Theologicae, III, q. 48, a. 2 ad 1.

(50) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.Lumen gentium, 6.

(51) Símbolo de la fe: DS 48.Cf. Bonifacio VIII, Bula Unam Sanctam: DS 870-872; Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 8.

(52) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, 4; Juan Pablo II, Enc. Ut unum sint, 11: AAS 87 (1995) 921-982 87 (1995) 921-982.

(53) 3 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 20; cf. también San Ireneo, Adversus Haereses, III, 3, 1-3: SC 211, 20-44; San Cipriano, Epist. 33, 1: CCSL 3B, 164-165; San Agustín, Contra advers. legis et prophet., 1, 20, 39: CCSL 49, 70.

(54) Conc. Ecum Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 8.

(55) Ibíd., Cf. Juan Pablo II, Enc. Ut unum sint, 13. Cf. también Conc.Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 15, y Decr.Unitatis redintegratio, 3.

(56) Es, por lo tanto, contraria al significado auténtico del texto conciliar la interpretación de quienes deducen de la fórmula subsistit in la tesis según la cual la única Iglesia de Cristo podría también subsistir en otras iglesias cristianas. «El Concilio había escogido la palabra “subsistit” precisamente para aclarar que existe una sola “subsistencia” de la verdadera Iglesia, mientras que fuera de su estructura visible existen sólo “elementa Ecclesiae, los cuales —siendo elementos de la misma Iglesia— tienden y conducen a la Iglesia católica» (Congr. para la Doctrina de la Fe, Notificación sobre el volumen «Iglesia: carisma y poder» del P. Leonardo Boff, 11-III-1985: AAS 77 (1985) 756-762).

(57) Cf. Conc. Ecum. Vat.II, Decr. Unitatis redintegratio, 3.

(58) Cf. Congr. para la Doctrina de la Fe, Decl. Mysterium ecclesiae, n. 1: AAS 65 (1973) 396-408.

(59) Cf. Conc. Ecum. Vat.II, Decr. Unitatis redintegratio, 14 y 15; Congr. para Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio, 17 AAS 85 (1993) 838-850 85 (1993) 838-850.

(60) Cf. Conc. Ecum Vat. I, Const. Pastor aeternus: DS 3053-3064; Conc. Ecum. Vat. II, Const dogm. Lumen gentium, 22.

(61) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, 22.

(62) Cf. ibíd., 3.

(63) Cf. ibíd., 22.

(64) Congr. para la Doctrina de la Fe, Decl. Mysterium ecclesiae, 1.

(65) Juan Pablo II, Enc. Ut unum sint, 14.

(66) Conc. Ecum. Vat. II, Decr.Unitatis redintegratio, 3.

(67) Congr. para la Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio, 17.Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, n. 4.

(68) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 5.

(69) 3 Ibíd., 1.

(70) 3 Ibíd., 4. Cf. San Cipriano, De Dominica oratione 23: CCSL 3A, 105.

(71) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 3.

(72) Cf. ibíd., 9. Cf. También la oración dirigida a Dios, que se encuentra en la Didaché 9, 4: SC 248, 176: «Se reúna tu Iglesia desde los confines de la tierra en tu reino», e ibíd., 10, 5: SC 248, 180: «Acuérdate, Señor, de tu Iglesia... y, santificada, reúnela desde los cuatro vientos en tu reino que para ella has preparado».

(73) Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 18; cf. Exhort. ap. Ecclesia in Asia, 6-XI-1999, 17: L'Osservatore Romano, 7-XI-1999. El Reino es tan inseparable de Cristo que, en cierta forma, se identifica con él (cf. Orígenes, In Mt. Hom., 14, 7: PG 13, 1197; Tertuliano, Adversus Marcionem, IV, 33, 8: CCSL 1, 634.

(74) Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 18.

(75) Ibíd., 15.

(76) Ibíd., 17.

(77) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 14. Cf. Decr. Ad gentes, 7; Decr. Unitatis redintegratio, 3.

(78) Juan Pablo II,Enc. Redemptoris missio, 9. Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 846-847.

(79) 3 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm., Lumen gentium, 48.

(80) Cf. San Cipriano, De catholicae ecclesiae unitate, 6: CCSL 3, 253-254; San Ireneo, Adversus Haereses, III, 24, 1: SC 211, 472-474.

(81) Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 10.

(82) Conc. Ecum. Vat. II, Decr.Ad gentes, 2. La conocida fórmula extra Ecclesiam nullus omnino salvatur debe ser interpretada en el sentido aquí explicado (cf. Conc.Ecum. Lateranense IV, Cap. 1. De fide catholica: DS 802). Cf. también la Carta del Santo Oficio al Arzobispo de Boston: DS 3866-3872.

(83) Conc. Ecum. Vat.II, Decr. Ad gentes, 7.

(84) 3 Juan Pablo II, Enc.Redemptoris missio, 18.

(85) Son las semillas del Verbo divino (semina Verbi), que la Iglesia reconoce con gozo y respeto (cf. Conc.Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, 11, Decl. Nostra aetate, 2).

(86) Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 29.

(87) Cf. Ibíd.; Catecismo de la Iglesia Católica, 843.

(88) Cf. Conc. de Trento, Decr. De sacramentis, can. 8 de sacramentis in genere: DS 1608.

(89) Cf. Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 55.

(90) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 17; Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 11.

(91) Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 36.

(92) Cf. Pío XII, Enc. Myisticis corporis, DS 3821.

(93) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 14.

(94) Conc. Ecum. Vat. II, Decl. Nostra aetate, 2.

(95) Conc.Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, 7.

(96) Catecismo de la Iglesia Católica, 851; cf. también, 849-856.

(97) Cf. Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 55; Exhort. ap. Ecclesia in Asia, 31, 6-XI-1999.

(98) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decl. Dignitatis humanae, 1.

(99) Ibíd.

(100) Cf. Juan Pablo II, Enc. Fides et ratio, 15.

(101) Ibid., 92.

(102) Ibíd., 70.

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INTERVENCIÓN DEL CARDENAL PREFECTO JOSEPH RATZINGER CON MOTIVO DE LA PRESENTACIÓN DE LA DECLARACIÓN "DOMINUS IESUS" EN LA SALA DE PRENSA DE LA SANTA SEDE  

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Contexto y significado de la Declaración "Dominus Iesus"

Es mi intención limitarme a describir brevemente el contexto y significado de la Declaración Dominus Iesus, mientras que las intervenciones posteriores ilustrarán el valor y la autoridad doctrinal del Documento, y sus contenidos cristológicos y eclesiológicos específicos.

1. En el vivo debate contemporáneo sobre la relación entre el cristianismo y las demás religiones, gana cada vez más terreno la idea de que todas las religiones son vías igualmente válidas de salvación para sus seguidores. Esta es una persuasión ahora extendida no sólo en los círculos teológicos, sino también en sectores cada vez más amplios de la opinión pública católica y no católica, especialmente aquella más influida por la orientación cultural que prevalece hoy en Occidente, que se puede definir, sin temor a ser negado, con la palabra: relativismo.

En verdad, la llamada teología del pluralismo religioso ya se había establecido gradualmente desde de los años cincuenta del siglo XX, pero solo hoy ha adquirido una importancia fundamental para la conciencia cristiana. Por supuesto, sus configuraciones son muy diferentes y no sería correcto querer homologar todas las posiciones teológicas que se refieren a la teología del pluralismo religioso en un mismo sistema. La Declaración, por tanto, ni siquiera se propone describir los rasgos esenciales de estas tendencias teológicas ni pretende encerrarlos en una fórmula única.
Más bien, nuestro Documento señala algunos presupuestos de naturaleza sea filosófica sea teológica que subyacen a las incluso diferentes teologías del pluralismo religioso actualmente extendidas: la convicción de la completa elusividad e inexpresabilidad de la verdad divina; la actitud relativista hacia la verdad, según la cual lo que es verdadero para unos no lo es para otros; la contraposición radical entre la mentalidad lógica occidental y la mentalidad simbólica oriental; el subjetivismo exasperado de quienes consideran la razón como única fuente de conocimiento; el vaciamiento metafísico del misterio de la encarnación; el eclecticismo de quienes en la reflexión teológica asumen categorías derivadas de otros sistemas filosóficos y religiosos, independientemente de su coherencia interna o de su incompatibilidad con la fe cristiana; finalmente, la tendencia a interpretar textos de la Escritura, fuera de la Tradición y del Magisterio de la Iglesia (cf. Decl. Dominus Iesus, n.4)

¿Cuál es la consecuencia fundamental de este modo de pensar y sentir en relación con el centro y núcleo de la fe cristiana? Es el rechazo sustancial a la identificación de la singular figura histórica, Jesús de Nazaret, con la realidad misma de Dios, del Dios vivo. Lo Absoluto, o Aquel que es el Absoluto, nunca podrá darse en la historia en una revelación plena y definitiva. En la historia sólo hay modelos, figuras ideales que nos remiten al Totalmente Otro, que, sin embargo, no puede ser captado como tal en la historia.  Algunos teólogos más moderados confiesan que Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre, pero sostienen que debido a la limitación de la naturaleza humana de Jesús, la revelación de Dios en él no puede considerarse completa y definitiva, sino que siempre debe ser considerada en relación con otras posibles revelaciones de Dios expresadas en los genios religiosos de la humanidad y en los fundadores de las religiones del mundo. De esta manera, objetivamente hablando, se introduce la idea errónea de que las religiones del mundo son complementarias a la revelación cristiana. Por lo tanto, es claro que incluso la Iglesia, el dogma, los sacramentos no pueden tener el valor de la necesidad absoluta. Atribuir a estos medios finitos un carácter absoluto y, de hecho, considerarlos como un instrumento para un encuentro real con la verdad de Dios, universalmente válida, sería colocar lo particular en un nivel absoluto y tergiversar la realidad infinita del Dios Totalmente Otro.

A partir de estos conceptos, creer que existe una verdad universal, vinculante y válida en la historia misma, que se cumple en la figura de Jesucristo y se transmite por la fe de la Iglesia, se considera una especie de fundamentalismo que constituiría un atentado contra el espíritu moderno y supondría una amenaza para la tolerancia y la libertad.  El concepto mismo de diálogo adquiere un significado radicalmente diferente del pretendido en el Concilio Vaticano II. El diálogo, o más bien, la ideología del diálogo, reemplaza a la misión y a la urgencia del llamado a la conversión: el diálogo ya no es el camino para descubrir la verdad, el proceso por el cual se revela al otro la profundidad oculta de lo que ha experimentado en su experiencia religiosa, pero que espera su plenitud y purificación en el encuentro con la revelación definitiva y plena de Dios en Jesucristo; el diálogo en las nuevas concepciones ideológicas, desgraciadamente introducidas también en el mundo católico y en ciertos ambientes teológicos y culturales, es en cambio la esencia del "dogma" relativista y lo contrario de la "conversión" y de la "misión". En un pensamiento relativista diálogo  significa poner en el mismo plano la propia posición o la propia fe y las convicciones de los demás, de manera que todo se reduce a un intercambio entre posiciones fundamentalmente iguales y por tanto relativas entre sí, con el fin superior de lograr el máximo de colaboración y de integración entre diferentes concepciones religiosas.

La disolución de la cristología y por tanto de la eclesiología, subordinada a ella pero indisolublemente unida a ella, se convierte así en la conclusión lógica de esta filosofía relativista, que paradójicamente se encuentra tanto en la base del pensamiento posmetafísico de Occidente como de la teología negativa de Asia. El resultado es que la figura de Jesucristo pierde su carácter de unicidad y universalidad salvífica. El hecho de que el relativismo se presente, bajo la bandera del encuentro con las culturas, como la verdadera filosofía de la humanidad, capaz de garantizar la tolerancia y la democracia, conduce a una ulterior marginación de quienes se ostinan en la defensa de la identidad cristiana y en su pretensión de difundir la verdad universal y salvadora de Jesucristo. En realidad, la crítica a la pretensión del carácter absoluto y definitivo de la revelación de Jesucristo que reivindica la fe cristiana va acompañada de un falso concepto de tolerancia. El principio de tolerancia como expresión del respeto a la libertad de conciencia, de pensamiento y de religión, defendido y promovido por el Concilio Vaticano II, y nuevamente propuesto por la misma Declaración, es una posición ética fundamental, presente en la esencia del credo cristiano, ya que toma en serio la libertad de la decisión de fe. Pero este principio de tolerancia y respeto a la libertad es hoy manipulado y sobrepasado indebidamente, cuando se extiende a la apreciación de los contenidos, como si todos los contenidos de las diferentes religiones e incluso de las concepciones no religiosas de la vida fueran a ser puestos sobre el mismo nivel, y no existiese ya una verdad objetiva y universal, ya que Dios o el Absoluto se revelaría bajo innumerables nombres, pero todos los nombres serían verdaderos. Esta falsa idea de tolerancia está conectada con la pérdida y renuncia a la cuestión de la verdad, que de hecho hoy muchos sienten como una cuestión irrelevante o de segunda categoría. Así sale a la luz la debilidad intelectual de la cultura actual: al faltar la demanda de verdad, la esencia de la religión ya no se diferencia de su "no-esencia", la fe no se distingue de la superstición, la experiencia de la ilusión. Finalmente, sin una pretensión seria de verdad, incluso la apreciación de otras religiones se vuelve absurda y contradictoria, ya que uno no posee el criterio para constatar lo que es positivo en una religión, distinguiéndolo de lo que es negativo o fruto fr superstición y engaño.

2. En este sentido, la Declaración retoma la enseñanza de Juan Pablo II en la Encíclica Redemptoris missio: "Lo que el Espíritu obra en el corazón de los hombres y en la historia de los pueblos, en las culturas y religiones, asume un papel de preparación evangélica" (RM 29).

Este texto se refiere explícitamente a la acción del Espíritu no sólo "en el corazón de los hombres", sino también "en las religiones". Sin embargo, el contexto sitúa esta acción del Espíritu dentro del misterio de Cristo, del que nunca puede separarse; además, las religiones están asociadas a la historia y cultura de los pueblos, donde nunca se puede dudar de la mezcolanza entre el bien y el mal. Por lo tanto, debe considerarse como praeparatio evangelica no todo lo que se encuentra en las religiones, sino sólo "lo que el Espíritu obra" en ellas. De aquí se sigue una consecuencia muy importante: el camino de la salvación es el bien presente en las religiones, como obra del Espíritu de Cristo, pero no en las religiones como tales. Así lo confirma, además, la misma doctrina del Vaticano II sobre las semillas de verdad y bondad presentes en otras religiones y culturas, recogida en la Declaración conciliar Nostra Aetate: "La Iglesia no rechaza nada de lo que hay de verdadero y santo en estas religiones. Considera con sincero respeto aquellas formas de actuar y de vivir, aquellos preceptos y doctrinas que, aunque en muchos puntos difieren de lo que ella misma cree y propone, no obstante no lo son. pocas veces reflejan un rayo de esa verdad que ilumina a todos los hombres” (NA, 2). Todo lo que hay de verdadero y bueno en las religiones no debe perderse, sino reconocerse y valorarse. El bien y la verdad, dondequiera que se encuentre, viene del Padre y es obra del Espíritu; las semillas del Logos están esparcidas por doquier. Pero no podemos cerrar los ojos a los errores y engaños que también están presentes en las religiones. La propia Constitución Dogmática del Vaticano II Lumen Gentium afirma: "Muy a menudo los hombres, engañados por el Maligno, deliran en sus pensamientos, y han trocado la verdad divina con la mentira, sirviendo a la criatura antes que al Creador" (LG, 16).

Es comprensible que en un mundo que crece cada vez más junto, las religiones y las culturas también se encuentren. Esto no sólo lleva a un acercamiento externo de hombres de diferentes religiones, sino también a un creciente interés en mundos religiosos desconocidos. En este sentido, es decir, en relación con el conocimiento mutuo, es legítimo hablar de enriquecimiento mutuo. Sin embargo, esto no tiene nada que ver con el abandono por parte de la fe cristiana de la pretensión de haber recibido como don de Dios en Cristo la revelación definitiva y completa del misterio de la salvación, y más bien hay que excluir esa mentalidad indiferentista marcada por el relativismo religioso. lo que lleva a creer que "una religión es tan buena como otra" (Encíclica Redemptoris missio, 36).

La estima y el respeto por las religiones del mundo, así como por las culturas que han aportado un enriquecimiento objetivo a la promoción de la dignidad humana y al desarrollo de la civilización, no disminuye la originalidad y unicidad de la revelación de Jesucristo y no limita en modo alguno la tarea misionera de la Iglesia: "la Iglesia anuncia y está obligada a anunciar, sin cesar, a Cristo, que es el camino, la verdad y la vida (Jn 14,16) en el que los hombres encuentran la plenitud de la vida religiosa y en el cual Dios reconcilió consigo todas las cosas” (Nostra Aetate, 2). Al mismo tiempo estas sencillas palabras indican el motivo de la convicción que retiene que la plenitud, universalidad y cumplimiento de la revelación de Dios están presentes solamente en la fe cristiana. Tal motivo no reside en una presunta preferencia concedida a los miembros de la Iglesia, ni mucho menos en los resultados históricos vinculados a la Iglesia en su peregrinaje terreno, sino en el misterio de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero Hombre, presente en la Iglesia. La pretensión de unicidad y universalidad salvífica del Cristianismo proviene esencialmente del misterio de Jesucristo que continúa su presenci en la Iglesia, su Cuerpo y su Esposa. Por eso la Iglesia se siente comprometida, constitutivamente, a la evangelización de los pueblos. Incluso en el contexto actual, caracterizado por la pluralidad de religiones y por la exigencia de libertad de decisión de pensamiento, la Iglesia es consciente de estar llamada "a salvar y renovar a toda criatura, para que todas las cosas sean recapituladas en Cristo y los hombres costituyan en él una sola familia y un solo pueblo" (Decr. Ad Gentes 1).

Reafirmando las verdades que la fe de la Iglesia siempre ha creído y mantenido sobre estas materias, y salvaguardando a los fieles de errores o interpretaciones ambiguas actualmente extendidas, la Declaración "Dominus Iesus" de la Congregación para la Doctrina de la Fe, aprobada y confirmada certa scientia et apostolica sua auctoritate por el mismo Santo Padre, lleva a cabo una doble tarea: por un lado, se presenta como un nuevo y renovado testimonio autorizado para mostrar al mundo "el esplendor del evangelio glorioso de Cristo" (2 Cor 4,4); por otro, indica como vinculante para todos los fieles la base doctrinal irrenunciable que debe guiar, inspirar y orientar tanto la reflexión teológica como la acción pastoral y misionera de todas las comunidades católicas esparcidas por el mundo.

INTERVENTO DEL CARDINALE PREFETTO JOSEPH RATZINGER IN OCCASIONE DELLA PRESENTAZIONE
DELLA DICHIARAZIONE 
"DOMINUS IESUS" ALLA SALA STAMPA DELLA SANTA SEDE

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Contesto e significato della Dichiarazione "Dominus Iesus"

E' mia intenzione limitarmi a descrivere brevemente il contesto e il significato della Dichiarazione Dominus Iesus, mentre gli interventi successivi illustreranno il valore e l'autorità dottrinale del Documento, ed i suoi contenuti specifici, cristologici ed ecclesiologici.

1. Nel vivace dibattito contemporaneo sul rapporto tra il Cristianesimo e le altre religioni, si fa sempre più strada l'idea che tutte le religioni siano per i loro seguaci vie ugualmente valide di salvezza. Si tratta di una persuasione ormai diffusa non solo in ambienti teologici, ma anche in settori sempre più vasti dell'opinione pubblica cattolica e non, specialmente quella più influenzata dall'orientamento culturale oggi prevalente in Occidente, che si può definire, senza timore di essere smentiti, con la parola: relativismo.

La cosiddetta teologia del pluralismo religioso in verità si era già affermata gradualmente fin dagli anni cinquanta del secolo XX, ma soltanto oggi ha assunto un'importanza fondamentale per la coscienza cristiana. Naturalmente le sue configurazioni sono molto diverse e non sarebbe giusto voler omologare tutte le posizioni teologiche che si rifanno alla teologia del pluralismo religioso in uno stesso sistema. La Dichiarazione pertanto non si propone nemmeno di descrivere i tratti essenziali di tali tendenze teologiche né tanto meno pretende di rinchiuderle in una formula unica. Piuttosto il nostro Documento segnala alcuni presupposti di natura sia filosofica sia teologica che stanno alla base delle pur diverse teologie del pluralismo religioso attualmente diffuse: la convinzione della inafferrabilità e inesprimibilità completa della verità divina; l'atteggiamento relativistico nei confronti della verità, per cui ciò che è vero per alcuni non lo sarebbe per altri; la contrapposizione radicale tra mentalità logica occidentale e mentalità simbolica orientale; il soggettivismo esasperato di chi considera la ragione come unica fonte di conoscenza; lo svuotamento metafisico del mistero dell'incarnazione; l'eclettismo di chi nella riflessione teologica assume categorie derivate da altri sistemi filosofici e religiosi, senza badare né alla loro coerenza interna, né alla loro incompatibilità con la fede cristiana; la tendenza infine a interpretare testi della Scrittura, al di fuori della Tradizione e del Magistero della Chiesa (cf. Dich. Dominus Iesus, n.4).

Qual è la conseguenza fondamentale di questo modo di pensare e sentire in relazione al centro e al nucleo della fede cristiana ? E' il sostanziale rigetto dell'identificazione della singola figura storica, Gesù di Nazareth, con la realtà stessa di Dio, del Dio vivente. Ciò che è Assoluto, oppure Colui che è l'Assoluto, non può darsi mai nella storia in una rivelazione piena e definitiva. Nella storia si hanno soltanto dei modelli, delle figure ideali che ci rinviano al Totalmente Altro, il quale però non si può afferrare come tale nella storia. Alcuni teologi più moderati confessano che Gesù Cristo è vero Dio e vero uomo, ma ritengono che a causa della limitatezza della natura umana di Gesù, la rivelazione di Dio in lui non può essere ritenuta completa e definitiva, ma sempre deve essere considerata in relazione ad altre possibili rivelazioni di Dio espresse nei geni religiosi dell'umanità e nei fondatori delle religioni del mondo. In tal modo, oggettivamente parlando, si introduce l'idea errata che le religioni del mondo siano complementari alla rivelazione cristiana. E' chiaro pertanto che anche la Chiesa, il dogma, i sacramenti non possono avere il valore di necessità assoluta. Attribuire a questi mezzi finiti un carattere assoluto e considerarli anzi come uno strumento per un incontro reale con la verità di Dio, valida universalmente, significherebbe collocare su un piano assoluto ciò che è particolare e travisare la realtà infinita del Dio Totalmente Altro.

In base a tali concezioni, ritenere che vi sia una verità universale, vincolante e valida nella storia stessa, che si compie nella figura di Gesù Cristo ed è trasmessa dalla fede della Chiesa, viene considerato una specie di fondamentalismo che costituirebbe un attentato contro lo spirito moderno e rappresenterebbe una minaccia contro la tolleranza e la libertà. Lo stesso concetto di dialogo assume un significato radicalmente diverso da quello inteso nel Concilio Vaticano II. Il dialogo, o meglio, l'ideologia del dialogo, si sostituisce alla missione e all'urgenza dell'appello alla conversione: il dialogo non è più la via per scoprire la verità, il processo attraverso cui si dischiude all'altro la profondità nascosta di ciò che egli ha sperimentato nella sua esperienza religiosa, ma che attende di compiersi e purificarsi nell'incontro con la rivelazione definitiva e completa di Dio in Gesù Cristo; il dialogo nelle nuove concezioni ideologiche, penetrate purtroppo anche all'interno del mondo cattolico e di certi ambienti teologici e culturali, è invece l'essenza del "dogma" relativista e l'opposto della "conversione" e della "missione". In un pensiero relativista dialogo significa porre sullo stesso piano la propria posizione o la propria fede e le convinzioni degli altri, cosicché tutto si riduce ad uno scambio tra posizioni fondamentalmente paritetiche e perciò tra loro relative, con lo scopo superiore di raggiungere il massimo di collaborazione e di integrazione tra le diverse concezioni religiose.

Il dissolvimento della cristologia e quindi dell'ecclesiologia, ad essa subordinata, ma con essa inscindibilmente collegata, diventa perciò la conclusione logica di tale filosofia relativista, che paradossalmente si ritrova sia alla base del pensiero post-metafisico dell'Occidente sia della teologia negativa dell'Asia. Il risultato è che la figura di Gesù Cristo perde il suo carattere di unicità e di universalità salvifica. Il fatto poi che il relativismo si presenti, all'insegna dell'incontro con le culture, come la vera filosofia dell'umanità, in grado di garantire la tolleranza e la democrazia, conduce a marginalizzare ulteriormente chi si ostina nella difesa della identità cristiana e nella sua pretesa di diffondere la verità universale e salvifica di Gesù Cristo. In realtà la critica alla pretesa di assolutezza e definitività della rivelazione di Gesù Cristo rivendicata dalla fede cristiana, si accompagna ad un falso concetto di tolleranza. Il principio della tolleranza come espressione del rispetto della libertà di coscienza, di pensiero e di religione, difeso e promosso dal Concilio Vaticano II, e nuovamente riproposto dalla stessa Dichiarazione, è una posizione etica fondamentale, presente nell'essenza del Credo cristiano, poichè prende sul serio la libertà della decisione di fede. Ma questo principio di tolleranza e rispetto della libertà viene oggi manipolato e indebitamente oltrepassato, quando esso si estende all'apprezzamento dei contenuti, quasi che tutti i contenuti delle diverse religioni e pure delle concezioni areligiose della vita fossero da porre sullo stesso piano, e non esistesse più una verità oggettiva e universale, poiché Dio o l'Assoluto si rivelerebbe sotto innumerevoli nomi , ma tutti i nomi sarebbero veri. Questa falsa idea di tolleranza è connessa con la perdita e la rinuncia alla questione della verità, che infatti oggi è sentita da molti come una questione irrilevante o di second'ordine. Viene così alla luce la debolezza intellettuale della cultura attuale: venendo a mancare la domanda di verità, l'essenza della religione non si differenzia più dalla sua "non essenza", la fede non si distingue dalla superstizione, l'esperienza dall'illusione. Infine senza una seria pretesa di verità, anche l'apprezzamento delle altre religioni diventa assurdo e contraddittorio, poichè non si possiede il criterio per constatare ciò che è positivo in una religione, distinguendolo da ciò che è negativo o frutto di superstizione e inganno.

2. A questo proposito la Dichiarazione riprende l'insegnamento di Giovanni Paolo II nell'Enciclica Redemptoris missio: «Quanto lo Spirito opera nel cuore degli uomini e nella storia dei popoli, nelle culture e nelle religioni, assume un ruolo di preparazione evangelica» (RM 29).

Questo testo si riferisce esplicitamente all'azione dello Spirito non solo «nel cuore degli uomini», ma anche «nelle religioni». Tuttavia il contesto pone questa azione dello Spirito all'interno del mistero di Cristo, da cui non può mai essere separata; inoltre le religioni sono accostate alla storia e alle culture dei popoli, dove la mescolanza tra bene e male non può mai essere messa in dubbio. Quindi è da considerarsi come praeparatio evangelica non tutto ciò che si trova nelle religioni, ma soltanto «quanto lo Spirito opera» in esse. Da ciò segue una importantissima conseguenza: via alla salvezza è il bene presente nelle religioni, come opera dello Spirito di Cristo, ma non le religioni in quanto tali. Ciò è del resto confermato dalla stessa dottrina del Vaticano II a proposito dei semi di verità e di bontà presenti nelle altre religioni e culture, esposta nella Dichiarazione conciliare Nostra Aetate: "La Chiesa nulla rigetta di quanto è vero e santo in queste religioni. Essa considera con sincero rispetto quei modi di agire e di vivere, quei precetti e quelle dottrine che, quantunque in molti punti differiscano da quanto essa stessa crede e propone, tuttavia non raramente riflettono un raggio di quella verità che illumina tutti gli uomini"(NA, 2). Tutto ciò che di vero e buono esiste nelle religioni non deve andare perduto, anzi va riconosciuto e valorizzato. Il bene e il vero, dovunque si trovi, proviene dal Padre ed è opera dello Spirito; i semi del Logos sono sparsi ovunque. Ma non si possono chiudere gli occhi sugli errori e inganni che sono pure presenti nelle religioni. La stessa Costituzione Dogmatica del Vaticano II Lumen Gentium afferma: "Molto spesso gli uomini, ingannati dal Maligno, vaneggiano nei loro pensamenti, e hanno scambiato la verità divina con la menzogna, servendo la creatura piuttosto che il Creatore" (LG, 16).

E' comprensibile che in un mondo che cresce sempre più assieme, anche le religioni e le culture si incontrino. Ciò non conduce soltanto ad un avvicinamento esteriore di uomini di religioni diverse, bensì anche ad una crescita di interesse verso mondi religiosi sconosciuti. In questo senso, in ordine cioè alla conoscenza reciproca, è legittimo parlare di arricchimento vicendevole. Ciò però non ha nulla a che vedere con l'abbandono della pretesa da parte della fede cristiana di aver ricevuto in dono da Dio in Cristo la rivelazione definitiva e completa del mistero della salvezza, e anzi si deve escludere quella mentalità indifferentista improntata ad un relativismo religioso che porta a ritenere che "una religione vale l'altra" (Lett. Enc. Redemptoris missio, 36).

La stima e il rispetto verso le religioni del mondo, così come per le culture che hanno portato un obiettivo arricchimento alla promozione della dignità dell'uomo e allo sviluppo della civiltà, non diminuisce l'originalità e l'unicità della rivelazione di Gesù Cristo e non limita in alcun modo il compito missionario della Chiesa: "la Chiesa annuncia ed è tenuta ad annunciare, incessantemente Cristo che è la via, la verità e la vita (Gv 14,16) in cui gli uomini trovano la pienezza della vita religiosa e nel quale Dio ha riconciliato a sé tutte le cose" (Nostra Aetate, 2). Nello stesso tempo queste semplici parole indicano il motivo della convinzione che ritiene che la pienezza, universalità e compimento della rivelazione di Dio sono presenti soltanto nella fede cristiana. Tale motivo non risiede in una presunta preferenza accordata ai membri della Chiesa, né tanto meno nei risultati storici raggiunti dalla Chiesa nel suo pellegrinaggio terreno, ma nel mistero di Gesù Cristo, vero Dio e vero Uomo, presente nella Chiesa. La pretesa di unicità e universalità salvifica del Cristianesimo proviene essenzialmente dal mistero di Gesù Cristo che continua la sua presenza nella Chiesa, suo Corpo e sua Sposa. Perciò la Chiesa si sente impegnata, costitutivamente, nella evangelizzazione dei popoli. Anche nel contesto attuale, segnato dalla pluralità delle religioni e dall'esigenza di libertà di decisione e di pensiero, la Chiesa è consapevole di essere chiamata "a salvare e rinnovare ogni creatura, perché tutte le cose siano ricapitolate in Cristo e gli uomini costituiscano in lui una sola famiglia e un solo popolo" (Decr. Ad Gentes 1).

Riaffermando le verità che la fede della Chiesa ha sempre creduto e tenuto riguardo questi argomenti, e salvaguardando i fedeli da errori o da interpretazioni ambigue attualmente diffusi, la Dichiarazione "Dominus Iesus" della Congregazione per la Dottrina della Fede, approvata e confermata certa scientia et apostolica sua auctoritate dal Santo Padre stesso, svolge un duplice compito: da un lato si presenta come un'ulteriore e rinnovata testimonianza autorevole per mostrare al mondo "lo splendore del glorioso vangelo di Cristo" (2 Cor 4,4); dall'altro indica come vincolante per tutti i fedeli la base dottrinale irrinunciabile che deve guidare, ispirare e orientare sia la riflessione teologica sia l'azione pastorale e missionaria di tutte le comunità cattoliche sparse nel mondo.

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PRESENTACIÓN DE LA DECLARACIÓN DOMINUS IESUS EN LA SALA DE PRENSA DE LA SANTA SEDE

INTERVENCIÓN DE SE Mons. T. BERTONE, SECRETARIO DE LA CDF

El propósito de esta intervención es comentar brevemente el género literario de la Declaración Dominus Iesus y, en este contexto, proponer algunas precisiones sobre su valor y grado de autoridad.

1. El género literario

Es una Declaración de la Congregación para la Doctrina de la Fe. El término Declaración quiere decir que el Documento no enseña nuevas doctrinas, fruto del desarrollo y esclarecimiento de la fe, sino que reafirma y resume la doctrina de la fe católica definida o enseñada en anteriores Doctrinas del Magisterio de la Iglesia, indicando la correcta interpretación, ante los errores y ambigüedades doctrinales difundidas en el ambiente teológico y eclesial de hoy. Como se recuerda explícitamente en la Introducción, el Documento no pretende tratar de manera orgánica y sistemática todo el problema relativo a los temas cristológicos y eclesiológicos expuestos; por lo tanto, no reemplaza la tarea de la teología ni pretende reprimir el esfuerzo de los teólogos para dar respuestas a preguntas hasta ahora en gran parte inexploradas. Por el contrario, la Declaración insta a tales exploraciones, indicando al mismo tiempo la dirección y los límites infranqueables para no caer en el error y el desconcierto. Dirección y límites que son originariamente puestos por la revelación de la verdad de Dios realizada en Jesucristo, y transmitida por la Sagrada Escritura y la Tradición viva de la Iglesia, interpretada auténticamente por el Magisterio.

Por ser un documento doctrinal de la Congregación para la Doctrina de la Fe, expresamente aprobado por el Sumo Pontífice, tiene carácter magisterial universal. Esta peculiaridad deriva del hecho de que la Congregación para la Doctrina de la Fe es el órgano auxiliar próximo del Romano Pontífice, con el mandato específico y único recibido de él de promover y proteger la doctrina sobre la fe y la moral en todo el mundo católico (cf. Constitución Apostólica, Bono Pastor, art. 48). Por tanto, los documentos de la Congregación para la Doctrina de la Fe, expresamente aprobados por el Papa, participan del magisterio ordinario del Sumo Pontífice (cf. Instrucción Donum Veritatis, 18). Es bueno recordar que estos Documentos Doctrinales, de carácter doctrinal, no son equiparables a actos de carácter administrativo o puramente judicial, sino que son actos de enseñanza magisterial, dada la estrecha y esencial relación que los Miembros de la Congregación para la Doctrina de la Fe tienen con el Titular Supremo del Oficio Petrino, que tiene una responsabilidad única y muy particular para la Iglesia universal en el ámbito del poder del magisterio.

Si se negara que las decisiones doctrinales de la Congregación, expresamente aprobadas por el Papa, tienen un carácter magisterial universal, se seguiría que tales decisiones tendrían un valor meramente indicativo y disciplinario o incluso equivalente al valor de una opinión teológica, por respetable que sea. Sin embargo, esto contradice la tradición eclesial y la voluntad y mandato del mismo Sumo Pontífice.

Por eso, este Documento, si bien no es un acto propio del Magisterio del Sumo Pontífice, refleja sin embargo su pensamiento, ya que ha sido explícitamente aprobado y confirmado por el Papa, y también indica su voluntad de que lo que en él se contiene sea considerado desde toda la Iglesia, ya que es Él quien ordenó su publicación.

La fórmula de aprobación, que se encuentra al final del Documento, es de especial y alta autoridadcierta scientia et apostolica Sua auctoritate. Esto corresponde a la importancia y esencialidad de los contenidos doctrinales enseñados en la Declaración: se trata de verdades de fe divina y católica (las que pertenecen al nº1 de la Fórmula de la Profesión de Fe) o verdades de la doctrina católica que deben mantenerse firmemente (las que pertenecen al   de la misma Fórmula). El asentimiento exigido a los fieles es, por tanto, de tipo definitivo e irrevocable.

Para evitar posibles malentendidos, conviene señalar que esta fórmula de apropiación del Sumo Pontífice, que ciertamente expresa un nivel superior en la aprobación del Documento, y que retoma literalmente expresiones notorias, empleadas por los Romanos Pontífices en el pasado, no debilita ni disminuye en modo alguno el valor de los demás documentos publicados hasta ahora por la Congregación para la Doctrina de la Fe, y expresamente aprobados por el Papa. En efecto, si por un lado todos los documentos doctrinales los documentos de la Congregación, para tener autoridad magisterial, deben ser expresamente aprobados por el Papa, en cambio, esta aprobación expresa puede expresarse con fórmulas diversas, más o menos acentuadas, teniendo especialmente en cuenta el objeto y el distinto orden o tipo de las categorías de verdad contenidas en los propios Documentos.

2. El grado de autoridad

Es imprescindible una aclaración sencilla, pero necesaria, sobre el grado de autoridad de la Declaración "Dominus Iesus", sobre todo teniendo en cuenta la insistencia con la que, incluso recientemente, intervenciones y publicaciones de algunos teólogos han suscitado críticas al Motu proprio del Santo Padre "Ad tuendam fidem” y la Nota Doctrinal ilustrativa de la Fórmula para la Profesión de Fe , publicada por la Congregación para la Doctrina de la Fe en 1998.

La objeción se refiere a la supuesta distinción entre la infalibilidad de la enseñanza y la finalidad de la doctrina. Según algunos, la nota doctrinal de la CDF sostiene que el Magisterio puede proponer como doctrinas definitivas, que no se enseñan infaliblemente.

La conclusión que se extrae es que, al no ser infalibles, tales doctrinas podrían ser consideradas provisionales o revisables y por tanto cuestionables por los teólogos.

Esta objeción y su conclusión son totalmente infundadas e inmotivadas. Si una doctrina se enseña como definitiva, y por tanto irreformable, ello presupone que sea enseñada por el Magisterio con un acto infalible, aunque sea de otra tipología. El verdadero problema, por tanto, es otro: una doctrina puede ser enseñada por el Magisterio como definitiva ya sea por un acto definitorio y solemne (por el Papa "ex cathedra" y por el Concilio Ecuménico) o por un acto ordinario no solemne (por el Magisterio ordinario y universal del Papa y de los Obispos en comunión con él). Ambos actos, sin embargo, son infalibles. También es posible que el Magisterio ordinario del Papa confirme o reafirme doctrinas que, además, pertenecen a la fe de la Iglesia: en este caso, el pronunciamiento del Papa, aunque no tenga el carácter de una definición solemne, propone a la Iglesia doctrinas infaliblemente enseñadas como para ser creído o para ser sostenido definitivamente, y por lo tanto requiere de los fieles un asentimiento de fe o definitivo.

En el caso de la Declaración "Dominus Iesus ", hay que decir que sigue siendo un Documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe, que por tanto no goza de la prerrogativa de infalibilidad, ya que es emitido por un organismo inferior al Papa y al colegio de Obispos en comunión con el Papa Sin embargo, las enseñanzas de las verdades de fe y de doctrina católica contenidas en él requieren el asentimiento definitivo e irrevocable de todos los fieles, no en virtud y a partir de la publicación de la Declaración, sino en cuanto pertenecen al patrimonio de la fe de la Iglesia y han sido propuestos infaliblemente por el Magisterio en actos y documentos anteriores.

La Declaración por tanto, por su misma naturaleza, se presenta como un servicio a la fe, tanto para salvaguardarla de errores y ambigüedades que oscurecen o incluso alteran puntos esenciales de su herencia genuina, como el misterio de la unicidad y universalidad salvífica de Cristo y el misterio de unidad y unicidad de la Iglesia como sacramento universal de salvación, tanto para promover una comprensión más profunda, en fidelidad y continuidad con la Tradición eclesial. Este servicio, que es exactamente lo contrario de una limitación y asfixia de la investigación teológica, abre la inteligencia de los creyentes, liberándola del riesgo de la desviación y la parcialidad, para reconducirla en la dirección correcta hacia la comprensión de la plenitud de la revelación divina. En este sentido, el Documento es también un servicio a la caridad, la que Antonio Rosmini llamaba «caridad intelectuae», ya que la salus animarum, que para la Iglesia vale más que cualquier otra cosa, exige como condición esencial el anuncio y la defensa de la verdad de la fe.

PRESENTAZIONE ALLA SALA STAMPA DELLA SANTA SEDE DELLA DICHIARAZIONE DOMINUS IESUS

INTERVENTO DI S.E. MONS. T. BERTONE, SEGRETARIO DELLA CDF. https://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/documents/rc_con_cfaith_doc_20000905_dominus-iesus-bertone_it.html

Lo scopo di questo intervento è di commentare brevemente il genere letterario della Dichiarazione Dominus Iesus e, in tale contesto, proporre alcune precisazioni circa il suo valore e il suo grado di autorità.

1. Il genere letterario

Si tratta di una Dichiarazione della Congregazione per la Dottrina della Fede. Il termine Dichiarazione significa che il Documento non insegna dottrine nuove, risultato dello sviluppo e dell'esplicitazione della fede, ma riafferma e riassume la dottrina della fede cattolica definita o insegnata in precedenti Documenti del Magistero della Chiesa, indicandone la retta interpretazione, a fronte di errori e ambiguità dottrinali diffusi nell'ambiente teologico ed ecclesiale odierno. Come è esplicitamente ricordato nell'Introduzione, il Documento non ha la pretesa di trattare in modo organico e sistematico l'intera problematica relativa ai temi cristologici ed ecclesiologici esposti; non si sostituisce quindi al compito della teologia né intende reprimere lo sforzo dei teologi di dare risposte a questioni finora in larga parte inesplorate. La Dichiarazione al contrario sollecita tali esplorazioni, indicandone però al tempo stesso la direzione e i limiti invalicabili per non cadere nell'errore e nello smarrimento. Direzione e limiti che sono originariamente posti dalla rivelazione della verità di Dio compiuta in Gesù Cristo, e trasmessa dalla Sacra Scrittura e dalla Tradizione viva della Chiesa, interpretate autenticamente dal Magistero.

Trattandosi di un Documento dottrinale della Congregazione per la Dottrina della Fede, espressamente approvato dal Sommo Pontefice, esso è di natura magisteriale universale. Questa peculiarità deriva dal fatto che la Congregazione per la Dottrina della Fede è l'organo ausiliare prossimo del Romano Pontefice, con il mandato specifico e unico da Lui ricevuto di promuovere e tutelare in tutto l'orbe cattolico la dottrina sulla fede e sui costumi (cf. Costituzione Apostolica, Pastor Bonus, art. 48). Pertanto i Documenti della Congregazione per la Dottrina della Fede, espressamente approvati dal Papa, partecipano del magistero ordinario del Sommo Pontefice (cf. Istruzione, Donum Veritatis, 18). E' bene ricordare che tali Documenti, di natura dottrinale, non sono equiparabili ad atti di natura amministrativa o puramente giurisdizionale, ma sono atti di insegnamento magisteriale, dato lo stretto ed essenziale rapporto che i Membri della Congregazione per la Dottrina della Fede hanno con il Supremo Titolare dell'Ufficio Petrino, che ha una responsabilità unica e particolarissima per la Chiesa universale nell'ambito della potestà di magistero.

Se venisse negato che le decisioni dottrinali della Congregazione, approvate espressamente dal Papa, sono di natura magisteriale universale, ne seguirebbe che tali decisioni avrebbero un valore meramente orientativo e disciplinare o addirittura equivalente al valore di una opinione teologica, per quanto rispettabile. Ciò però contraddice la Tradizione ecclesiale e la volontà e il mandato del Sommo Pontefice stesso.

Per tale ragione, il presente Documento, pur non essendo un atto proprio del Magistero del Sommo Pontefice, tuttavia ne riflette il suo pensiero, poiché è stato esplicitamente approvato e confermato dal Papa, ed indica anche la sua volontà che quanto in esso contenuto sia ritenuto da tutta la Chiesa, poiché è Lui che ne ha ordinato la pubblicazione.

La formula di approvazione, che si trova al termine del Documento, è di speciale ed elevata autorità: certa scientia et apostolica Sua auctoritate. Ciò corrisponde all'importanza ed essenzialità dei contenuti dottrinali insegnati nella Dichiarazione: si tratta di verità di fede divina e cattolica (che appartengono al 1 comma della Formula della Professione di Fede) o di verità della dottrina cattolica da tenersi fermamente (che appartengono al 2 comma della medesima Formula). L'assenso richiesto quindi ai fedeli è di tipo definitivo e irrevocabile.

A scanso di ogni eventuale equivoco, occorre precisare che tale formula di appropriazione da parte del Sommo Pontefice, che esprime certamente un livello di sommità nell'approvazione del Documento, e che riprende letteralmente espressioni ben conosciute, adoperate dai Romani Pontefici nel passato, non indebolisce né attenua in alcun modo il valore degli altri Documenti finora pubblicati dalla Congregazione per la Dottrina della Fede, e approvati espressamente dal Papa. Se infatti per un verso tutti i Documenti dottrinali della Congregazione, per avere autorità magisteriale, debbono essere approvati espressamente dal Papa, per altro verso tale espressa approvazione può esprimersi con formule diverse, più o meno accentuate, tenendo conto soprattutto dell'oggetto e del diverso ordine o tipo delle categorie di verità contenute nei Documenti stessi.

2. Il grado di autorità

Una semplice, ma doverosa puntualizzazione sul grado di autorità della Dichiarazione "Dominus Iesus" si impone, specialmente considerando l'insistenza con cui- anche di recente- interventi e pubblicazioni di certi teologi hanno sollevato critiche al Motu proprio del Santo Padre "Ad tuendam fidem" e alla Nota dottrinale illustrativa della Formula della Professione di fede, pubblicata dalla Congregazione per la Dottrina della Fede nel 1998.

L'obiezione riguarda la presunta distinzione tra infallibilità dell'insegnamento e definitività della dottrina. Secondo alcuni la Nota dottrinale della CDF sostiene che il Magistero può proporre come definitive dottrine, che non sono insegnate infallibilmente.

La conclusione che ne viene tratta è che, dato che non sono infallibili, tali dottrine potrebbero essere considerate provvisorie o rivedibili e quindi discutibili da parte dei teologi.

Questa obiezione e la sua relativa conclusione, sono totalmente infondate e immotivate. Se una dottrina è insegnata come definitiva, e quindi irreformabile, ciò presuppone che sia insegnata dal Magistero con atto infallibile, anche se di diversa tipologia. Il vero problema perciò è un altro: una dottrina può essere insegnata dal Magistero come definitiva sia con un atto definitorio e solenne ( dal papa "ex cathedra" e dal Concilio ecumenico) sia con un atto ordinario non solenne (dal Magistero ordinario e universale del Papa e dei Vescovi in comunione con lui). Entrambi questi atti sono tuttavia infallibili. E' inoltre possibile che il Magistero ordinario del Papa confermi o riaffermi dottrine che appartengono d'altronde alla fede della Chiesa: in questo caso, il pronunciamento del Papa, pur non avendo il carattere di una definizione solenne, ripropone alla Chiesa dottrine infallibilmente insegnate come da credersi o da tenersi definitivamente, ed esige quindi dai fedeli un assenso di fede o definitivo.

Nella fattispecie della Dichiarazione "Dominus Iesus", si deve dire che esso resta un Documento della Congregazione per la Dottrina della Fede, che non gode quindi della prerogativa dell'infallibilità, in quanto emanato da un organismo inferiore al Papa e al collegio dei Vescovi in comunione con il Papa. Tuttavia gli insegnamenti delle verità di fede e di dottrina cattolica in esso contenuti, esigono da parte di tutti i fedeli un assenso definitivo e irrevocabile, non già in forza e a partire dalla pubblicazione della Dichiarazione, ma in quanto essi appartengono al patrimonio di fede della Chiesa e sono stati infallibilmente proposti dal Magistero in precedenti atti e documenti.

La Dichiarazione si presenta quindi, per sua propria natura, come un servizio alla fede, sia per salvaguardarla da errori e ambiguità che oscurano o addirittura alterano punti essenziali del suo patrimonio genuino, come il mistero dell'unicità e universalità salvifica di Cristo e il mistero dell'unità e dell'unicità della Chiesa sacramento universale della salvezza, sia per promuoverne una comprensione più approfondita, nella fedeltà e nella continuità con la Tradizione ecclesiale. Tale servizio, che è esattamente l'opposto di una limitazione e di un soffocamento della ricerca teologica, apre l'intelligenza dei credenti, liberandola dal rischio della deviazione e della parzialità, per ricondurla nella direzione giusta verso la comprensione della pienezza della rivelazione divina. In tal senso il Documento è anche un servizio alla carità, a quella che Antonio Rosmini chiamava la «carità intellettuale», poiché la salus animarum, che per la Chiesa vale più di ogni altra cosa, richiede come condizione essenziale l'annuncio e la difesa della verità di fede.

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https://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/documents/rc_con_cfaith_doc_20000905_dominus-iesus-ocariz_it.html

PRESENTACIÓN DE LA DECLARACIÓN DOMINUS JESUS DE 
LA CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE

Intervención de Mons. Fernando Ocáriz

LOS CONTENIDOS ECLESIOLOGICOS

Los capítulos IV, V y VI de la Declaración Dominus Jesus tratan de las consecuencias eclesiológicas de la doctrina contenida en los capítulos anteriores. En primer lugar, se afirma la existencia de una sola Iglesia, correspondiente a la unicidad y universalidad de la mediación salvífica de Jesucristo (cf. n. 16). Esta correspondencia se funda en la voluntad del Señor, que instituyó la Iglesia no como una simple comunidad de discípulos, sino también como misterio salvífico. En efecto, la Iglesia es la presencia del mismo Cristo que obra en la historia la salvación en los discípulos y a través de los discípulos. Por tanto, así como hay un solo Cristo, hay una sola Iglesia: una sola Cabeza, un solo Cuerpo.

La Declaración retoma entonces otra enseñanza importante del Concilio Vaticano II y ofrece su interpretación precisa: la única Iglesia "subsiste" (subsistit) en la Iglesia católica presidida por el Sucesor de Pedro y los demás obispos. Con esta afirmación, el Concilio Vaticano II quiso decir que la única Iglesia de Jesucristo sigue existiendo a pesar de las divisiones entre los cristianos; y, más precisamente, que sólo en la Iglesia católica subsiste en toda su plenitud la Iglesia de Cristo, mientras que fuera de su estructura visible hay "elementos de santificación y de verdad" propios de la Iglesia misma (cf. n. 17). En este punto, el texto de Dominus Jesus recuerda que algunas comunidades cristianas no católicas conservan, entre esos "elementos de santificación y de verdad", el Episcopado válido y la Eucaristía válida y, por tanto, son Iglesias particulares, es decir, porciones del único Pueblo de Dios en el que "está presente y opera la Iglesia una, santa, católica y apostólica” (Concilio Vaticano II, Christus Dominus, nº. 11), como es el caso de las Iglesias Ortodoxas. Por tanto, hay una sola Iglesia (que subsiste en la Iglesia católica) y al mismo tiempo hay verdaderas Iglesias particulares no católicas. No es una paradoja: hay una sola Iglesia de la que todas las Iglesias particulares son porciones aunque en algunas de ellas (no católicas) no hay plenitud eclesial ya que su unión con el todo no es perfecta, por falta de plena comunión con Aquel que, según la voluntad del Señor, es principio y fundamento de la unidad del Episcopado y de toda la Iglesia (el Obispo de Roma, Sucesor de Pedro: cf. Concilio Vaticano II, Lumen gentium , n. . 23).

La uniciidad y universalidad de la Iglesia son entonces vistas por la Declaración en el contexto del Reino de Dios, recordando que la Iglesia es "semilla y principio" del Reino de Cristo y de Dios (cf. Concilio Vaticano II, Lumen gentium , n. 5), se expresa su dimensión escatológica: este Reino es ya una realidad presente en la historia, pero sólo al final de los tiempos alcanzará su pleno desarrollo. Retomando la enseñanza de la Encíclica Redemptoris missio, la Declaración reafirma que el Reino, aunque no se identifica con la Iglesia en su realidad visible y social, está indisolublemente unido a Cristo ya la Iglesia (cf. n. 18). Quedan así excluidas algunas tesis contrarias a la fe católica que, partiendo de diferentes presupuestos, "niegan la unicidad de la relación que Cristo y la Iglesia tienen con el Reino de Dios" (n. 19).

Finalmente, la Declaración Dominus Jesus aborda directamente la cuestión de la relación que la Iglesia y las religiones no cristianas tienen con la salvación de los hombres (nn. 20-22). En primer lugar, se reafirma la verdad de la fe según la cual "la Iglesia peregrina es necesaria para la salvación" (Concilio Vaticano II, Lumen gentium , n. 14), verdad que no debe separarse de esta otra: "Dios quiere a todos los hombres ser salvos” (1 Tim 2, 4). La Declaración -siguiendo también aquí la Encíclica Redemptoris missio- reitera que "es necesario mantener juntas estas dos verdades, es decir, la posibilidad real de salvación en Cristo para todos los hombres y la necesidad de la Iglesia con respecto a esta salvación" (n. 20). Debemos creer que toda salvación -incluso de los no cristianos- viene de Cristo a través de la Iglesia, pero no sabemos cómo se realiza esto en el caso de los no cristianos (cf. n 21). Por eso es especialmente necesario en este contexto no pensar a la Iglesia sólo o principalmente en su dimensión visible y social, sino ante todo y sobre todo en su realidad de misterio interior, espiritual, enraizado en la obra de Cristo que, por su Espíritu, construye su Cuerpo en la Comunión de los Santos.

En consecuencia, el Dominus Jesús rechaza una interpretación muy difundida hoy -pero contraria a la fe católica- según la cual todas las religiones, como tales, son en sí mismas caminos de salvación junto a la religión cristiana. Retomando aquí la enseñanza del Vaticano II y de la Encíclica Redemptoris missio , la Declaración recuerda que las demás religiones contienen "elementos de religiosidad que proceden de Dios, y que son parte de lo que el Espíritu obra en el corazón, en los hombres y en historia de los pueblos, de las culturas y de las religiones” (n, 21), estos elementos tienen un valor de “preparación para el Evangelio” (ibid.), aunque otros elementos constituyen más bien obstáculos (cf. ibid.). La misión de la Iglesia ad gentes , por tanto, sigue siendo de plena actualidad, también porque "si es cierto que los seguidores de otras religiones pueden recibir la gracia divina, también es cierto que objetivamente se encuentran en una situación gravemente deficiente en comparación con la de aquellos que, en la Iglesia, tienen la plenitud de los medios de salvación» (n. 22). Sin embargo, la Declaración recuerda "a todos los hijos de la Iglesia que su condición particular no debe atribuirse a sus méritos, sino a una gracia especial de Cristo. Ellos salvarán, pero ciertamente serán juzgados más severamente" (n. 22; Cfr. Concilio Vaticano II, Lumen gentium, n. 14).

Para concluir, no está de más subrayar que el compromiso de los cristianos de llevar la luz y la fuerza salvífica del Evangelio a todos los hombres no es ni puede ser una afirmación de nosotros mismos sino un servicio diligente a los demás a través de la verdad que salva. de la que no somos ni el origen ni los dueños sino libres beneficiarios y servidores. Una verdad que debe proponerse siempre en la caridad y en el respeto a la libertad (cf. Ef 4,15; Gal 5,13).

PRESENTAZIONE DELLA DICHIARAZIONE 
DOMINUS JESUS DELLA CONGREGAZIONE PER LA DOTTRINA DELLA FEDE

Intervento di Mons. Fernando Ocáriz

I CONTENUTI ECCLESIOLOGICI

I capitoli IV, V e VI della Dichiarazione Dominus Jesus trattano delle conseguenze ecclesiologiche della dottrina contenuta nei capitoli precedenti. Innanzitutto viene affermata l'esistenza di un'unica Chiesa, in corrispondenza all'unicità ed universalità della mediazione salvifica di Gesù Cristo (cfr. n. 16). Tale corrispondenza è fondata sulla volontà del Signore, che non stabilì la Chiesa come una semplice comunità di discepoli, ma anche come mistero salvifico. La Chiesa infatti è la presenza dello stesso Cristo che opera nella storia la salvezza nei discepoli ed attraverso i discepoli. Perciò, così come c'è un solo Cristo c'è una sola Chiesa: un solo Capo, un solo Corpo.

La Dichiarazione riprende poi un altro importante insegnamento del Concilio Vaticano II e ne offre la precisa interpretazione: l'unica Chiesa "sussiste" (subsistit) nella Chiesa Cattolica presieduta dal Successore di Pietro e dagli altri Vescovi. Con questa affermazione, il Vaticano II volle dire che l'unica Chiesa di Gesù Cristo continua ad esistere malgrado le divisioni tra i cristiani; e, più precisamente, che soltanto nella Chiesa Cattolica sussiste la Chiesa di Cristo in tutta la sua pienezza, mentre fuori della sua compagine visibile esistono "elementi di santificazione e verità" propri della stessa Chiesa (cfr. n. 17). A questo punto, il testo della Dominus Jesus ricorda che alcune comunità cristiane non cattoliche conservano, tra quegli "elementi di santificazione e verità', il valido Episcopato e la valida Eucaristia e, perciò, sono Chiese particolari, vale a dire porzioni dell'unico Popolo di Dio nelle quali "è presente e opera la Chiesa una, santa, cattolica ed apostolica" (Conc. Vat. II, Christus Dominus, n. 11), come è il caso delle Chiese Ortodosse. Esiste quindi una sola Chiesa (sussistente nella Chiesa Cattolica) e allo stesso tempo esistono vere Chiese particolari non cattoliche. Non si tratta di un paradosso: esiste una sola Chiesa della quale sono porzioni tutte le Chiese particolari sebbene in alcune di queste (quelle non cattoliche) non vi sia la pienezza ecclesiale in quanto la loro unione con il tutto non è perfetta, per la mancata piena comunione con colui che, secondo la volontà del Signore, è principio e fondamento dell'unità dell'Episcopato e dell'intera Chiesa (il Vescovo di Roma, Successore di Pietro: cfr. Conc. Vat. II, Lumen gentium, n. 23).

L'unicità ed universalità della Chiesa viene poi vista dalla Dichiarazione nel contesto del Regno di Dio. Ricordando che la Chiesa è "germe e inizio" del Regno di Cristo e di Dio (cfr. Conc. Vat. II, Lumen gentium, n. 5), si esprime la sua dimensione escatologica: questo Regno è già una realtà presente nella storia, ma soltanto alla fine dei tempi raggiungerà il suo pieno sviluppo. Riprendendo l'insegnamento dell'Enciclica Redemptoris missio, la Dichiarazione riafferma che il Regno, pur non identificandosi con la Chiesa nella sua realtà visibile e sociale, è indissolubilmente unito a Cristo ed alla Chiesa (cfr. n. 18). Così si escludono alcune tesi contrarie alla fede cattolica, le quali, a partire da presupposti diversi, "negano l'unicità del rapporto che Cristo e la Chiesa hanno con il Regno di Dio" (n. 19).

Infine la Dichiarazione Dominus Jesus affronta direttamente la questione del rapporto che la Chiesa e le religioni non cristiane hanno con la salvezza degli uomini (nn. 20-22). Innanzitutto viene riaffermata la verità di fede secondo cui "la Chiesa pellegrinante è necessaria alla salvezza" (Conc. Vat. II, Lumen gentium, n. 14), verità da non separare da quest'altra: "Dio vuole che tutti gli uomini siano salvi" (1 Tim 2, 4). La Dichiarazione -seguendo anche qui l'Enciclica Redemptoris missio- ribadisce che "è necessario tener congiunte queste due verità, cioè la reale possibilità della salvezza in Cristo per tutti gli uomini e la necessità della Chiesa in ordine a tale salvezza" (n. 20). Dobbiamo credere che ogni salvezza -anche dei non cristiani- viene da Cristo attraverso la Chiesa, ma non sappiamo come ciò si realizza nel caso dei non cristiani (cfr. n 21). Perciò è specialmente necessario in questo contesto non pensare alla Chiesa soltanto né primariamente nella sua dimensione visibile e sociale, ma prima e soprattutto nella sua realtà di mistero interiore, spirituale, radicato nell'opera di Cristo che, mediante il suo Spirito, edifica il suo Corpo nella Comunione dei santi.

La Dominus Jesus respinge di conseguenza un'interpretazione oggi assai diffusa -ma contraria alla fede cattolica- secondo la quale tutte le religioni, in quanto tali, per se stesse, sarebbero vie di salvezza accanto alla religione cristiana. Riprendendo anche qui l'insegnamento del Vaticano II e dell'Enciclica Redemptoris missio, la Dichiarazione ricorda che le altre religioni contengono "elementi di religiosità che procedono da Dio, e che fanno parte di quanto opera lo Spirito nel cuore, degli uomini e nella storia dei popoli, nelle culture e nelle religioni" (n, 21), Questi elementi hanno un valore di "preparazione al Vangelo" (ibid.), sebbene altri elementi ne costituiscano piuttosto degli ostacoli (cfr. ibid.). Rimane quindi pienamente attuale la missione della Chiesa ad gentes, anche perché "se è vero che i seguaci delle altre religioni possono ricevere la grazia divina, è pure certo che oggettivamente si trovano in una situazione gravemente deficitaria se paragonata a quella di coloro che, nella Chiesa, hanno la pienezza dei mezzi salvifici" (n. 22). Tuttavia la Dichiarazione ricorda "a tutti i figli della Chiesa che la loro particolare condizione non va ascritta ai loro meriti, ma ad una speciale grazia di Cristo; se non vi corrispondono col pensiero, con le parole e con le opere, non solo non si salveranno, ma anzi saranno più severamente giudicati" (n. 22; cfr. Conc. Vat. II, Lumen gentium, n. 14).

Per concludere, non è superfluo sottolineare che l'impegno dei cristiani di portare la luce e la forza salvifica del Vangelo a tutti gli uomini, non è né può essere un'affermazione di noi stessi bensì un doveroso servizio agli altri mediante la verità che salva, della quale noi non siamo né origine né proprietari ma gratuiti beneficiari e servitori. Una verità che dev'essere sempre proposta nella carità e nel rispetto della libertà (cfr. Ef 4,15; Gal 5,13).

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https://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/documents/rc_con_cfaith_doc_20000905_dominus-iesus-amato_it.html

PRESENTACIÓN DE LA DECLARACIÓN "DOMINUS JESUS"

Discurso del Rev. Don Angelo Amato SDB 

LOS CONTENIDOS CRISTOLOGICOS

Desde el punto de vista cristológico, son esencialmente tres los contenidos doctrinales que la Declaración "Dominus Jesus" pretende reiterar para contrarrestar interpretaciones erróneas o ambiguas sobre el acontecimiento central de la revelación cristiana, es decir, sobre el sentido y el valor universal del misterio de la Encarnación:

  1. la plenitud y definitividad de la revelación de Jesús (n. 5-8);

  2. la unidad de la economía salvífica del Verbo Encarnado y del Espíritu Santo (n. 9-12);

  3. la unicidad y la universalidad del misterio salvífico de Jesucristo (n. 13-16).

1. La reafirmación de la plenitud y definitividad de la revelación cristiana pretende oponerse a la tesis sobre el carácter limitado, incompleto e imperfecto de la revelación de Jesucristo, considerada por tanto a complementar con la presente en otras religiones. La base de esta afirmación errónea sería el hecho de que la verdad plena y completa acerca de Dios no podría ser monopolio de ninguna religión histórica. 
Ninguna religión, y por tanto ni siquiera el cristianismo, podría expresar adecuadamente todo el misterio de Dios.

Esta posición es rechazada como contraria a la fe de la Iglesia. Jesús, como Verbo del Padre, es "el camino, la verdad y la vida" (Jn 14, 6). Y es él quien revela la plenitud del misterio de Dios: "A Dios nadie lo ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, lo ha revelado" (Jn 1, 18). La Declaración señala acertadamente que la fuente de la plenitud, plenitud y universalidad de la revelación cristiana es la persona divina del Verbo Encarnado: “La verdad sobre Dios no se anula ni se reduce porque se diga en lenguaje humano. En cambio, permanece única, plena y completa porque quien habla y actúa es el Hijo de Dios encarnado” (n. 6). En consecuencia, la revelación cristiana cumple todas las demás revelaciones salvíficas de Dios a la humanidad.

En este contexto, la Declaración propone dos aclaraciones. En primer lugar, la distinción entre fe teologal y creencia. A la verdad de la revelación cristiana se responde con la obediencia de la fe, virtud teologal que implica un libre y personal asentimiento a toda la verdad que Dios ha revelado. Si la fe es aceptación de la verdad revelada por Dios Uno y Trino, la creencia es en cambio una experiencia religiosa todavía en busca de la verdad absoluta y, por tanto, desprovista de asentimiento a Dios que se revela a sí mismo (n. 7).

Una segunda aclaración se refiere a la hipótesis sobre el valor inspirado de los textos sagrados de otras religiones. Al respecto, se reitera que la tradición de la Iglesia reserva la calificación de textos inspirados únicamente a los libros canónicos del Antiguo y del Nuevo Testamento, ya que son inspirados por el Espíritu Santo (n. 8). Sin embargo, se reconocen las riquezas espirituales de los pueblos, aunque con lagunas, insuficiencias y errores. En consecuencia, "los libros sagrados de las otras religiones, que de hecho nutren y guían la existencia de sus seguidores, reciben del misterio de Cristo los elementos de bondad y gracia presentes en ellos" (n. 8).

2. En cuanto a la unidad de la economía salvífica de la Palabra, la Declaración  pretende contrastar tres tesis que, para fundamentar teológicamente el pluralismo religioso, buscan relativizar y disminuir la originalidad del misterio de Cristo.

Una primera tesis considera a Jesús de Nazaret como una de las tantas encarnaciones histórico-salvíficas del Verbo eterno, revelando lo divino de manera no excluyente, sino complementaria a otras figuras históricas. Contra esta hipótesis, se reafirma la unidad entre el Verbo eterno y Jesús de Nazaret. Sólo Jesús es el Hijo y la Palabra del Padre. Por tanto, es contrario a la fe cristiana introducir cualquier separación entre el Verbo y Jesucristo: Jesús es el Verbo Encarnado, una persona indivisible, hecho hombre para la salvación de todos (n. 10).

Una segunda tesis errónea, derivada de la primera, sitúa una distinción dentro de la economía del misterio de la Palabra. Habría así una doble economía salvífica, la del Verbo eterno distinta de la del Verbo encarnado: "La primera tendría un exceso de universalidad respecto a la segunda, limitada sólo a los cristianos, aunque en ella la presencia de Dios sé más pleno" (n. 9). La Declaración rechaza esta distinción y reafirma la fe de la Iglesia en la unicidad de la economía salvífica querida por Dios uno y trino, "en cuya fuente y en cuyo centro está el misterio de la Encarnación del Verbo, mediador de la gracia divina en el plano de la creación y de la redención” (n. 11). Jesucristo, Hijo de Dios hecho hombre, es el único mediador y redentor de toda la humanidad: si hay elementos de salvación y de gracia fuera del cristianismo, éstos encuentran su fuente y su centro en el misterio de la Encarnación del Verbo.

Una tercera tesis errónea, en cambio, separa la economía del Espíritu Santo de la del Verbo Encarnado: la primera tendría un carácter más universal que la segunda. La Declaracióntambién rechaza esta hipótesis como contraria a la fe católica. La encarnación del Verbo es, en efecto, un acontecimiento salvífico trinitario: "el misterio de Jesús, Verbo Encarnado, constituye el lugar de la presencia del Espíritu Santo y el comienzo de su efusión sobre la humanidad no sólo en los tiempos mesiánicos, sino también en los que preceden a su entrada en la historia» (n. 12). El misterio de Cristo está íntimamente relacionado con el del Espíritu Santo, de modo que la acción salvífica de Jesucristo, con y por su Espíritu, se extiende más allá de los confines visibles de la Iglesia a toda la humanidad. Hay una única economía trinitaria divina que se extiende a toda la humanidad, de modo que "los hombres no pueden entrar en comunión con Dios sino por Cristo, bajo la acción del Espíritu" (n. 12).

3. Finalmente, contra la tesis que niega la unicidad y la universalidad salvífica del misterio de Cristo, la Declaración reafirma que “la verdad de Jesucristo, Hijo de Dios, debe ser firmemente creída como dato perenne de la fe de la Iglesia, Señor y único Salvador, que en su acontecimiento de encarnación, muerte y resurrección llevó a término la historia de la salvación, que tiene en él su plenitud y su centro» (n. 13). Recogiendo los numerosos datos bíblicos y magisteriales, se declara que "la voluntad salvífica universal del Dios uno y trino se ofrece y cumple de una vez por todas en el misterio de la encarnación, muerte y resurrección del Hijo de Dios" (n. 14) .

En este contexto, la Declaración  responde a las propuestas de evitar términos como unicidaduniversalidad y absolutismo en teología, que pondrían un énfasis excesivo en el significado y valor del acontecimiento salvífico de Jesús,  precisando que este lenguaje pretende permanecer fiel al hecho revelado. El uso de estos términos es asertivo. Es decir, la Iglesia, desde el principio, creía en Jesucristo, Hijo unigénito del Padre, que con su encarnación dio a la humanidad la verdad de la revelación y su vida divina (n. 15). 

Al volver a proponer estas doctrinas cristológicas, la Declaración pretendía reafirmar ante todo la firme conciencia de fe de la Iglesia frente a hipótesis ambiguas y erróneas. En segundo lugar, se pretendía invitar a una mayor y más profunda exploración del significado de las figuras y elementos positivos de otras religiones. Si "la mediación única del Redentor no excluye, sino que suscita en las criaturas una cooperación diversa" (Lumen gentium n. 62), aún queda "profundizar en el contenido de esta mediación participativa, que debe permanecer siempre regulada por el principio de la única mediación de Cristo» (n. 14).

El debate teológico, así pues, permanece abierto. Solo se han cerrado las carreteras que conducen a callejones sin salida

PRESENTAZIONE DELLA DICHIARAZIONE "DOMINUS JESUS" 

Intervento del Rev.do Don Angelo Amato SDB  

I CONTENUTI CRISTOLOGICI

Da un punto di vista cristologico, sono sostanzialmente tre i contenuti dottrinali che la Dichiarazione «Dominus Jesus» intende ribadire per contrastare interpretazioni erronee o ambigue sull’evento centrale della rivelazione cristiana, e cioè sul significato e sul valore universale del mistero dell’incarnazione:

  1. la pienezza e la definitività della rivelazione di Gesù (n. 5-8);

  2. l’unità dell’economia salvifica del Verbo incarnato e dello Spirito Santo (n. 9-12);

  3. l’unicità e l’universalità del mistero salvifico di Gesù Cristo (n. 13-16).

1. La riaffermazione delle pienezza e della definitività della rivelazione cristiana intende opporsi alla tesi circa il carattere limitato, incompleto e imperfetto della rivelazione di Gesù Cristo, considerata quindi complementare a quella presente nelle altre religioni. Il fondamento di questa asserzione erronea sarebbe il fatto che la piena e completa verità su Dio non potrebbe essere monopolio di nessuna religione storica. Nessuna religione, e quindi nemmeno il Cristianesimo, potrebbe adeguatamente esprimere tutto intero il mistero di Dio.

Questa posizione viene respinta come contraria alla fede della Chiesa. Gesù, in quanto Verbo del Padre, è «la via, la verità e la vita» (Gv 14,6). Ed è lui a rivelare la pienezza del mistero di Dio: «Dio nessuno l’ha mai visto: proprio il Figlio unigenito, che è nel seno del Padre, lui lo ha rivelato» (Gv 1,18). Giustamente la Dichiarazione rileva che la fonte della pienezza, della completezza e della universalità della rivelazione cristiana è la persona divina del Verbo incarnato: «La verità su Dio non viene abolita o ridotta perché è detta in linguaggio umano. Essa, invece, resta unica, piena e completa perché chi parla e agisce è il Figlio di Dio incarnato» (n. 6). Di conseguenza la rivelazione cristiana compie ogni altra rivelazione salvifica di Dio allÂ’umanità.

In questo contesto, la Dichiarazione propone due chiarimenti. Anzitutto la distinzione tra la fede teologale e la credenza. Alla verità della rivelazione cristiana si risponde con l’obbedienza della fede, virtù teologale che implica un assenso libero e personale a tutta la verità che Dio ha rivelato.  Se la fede è accoglienza della verità rivelata da Dio Uno e Trino, la credenza è invece esperienza religiosa ancora alla ricerca della verità assoluta e quindi priva dell’assenso a Dio che si rivela (n. 7).

Un secondo chiarimento riguarda l’ipotesi circa il valore ispirato dei testi sacri di altre religioni. A questo proposito si ribadisce che la tradizione della Chiesa riserva la qualifica di testi ispirati solo ai libri canonici dell’Antico e del Nuovo Testamento, in quanto ispirati dallo Spirito Santo (n. 8). Tuttavia, si riconoscono le ricchezze spirituali dei popoli, pur con lacune, insufficienze ed errori. Di conseguenza «i libri sacri di altre religioni, che di fatto alimentano e guidano l’esistenza dei loro seguaci, ricevono dal mistero di Cristo quegli elementi di bontà e di grazia in essi presenti» (n. 8).

2. Per quanto riguarda l’unità dell’economia salvifica del Verbo la Dichiarazione intende contrastare tre tesi che, per fondare teologicamente il pluralismo religioso, cercano di relativizzare e sminuire l’originalità del mistero di Cristo.

Una prima tesi considera Gesù di Nazaret, come una delle tante incarnazioni storico-salvifiche del Verbo eterno, rivelatrice del divino in misura non esclusiva, ma complementare ad altre figure storiche. Contro tale ipotesi, si ribadisce lÂ’unità tra il Verbo eterno e Gesù di Nazaret. Solo Gesù è il Figlio e il Verbo del Padre. È quindi contrario alla fede cristiana introdurre una qualsiasi separazione tra il Verbo e Gesù Cristo: Gesù è il Verbo incarnato, persona una e indivisibile, fattosi uomo per la salvezza di tutti (n. 10).

Una seconda tesi erronea, derivata dalla prima, pone una distinzione allÂ’interno dellÂ’economia del mistero del Verbo. Per cui si avrebbe una duplice economia salvifica, quella del Verbo eterno distinta da quella del Verbo incarnato: «La prima avrebbe un plusvalore di universalità rispetto alla seconda, limitata ai soli cristiani, anche se in essa la presenza di Dio sarebbe più piena» (n. 9). La Dichiarazione rifiuta questa distinzione e riafferma la fede della Chiesa nellÂ’unicità dellÂ’economia salvifica voluta da Dio Uno e Trino, «alla cui fonte e al cui centro cÂ’è il mistero dellÂ’incarnazione del Verbo, mediatore della grazia divina sul piano della creazione e della redenzione» (n. 11). Gesù Cristo, Figlio di Dio fatto uomo, è lÂ’unico mediatore e redentore di tutta lÂ’umanità: se ci sono elementi di salvezza e di grazia fuori del cristianesimo, essi trovano la loro fonte e il loro centro nel mistero dellÂ’incarnazione del Verbo.

Una terza tesi erronea separa invece lÂ’economia dello Spirito Santo da quella del Verbo incarnato: la prima avrebbe un carattere più universale della seconda. La Dichiarazione rifiuta anche questa ipotesi come contraria alla fede cattolica. LÂ’incarnazione del Verbo è infatti un evento salvifico trinitario: «il mistero di Gesù, Verbo incarnato, costituisce il luogo della presenza dello Spirito Santo e il principio della sua effusione allÂ’umanità non solo nei tempi messianici, ma anche in quelli antecedenti alla sua venuta nella storia» (n. 12). Il mistero di Cristo è intimamente connesso con quello dello Spirito Santo, per cui lÂ’azione salvifica di Gesù Cristo, con e per il suo Spirito, si estende oltre i confini visibili della Chiesa a tutta lÂ’umanità. CÂ’è unÂ’unica economia divina trinitaria che si estende allÂ’umanità intera, per cui «gli uomini non possono entrare in comunione con Dio se non per mezzo di Cristo, sotto lÂ’azione dello Spirito» (n. 12).

3. Infine, contro la tesi che nega l’unicità e l’universalità salvifica del mistero di Cristo, la Dichiarazione ribadisce che «deve essere fermamente creduta, come dato perenne della fede della Chiesa, la verità di Gesù Cristo, Figlio di Dio, Signore e unico salvatore, che nel suo evento di incarnazione morte e risurrezione ha portato a compimento la storia della salvezza, che ha in lui la sua pienezza e il suo centro» (n. 13). Raccogliendo i numerosi dati biblici e magisteriali, si dichiara che «la volontà salvifica universale di Dio Uno e Trino è offerta e compiuta una volta per sempre nel mistero dell’incarnazione, morte e risurrezione del Figlio di Dio» (n. 14).

In questo contesto, alle proposte di evitare in teologia termini come unicitàuniversalità e assolutezza, che porrebbero un’enfasi eccessiva sul significato e sul valore dell’evento salvifico di Gesù, la Dichiarazione risponde precisando che tale linguaggio intende rimanere fedele al dato rivelato. L’uso di questi termini è assertivo. La Chiesa, cioè, fin dall’inizio ha creduto in Gesù Cristo, Figlio unigenito del Padre, che con la sua incarnazione ha donato all’umanità la verità della rivelazione e la sua vita divina (n. 15). 

Riproponendo queste dottrine cristologiche, la Dichiarazione ha inteso ribadire anzitutto la ferma coscienza di fede della Chiesa contro ipotesi ambigue ed erronee. In secondo luogo, ha inteso invitare a una ulteriore e più approfondita esplorazione del significato delle figure e degli elementi positivi di altre religioni. Se «l’unica mediazione del Redentore non esclude, ma suscita nelle creatura una varia cooperazione» (Lumen gentium n. 62), resta ancora «da approfondire il contenuto di questa mediazione partecipata, che deve restare pur sempre normata dal principio dell’unica mediazione di Cristo» (n. 14).

Il dibattito teologico, cioè, resta aperto. Sono state chiuse solo quelle strade che portavano a vicoli ciechi.

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