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La conversión de García Morente. El Hecho Extraordinario

El García Morente que yo conocí. (Aquella extraordinaria irrupción de la gracia)

Por Rafael Gambra. En Nuestro Tiempo, AÑO IV. VOLUMEN VI. NUM. 32, págs. 131-173. 1 de febrero de 1957, ed. Estudio General de Navarra. Pamplona. 

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Eran los primeros días de 1939 -los días en que culminaba la batalla del Ebro- cuando empezó a difundirse por España, cuando llegó a mí, al menos, el rumor de que en don Manuel García Morente, ausente a la sazón de nuestra patria, se había operado un súbito y dramático proceso de conversión por el que había vuelto\par con plenitud y fervor a la fe de sus primeros años. Me encontraba yo entonces con el Tercio del Alcázar, guarneciendo las posiciones avanzadas del frente de Valencia, y allí, en una chabola de trinchera, oí aquel rumor de labios del «pater», un cura vasco en atuendo militar. Él presentaba la noticia, al igual que tantos sucesos de aquellos años bélicos, como un suceso milagroso, providencial, ajeno por completo al curso normal de los hechos. Por mi parte, recién acabado el bachillerato, apenas sabía quién era García Morente; pero recuerdo la definición que dió de él el «pater» para los no iniciados de la tertulia, que éramos casi todos.

«Morente era el más técnico de los intelectuales y, por lo tanto, aquel de quien menos podría esperarse una conversión como aquella, que podrá llegar hasta a abrazarle con la vida religiosa».

(En el lenguaje de los años republicanos, «intelectuales» eran, por propia y pretensiosa definición, el grupo de profesores y escritores formados en el espíritu de la Institución Libre de Enseñanza y que se agrupaban en torno a la «Revista de Occidente»).

La definición del «pater» no era, sin duda, exacta para el que conociera personalmente a García Morente, su carácter, y hubiera percibido de cerca los síntomas de su última evolución intelectual; pero sí lo era para el que sólo conociera su obra profesional o filosófica y el lugar que ocupaba dentro de su propio grupo. Morente, en efecto, no era el ensayista original y brillante, ni el creador de sistemas nuevos, sino más bien el maestro concienzudo y metódico, el paciente expositor de Kant, cuyo pensamienta logró divulgar y hacer diáfano, el esforzado organizador de la Facultad de Filosofía y Letras, a la que durante su decanato había convertido en un verdadero hogar intelectual. En fin, para los que desde fuera lo contemplaban, de nadie podría esperarse menos, por vía natural, un genial o apasionado cambio de mentalidad que lo apartase radicalmente de los cauces que su formación intelectual le había trazado.

Pocos meses después, un 27 de marzo, la guerra terminaba victoriosamente ante nuestras trincheras, en una radiante mañana primaveral llena de ilusiones y de esperanzas. Recuerdo el amanecer de aquel día como el momento central de mi juventud: rendido el ejército enemigo, abandonaban unos sus posiciones y venían otros a nuestro encuentro; por vez primera se podían remontar las trincheras a pecho descubierto, y las campanas de todos aquellos pueblos, mudas durante tres años, repicaban al unísono, alegres, como si fueran nuevas... Ante mí, al igual que aquella bulliciosa y soleada llanura, se ofrecían todas las perspectivas de una vida por hacer y, a la vez, la promesa de una patria redimida. De esto hace ya mucho tiempo...

Algunos meses más tarde, con la reapertura de las Universidades en el nuevo curso, iniciaba yo la carrera de Filosofía, e inmediatamente el hombre de quien había oído aquella sensacional noticia se hizo presencia en mi vida con un magisterio inolvidable. Ya para esa época había tenido confirmación categórica la noticia de su retorno a la fe, y también la de su ingreso en los cursos de Teología del Seminario de Madrid.

Recuerdo a aquel hombre de baja estatura, recio, en los límites entre la madurez y la ancianidad, que se esforzaba por llevar con naturalidad su traje talar y la difícil unción sacerdotal... Su mirar profundo tras unas grandes gafas, aquellos ojos pequeños, muy abiertos, como expresando siempre el perpetuo asombro del filósofo; aquella mirada, quizá un poco desengañada, pero que se animaba con un brillo súbito cada vez que llegaba a las últimas evidencias de su discurso; aquel diario asistir y preparar las clases con una íntima honestidad profesional que es ya tan rara...

La fortuna me hizo entonces testigo de lo que podríamos llamar el reencuentro de García Morente con la Filosofía, después de su conversión; la difícil prueba en la que el hombre nuevo se enfrenta con lo que quedaba de su antigua vida. Después de 1939, sólo una promoción de Filosofía —la que se ha llamado «generación de la guerra»— cursó la carrera completa bajo el magisterio de García Morente. A ella tuve la suerte de pertenecer, y a ella pertenecen también figuras que son bien conocidas en el mundo de las letras filosóficas: Angel González, Raimundo Paniker, José Artigas, entre otros. A los pocos meses de obtener nuestra licenciatura, García Morente moría inesperadamente, después de una operación en apariencia afortunada. Hace de esto quince años: diciembre de 1942 (*).

*Este trabajo aparecerá próximamente como Estudio Preliminar de la colección de escritos de D. Manual García Morente que publica la Biblioteca del Pensamiento Actual (Ediciones Rialp, S. A.)

Al escribir yo a esa distancia estas páginas sobre García Morente, no pretendo un ensayo de biografía, ni siquiera de su época posterior a 1937. Esto se ha realizado ya: basta remitirse a la obra de M. de Iriarte El profesor García Morente, sacerdote, que exhuma multitud de datos epistolares y privados con que poder reconstruir el proceso personal y psicológico de su conversión y de sus últimos años, e igualmente a las Notas biográficas de don Manuel García Morente, que escribió su propia hija María Josefa. Mi objeto se reduce aquí a expresar las impresiones que personalmente me produjo el magisterio de este hombre, todo corazón y sinceridad, que vivió una trágica experiencia de nuestra colectividad nacional, que cambió hasta el fondo los motivos inspiradores de su existencia, y que hubo de enfrentarse luego con la obra intelectual y con la realidad docente de su vida anterior, subsumiéndolas y adaptándolas a fuerza de fe, de inteligencia y de humildad. Las impresiones de una vida que reproduce, vertida a nuestro siglo y a nuestra actual experiencia, la eterna pugna entre la fe y la razón pura; la vieja querella gnóstica de los primeros siglos de nuestra Era entre pistis y gnosis, entre el hombre nuevo de la fe y el hombre viejo de la razón vacilante, cansada. Lucha, siempre renovada como el corazón humano, en la que todavía se halla como implicada la problemática actual de esta realidad supra-individual o histórica que llamamos España y que constituye también el drama íntimo de multitud de espíritus jóvenes que sufren la desgarradura entre la fe recibida y el ambiente intelectual que los rodea, entre la llamada de la sangre y de su patria y las incitaciones de la cultura europea moderna.

El hombre nuevo y la vieja labor

Comenzaba el curso 1940-41. Pocos días antes — el 6 de octubre—, García Morente había recibido la tonsura en el Seminario de Madrid, donde cursaba, como un seminarista más, sus estudios sacerdotales. Aquel primer día de curso se presentaba por vez primera a sus clases de la Universidad en traje talar. Era también el momento en que se reanudaba propiamente un curso de la especialidad de Filosofía en la Facultad de Madrid, ya que el curso anterior (1939-40) había sido únicamente para algún alumno rezagado, anterior a la guerra, al que quedaba pendiente su licenciatura. Y era ahora cuando iniciábamos los cursos de Filosofía los que el año anterior, en «cursos intensivos», aprobamos los dos de «Estudios Comunes» previos a los de especialidad o licenciatura.

Destruida la Ciudad Universitaria, todas las Facultades hubieron de refugiarse en el viejo caserón de San Bernardo, en el primitivo «Noviciado», y allí fue preciso arbitrar algún rincón para las clases de Filosofía. Fue éste en el pabellón Valdecilla, precisamente la pequeña aula de Psicología Experimental llamada del doctor Simarro, y en aquel modesto recinto, bajo la fría mirada del gran santón institucionista desde el óleo que allí lo perpetúa, fue donde hubimos de comenzar nuestra discencia filosófica.

Pero mayor aún que la dificultad de espacio, era en aquellos momentos la de profesorado; entre no más de tres profesores hubieron de repartirse todas las asignaturas de la especialidad. La expectación general se concentraba sobre Morente, aquel nuevo Morente seminarista, que hubo de hacerse cargo de tres cátedras —Cosmología y Teodicea, además de la suya propia de Ética—, ahora ya de una manera seria y sistemática, en este segundo curso de la posguerra.

Puede imaginarse lo que sería para él aquella hora de diaria salida desde el Seminario a la Universidad. Un hombre que se había visto renovado interiormente por una nueva fe, revitalizado por ilusiones, afectos e imperativos distintos a los que conoció, que había vuelto a hacerse niño para vivir dócilmente una vida escolar de entrega y de olvido, tenía ahora, por la misma obediencia, que salir diariamente de aquel mundo nuevo y zambullirse por unas horas en el mundo viejo que abandonó; jugar en él el mismo papel de viejo maestro; reencontrar los problemas filosóficos antiguos y a muchos de los alumnos que le escucharon; todo ello en el mismo punto en que lo dejó. Contemplar, en fin, con los ojos del hombre nuevo, el viejo entramado de hombres y de ideas que constituyeron otrora su ilusión y su vida. Sabido es cómo Morente quiso, en un principio, entregarse al retiro contemplativo de un claustro; pero lo rechazó por sí mismo, precisamente en razón de verlo demasiado grato y apetecible para el cansancio de su edad y momento psicológico. Y cómo deseó después, tras el apartamiento de unos años de Seminario, pagar su tributo de actividad y apostolado en alguna parroquia rural; pero fue esta vez el Obispo de Madrid-Alcalá, su Obispo, el que le impuso el pesado deber de su presencia y su ejemplo en el medio universitario, en cuyo ambiente tanto había influido el espíritu del antiguo Morente.

Recuerdo que en aquel entonces nosotros los alumnos —al menos los que cursábamos procedentes de meros bachilleres, graduados de tal en plena guerra— no éramos del todo conscientes de lo que aquella situación tendría que suponer para Morente. En realidad, teníamos bastante con nuestro propio problema: la urgente y difícil recuperación intelectual de los años y del hábito de estudio perdidos, el enfrentarnos —por primera vez solos y sin andaderas— con el arcano mundo de la especialización científica, en una Facultad todavía desorganizada, incompleta. Los que en estas condiciones alcanzábamos en aquel curso la especialización de Filosofía llevábamos, realmente, un espíritu y un estado de ánimo muy diferentes de los que señalaban al antiguo estudiante de esa Facultad. Alguien muy caracterizado en ella (1)

(1) ORTEGA GASSET, J. Prólogo a la Historia de la Filosofía de K. Vorlander. Madrid, 1922.

pudo registrar, años antes, su experiencia de cómo «los principiantes de Filosofía son, a nativitate, escépticos, y el escepticismo es el punto de que se parte y el aire que se respira». Para nosotros, en cambio —y quizá con la misma desmedida— los hechos bélicos y nacionales que acabábamos de vivir habían confirmado tan evidentemente nuestra fe, la habían identificado en tal grado con la realidad vivible, que sólo podíamos pedir a la Filosofía que la expresara ahora en términos racionales.

La incoordinación intelectual y metódica de nuestras Universidades había de resultarnos doblemente escandalosa, ya que esta especial actitud espiritual se añadía en nosotros a una situación de ánimo que es general al estudiante en tales momentos. El alumno medio que sale del colegio sin saber estudiar y sin verdadera cultura general, con sólo una técnica de aprobar los exámenes, se encuentra de pronto en unas clases donde se le expone el último matiz al uso en cada ciencia, el aspecto destacado del más reciente libro leído o escrito por el profesor, dándose siempre por conocida la ciencia misma de que se trata y el ambiente cultural y humano en que se halla envuelta. Ello produce en el principiante una desorientación tan profunda y antinatural que en muchos casos le resultará insuperable o deformadora.

Morente fue para nosotros el refugio de aquel angustioso comenzar, el verdadero maestro que, con un lenguaje pausado y sencillo, sabía ir de lo conocido a lo desconocido, abriéndonos en forma gradual perspectivas y soluciones concretas y sugestivas. El había sido uno de los pocos que en la docencia universitaria supieron estar en su puesto: era catedrático, y consideraba a la cátedra como su cometido en la vida, no como una función marginal o como una especie de coronamiento de otras actividades.

Quien no haya oído las lecciones de García Morente no conoce lo que es la realización de un ideal pedagógico, la diafanidad de un lenguaje que se construía para ser comprendido, para aclarar y producir la evidencia. Sin la menor teatralidad ni empeño de erudición o de originalidad, hacía transparentes los conceptos en forma que el oyente discurría de unos a otros con la más perfecta secuencia y facilidad. El gesto, la entonación, las mismas pausas, parecían medidos para producir en el auditorio la fruición de la inteligibilidad. Y, paralelamente al discurso, constantes alusiones y evocaciones históricas que nos familiarizaban con los pensadores y las escuelas.

Recuerdo algunas de las reacciones ingenuas y espontáneas que observé entre los que, principiantes como yo, le escuchaban en aquellas primeras clases. Para algunos, aquello eran elementalidades cuya exposición estaba al alcance de cualquiera; otros, en cambio reaccionaban contra los libros y los tratadistas de Filosofía que, al lado de aquéllo, les aparecían como un inmenso fraude de rebuscada complicación. Sólo mucho más tarde puede darse cuenta el estudiante —cuando deja de serlo para convertirse en maestro— de la enorme dificultad de lo fácil, de la extrema claridad y rigor con que han de estar comprendidas y trabadas las ideas para poder ser expuestas con la diafanidad y posesión con que lo hacía un Morente; de cómo son poquísimos los temas o aspectos de una ciencia —y muy especialmente en Filosofía— de los que un especialista puede elaborar una explicación tan clara, completa y terminante como eran todas las de García .Morente.

Las ideas raíces de su formación intelectual

Aquel curso comenzaba sus primeras lecciones de Ética señalando el objeto de esta ciencia, que era, para él, el bien; pero no sólo el bien humano o el recto orden de los actos del hombre, sino todo bien, hasta poderse identificar esta ciencia con una ontologia del bien. Este planteamiento le serviría para desarrollar más tarde la teoría de los valores o axiología de Max Scheler, a la que había prestado plena adhesión intelectual. Veía Morente en la teoría de los valores, en su separación radical de la doble realidad, del ser y del valer, una salida del cerrado fenomenismo kantiano en que él mismo se había formado, y un acceso al ente verdadero, objetivo, con su contenido emocional y estimativo. No se daba cuenta, quizá, de que la axiología, como prolongación que es de la escuela kantiana de Baden, representaba sólo una salida respecto a la interpretación marburguesa —cerradamente fenomenista— de Kant, a la que Morente estuvo adherido en su juventud, pero no respecto al propio y verdadero kantismo que ya desde su origen (2)

(2) Vid.: KANT, M. Opus postumum.

anunciaba una metafísica de signo práctico. Es decir, que la supresión del intellectus aristotélico que entraña el formalismo kantiano sólo puede dar lugar, si no se quiere caer en el agnosticismo metafísico, a un irracionalismo, como es, en definitiva, la axiología o teoría de los valores.

Pero no son aquí las posiciones filosóficas —forzosamente vacilantes— del Morente converso lo que ahora nos interesa, sino sólo la actitud y formación humanas que revelen como supuestos previos de aquel luminoso retorno a la fe.

Para él, esa reducción del ámbito de la moral a lo humano, que es tradicional en la Ética, procede de su primitivo planteamiento por los griegos, concretamente por Sócrates. Es con este filósofo, en su constante inquirir racional, con quien la moral traspasa los límites de lo popular intuitivo, para expresarse en términos filosóficos. En los historiadores, sabios y poetas presocráticos, en el ambiente popular de la primitiva Grecia, pueden descubrirse ideas y matices muy sutiles, incluso conceptos éticos elaborados que revelan el profundo ethos o sentido moral de los griegos. De esta vivencia intuitiva y popular parece haber tomado la Ética todos sus conceptos básicos. Así, Max Wundt hubo de comenzar su Historia de la Ética glosando en sus primeros capítulos la moral popular de los griegos. Es la misma idea expuesta más tarde por Heidegger en su Carta sobre el Humanismo: la Ética surge como ciencia en el mundo platónico —de inspiración socrática—; pero antes de él, en los presocráticos, existía ya un pensamiento y un ethos general que no puede considerarse, ciertamente, como amoral. Las tragedias de Sófocles, una simple frase de Heráclito, tienen un sentido moral más profundo y directo que cualquier tratado de Ética (3).

( 3) HEIDEGGER, M. Uber den Humanismus (Brief an J. Beaufret)

Ethos significa estancia o morada del hombre, y el pensamiento primero del hombre, como demanda radical de verdad y de sentido, es, a la vez, en concepto de Morente, conocimiento del ser e intuición del valor.

Pero si bien García Morente opinaba que la Ética debía superar ese confinamiento al ámbito de lo humano que le impusieron los griegos, pensaba, al mismo tiempo, que en ese mismo humanismo clásico había que reconocer, no sólo la mejor introducción histórica a los temas morales, sino el origen mismo del pensar filosófico. Y aquí tocamos uno de los estratos más profundos y arraigados de la personalidad prerreligiosa de Morente como hombre en general y como maestro particularmente: el idea clásico, profundamente vivido e incorporado a las raíces de su pensamiento y de su acción.

El humanismo griego

Se ha dicho de Morente que era un espíritu germánico por su formación en Alemania y por su antigua adhesión estricta, casi científica, a la filosofía de Kant y al neokantismo. Se le ha calificado también de afrancesado (4)

(4) MARANÓN, G . Mi recuerdo de García Morente. En rev. ATENEO, num. 32, 1953.

a causa del eco que en su espíritu encontraba la cultura francesa. Pero no sería difícil demostrar que uno y otro aspecto de su carácter respondían a una —digamos— filiación más profunda de su personalidad intelectual: el helenismo. La concreta y rigurosa demostrabilidad de las Críticas kantianas a partir de sus propios principios en una arquitectónica de sistema, la claridad intelectual del genio francés y la sencillez escultural del cartesianismo no podían resultar indiferentes para una mente conformada en el ideal de la inteligibilidad del espíritu clásico.

No resulta fácil expresar en su esencia ese espíritu griego o, más exactamente, la interpretación moderna de ese espíritu que llegó a sedimentar un estrato muy profundo de la personalidad de Morente. Pero él mismo abordaba su explicación en aquellas primeras lecciones de Ética.

Hay algo muy profundo en el pensamiento griego —en ese humanismo radical— que, no sólo hace nacer de sí las primeras reflexiones éticas y el encerrarlas en los límites de lo humano, sino que es también causa de ese general desentenderse de los griegos hacia cuanto exceda de los límites de lo humano y edificar su civilización dentro de esos límites, en su forma, número y medida. En el ethos o sentido moral del pueblo griego —decía Morente— se admiraba, antes que nada, la obra de los hombres comedidos, armónicos, virtuosos. El héroe tiene un calificativo que lo define como poseedor de la virtud por antonomasia: Ulises el prudente. En Platón, las tres facultades del alma humana —la razón, el ánimo y el apetito— tienen tres virtudes o temples de su recto obrar, que son la prudencia, el coraje o valor, y la templanza. O lo que es lo mismo, la facultad dinámica —el ánimo noble—, que debe ser esforzado y de buen temple, ha de estar guiado y enmarcado por los dos imperativos y hábitos de comedimiento o armonía que rigen la parte inferior y la superior del ser humano; es decir, las virtudes de la templanza y la prudencia. En Aristóteles, el comedimiento u obrar armónico, conformado, es el constitutivo formal, no de una o de varias virtudes, sino de la virtud misma, la propia esencia de ésta que define como «el hábito operativo del términtí medio».

En Grecia, los hombres libres se educaban según los principios pedagógicos de Platón: el alma se formaba en la música y el cuerpo en la gimnástica. La imperturbabilidad del ánimo, el dominio de las propias pasiones y la indiferencia frente a la varia fortuna del mundo exterior constituían los ideales de las varias escuelas éticas que, desde los cínicos hasta los estoicos, fueron engendrados por el espíritu griego. Estos sistemas de moral llegaron, cada uno en su tiempo, a dominar toda la filosofía, a pretender sustituirla o subsumirla en sí. Lograr el hombre armónico, forjar en él una imagen de la armonía universal, era para estas escuelas la meta a que puede aspirar el saber y el obrar humanos. El arte griego —el Partenón, por ejemplo— no pretende, como la arquitectura oriental, representar las fuerzas naturales o divinas superiores al hombre, sino producir en el contemplador la impresión de serenidad en la que se expresa y se vive el ideal de armonía y el alma se acerca a los dioses. La educación moral debe concebirse también como la construcción en el hombre mismo de ese ideal de armonía. El esquema ético del hombre hermoso y bueno (kalós kai agathós) resume para el mundo griego cuanto la sabiduría y el arte pueden procurar, y, al mismo tiempo, toda una concepción del Universo.

Fuera de este ideal de lo formado, de lo sometido a orden y medida, de lo humano armonioso, se hallaban para los griegos las fuerzas desatadas de la Naturaleza, las tinieblas exteriores, lo caótico, el apeiron o lo informe. Este elemento ciego y desmedido aparece en el mito y en la tragedia opuesto siempre al hombre, a su espíritu y a su interna armonía; y en el sistema educativo de los griegos se le otorga el papel de producir en el alma, mediante la vivencia del terror, la purificación (o katharsis) de las pasiones, necesaria para el logro de la virtud.

El bien supremo para ese hombre que vivía en armonía de alma y cuerpo mediante el dominio de las pasiones, no era, como en los sistemas religiosos, la entrega a la divinidad o la fusión con su ser al modo panteístico, sino el momento culminante de la suprema inteligibilidad. Morente interpretaba este ideal como una prolongación infinita de la fruición íntima que se experimenta al entender con evidencia o claridad una cosa. Sería, en el lenguaje de Platón, la visión directa, intemporal, de las «puras, simples y bienaventuradas Ideas».

Según una interpretación moderna (5),

(5) CAMUS, A . L'Homme Révolté. Paris, 1951 . Pág. 36 5 y ss.

el ideal humanista de la mesotés clásica constituye, frente a las otras civilizaciones religiosas o paranteísticas, una especie de consentimiento o entrega a la Naturaleza, al Cosmos, por cuanto tiene de bello e inteligible, un modo de comunión con la Naturaleza misma, un designio de vivir en armonía y consonancia con ella. Las restantes civilizaciones, según esta interpretación, comparten una misma filosofía de la Historia, según la cual la naturaleza, y el hombre en ella, no son sino el protagonista y la decoración muda de un drama cuyo desenlace y objetivos se encuentran fuera de ellos mismos. Para los griegos, en cambio, este sentido histórico universal no existe; la guerra de Troya, por ejemplo, no es escatológicamente anterior a Aristóteles, ni éste se consideraba superador de aquella época hacia un desenlace de los tiempos. La armonía universal, percibida y realizada en el hombre y en su vida, es el acto de entrega a este mundo en su profunda inteligibilidad, y en ello consiste la esencia del humanismo griego.

Según otra interpretación (6),

(6) BRUCKBERGER, R. L. Marie Madeleine. París, 1952. c. I.

el humanismo griego, con su ideal de la armonía, constituyó históricamente una añoranza colectiva del primitivo estado de inocencia humana y del goce en la vida del Paraíso. Una tentativa nostálgica de retornar a la primitiva y espontánea libertad del hombre. Antes de la caída original, la vida del hombre no tenía el sentido preparatorio —viator— hacia una salvación en otra vida sobrenatural, sino el valor de sí misma, de su propia paradisíaca fruición bajo la constante presencia y mirada de Dios. El hombre no pagaba allá domeñando su propia naturaleza, sino expansionándola en una vida de inocencia sin desenlace mortal. El recuerdo latente y la inconsciente llamada de ese primero y dichoso estado tenían que ser muy fuertes para el hombre en su memoria colectiva. E históricamente, el ideal cultural que el hombre forjó bajo la inspiración de esa profundísima nostalgia fue precisamente el ideal griego de la armonía universal, de la serena mesotés humana, y ello explica el profundo eco que ese ideal ha encontrado en las épocas posteriores, aun con lejanía de Edades, y la misma sugestión que aún ejerce entre nosotros. Pero quizá por su intrínseca inanidad, porque para el hombre es imposible remontar el tiempo y traspasar otra vez el umbral que guarda el ángel de la espada de fuego, sea por lo que la mitología griega es tan rica en mitos desesperados, imposibles: Sísifo, subiendo eternamente el inmenso peñasco que no logra asentar, y rueda una y otra vez por la pendiente... Prometeo, cuyas entrañas son siempre devoradas por el águila...

¿Hasta qué punto había influido y penetrado este ideal griego de la armonía en la formación y en la personalidad de García Morente? No es extraño que su espíritu, formado en los ideales racionalistas decimonónicos, o, más exactamente, en aquella refinada culminación de ellos, que fue el kantismo, extrajera de su elenco cultural las esencias más sanas y profundas del primitivo racionalismo clásico y que así el tema de la mesotés griega volviera una y otra vez a sus labios como un leit motiv de sus explicaciones de cátedra. En estos sus dos últimos años de magisterio distinguía a menudo entre el racionalismo sano e ingenuo de los antiguos griegos y el racionalismo de reacción, artificioso o «de tesis» de la cultura moderna. Y su entusiasmo volvía renovado sobre el primero, padre, a su juicio, de la filosofía y de la cultura occidental.

No se piense, sin embargo, que Morente había podido ajustar su vida a este ideal griego de la armonía logrando un carácter sereno, atenido en sus reacciones a la imperturbabilidad y la mesotés. Como meridional, el temperamento de García Morente era violento, su carácter apasionado y ardoroso, su reactividad viva, a menudo incontenible. Tan vehemente como su entusiasmo o su amor eran, en ocasiones, sus reacciones de cólera. Si en alguna época de su juventud abrigó la ilusión de ajustar su conducta al esquema pagano de la imperturbabilidad del sabio, signo externo de la realización de la armonía, a lo largo de sus años habría ido viendo cada vez más alejado de sí este ideal humano. Y más todavía en los últimos años de su docencia universitaria, anteriores a la guerra, en los que vio crecer en su corazón un profundo desencanto hacia los hombres y las ideas que habían constituido su ambiente. En aquellos años en que, según su propio testimonio, «percibía dolorosamente la incurable inquietud e inestabilidad espiritual en que de día en día iba creciendo su desasosiego».

Pero lo que sí logró ajustar Morente a ese sereno ideal de la armonía fue su actividad docente. Diríase que en sus explicaciones de cátedra no perdía de vista ni por un momento el supremo fin humano de la inteligibilidad y que buscaba hacer de ellas una continuada fruición de la evidencia, del goce de comprender. Un dominio profundo de las materias expuestas, una esforzada renuncia a cualquier género de brumas eruditas o de supuestos de escuela o sistema, hacían de cada una de sus clases una construcción escultural en la que el espíritu del oyente, de claridad en claridad, vivía de alguna manera la luminosa armonía que idealizó el racionalismo griego.

El cientificismo y su crítica

Mas si los ideales culturales del pueblo griego constituían el primero de sus temas predilectos, el segundo de los grandes temas morentianos, que volvía asimismo mil veces a sus labios, era su profunda crítica del cientifismo o racionalismo moderno, de lo que él llamaba «el espíritu científico». En esta crítica, tan arraigada en su meditación, podemos encontrar la clave del segundo estrato de su espíritu, y la síntesis de ambos factores espirituales nos proporcionará, quizá, una imagen ya adecuada de la personalidad intelectual en que se operó la extraordinaria conversión de 1937.

El primero de sus grandes temas —el de la armonía clásica— procedía, a mi juicio, de una íntima ilusión profundamente anclada en su formación espiritual, ilusión que no le abandonó nunca, ni aun se enfrió después de su conversión a una ardiente fe religiosa. El no dejó nunca de considerar a aquella remota cultura como una inmensa nostalgia de la verdadera patria del hombre o, lo que es lo mismo, como una inconsciente preparación de la paz bienaventurada que la Redención abriría otra vez para el hombre. El segundo tema morentiano que vamos a examinar —el cientificismo— procedía, en cambio, de una profunda desilusión y de una subsiguiente demanda de salvación. Trataré de explicarlo.

Morente se había formado en el racionalismo moderno; más exactamente en la quintaesencia o máxima depuración histórica de ese racionalismo que fue el criticismo de Kant en su interpretación marburguesa. Para esta escuela, la Filosofía venía a reducirse a una especie de teoría de la ciencia, y ésta constituía el conocimiento o saber adecuado, perfecto y único posible, del hombre. Para el García Morente de aquella primera época este racionalismo estricto y de sistema era la prolongación y cumplimiento de aquel otro racionalismo griego, causa y origen de nuestra civilización.

Es preciso comprender este espíritu, y la concepción paralelamente racionalista y cientificista, en la propia interpretación de Morente, sugestiva como todas las suyas.

Para nuestro autor, el racionalismo es la estructura profunda y el supuesto básico del pensamiento moderno. O —diríamos— la gran empresa intelectual del hombre post-renacentista. Toda la filosofía, desde Descartes hasta los albores de nuestro siglo, fue racionalista. Tanto los sistemas cartesianos como los empiristas o el idealismo o el formalismo kantiano, aunque dispares y aun opuestos en muchos puntos, se apoyan en un sustrato racionalista común respecto del cual no son sino versiones distintas. Esta idea primordial del pensamiento moderno podría tener la siguiente expresión: el Universo en que vivimos y del que formamos parte se explica por sí mismo y posee una estructura racional, es decir, nuestra razón es el instrumento adecuado para captarlo plenamente, sin residuo.

La contingencia de las cosas reales y su última e inexplicable existencialidad no son para el racionalista algo que reclama por sí el apoyo en un Ser Necesario, causa y explicación del mundo, sino que es sólo un modo nuestro, imperfecto, de ver las cosas, algo que en la realidad misma no existe. Para una visión superior, racional como la nuestra, pero omnicomprensiva o total, la contingencia no existiría sino que el Universo le aparecería evidente y necesario como algo que se explica por sí mismo y que posee una estructura racional. O, como decía Laplace de un modo muy gráfico: «si una inteligencia humana potenciada conociese el estado y funcionamiento de todos los átomos que componen el Universo, éste le aparecería con la claridad de un teorema matemático: el futuro sería para ella predecible y el pasado deductible».

Esta concepción básica explica, para Morente, dos características muy generales del pensamiento moderno: su tendencia a reducir los órdenes superiores o elementales hasta llegar al matemático, que es puramente racional, y su idea de progreso o tendencia progresista, que es típica de la Edad Moderna. Según esta idea, la Humanidad debe avanzar siempre por el camino del progreso de la ciencia, a cuyo término se hallará el conocimiento omnicomprensivo o total de la realidad, es decir, la visión de las cosas que sugería Laplace, en la que todo aparece con la evidencia de lo necesario. No es que el progresismo crea en la posibilidad práctica de que los hombres lleguen alguna vez a ese estado, pero supone su posibilidad teórica al creer, eso sí, que la realidad posee en sí una estructura racional, necesaria, y que la marcha del saber humano científico ha de ser un constante aproximarse a ese ideal cognoscitivo.

En estas características del pensamiento moderno se encuentra perfilado lo que Morente llamaba «espíritu científico» o cientificismo, cuya crítica era, como he dicho, el segundo de sus grandes temas. El científico moderno cree poseer en los métodos y en el dispositivo mental de su ciencia la clave del Universo, y declara «subjetivo» o «superable», por irreal, todo lo que no aparezca reductible al orden de lo mensurable o empírico-matemático. Para la actitud científica el Universo se halla desprovisto, en sí mismo, de misterio, así como de valor y de sentido. Ya desde los albores del Renacimiento se encuentra en la cultura moderna el designio de separar los juicios de valor de los juicios de realidad, relegando los primeros, por oscuros y opinables, al orden de la mera subjetividad. Descartes —el gran iniciador y sistematizador del racionalismo— expresa esta intención en las dos primeras reglas del Discurso del Método «para bien dirigir la razón y buscar la verdad en las ciencias». La primera exige no admitir por verdadero más que aquello que se presente como claro y distinto, es decir, con las cualidades de la evidencia interior, racional. La segunda ordena dividir cada dificultad de los problemas que se examinen, en tantas partes como sea necesario para su resolución. En esta regla se alberga implícita —según Morente— la convicción racionalista de que la Naturaleza posee una estructura racional y de que en ella no existe misterio ni datos alógicos radicales, puesto que cualquier dificultad cognoscitiva cede —o puede ceder—, dividiéndola en sus partes, es decir, reduciéndola a órdenes cada vez más próximos a la evidencia racional del saber matemático (7).

(7) GARCÍA MORENTE, M . Prólogo a la edición del Discurso del Método, de DESCARTES. Buenos Aires, 1941 .

Esta es la actitud del médico naturalista ante el hecho sobrenatural o milagroso que considera, por principio, reductible a fenómenos psíquicos patológicos; la tendencia en Psicología a reducir la vida del espíritu a un juego asociativo de hechos biológicos cerebrales simples; la de reconocer un origen meramente físico a la vida; la de matematizar sin residuo la física... La tendencia también del determinismo universal, que niega la existencia objetiva, real, de la finalidad y del sentido en la Naturaleza, y reduce ésta a un movimiento impulsivo ciego, evolución sin sentido cuyo origen se encuentra en un juego mecánico de átomos indiferenciados. Para el científico «el pájaro no posee alas para volar», ni siquiera «vuela porque tiene alas», sino que «tiene alas y vuela» (meras series de fenómenos constantes y registrables). Los dos accidentes fundamentales del ser —la cantidad y la cualidad— se reducen para el científico racionalista a la cantidad, relegando la cualidad al mundo de las reacciones subjetivas. Los colores y los sonidos, las intenciones y los deseos, no tienen ningún fundamento ni correlato en la realidad exterior al hombre, que es una mecánica sucesión de cambios cuantitativos sin diferenciación cualitativa ni finalidad o sentido.

Para el Morente de sus primeros libros, la visión científica del Universo era, no sólo la imagen auténtica de la realidad y el camino firme del conocimiento humano, sino el ideal cultural a que debía someterse incluso la filosofía que, abandonando toda pretensión de explicación universal, debe constituirse en mera teoría de la ciencia o fundamentación de sus supuestos epistemológicos. Y no otra cosa era la filosofía en el sistema kantiano, especialmente en la interpretación marburguesa que Morente profesó en sus primeros años de vida universitaria. «Las Críticas de Kant —decía él— son el más profundo esfuerzo humano por presentar en forma plausible la concepción que considera el conocimiento como un proceso de aproximación al ideal matemático, en el cual la realidad se nos presenta como verdaderamente es» (8).

(8) GARCÍA MORENTE, M . Ideas para una Filosofía de la Historia de España. I, 2.

«El objeto de la filosofía —escribió en su Filosofía de Kant— no es el mundo, sino nuestro conocimiento del mundo. La filosofía buscará los fundamentos de ese conocimiento, estudiará sus leyes, y, en la unidad de un método del pensar, afianzará la unidad de los múltiples y diversos conocimientos científicos... Este sentido de la filosofía es el que Kant se ha esforzado por afirmar y establecer en toda su obra. La filosofía para él no es ni psicología ni teología, sino solamente teoría de la unidad del conocimiento» (9).

(9) GARCÍA MORENTE, M. La filosofía de Kant. Madrid, 1917 . c. I, 4.

Para la interpretación neokantiana o marburguesa, en efecto, la filosofía de Kant no abría ni siquiera esa posterior entrada práctica a través de la intuición valoral que daría lugar más tarde a la axiología y a la superación del cerrado fenomenismo del sistema. Antes bien, para esta escuela las ideas de la Etica kantiana —Dios, el alma, la libertad— son, como la cosa en sí, meras «ideas regulativas» que no poseen ningún modo de existencia real, sino sólo el valor de modelos de perfección a los que ajustar nuestra actividad. Así, concluye Morente en dicha obra, «los objetos de la metafísica han cambiado de sitio al variar de sentido. Dejando de ser entes para tornarse en ideas, han ido a situarse en el horizonte lejano al que dirige el hombre su mirada. La vida entera y el concepto de la vida sufren desde este instante una fundamental variación. Ahora entra en pleno vigor la noción dinámica de progreso, de evolución. El conocimiento queda definido como proceso infinito; la vida como marcha ininterrumpida hacia el ideal... Tal fue la obra de Kant» (10).

(10 ) GARCÍA MORENTE, M. La filosofía de Kant. Madrid, 1917. c. IV , 13.

Esta era la estructura mental de Morente en la época en que ganó su cátedra de Etica en la Universidad Central. Este cientificismo a ultranza, filosóficamente fundamentado, era para él la prolongación y el cumplimiento del viejo racionalismo griego. De aquel clasicismo que él mismo había percibido como una racional conformación del espíritu con el sereno movimiento del Cosmos, como una accesión del alma humana hasta la forma, el orden y la medida que rigen la armonía universal.

Pero un íntimo desasosiego...

Este racionalismo, sin embargo, no produjo en García Morente frutos de paz y serenidad, ni siquiera la estable e ilusionada admiración que hasta el final de su vida le inspiraron, como he dicho, los ideales culturales del racionalismo griego. Antes al contrario, un sordo e inexplicable descontento fue creciendo en su alma, insensiblemente al principio, de un modo tangible después, pero sin otorgársele estado oficial en mucho tiempo. Insatisfacción, ante todo, de los hombres y del ambiente que le rodeaba, de los que pensaban y sentían como él, de los maestros que habían conformado su espíritu. En esa actitud esteticista, incomprometida hacia las tremendas realidades de aquella hora por las que tantos otros parecían dispuestos a dar sus vidas, en ese intelectualismo de salón o de club político, siempre propicio a la retirada despectiva, nunca a la aceptación de una responsabilidad concreta, empezaba a descubrir Morente una inmensa frivolidad, un algo de morboso que se mantenía sobre un vacío infinito. En su Ensayo sobre la vida privada nos habla de «ese vivir extravertido, falto de sinceridad, amorfo, lleno de cobardía mental...»

Insatisfacción paralela de sí mismo como radicado en ese ambiente, visión amarga de un correr estéril de los años al servicio de unos ideales ciegos e impersonales en los que el alma no podía encontrar el fin justificativo ni el lugar de su inserción en la vida... En el relato de su conversión nos cuenta cómo iba apareciéndosele «lo infundado de esa especie de satisfacción modorrosa en que sobre sí mismo había estado viviendo; cómo percibía dolorosamente la incurable inquietud e inestabilidad espiritual en que de día en día había ido creciendo su desasosiego».

Dudas, por otro lado, sobre los supuestos teóricos en que se apoyaba la concepción general racionalista del Universo, que abarca desde Descartes hasta Kant y los idealistas. La percepción de la existencia como algo irreductible a la razón pura —eso que ha constituido la experiencia radical de nuestra época presente— nos fue entonces mostrada por Morente en una angustiada meditación cuya vivencia era en él muy anterior a su renovación religiosa. Ante todo, en el propio campo de la ciencia físico-matemática: los descubrimientos científicos más recientes habíanle planteado las primeras dudas sobre el supuesto general racionalista. Recuerdo que en aquel curso, al hacerse cargo de las clases de Cosmología, dedicó una buena parte de las mismas a las teorías de la indeterminación de Heisenberg y de la relatividad de Einstein, especialmente a esta última. Las concepciones indeterministas de la física actual han hecho, según él, de la contingencia, no un defecto de nuestra percepción, sino un conocimiento positivo. El determinismo riguroso y la previsión necesaria, matemática, no son así datos de la naturaleza. La teoría de la relatividad, por otra parte, vincula nuestra percepción del Universo a una concreción finita y existencial, arrinconando la noción de espacio absoluto de la mecánica clásica, racionalista. Todo lo cual se hace incompatible con la concepción del Universo como un ilimitado desarrollo racional, y de su devenir como un proceso necesario, cuya clave está escrita en signos matemáticos.

La filosofía, por su parte, descubría también a sus ojos realidades y mundos que escapaban a la legalidad determinista de la ciencia físico-matemática. La psicología del asociacionismo, por ejemplo, había intentado estudiar la vida del espíritu de modo análogo a como la física trata el mundo natural de los cuerpos, es decir, a partir de unidades simples —que serían aquí los «hechos de conciencia» primitivos e indiferenciados, como en la física son los átomos—, y de leyes dinámicas de asociación de las mismas. Pero el riguroso análisis que Bergson hizo de la vida mental puso de manifiesto una realidad que es duración irreversible y acumulativa, trama original en cada vida, en la que no existen aquellas unidades separables, y que resulta inasequible para el tratamiento cuantitativo con que opera la ciencia experimental. Morente había puesto de manifiesto estos aspectos profundamente anti-racionalistas en las conferencias sobre Bergson, que pronunció en la Residencia de Estudiantes.

Pero por encima de todos estos motivos teóricos de crisis del racionalismo, el espíritu de Morente se veía trabajado por una profunda, angustiosa, impresión de claustrofobia espiritual, de encadenamiento en el fondo de su propio edificio intelectual. «Las cosas se explican fácilmente las unas por las otras, pero lo inexplicable es que haya cosas: sería más sencillo y científico que no hubiera nada». El ideal neokantiano de un progreso científico indefinido y de una filosofía al servicio de este oscuro determinismo no podían satisfacer a un espíritu sincero y ardiente como el suyo, profundamente humano. Podría rastrearse en sus escritos y lecciones de la época precedente a 1936 la insatisfacción y el profundo desasosiego que en su alma iba produciendo la concepción monista y panteísta del racionalismo, en cuyo devenir ciego, sin sentido ni providencia, se anula la propia personalidad en un esfuerzo infinito de anónimo conocimiento. La progresiva acritud de su carácter en aquellos años reconocía su origen, sin duda, en ese exasperante vacío. «El científico —decía como resumen de aquella experiencia personal—, al eliminar los valores del mundo real, adopta una posición esquemática, antinatural, a la que llega el hombre muy tarde históricamente; una actitud antivital, puesto que la vida es esencialmente preferir, impulso intencional que se realiza prefiriendo» (11).

(11) Clases en la Faultad de Filosofía y Letras de Madrid del 12 de enero de 1941 y del 16 de noviembre de 1941

Recuerdo también el acento dramático —eco de su pasada angustia espiritual— que en sus labios adquiría el comentario al artículo de Heidegger ¿Qué es la Metafísica?, que años antes había reproducido en España la revista «Cruz y Raya»: cada una de las ciencias particulares estudia su propio objeto, el trozo de realidad que recorta para sí, y nada más. Esa nada que está ahí, rodeando a todo, sosteniendo al ser real, es lo que no estudia ninguna ciencia. «El racionalismo —concluía Morente— creyó poseer el secreto de la realidad universal, arrinconando para siempre cualquier género de fe o creencia, pero en verdad constituyó sólo una profesión de fe en la razón, es decir, en que la realidad se resuelve, al cabo de un progreso indefinido, en la legalidad racional. O, lo que es lo mismo, que se apoya y explica en sí misma. Pero las modernas tendencias irracionales y existencialistas restituyen a la filosofía su condición de saber de salvación y colocan la razón entre lo que también ha de ser salvado (12).

(12) Clase en la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid, del 22 de marzo de 1941.

Sin embargo, toda esta interna tensión de ideas, dudas y sentimientos encontrados no creó en el espíritu de Morente durante los años que precedieron a la guerra otra cosa que el desasosiego y la personal insatisfacción a que hemos aludido. Y quizá sin la coyuntura trágica de la guerra no hubiera llegado a producir como fruto el cambio radical que abrió su alma a una vida nueva, porque es condición del ser humano, sobre todo en el adulto encallecido por el correr de los años, localizar las internas angustias y «dejar pasar» la vida en un cómodo aplazamiento de los problemas que mantiene a cada día muy semejante al precedente y al que le seguirá. Sea o no exacta la tesis del racionalismo cerrado, resulte más o menos rigurosa la determinación causal, no dejaba de ser válido, para el Morente de aquella época, que existía la trama firme de un determinismo natural, frente al que no cabía ya oponer ninguna creencia mítica o religiosa.

Cuando la verdad se hace urgente...

Él mismo expresaba esta personal experiencia en su discurso de apertura del curso 1942-43, pocos meses antes de su muerte: «Durante los períodos de bonanza y próspera regularidad el hombre sucumbe fácilmente a la tentación de creer que el paso lento y regular de los acontecimientos no es obra de Dios sino efecto de leyes naturales de la Historia, de la Sociología, de la Economía... y que la vida de los hombres puede quedar íntegramente determinada por las averiguaciones científicas que obtiene el ejercicio metódico de la razón... Pero Dios envía la bonanza y la tormenta... De pronto, un día, aparecen en el horizonte densos nubarrones de tormenta. Los acontecimientos se precipitan. Vívese en pocos días más y más intensamente que antes en años. Lo inesperado acontece; la muerte ronda en torno nuestro... dijérase que la vida se encajona en estrechuras de torrente y que la Historia acelera su curso... En estos momentos es cuando el hombre vuelve la vista a Dios».

Lo mismo la historia de los pueblos que la de cada hombre es recorrida constantemente por una corriente o impulso vital hecho de valores y sentimientos elementales que constituyen lo más íntimo y profundo de la personal reactividad. Ese impulso vital es el que depara lo que de fuerte y auténtico tienen las creaciones de un hombre o de una colectividad histórica: él es también el que surge siempre en el momento de peligro, ante las grandes realidades, en el momento supremo de la muerte. Tal reactividad, última y decisiva, no se ve nunca afectada por la compleja «sofisticación» con que cada hombre o cada pueblo recubre a menudo su habitual modo de obrar o de expresarse.

Ese repertorio de valores sencillos, elementales, arraigadísimos, surgió en el momento decisivo de nuestra guerra en 1936, con la misma intensidad que, un siglo atrás, en la guerra de la Independencia. Allí, en aquella suprema decisión, cuando la convivencia era ya imposible, se acabaron todos los doctrinarismos insinceros, todas las posturas intermedias, como para el hombre acosado en sí mismo o en sus seres queridos se acaban las actitudes afectadas o teatrales con que suele bandearse en las situaciones diarias. Por un momento, el eclecticismo dosificado de las «posturas» políticas desapareció y sólo hubo dos clases de españoles: los que, apurando las consecuencias, se lanzaban a crímenes masivos y a saqueos sacrilegos, y los que iban a la muerte cantando himnos de fe. Aquél fué el instante de las supremas decisiones, aquélla la ocasión en que el impulso vital de la comunidad conjuró el peligro de disolución y salvó al organismo colectivo.

Esta fué también la hora decisiva del hombre García Morente. No quiere ello decir que su retorno a la fe de su infancia y de sus padres fuera la pura coincidencia de unas circunstancias intelectuales con otras históricas. Aunque unas prepararan el camino y otras constituyeran la ocasión providencial, la conversión de Morente no se realizó por un proceso de convencimiento intelectual ni de vivencia histórica, como en Maeztu y en tantos otros, sino «en una forma estrictamente religiosa, directamente sobrenatural. Fué «una luz bajada de lo alto, un inmenso consuelo», una voz interior que, como la que hablara a San Agustín, premió su búsqueda sincera de la verdad, llenando de paz y de sosiego a aquella alma inquieta y anhelante. Fué Cristo mismo, otorgando la gracia de su llamamiento a este espíritu atormentado y bueno. En el momento culminante, Morente sintió sólo eso: la voz del Padre, la presencia dulcísima del Pastor y del redil.

Del instante de su encuentro con Cristo, de la recepción en su alma del torrente de la gracia, nada puede decirse porque él mismo lo ha expresado con sinceridad y emoción en una joya autobiográfica de insuperable profundidad humana: la carta que en septiembre de 1940 entrega al doctor don José María Lahiguera y que se ha dado a conocer después de su muerte bajo el título de El Hecho Extraordinario. De los escritos morentianos posteriores a su interior renovación, es éste, sin duda, el de mayor y más permanente valor. Ese completo desnudarse su alma con la más profunda y emocionante humildad quizá sólo tenga paridad en las Confesiones, de San Agustín, pero la experiencia de Morente posee para nosotros el valor inapreciable de la posible coincidencia de sentimientos, de ambiente y de circunstancias con cualquiera de nosotros. Sobre El Hecho Extraordinario no caben, pues, comentarios en cuanto a su contenido, porque ninguno de sus momentos podría expresarse con más serena grandeza ni profunda intimidad. Cabe sólo leerlo, y leerlo —diríamos— en primera persona, con la unción y el respeto que se deben a lo que se concibió y escribió bajo la inspiración, todavía cercana, del llamamiento divino, de la gracia que penetró en aquella alma hasta lo más profundo de su ser y hasta el último instante de sus días.

Podemos sólo señalar, como observación extrínseca, el reflejo que en la sencilla narración de El Hecho Extraordinario tienen aquellos dos estratos profundos que hemos destacado en la personalidad de Morente: el clasicismo griego de su formación y la crisis de su mentalidad cientificista que le condujo a una angustiada demanda de sentido. En primer término, resulta notable el constante tono de sencillez y diafanidad en que el autor mantiene su relato, que en ningún momento quiere faltar, ni a la escueta verdad, que acepta lo sobrenatural, ni a la humildad, de quien se reconoce indigno de cualquier favor divino especial. La conjunción de ambos designios en la luminosa concepción del relato y en la tersura de su lenguaje producen en el lector la impresión de armonía y serenidad de la obra clásica y evocan también aquella piedad sana y abierta de los autores cristianos del siglo XII. Nada en él de arcanos místicos o puritanos, ni de blanda sentimentalidad, sino sólo un esfuerzo constante por hacer inteligibles, claros, naturales, sin perjuicio de su sobrenaturalidad, los momentos vividos en el relato; esfuerzo racional, asimismo, para traducir y encajar en categorías inteligibles los fenómenos extraordinarios, como aquella presencia dulcísima de Cristo, que trata de definir como una «percepción sin sensaciones». Pero, sobre todo, cabe registrar en El Hecho Extraordinario la culminación de aquella angustiosa búsqueda del sentido de la existencia y de su propia inserción en ella, búsqueda que le perseguía desde que llegó a la comprensión y vivencia plena del determinismo científico, de cuya fundamentación se ocupó otrora como labor propia.

En 1936 la vida de Morente —como la de todos los españoles— se ha precipitado, como él diría más tarde, «en estrechuras de torrente y de catarata». Se ha visto perseguido de muerte por el régimen que fundaron, pocos años atrás, sus propios compañeros de formación intelectual; ha visto en su propio hogar la sangre del más bárbaro e injustificado de los crímenes; y se encuentra en París, solo y sin recursos, en medio de la incertidumbre y el temor por los suyos, mientras la guerra y la revolución arden en su patria.

La regularidad de la vida ha desaparecido: ya no hay previsible concatenación causal, y los hechos sobrevienen para él como movidos por fuerzas superiores, ajenas por completo a su voluntad. En aquella coyuntura, cuanto intenta le fracasa, mientras insospechadas puertas se abren ante su difícil situación. La idea de una acción divina, providencial, que ordena a su arbitrio las circunstancias y los cauces de su vida le va apareciendo como algo evidente, experimentado. Ni la misma existencia ni los hechos en que se desarrolla se le ofrecen ya como propiamente suyos, sino de un ser superior, causa y guía de lo que existe. Ser superior que, sin embargo, le entrega o confiere esa vida a él, se la otorga en forma que no puede dejar de considerar esa existencia y esos actos como suyos.

La búsqueda del sentido

Contra esta tesis providencialista se eleva una y mil veces su fe racionalista, arraigadísima, en el determinismo universal. No: lo que ahora, por turbaciones afectivas profundas, le parece providencial o milagroso, no es más que una de tantas combinaciones del azar en que se cruzan series causales perfectamente naturales, estrictamente determinadas.

Pero en este momento cobra mayor fuerza otra objeción más profunda, más íntima y antigua en su espíritu, anterior a la tragedia en que hoy se ve envuelto: No: «esta vida mía, que yo no hago, sino que recibo, se compone de hechos plenos de sentido. Ahora bien, un determinismo natural puede producir hechos, pero no hechos llenos de sentido, no esos hechos como los de la vida que son inteligibles e inteligentes, encaminados sabiamente a ciertos fines y efectos». Buscar en un acontecer mecánico, que por principio carece de intención y de sentido, el origen de este mundo en que vivimos y del que con nuestro ser y nuestra vida formamos parte, equivale, en lenguaje de Bergson, a negar los datos más inmediatos de la conciencia.

No: en ese poder y en esa acción superior que él está reconociendo en el propio desarrollo de su vida, no puede reconocerse simplemente la ciega combinación de átomos y fuerzas de un determinismo natural, sino la obra de una Providencia divina, «que hace nuestra vida y nos la da y atribuye»; una Providencia que ha de considerarse como «supremamente inteligente, supremamente activa, fuente de vida, de mi vida y de toda vida, es decir, de todo complejo o sistema de hechos plenos de sentido». Y a esta conclusión no le lleva la inmediata experiencia personal que está viviendo, sino la más profunda y radical de la constitutiva intencionalidad de sus actos y de los actos de los demás, el sentido que está impreso en la realidad que él es y que le circunda. En su concepción se ha operado una transformación semejante a la que históricamente medió entre el determinismo natural de los estoicos griegos y el vago providencialismo de Séneca, es decir, entre el antiguo y el nuevo estoicismo. Al cabo de ésta trayectoria espiritual, una cierta sensación de paz y de confianza natural inunda el espíritu de Morente, a la vez que el fantasma frío y siniestro del determinismo científico se aleja del fondo de sus convicciones.

Pero se trata todavía del Dios impersonal, casi conceptual, del deísmo, algo así como el principio de orden y actualización o motor inmóvil de Aristóteles, una providencia general e inconcreta, como la del estoicismo senequista. Por segunda vez, la carga afectiva precede al razonamiento para abrirle paso primero y afianzarlo después: la única actitud congruente con esa providencia impersonal, por inteligente y activa que se la conciba, es la simple resignación, el sometimiento pasivo. Pero, ¿es posible este sentimiento cuando veo a esta acción superior zarandear mi vida, ordenar extraordinarias concatenaciones de circunstancias favorables para lanzarlas después a la nada en su punto culminante? Ante el cruel destino que sobre él trazaba este Poder superior le aparece en su más inhumano aspecto la altura inasequible del Dios metafísico, que ha reconocido como causa de sí, del mundo y de su orden inteligente. Una especie de sorda protesta, de impotente hostilidad, asciende entonces desde las capas más profundas de su sensibilidad: «Si Dios «es el que hace los hechos de la vida y los da y atribuye al hombre, yo puedo, en cambio, rechazar el obsequio. Cierto que la vida no es mía, sino de Dios providente; pero, por otro lado, es mía, porque estos hechos me acontecen a mí, me los da Dios a mí, y yo puedo rechazarlos, no quererlos, y decididamente los rechazo, no los quiero».

La idea del suicidio, a la que tan proclive era también la mentalidad estoica, que llegaba a parecidas conclusiones teóricas, cruza un instante por su imaginación. Pero nuevamente el razonamiento sucede al sentimiento, para emprender cauces que no lleven a la conclusión a que ha llegado. No; si ese Dios providente existe, no es posible que haya abandonado al hombre —su obra— en un mundo sin signos, sin algún modo de revelación o de camino, ni que se mantenga inaccesible y lejano, sin salvar de alguna manera el abismo de incomprensión y extrañeza que media entre El y la criatura. Imaginarlo en esa remota alteridad respecto al hombre y a éste en semejante abandono entitativo, resulta aún menos admisible teóricamente que el ciego gobierno de causas naturales.

¡Ese es Dios vivo...!

En estos momentos de profundísima soledad y abatimiento es cuando la racionalidad profunda de su espíritu le impone una tregua, un descanso que le permita más tarde ver con mayor claridad y firmeza su propia situación, por árida y triste que haya de reconocerla. Es entonces cuando el receptor de radio le trae la suave interpretación de un fragmento de Berlioz —L'enfance de Jésus— y cuando su imaginación, fatigada de visiones de dureza y cósmico abandono, le ofrece, como por una extraña espontaneidad, cuadros dulces y entrañables de la familia de Nazareth, la mirada providente y amorosa de Jesús niño en busca de su Madre, esa mirada que está siempre presente para el cristiano y que establece para con él una relación de persona a persona. Los contempla Morente en su imaginación como el huérfano y desamparado ve y envidia la paternal solicitud que rodea al hijo que pasa de la mano de sus padres. Ve después la amorosa entrega de Jesús a los hombres en los años de su predicación y en los instantes de su sacrificio por ellos. Ve con los ojos arrasados en lágrimas, por entre ellas, agrandarse la figura de Cristo hombre, clavado en la Cruz con los brazos abiertos en un universal abrazo de paz y de amor, y por bajo de él una llanura infinita pululante de hombres, mujeres y niños que se dirigen hacia ellos con su miseria y con sus angustias. «Y los brazos de Cristo crecían, crecían, y parecían abrazar a toda aquella humanidad doliente y cubrirla con la inmensidad de su amor, y la cruz subía hasta el cielo, y tras ella subían todos los hombres, ninguno se quedaba atrás; sólo él, clavado en el suelo, en aquel paisaje ya desierto, veía desaparecer en lo alto a Cristo...».

El efecto de esta evocación fué fulminante en el espíritu de Morente. «Ese es Dios, el verdadero Dios, Dios vivo: esa es la Providencia viva. Ese es Dios, que entiende a los hombres, que vive con los hombres, que sufre con ellos, que los consuela, que les da aliento y los trae a la salvación. Si Dios no hubiera venido al mundo, si Dios no se hubiera hecho carne de hombre en el mundo, el hombre no tendría salvación, porque entre Dios y él habría siempre una distancia infinita, que jamás podría el hombre franquear». El razonamiento, además, está concluido: si hay Dios y no mero determinismo causal, ha de haber personalidad y donación de Dios y no alteridad y abandono. Sólo Cristo, siendo Dios, se ha hecho hombre y se ha dado a los hombres salvando así, por un acto de su soberana voluntad, la distancia infinita que media entre la divinidad y la criatura.

Puede observarse que el proceso de conversión descrito por Morente es, cabalmente y por sus etapas, el inverso del proceso típico de descreimiento racionalista. Las fases psicológicas de este último proceso son: la actitud intimista protestante, el deísmo o religión natural, y el ateísmo (o panteísmo, según los casos). En la primera etapa, el espíritu rechaza la autoridad eclesiástica, la concreción de unos dogmas y la administración humana de los sacramentos; ello en nombre del carácter personal, íntimo, del hecho religioso que ha de ser una pura relación del alma con Dios, libre de cualquier género de intermediarios o simbolizaciones. En la segunda fase, el espíritu rechaza como insostenible racionalmente la concreción personal y revelada del hecho religioso: todas las religiones son verdaderas en su reconocimiento de la divinidad, y no lo es ninguna en sus caracteres positivos, diferenciales; sólo puede admitirse un Ser Supremo al que se rinde adoración dentro del corazón o en el templo de la Naturaleza, obra de ese Dios. En la tercera etapa, en fin, se reconoce superflua la existencia distinta y trascendente de ese Dios que viene a reducirse a la propia Naturaleza en su unidad y en su interna regularidad. Si a ese Ser único en el que se identifica a Dios con la Naturaleza se reconocen ciertos atributos divinos se ha llegado a una posición panteísta, y si meramente naturales, al ateísmo o naturalismo.

Morente, en un brevísimo y dramático proceso de conversión, ha recorrido las mismas fases psicológicas, pero en sentido contrario. Desde su antigua posición que él califica como «una ética natural rematada en una concepción absurda e impía de Dios», pasa a la idea de un Dios providente, creador y ordenador del mundo, de una realidad que se forma de hechos dotados de sentido; de aquí a la aceptación de un Dios personal —Cristo— que abre sus brazos de Dios y de hombre a cada uno de nos otros, a él mismo, como el padre los abre al hijo. De aquí en fin, a la aceptación plena e incondicional de la disciplina eclesiástica católica a cuyo sacerdocio promete entregarse, si se le admite en él.

¿Serán estos razonamientos, el ateístico y el de conversión, procesos reversibles, formas del pensar o actitudes vitales que indiferentemente puede recorrer el espíritu humano como caminos normales de su mente? En él mismo, en García Morente, la actividad intelectual había discurrido durante cincuenta años por los caminos racionalistas o ateísticos que le trazara el medio universitario en que se formó, y ahora, de pronto, a causa de una convulsión afectiva, comienza a discurrir, hasta una plena y dichosa entrega, por los cauces teísticos de la conversión.

El espíritu de humildad

Durante las clases de estos sus dos últimos cursos vuelve Morente muy a menudo —quizá como explicación velada y profunda de su nuevo ser espiritual— sobre el tema de la humildad. No; este posible discurrir por dos cauces mentales distintos, con sus sucesivas etapas de superación, no es en la vida intelectual una encrucijada indiferente, ni aun algo que dependa de previos incentivos sentimentales o afectivos que impulsen al alma a emprender uno u otro camino de la mente. El valor eterno de la verdad y la objetividad se mantiene por encima de esta dualidad y es en los grandes autores eclesiásticos donde Morente ha encontrado la clave. El eje de esta solución está apoyado para él en San Bernardo y en San Agustín.

Los acontecimientos anormales, dramáticos, de la Historia; la impotencia en que el hombre se ve de dirigirlos o preverlos hacen conocer a éste su propio abandono, la insignificancia de su papel en el mundo, su desvalimiento y su miseria. La respuesta del alma a esta comprobación es, o debe ser, la humildad, la propia humillación. Este es el primer conocimiento firme, la primera verdad que abre al espíritu el camino de Cristo. Por el conocimiento humilde de nuestra propia miseria comprendemos la miseria del prójimo, y sintiéndonos en comunidad con él, lo compadecemos. Estos dos grados de la verdad dan paso al tercero y definitivo: el alma, humillada en su propia miseria, compadecida de la ajena, llora sus pecados, se duele en caridad de los del mundo y, purificada de este modo, se entrega a la contemplación y amor de Dios. La filosofía es así, para San Bernardo de Claraval, «conocer a Cristo, a Cristo crucificado». El primer grado de la verdad se alcanza, pues, por la humildad; el segundo, por la compasión, y el tercero, por la contemplación; y la verdad es en el primero ascética; en el segundo, compasiva; en el tercero, pura y amorosa.

El término de este proceso, que se ha iniciado por la plena e íntima vivencia de la verdad, es el reposo y la libertad verdadera del alma. Siglos antes lo había expresado San Agustín con aquellas profundas palabras: «Inquieto está, Señor, mi corazón hasta que descanse en Ti». Ni en aquel modorroso estado de propia satisfacción, anterior a la aceptación de su propia miseria, ni en las posteriores angustias en busca del sentido de la existencia, puede el alma conocer lo que es paz y reposo. Sólo en Dios, en el abrazo amoroso de Cristo en la Cruz, se resuelve nuestra ansia y se alcanza aquella serena conformidad y reposo que los antiguos buscaron vanamente en el ideal de la armonía, y que los modernos tentaron en la autonomía de la Razón.

A estos grados de humildad y de verdad se oponen, en la propia doctrina de San Bernardo, otros tantos de orgullo o soberbia. Esta impulsa al alma, según Morente, hacia el otro proceso de ateizacón, precisamente aquél cuyos cauces de racionalismo y secularización hemos analizado.

De hasta qué punto vivió Morente ese ideal de humildad y la sincera humillación en la propia miseria, da idea una anécdota de aquel mismo curso que me refirieron, años después, sus protagonistas, compañeros míos de carrera. Nos hallábamos preocupados en aquellos días previos a un examen de curso ante el peligro de que se incluyese en el Tribunal, en lugar de Morente, a otro profesor que no nos había dado clase y que desconocía, por lo mismo, los temas que habían sido objeto de sus explicaciones y de nuestro estudio preferente. Tres de nuestros compañeros se decidieron por su cuenta, con la alegre inconsciencia de los veinte años, a visitar a Morente en su domicilio para exponerle la cuita y rogarle su intercesión. Ellos, como muchos de nosotros, desconocían al Morente anterior a la guerra e ignoraban hasta qué punto sentaba una barrera entre su vida de magisterio —que cumplía escrupulosamente— y su vida privada, que se reservaba por entero. Nada sabían de su celo por que esa vida privada no se viera invadida e importunada por sus alumnos, hacia los que se juzgaba plenamente cumplido con su diaria dedicación a la cátedra. E ignoraban, sobre todo, la violencia apasionada e incontenible de su carácter.

Pero, como planeado, hecho. A primera hora de la tarde, cuando juzgaban más fácil encontrarlo en casa, llamaban al timbre del Convento de la Asunción, en que se alojaba. Unos minutos de espera en el portal de la escalera y, al cabo de ellos, el propio Morente que aparece en lo alto del tramo, abrochándose todavía el alzacuello, con el pelo revuelto, rojo de indignación, furioso al ver a los tres alumnos:

—¿Qué quieren? ¡Vayanse...! ¿No es posible ni aun descansar una hora? ¿Quién les citó aquí? ¡Qué atrevimiento! ¡Venir a sorprender a un anciano...! ¡Márchense!

Ha terminado de abrocharse. En esto mira hacia abajo; sus manos se posan sobre el pecho, con los dedos muy abiertos, en un gesto característico. Y se mira, con horror, la sotana.

—Bueno, en fin... —balbucea— ¿Qué querían? Pasen ustedes. Veremos.

Sólo entonces se atreve a contestar uno de los aterrorizados visitantes, que veían ya perdido para siempre su curso, su carrera completa.

—No..., nos iremos. Usted disculpe. No queríamos molestarle...

—Pasen, pasen. Se lo ruego. Y les pido perdón. Es que me levantaba de descansar...

Había descendido los peldaños y les empujaba paternalmente, humildemente, hacia su habitación.

—Me harán el honor de tomar café conmigo. Y hablaremos... Olvídenlo. Perdónenme.

Y ya sentados:

—Es que, ¿saben?, en mí hay dos hombres, y no puedo evitar que a veces renazca el otro... Es el orgullo, el maldito orgullo... ¿Quién creeré yo que soy...?

Y durante la entrevista, cuentan mis compañeros que escucharon de sus labios la más inspirada y elocuente lección sobre San Agustín que nunca oyeron. Y su examen, al día siguiente, consistió precisamente en un coloquio sobre la búsqueda de Dios en San Agustín.

En su diaria labor de clase creo que ninguno de sus alumnos (13) de aquellos dos últimos cursos le oímos jamás ni aun la menor destemplanza, ni el menor síntoma de irritación, en aquellos años de estrechez y desorganización en las clases, llenos de incomodidades y de molestias.

(13) De aquellos tres protagonistas y testigos del hecho, uno de ellos —Carlos Castro—, convertido por esa misma época a una más ardiente y fervorosa fe, es hoy sacerdote. Los otros dos —José Cepeda y Jaime Delgado— son en la actualidad Profesores universitarios, el primero en la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid, y el segundo Catedrático de Historia de América en la Universidad de Barcelona.

Y los que habían asistido a sus clases antes del paréntesis de la guerra aseguraban que, en cuanto a su carácter, Morente era manifiestamente otra persona. Para todos sus alumnos de aquella época pasó a nuestro recuerdo como un símbolo de la transformación súbita que la gracia puede determinar sobre un alma.

El mundo de fuera

Pero el fruto más granado y costoso de esa humildad de García Morente fue, sin duda, como he dicho, el volver a dar su clase en la Facultad de Filosofía, en cumplimiento del mandato episcopal. Aparecer de nuevo, con su vida nueva y su nuevo estado, ante los que, por despecho de grupo o por malicia, creían ver en ello un cambio muy a favor de las circunstancias nacionales, y ante aquellos otros que, aun admitiendo gozosos su conversión, sentían la curiosidad, quizá natural, quizá morbosa, de verle enfrentarse con sus antiguas posiciones doctrinales.

Porque, aun después de recorridas las etapas de su renovación intelectual y moral por que le hemos seguido, la filosofía, la propia y la de los demás, «seguía ahí», pendiente para él de rectificación en muchos profundos aspectos, incluso de un replanteamiento. Y una tal revisión no se improvisa, ciertamente. Era preciso volver a pensarlo todo desde otras verdades radicales; verlo otra vez bajo una nueva luz, adaptar lo que fuera posible, recrear concepciones enteras... Para esto hacía falta tiempo y recogimiento. Más todavía para exponerlo en clase con aquella sencillez y dominio que le caracterizaban como maestro.

Su cometido, por otra parte, hubo de resultarle aún más arduo por razón del alumnado que acudía a escucharle. Como ya he sugerido, de toda aquella numerosa promoción de postguerra éramos pocos los que, meros bachilleres, le escuchábamos sencillamente para aprender la filosofía que ignorábamos. Los otros, más que alumnos, eran espectadores. Muchos, eclesiásticos que, desde una previa e inamovible formación filosófica, querían asistir a la esperada adaptación o rectificación de ideas; otros, alumnos rezagados de la Facultad anterior a la guerra, de formación librepensadora, que asistían con curiosidad a las clases del nuevo Morente. Unos y otros escuchaban su palabra y valoraban su esfuerzo sólo en orden a puntos de vista prefijados.

Morente optó en aquellos cursos por tratar temas concisos, monográficos, a través de los cuales iban apareciendo los horizontes y las categorías de la disciplina, y en los que mezclaba aspectos y conclusiones de intención religiosa y apologética. Así, el argumento ontológico en Teodicea; la teoría de la relatividad en Cosmología; los sistemas hedonistas y la axiología en Etica. Y sus temas característicos del humanismo griego y del espíritu científico que nos han servido para calar los estratos profundos de su formación. La teoría de los valores era considerada por Morente, no sólo como una superación del formalismo kantiano, sino como algo armonizable con la filosofía clásica, incluso con el aristotelismo y el tomismo. En estos puntos se observaban sus naturales vacilaciones filosóficas, de las que era consciente y no hacía misterio. Así, pugnaba por asimilar el trascendental bonum con el valor de la teoría scheleriana.

Estas naturales vacilaciones —convertidas para él en urgente problema por la ineludible labor de clase— se manifestaban, sobre todo, cuando el tema le conducía a cuestiones metafísicas, propiamente de sistema. Recuerdo dos clases especialmente significativas que a mis compañeros de aquella época les impresionarían como a mí mismo. En una de ellas, arrastrado por el tema del conocimiento, hubo de repetir el viejo esquema orteguiano que él había incorporado años atrás: «...El realismo conoce sólo la realidad exterior de las cosas e ignora la intimidad del Yo; el idealismo, en cambio, desconoce las cosas y lo reduce todo a la subjetividad del Yo. Pero ambas realidades, el Yo y las cosas, son inseparables y se dan en una sola y única realidad radical que es la vida...». Parecía repetir aquella cantinela simplista de un modo ritual, falto de fe, formulario. A los pocos días, en otra clase, volvió a surgir incidentalmente la vida como realidad primera. Entonces se detuvo un instante, y como hablando consigo mismo, le oímos: «...Bueno, la vida, al fin y al cabo..., una abstracción más». Creo que aquella frase constituyó su veredicto definitivo sobre algo que, en el fondo de su alma, consideraba hacía tiempo como una postura más de un ambiente esteticista, falto de verdad y de «vocación clara».

Si Morente no pudo alcanzar en aquellos tres años la ansiada síntesis entre lo más sano de su antiguo pensamiento —el vitalismo bergsoniario, sobre todo— y la filosofía tradicional, y si aquéllos fueron años para él de vacilación y de tortura intelectual, llegó, en cambio, por efecto de su nueva fe viva y cordialmente sentida, a intuiciones clarísimas sobre puntos claves de nuestro ambiente espiritual. Sobre esas realidades —tres fundamentalmente— versarían las obras a cuya redacción se entregó en estos últimos años, algo de las cuales se publicó y mucho quedó en proyecto, truncado por la muerte.

La primera de estas cuestiones vividamente intuidas fué la inspiración religiosa que entraña la Historia de nuestra patria, la misión histórica que ha guiado el proceder comunitario de los españoles. Los intelectuales de cátedra, liberales y europeizantes, se presentaban siempre a sí mismos como ajenos a estas cuestiones, tolerantes en religión, y patriotas «regeneradores». El pasado español era, para ellos, «un inmenso dolor» o una «soberana ausencia»; era preciso, a su juicio, cerrar ese pasado con doble llave y no considerar a esta patria como una comunidad de fe o de sentimientos forjados en un pasado común, sino, mirando sólo hacia adelante, como una empresa común. Sobre esta patria «que no les gusta» era preciso construir otra sobre bases nuevas, estatales, laicas. (14)

(14) Vid.: ORTEGA GASSET, J . España Invertebrada, c. IV

Resulta instructivo ver cómo un hombre de ese ambiente, por el hecho de recuperar la fe de Cristo, intuye inmediatamente el alcance religioso de esa trágica ejecutoria histórica que llamamos España, y también la intención profundamente anticristiana y antiespañola de la postura europeizadora liberal. A este tema dedicó, entre otras conferencias y discursos, los titulados Idea de la Hispanidad e Ideas para una filosofía de la Historia de España, que fueron publicados, respectivamente, en 1939 y 1943. En el segundo de estos libros escribía: «El sentido profundo de la Historia de España es la identificación de la Patria con la Religión...» «Los europeizantes —hombres de poca o ninguna fe— creyeron que los días de la religión católica sobre el planeta estaban contados, y querían que España se europeizara, lo cual, en su terminología, venía a significar que se descristianizara». «Aquellos hombres se propusieron un imposible histórico, es decir, una empresa en contradicción con la vocación perenne de España...» «Con ello se encerraban en este férreo dilema: o se hundiría a la nación en la negación de sí misma o se hundirían ellos en el fracaso completo de su propósito. Esto, justamente, es lo que hemos presenciado, con los ojos arrasados en lágrimas de sangre, en el escenario político de nuestro país». «Sucedió, pues, que la nación entera repelió la agresión de esos hombres a su más íntima índole, y enérgicamente restableció el orden espiritual».

En estos escritos se nota, sin duda, un abuso del concepto «España» como sustancia cuasi personal, sujeto agente invariable, aspecto éste que se explica por la época de fervor patriótico de la postguerra en que fué escrito, época propicia, por ley natural, a simplificaciones de este género. Sin embargo, el contexto de su doctrina es, en su fondo, opuesto a lo que podríamos llamar una sustantivación de la Patria o del Estado al estilo totalitario, y ello hasta el extremo de que para la fundamentación de una idea dinámica, histórica o tradicional de la patria se encuentran en ese texto los más valiosos materiales (15).

(15) Vid. mi artículo El concepto de Tradición en la filosofía actual. Rev. ARBOR, num. 8, 1944.

«La realidad nacional —dice en él— es de orden espiritual, no material... Es vida histórica, temporal». «A las realidades históricas —añade en otro momento— les es tan esencial el cambio como la permanencia». «La patria —concluye— nos da de continuo nuestro ser, y nosotros, de continuo, merced a nuestra acción, damos vida histórica a la patria».

La segunda de estas cuestiones que intuyó Morente fué el valor y el sentido profundo de la obra filosófica de Santo Tomás. El la juzgaba prototipo de las que llamaba «filosofías abiertas», por contraposición a las «cerradas» o de tesis. El espíritu sintético e innovador del Maestro de las Escuelas, su constante acomodación del espíritu a las exigencias del objeto que le hace ser experimental en las ciencias naturales, analítico en las matemáticas, racional en la ontologia, crítico en la historia... hacen de su obra, en opinión de Morente, una verdadera patria intelectual de todos los hombres. Expresaba a veces esta idea diciendo paradójicamente que «Santo Tomás no era un escolástico», en el sentido de no estar sometido a las posiciones prefijadas de una escuela o sistema. Poco antes de morir, había iniciado una traducción con notas y comentarios de la Summa Theologica, cuya ejecución le había encomendado Espasa-Calpe.

La tercera, en fin, de esas intuiciones entrañables, la radical y la primaria, fué la persona misma de Cristo como Pastor bueno, cuyo silbo amoroso había él escuchado, y en cuyo amor se fundaba toda la paz y la alegría interior que, al cabo, había alcanzado su espíritu. Las últimas líneas que redactó en su vida fueron precisamente sobre la figura de Cristo como Pastor, para el prólogo de una Vida de Cristo. En esta labor recibió la segunda y definitiva llamada del Padre.

No faltaron a Morente en aquellos tres últimos años de su vida contradicciones y amarguras, que sobrellevó con la paciencia y la alegría de los hijos de Dios. Unas, por parte de sus antiguos correligionarios, exiliados a la sazón, voluntaria o forzosamente, de España. Ellos hablaban de la «reacción sentimental» que le había hecho «terminar en un vulgar rezador de misas»; y, tanto en sus últimos años como después de su muerte, le otorgaron el vacío y el silencio en que son maestros (16).

(16) Después de su muerte, sólo se ha publicado sobre la personalidad y la obra de Morente: la biografía citada por el P. Iriarte, unos artículos en ECCLESIA y en LA MERCED, y un tomo de la Editorial Revista de Occidente, titulado Ensayos, que solo reproduce algunos de los anteriores al cambio intelectual de García Morente, dejando así en silencio la profunda significación que dicho cambio tuvo en la biografía y en el pensamiento del gran profesor. Como homenaje público y colectivo cabe registrar únicamente el número extraordinario que publicó la revista ATENEO en el décimo aniversario de su muerte (número 32), en el que colaboraron un extenso y representativo número de figuras de la filosofía y las letras españolas: Florentino Pérez Embid, Leopoldo Eulogio Palacios, Antonio Millán Puelles, Angel González Alvarez, Miguel Cruz Hernández, Víctor García Hoz, Carlos Alonso del Real, Vicente Rodríguez Casado, José María Pemán, Eugenio D'Ors, Agustín González de Amezúa, Fr. Fernando López Vázquez, J. J. López Ibor, Federico Sopeña, Dr. Eijo Garay, Juan Zaragüeta, Rafael Gambra, Jesús Arellano, Fr. Miguel Oromí, José Artigas, Carlos Paris, Gonzalo Fernández de la Mora, José Camón Aznar, Luis Legaz Lacambra, F. Javier Sánchez Cantón, Alvaro D'Ors, José Corts Grau, Gregorio Marañón.

Otras, por parte de aquellos espíritus herméticos que suponen una dogmática filosófica tan vigente como la religiosa, y que consideran a todo el pensamiento humano posterior a Santo Tomás como una grandiosa superfluidad.

Respecto a alguno de sus más caracterizados correligionarios de antaño expresó en alguna ocasión éste juicio entristecido y profético: «Morirá impenitente por causa de su orgullo. Pido a Dios que le haga merecedor de su gracia». Respecto a los segundos, le oí exclamar: «¡Oh, Señor! Si anduviéramos de caridad tan bien como andamos de fe...».

Su muerte inesperada nos privó del magisterio profundo y sugestivo de aquel hombre que guió nuestros primeros pasos por la filosofía. Pero su obra y el espíritu y los pasos de su conversión siguen ahí como hitos de una trayectoria espiritual que ha de servir de ejemplo permanente a tantos hombres, perdidos hoy entre brumas intelectuales o afectivas, y que, pugnando por salir de ellas, les falta la valentía y sinceridad que él tuvo para recuperar aquella sencilla Verdad —tan antigua y tan nueva— que para todos es salvación y es vida.