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Rafael Gambra: El García Morente que yo conocí

La conversión de García Morente

Manuel García Morente, uno de los grandes intelectuales españoles de los años treinta del siglo XX, no era creyente. Había perdido la fe durante sus años de Bachillerato en Francia, a donde le había enviado a cursarlo su padre, que era liberal. García Morente hizo en Francia la carrera de Filosofía. Posteriormente amplió sus estudios en Alemania. En España, fue miembro de la Institución Libre de Enseñanza y consiguió muy joven la cátedra de Ética en la facultad de Filosofía y Letras de Madrid. Se había formado en la falsa filosofía de Kant de la que empezó a liberarse a través de Bergson, incluso de Ortega y de Heidegger y, sobre todo de Max Scheler. Pero él seguía siendo no creyente, aunque se casó con una católica. No quiso militar entre los republicanos, aunque era amigo de Ortega y de todos aquellos intelectuales que trajeron la república y la tuvieron que sufrir, como Morente y como todos, en realidad, atrozmente.

Y de pronto, en la noche del 29 al 30 de abril de 1937, se produjo su conversión. El punto culminante del rapidísimo proceso fue lo que Manuel García Morente denominó "el hecho extraordinario", del que él mismo dejó una extensa referencia escrita cuyo momento central es el que sigue.

El hecho extraordinario

Refiere García Morente:

«Volví la cara hacia el interior de la habitación y me quedé petrificado. Allí estaba Él. Yo no lo veía, yo no lo oía, yo no lo tocaba. Pero Él estaba allí. En la habitación no había más luz que la de una lámpara eléctrica de esas diminutas, de una o dos bujías, en un rincón. Yo no veía nada, no oía nada, no tocaba nada. No tenía la menor sensación. Pero Él estaba allí. Yo permanecía inmóvil, agarrotado por la emoción. Y le percibía; percibía su presencia con la misma claridad con que percibo el papel en que estoy escribiendo y las letras –negro sobre blanco– que estoy trazando. Pero no tenía ninguna sensación ni en la vista, ni en el oído, ni en el tacto, ni en el olfato, ni en el gusto. Sin embargo, le percibía allí presente, con entera claridad. Y no podía caberme la menor duda de que era Él, puesto que le percibía, aunque sin sensaciones. ¿Cómo es esto posible? Yo no lo sé. Pero sé que Él estaba allí presente y que yo, sin ver, ni oír, ni oler, ni gustar ni tocar nada, lo percibía con absoluta e indubitable evidencia. Si se me demuestra que no era Él o que yo deliraba, podré no tener nada que contestar a la demostración, pero tan pronto como en mi memoria se actualice el recuerdo, resurgirá en mí la convicción inquebrantable de que era Él, porque lo he percibido.

No sé cuánto tiempo permanecí inmóvil y como hipnotizado ante su presencia. Sí sé que no me atreví a moverme y que hubiera deseado que todo aquello –Él allí– durara eternamente, porque su presencia me inundaba de tal y tan íntimo gozo, que nada es comparable al deleite sobrehumano que yo sentía. Era como una suspensión de todo lo que en el cuerpo pesa y gravita, una sutileza tan delicada de toda mi materia, que dijérase no tenía corporeidad, como si yo todo hubiese sido transformado en un suspiro o céfiro o hálito. Era una caricia infinitamente suave, impalpable, incorpórea, que emanaba de Él y que me envolvía y me sustentaba en vilo, como la madre que tiene en sus brazos al niño. Pero sin ninguna sensación concreta de tacto.

¿Cómo terminó la estancia de Él allí? Tampoco lo sé. Terminó. En un instante desapareció. Una milésima de segundo antes estaba Él aún allí y yo lo percibía y me sentía inundado de ese gozo sobrehumano que he dicho. Una milésima de segundo después ya Él no estaba allí, ya no había nadie en la habitación, ya estaba yo pesadamente gravitando sobre el suelo y sentía mis miembros y mi cuerpo sosteniéndose por el esfuerzo natural de los músculos».