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García Morente
http://www.filosofia.org/mon/tem/es0169.htm#p07
Temas españoles, nº
169
Cuando el padre se estableció definitivamente en Granada, envió a su hijo a educarse en el Liceo de Bayona. Continuaba la tradición pedagógica, «muy siglo XIX», de muchos españoles, de la que el padre Coloma ofrece pintorescos testimonios en sus escritos. Corría el año 1894 cuando Morente ingresaba en el Liceo. Conviene recordar la edad de este niño en el momento en que solo, sin apoyaturas hogareñas decisivas en la densidad para el bien o para el mal, se mezcla al grupo de sus condiscípulos. El regusto del «Padre Nuestro» persiste en él durante los primeros tiempos de escolaridad francesa. Recuerda aquella misa de los disantos, cuando la buena doña Casiana le llevaba orgullosa del hijo varón que ha de dar continuidad al apellido paterno, y acude a la capilla católica. Pero el cerco no propicia la persistencia ortodoxa. Judíos, protestantes, indiferentes o francamente ateos, no son incentivo a la fe, a la reiteración de plegarias que su madre le enseñara entre caricias y promesas. No tarda Morente en postular que todas las religiones son iguales, que no merece la pena mantenerse arraigado a los preceptos de una determinada. Un solo paso hay del indiferentismo al asordarse ante aquellas palabras que resuenan secularmente: «Adán, ¿dónde estás?»
Un verano, su hermana comprobó el alejamiento religioso de Manuel, el que ya miraba sólo con los ojos del cuerpo, olvidando el Fiat voluntas tua.
Para rectificar ese alejamiento de la verdadera senda, la hermana recomendó el asunto religioso al capellán del Liceo, pero fracasó este propósito fraterno. Sobre él, a poco, la comprobación del pensamiento radical: A la insinuación que la hermana le hiciera para que se acercase al confesionario, contestó que «si ella quería, lo haría por ella, pero sería una confesión sacrílega. porque él no creía». Sobre el descarriado hermano fueron desgranándose las oraciones de la hermana en súplica de enmienda.
El flamante arjonillero terminó en 1903 su Bachillerato francés con el máximo galardón, el «Grand Prix». En aulas galas da continuidad a sus estudios y en la Universidad de París, que sabe del magisterio español, cursa la carrera de letras, teniendo por maestros a Boutroux, Rauh, Levy-Bruhl y a Bergson
El diploma de Licenciado en Letras, conseguido en Francia, lo revalidó en España con fecha 24 de marzo de 1905. Pero el título no lo solicitó sino años después, por lo que lleva la fecha de 7 de octubre de 1911. El doctorado lo cursó a continuación, y el título acreditativo de ese grado le fue expedido el 22 de mayo de 1912.
Cuatro años antes, García Morente ingresaba en la Institución Libre de Enseñanza, el organismo docente fundado por Giner de los Ríos, bajo la inspiración del confuso Sanz del Río
el matrimonio. Van a ser protagonistas en el excelso sacramento un libre pensador y una creyente práctica y fervorosa
Ha buscado para esposa una joven educada por las religiosas de la Asunción. Carmen García del Cid pertenece a una familia creyente, a uso de las netas familias españolas que lanzan el nombre de Jesús cuando ya lo tienen ahincado en el corazón. Ella hace honor a su casa y es fervorosísima, cumplidora exacta de sus obligaciones para con Dios y para con la Iglesia. Pero Morente no cede en lo religioso ni aun en esos pródromos propicios a concesiones. Hombre de convicciones, tanto para lo erróneo como para lo cierto, mantiene su posición. Pudo vencer la oposición de sus futuros suegros, a los que preocupa el contraste religioso, aun cuando no ignoran las posibles victorias del amor. Hasta el final, el airón de descreimiento del contrayente: Al párroco de la Concepción le declara que él no cree, a cuyas manifestaciones pone colofón ese sacerdote con una palabra conmiserativa: «¡Desgraciado!»
Rotundo acierto en la elección de esposa, de la que él consideró «como la mujer que deseaba para sí». La esposa ama tanto al hombre bueno que se aniñaba con sus hijas, que llegó al ofrecimiento de su vida, si con ese holocausto volvía el extraviado a la senda verdadera. Ni preguntas, ni alusiones sobre su apartamiento religioso. Sólo la oración. Años después, cuando el esposo ya ve con los ojos del alma, le hace justicia diciendo en el Diario de los Ejercicios: «Era dulce, buena y extremadamente piadosa. No comprendo cómo pudo soportar a su lado a un ente tan repugnante como yo.» Porque ella lo quiso, sus hijas se educaron también en la Asunción. El puesto dejado por esa esposa «entrañablemente» amada, «no fue nunca ocupado por ninguna otra mujer». Ella contribuyó a la plenitud de la gracia. Ante la tumba de la esposa desaparecida hizo Morente la primera invitación al rezo. Aquél «Anda, reza, reza», que su hija escuchó emocionada, ya va entre invisibles célicos aleteos.
Morente fue subsecretario del entonces Ministerio de Instrucción Pública, en el Gabinete Berenguer, cuando ya sobre la Monarquía gravitaban el abandono y la defección.
«Apenas iniciada la guerra civil, hube de sentir en mí mismo y en mi familia los efectos del encono con que los desgraciados rojos perseguían a las personas amantes del orden y de la paz. Mi crimen era el haber sido subsecretario de Instrucción Pública en el Gobierno del general Berenguer; también fui criminal, según parece, oponiéndome a la invasión de los maestros provincianos en las aulas de la Facultad de Filosofía y Letras. El Gobierno, pues, en agosto de 1936, me destituyó del decanato.»
En seguida es actor en la escena tantas veces reiterada por quienes actuaban sin freno: «Mi casa fue registrada varias veces.» Ahora comprobaba a dónde conduce el «no creer».
El dolor de Morente aún tenía que alcanzar superación. Su hija mayor había casado muy joven con uno de esos hombres que, de cuando en cuando, permite Dios que sobre la tierra confirmen la perfección de su obra, don Ernesto Bonelli.
«Yo sentía por mí yerno un gran cariño, mezclado con algo así como respeto y admiración. Era un joven de veintinueve años, digno por todos conceptos de amor. Su conducta moral había sido siempre ejemplar. No creo equivocarme al afirmar que había llegado al matrimonio en perfecto estado de pureza. Su vida personal también había sido de acendrada religiosidad. Pertenecía a la Adoración Nocturna. Acaso esta circunstancia no haya sido totalmente ajena a su desgraciada muerte. Con eso, su carácter era alegre, jovial, optimista, muy juvenil y aun aniñado en ciertas cosas. Amaba las matemáticas (en que era realmente muy versado) y el deporte. Su presencia física era más que medianamente agradable. Era lo que se dice un chico guapo. Y en su carrera de ingeniero de Montes, y luego ingeniero geógrafo, iba caminando hacia un porvenir halagüeño. Sin duda alguna habría llegado a hacerse una excelente posición. Yo estaba realmente encantado con él.»
El día 28 de agosto su yerno fue asesinado en las tapias de la ermita del Cristo que inspirara a Zorrilla su magistral leyenda. Los libertarios de la F.A.I. realizaban una de sus hombradas. Caía aquel caballero por obra de quienes habían arrojado de sus conciencias a Cristo y ahora lo arrojaban también del templo. Otros descreídos en acción. Fue tremendo el efecto que en Morente causó la noticia de este asesinato, que recibió por teléfono: «Su muerte produjo en mi alma una impresión profundísima. Dime a pensar que si Dios asumía en su seno a un espíritu tan selecto, era como un medio glorioso para asegurar la bienaventuranza eterna de él, y a la vez dirigir una advertencia grave a los que con él convivíamos. Sentíme hondamente aludido.»
Repuesto de la lacerante impresión, acude a Besteiro, y éste, aunque no bien quisto de los de la acción directa, logra que un auto oficial, escoltado por dos guardias, vaya a la ciudad imperial a recoger a la viuda y a los hijos de Bonelli. «Dos días después, a las once de la noche relata Morente, llegaban éstos a Madrid. Nosotros, en casa, esperábamos desde las ocho su llegada. Fueron tres horas de angustias mortales. Por mi imaginación desfilaban ya toda suerte de cuadros trágicos: veía a mi hija también asesinada, a mis nietos arrebatados por manos hostiles o indiferentes, conducidos a Dios sabe qué campamentos o asilos infantiles, perdidos en vida para siempre. La angustia de la espera me oprimía y nos agarrotaba a todos en casa.»
Pero aún tenía que ampliar su calvario. Supo de horrendos asesinatos, de sacrilegios, de la angustia de la detención de coches ante la puerta, de pasos que resuenan acentuando efectos:
«Mi sensibilidad, que de suyo es sutil y excitable, se
exacerbaba por momentos. La tragedia de mi pobre hija, viuda a
los veintidós años, con dos hijitos, a los dos años de
matrimonio, trastornó por completo mis pensamientos, mi
sentimiento, mi vida entera. Sobre mis hombros caía de nuevo el
mantón de las preocupaciones propias de un padre. ¡Y en qué
momento!, cuando la vida, la hacienda, la honra, indefensas,
hallábanse a merced de cualquier malvado o malintencionado que
quisiera pisotearlas. En mi casa reinaba el silencio trágico de
la angustia y el terror. Yo no salía en absoluto a la calle.
Nadie de casa salía, sino lo indispensable para las necesidades
de la vida.
Un día, los milicianos vinieron a llevarse al hijo mayor de
nuestros vecinos de piso. El pobre muchacho fue a la cárcel, y
más tarde lo asesinaron en Paracuellos. Otro día,
sistemáticamente, quemamos en la caldera de la calefacción toda
la documentación y correspondencia que yo guardaba del año en
que desempeñé la subsecretaría de Instrucción Pública en el
Gobierno del general Berenguer. Al día siguiente fue
providencial vinieron a registrar mi casa. El día entero
nos lo pasábamos atisbando, detrás de las persianas echadas,
todos los coches que se detenían en la puerta de la casa. Con el
corazón encogido contábamos los escalones que subían los
asesinos, y cuando habían pasado nuestro piso lanzábamos un
suspiro de satisfacción. ¡La muerte iba a otra casa!»
A mediados del mes de septiembre la Comisión depuradora que funcionaba en el Ministerio de Instrucción Pública, una de tantas como formaron los que tanta avidez tenían por aprovechar las horas que les permitían ocupar posiciones antes consideradas a distancia astronómica para ellos, acordó la cesantía de Morente como catedrático, por haber hostilizado a los maestros desde su puesto de decano y favorecido a elementos fascistas. (Los que en idéntica situación de despido nos encontramos en aquella época, sabemos bien lo que esto significaba para la integridad personal del despedido.)
El día veintiséis de ese mes, Morente recibió un aviso confidencial para que inmediatamente saliera de Madrid. Los que decretaron su cesantía, habían acordado ahora su muerte. Urgía su desaparición si quería sustraerse a estos propósitos. Morente se apresuró a la evasión. La angustia de aquellas horas en un Madrid selvático, pudo limitarla un ministro amigo suyo, que en aquella tribulación no hizo de Iscariote, como era usual. Con un salvaconducto facilitado por el amigo, y sirviéndose de un pasaporte que poseía de su reciente viaje a Poitiers, salió para Barcelona y Francia. En la Ciudad Condal creyó Morente que su vida llegaba al fin. Confundido con otra persona, estuvo a punto de ser víctima de nefarios. A prueba de tártagos y de verse obligado a presenciar la muerte de uno de tantos mártires, llegó Morente a París. En España quedaban a la ventura todos sus familiares. Aquellas mujeres que en el hogar distante seguirían rezando y dedicando al ausente más de un recuerdo en las peticiones. Por todo capital, cuando llegó a París García Morente, llevaba setenta y cinco francos.
Infinitas zozobras
Morente, cuya probidad le permitió afirmar un día «soy absolutamente pobre; lo he sido siempre», palabras que recaman su ejecutoria, se encuentra en París, sin patria, sin hogar, sin familia... El oleaje rojo lo ha arrojado a playas que aún no sabe si serán hospitalarias. Como tantos otros, pagaba delitos que no había cometido, ni iniciado siquiera. Clara es la fijación de su conducta en este aspecto de la política:
«Yo, en efecto, no he hecho política jamás. Fui subsecretario con la Monarquía (Gobierno Berenguer). Fui decano por unánime designio del claustro. En el decanato huí como de la peste de toda política. Por dos veces me negué a proceder contra determinados catedráticos (entre ellos, N.) y determinados alumnos. Por esta razón y otras quisieron asesinarme los de la F. E. T. E., en septiembre de 1936, en Madrid. No pertenecí a la Agrupación al Servicio de la República por la sencilla razón de que no era yo republicano; acababa de ser subsecretario monárquico, y seguí siempre creyendo que la República acabaría mal. Lo dije muchas veces. Por eso me maravilla que en mi caso pueda pensarse siquiera en la necesidad de una investigación de tipo político...»
«En París, Dios me protegió lo suficientemente para no dejarme caer en las abyecciones de la total miseria, y, sin embargo, no tanto que borrase de mi alma la humillación, la angustia, la congoja. Un buenísimo amigo, español, que tenía y tiene un pisito en París, puso a mi disposición un cuarto con una cama y un armario. Una buenísima señora, francesa, viuda de un antiguo compañero mío de la Sorbona muerto gloriosamente por su patria el 1914, me brindó caritativamente la mesa de su hogar. Dormía, pues, y comía. No sin humillación, vergüenza y duelo, pero con honrado sentimiento de gratitud a mis bienhechores. En casa de mi amigo, don Ezequiel de Selgas, pasaba, pues, las noches y las mañanas. Salía a comer y cenar a casa de madame Malovoy. Mas como el señor Selgas, que actuaba de correo secreto de París a Biarritz (entre don José Quiñones de León y el conde de los Andes), permanecía días y noches ausente de París, era frecuente el caso de tener que estar yo solo en el pisito de mi amigo durante días y noches enteros. He aquí otro detalle nimio, pero quizá importante. Porque esta soledad, sobre todo nocturna, hubo de influir también no poco en mi estado de ánimo».
«Por entonces fines de marzo de 1937 parecía como si la salida de mis hijas fuera ya algo menos difícil. El día 2 de abril habían sido trasladadas a Valencia. Y ya las esperaba yo en París con ánimo alborozado, cuando recibí la noticia de que el ministro Galarza les negaba rotundamente los pasaportes. Sin duda eran conocidas en Valencia mis relaciones en París con el señor Quiñones de León y mi modesta labor en pro de la causa nacional, y se vengaban los comunistas. (Conviene indicar que Morente había remitido, con fecha 23 de octubre, una carta al presidente de la Junta Técnica del Gobierno español, general Dávila, adhiriéndose al Movimiento Nacional.) Imagínese V. I. mi postración y decaimiento. Pensé morir de pena. Entonces fue cuando se me ofreció el único bien, el único refugio, la única ventura que para el hombre puede existir en este mundo: la dulce palabra de Dios. En mi alma resonó el eco de la voz de Cristo llamando a su seno a todos los que sufren, a los que dudan, a los que lloran. Yo también lloré, pero fueron lágrimas de alegría y de consolación. Y puesto que ya tenía en mi alma la paz de Cristo, ¿qué otra cosa me quedaba par hacer sino esperar, acatando con mansedumbre la santa voluntad de Dios? Resolví entonces aguardar a que Dios quisiera devolverme a mis queridas hijas».
El caso Morente continúa la serie de tantos descreídos de un día, fervorosos creyentes con el tiempo. Casos como el del gran poeta danés Johannes Joergensen, alardeador del fin del Cristianismo, que exclamó, convencido, al dominar su aversión religiosa: «Cuanto más católicamente vivo, tanta más luz y gozo llenan mi corazón.» Como los de Manzoni, Richepin, Bloy, Huysmans, Papini, Claudel y tantos otros. Como el del mismo Bergson, convertido de hecho al catolicismo, y cuyo cambio religioso silenció por no dar sensación de abandono hacia los de su raza, en momentos en que éstos soportaban la persecución racista. Conversos todos ellos que recibieron en sazón el golpe de la gracia, siendo inútiles cuantos esfuerzos, subterfugios o prejuicios involucraron para resistirla
El conjunto de lo que me estaba sucediendo tenía caracteres verdaderamente incomprensibles. Alrededor de mí, o, mejor dicho, sobre mí e independientemente de mi, se iba tejiendo, sin la más mínima intervención de mi parte, toda mi vida.»
En su mente volvió a tomar cuerpo la idea de la Providencia. Parangonaba la dificultad de las gestiones por él emprendidas en el orden particular con las facilidades que indirectamente recibía. Su ineficacia era notoria. Pero la Providencia velaba. Lo que se resistía a aceptar Morente.
Se cumplía en él todo el proceso de la conversión. Vislumbres de certinidad ante los que el hombre viejo cierra los ojos y sigue tactando en el error a impulsos de la soberbia; aferramiento de orgullo para no dar por válida la equivocación anterior. Demostrativo es este período del angustiado catedrático, que merece figurar en una antología de sensaciones de los que resisten ante la evidente verdad:
«Por tercera vez la idea de la Providencia se clavó en mi mente. Por tercera vez, empero, la rechacé con terquedad y soberbia. Pero también con un vago sentimiento de angustia y de confusión. Era demasiado evidente que yo, por mí mismo, no podía nada, y que todo lo malo y lo bueno que me estaba sucediendo tenía su origen y propulsión en otro poder bien distinto y harto superior. Con todo, refugiábame en la idea cósmica del determinismo universal, y una vez que se me ocurrió tímidamente el pensamiento de pedir, de pedir a Dios, esto es, de rezar, de orar que era, sin duda, la actitud más lógica y congruente con todo lo que me estaba sucediendo; rechacélo también como necia puerilidad. ¡Qué demencia!»
La angustia sumerge a Morente en noche sombría que no espera aurora. Tonos opacos en el octavo piso, del Bulevard Serurier, en donde Morente no sabe lo que están haciendo de él, «Dios, la Providencia, la Naturaleza, el Cosmos, lo que sea». Para calmar su dolor físico y acallar gritos internos que acusan, Morente camina, camina... Mas el esfuerzo y el asordamiento no atraen el descanso. Como lady Macbeth, también él ha matado al sueño. Definitivamente, sus hijas no podían llegar a París, como él esperaba y como las circunstancias lo aseguraban. Un telegrama le trae la confirmación del fiasco. De la desesperación pasó al razonamiento: «Pero llegando a esta conclusión, se me plantearon dos nuevos problemas. Primero: ¿Quién es ese algo, distinto de mí, que hace mi vida en mí y me la regala? Segundo: ¿Y si yo no aceptara el regalo? ¿Y si yo no quisiera recibir como mía esa vida que yo no he hecho? ¿Es acto propiamente mío, acto libre, o necesidad metafísica? Ante la gravedad de estos dos problemas, me quedé perplejo y como desconcertado.»
La reflexión le calmó. En un relato de sus sensaciones, Morente capta certero todos los estadios de su proceso psíquico, que tanto alecciona y tanto material proporciona en un análisis introspectivo. Se remontaba en esta ocasión a espacios de evidente universalidad, abandonando angosturas de lo particular. Continuidad de su proceso determinativo: «Y ordenadamente, comencé por el primero: ¿Quién es ese algo distinto de mí que hace mi vida en mí y me la regalo? Claro está que en seguida se me apareció en la mente la idea de Dios. Pero también en seguida debió asomar a mis labios la sonrisa irónica de la soberbia intelectual. «Vamos pensé, Dios, si lo hay, no se cura de otra cosa que de ser. Dejémonos de puerilidades.»
Alivio físico y semisosiego espiritual le facilitaron la continuidad de su análisis. [18] La idea da Providencia taraceaba en su reflexión. Pero de nuevo surgieron los coletazos de las viejas ideas en trance de muerte:
«Pero mis esfuerzos en esto sentido resultaban ineficaces; una especie de sequedad se iba apoderando de mí, una tirantez interior, una frialdad o rigidez que poco a poca se fue convirtiendo en hostilidad, en encona, en retraimiento del alma, como ofendida de la altitud inaccesible en que ese Dios metafísico se había colocado ante mí. En mi alma se produjo una especie de protesta, y creo, Dios me perdone que algo así como una blasfemia subió a mi mente. Creo que acusé de cruel, de indiferente, de burlona, de sarcástica esa Providencia que se complacía en zarandear mi vida, en traerla y llevarla a su antojo inexplicable, en darle y atribuirle acontecimientos y hechos que yo repudiaba.» De su razonamiento, todo él enmarcado en la parcialidad de su doctor, Morente llegó a fijar su posición de negaciones: «Cierto que la vida no es mía, sino de Dios providente; pero, por otro lado, es mía, puesto que estos hechos me acontecen a mí, me los da Dios a mí. Ahora bien, yo puedo tomarlos o rechazarlos; y decididamente los rechazo, no los quiero; no me someto al destino que Dios quiera darme; no quiero nada con Dios, con ese Dios inflexible, cruel, despiadado».
La misma fuerza de las negaciones tuvieron un efecto contrario al sosiego. siquier fugaz, que Morente se había procurado. La conclusión le alteró totalmente: «Fue una especie de furia, una como tempestad de ira alborotó mi alma; la rabia de la impotencia disconforme, de la libertad ineficaz.» Quería luchar contra el cerco de Dios y este le constreñía reduciendo aceleradamente su radio. Entonces se decidió por atravesar ese portillo del suicidio por el que se apresuran cuantos no tienen asiento en el banquete de la vida, a que se refería el filósofo clásico.
Pero en esta ocasión le aterró la idea del suicidio, que le afluía reiterante. Por correlación creyóse incurso en lo demencial. En el callejón sin salida a que por su razonamiento había llegado, pensó en recomenzar su procedimiento inductivo. Entonces la música, el arte divino a cuya sublimidad también se verifico en hecho taumatúrgico en Beethoven, transmutó a Morente. Estaban radiando música francesa. Morente, el gran aficionado que sabía arrancar al piano sonoridades en perfección nivelándose con los profesionales, escuchó apetente. Una sinfonía, una pavana, y finalmente, un pasaje de Berlioz, L'enfance de Jesus. Aquella página, que él califica de «algo exquisito, suavísimo, de una delicadeza y ternura tales que nadie puede escucharlo con los ojos secos», fue un alborozo de bronces en Resurrección para el alma de Morente. Cuando se esfumaron las notas finales que lanzaba la «voz dulce, aterciopelada, flexible y suave» del tenor el fiat divino cancelaba en misericordia todo un período tormentoso.
Apagó la radio y fue un surgir raudo de imágenes sagradas, sin que él fuera capaz de detenerlo o de sustraerse al grafismo. Delicioso juego de imágenes, con intenso poder de evocación. Desde la niñez de Jesús adivinada con casticismo de lenguaje y despliegue de fantasía, por el místico español que estudió ese período del Príncipe escondido a las patéticas escenas del Deicidio, cuando Jesús probó acíbares de abandono. Jesús, cuyos brazos aumentaban de dimensión para abrazar a toda la Humanidad doliente, en tanto que la Cruz subía y subía hasta el cielo, y en su pos, hombres, mujeres, niños... Sólo quedaba él: «...subían todos, ninguno se quedaba atrás; sólo yo, clavado en suelo, veía desaparecer en lo alto a Cristo rodeado por el enjambre inacabable de los que subían con él; sólo yo me veía a mí mismo, en aquel paisaje ya desierto, arrodillado y con los ojos puestos en lo alto, y viendo desvanecerse los últimos resplandores de aquella gloria infinita que se alejaba de mí.»
La visión operó la definitiva transformación en su alma. Comprendió que aquel era Dios, el Dios verdadero y vivo que sufriera muerte por los hombres y que con ellos sigue sufriendo, y a los que consuela, ampara y salva. Ya había desaparecido de su inteligencia el Dios teórico de la Filosofía, mantenido a fuerza de elucubraciones; Dios carente de concreción humana, tan distante del Dios-hombre de la redención. La decisión de Morente fue rápida, acorde [19] a lo raudo de la demostrativa visión que momentos antes le encandilara:
«Permanecí de rodillas un gran rato, ofreciéndome mentalmente a Nuestro Señor Jesucristo con las palabras que se me ocurrían buenamente. Recordé mi niñez; recordé a mi madre, a quien perdí cuando yo contaba nueve años de edad; me representé claramente su cara, el regazo en que me recostaba, estando de rodillas para rezar con ella; lentamente, con paciencia, fui recordando trozos del Padrenuestro; algunos se me ocurrieron en francés, pero al traducirlos restituí fielmente el texto español. Al cabo de una hora de esfuerzos, logré restablecer íntegro el texto sagrado y lo escribí en un librito de notas. También pude restablecer el Avemaría. Pero de aquí no pude pasar. El Credo se me resistió por completo, así como la Salve y el Señor mío Jesucristo».
Sobre la ciencia que hincha, en el sentido acerbo de San Pablo, se iba levantando la ciencia inalterable cuyos principios no están sujetos a trasiego por obra de los hombres. Con fuerza de permanencia, se ahincaba en su alma y en su inteligencia el «Hágase tu voluntad» supremo. E hinojado, rezó el solitario profesor el Padrenuestro, entregado ya con todas sus potencias a Dios.
Del reloj que de la pared pendía salieron lentos los sonidos que marcaban las doce de una noche que compartía la serenidad y claror de que se inundaba su alma. Sentado en un sillón, en duermevela, Morente sintió una sensación extraña: «Mi memoria recoge el hilo de los sucesos en el momento en que despertaba bajo la impresión de un sobresalto inexplicable. No puedo decir exactamente lo que sentía: miedo, angustia, aprensión, turbación, presentimiento de algo inmenso, formidable, inenarrable, que iba a suceder ya mismo, en el momento, sin tardar. Me puse de pie, todo tembloroso, y abrí de par en par la ventana.»
Reconfortado por el fresco de la hora, Morente se separó de la ventana, y al volver el rostro al interior de la estancia, sucedió el hecho extraordinario. La Suprema Presencia se le mostraba a Morente. Con notable verismo y subida emoción, procurando que lenguaje y concreción se adecuen a la grandiosidad a que hace referencia, relata Morente esos momentos únicos en que la Gracia le alcanzaba de lleno. Nadie como él, al que le fue dado el portento, para describirlo. Insertemos lo que su pluma escribió un día en que gozó recordando sublimidades:
«Volví la cara hacia el interior de la habitación y me quedé petrificado. Allí estaba El. Yo no lo veía, yo no lo oía, yo no lo tocaba. Pero El estaba allí. En la habitación no había más luz que la de una lámpara eléctrica de esas diminutas, de una o dos bujías, en un rincón. Yo no veía nada, no oía nada, no tocaba nada. No tenía la menor sensación. Pero El estaba allí. Yo permanecía inmóvil, agarrotado por la emoción. Y le percibía; percibía su presencia con la misma claridad con que percibo el papel en que estoy escribiendo y las letras negro sobre blanco que estoy trazando. Pero no tenía ninguna sensación ni en la vista, ni en el oído, ni en el tacto, ni en el olfato, ni en el gusto. Sin embargo, le percibía allí presente, con entera claridad. Y no podía caberme la menor duda de que era El, puesto que le percibía, aunque sin sensaciones. ¿Cómo es esto posible? Yo no lo sé. Pero sé que El estaba allí presente y que yo, sin ver, ni oír, ni oler, ni gustar ni tocar nada, lo percibía con absoluta e indubitable evidencia. Si se me demuestra que no era El o que yo deliraba, podré no tener nada que contestar a la demostración, pero tan pronto como en mi memoria se actualice el recuerdo, resurgirá en mí la convicción inquebrantable de que era El, porque lo he percibido.
No sé cuánto tiempo permanecí inmóvil y como hipnotizado ante su presencia. Sí sé que no me atreví a moverme y que hubiera deseado que todo aquello El allí durara eternamente, porque su presencia me inundaba de tal y tan íntimo gozo, que nada es comparable al deleite sobrehumano que yo sentía. Era como una suspensión de todo lo que en el cuerpo pesa y gravita, una sutileza tan delicada de toda mi materia, que dijérase no tenía corporeidad, como si yo todo hubiese sido transformado en un suspiro o céfiro o hálito. Era una caricia infinitamente suave, impalpable, incorpórea, que emanaba de El y que me envolvía y me sustentaba en vilo, como la madre que tiene en sus brazos al niño. Pero sin ninguna sensación concreta de tacto.
¿Cómo terminó la estancia de El allí? Tampoco lo sé. Terminó. En un instante desapareció. Una milésima de segundo antes estaba El aún allí y yo lo percibía y me sentía inundado de ese gozo sobrehumano que he dicho. Una milésima de segundo después ya El no estaba allí, ya no había nadie en la habitación, ya estaba yo pesadamente gravitando sobre el suelo y sentía mis miembros y mi cuerpo sosteniéndose por el esfuerzo natural de los músculos»
Morente calculaba con acierto que la guerra española se prolongaría, y pensó recluirse en lo recoleto del claustro, allí en donde es hacedera la meditación y se adensa el silencio, singular medicina del alma. Por mediación del abate Pierre Jobit, se relacionó con el abad benedictino de Ligugé, en las cercanías de Poitiers. Admitido como huésped por él, se dispuso a completar la quietud espiritual que alcanzara en la maravillosa noche del 29 al 30 del pasado mes de abril. [de 1937]
Nueva interferencia en los propósitos. De nuevo la otra fuerza que conformaba su vida se ponía en actuación. Una carta de sus hijas le daba cuenta de su próxima llegada a París. Ya la satrapía de Galarza, el gran majadero de tendencias vesánicas, no preponderaba en el aspecto delictivo. Podían sus hijas sustraerse al máximo esbirro.
El gozo de la llegada de sus hijas quedó unido a la preocupación que en la economía hogareña representaba una familia numerosa. Por ventura para ellos, conservaba su vigencia el ofrecimiento argentino. Solución admirable, que el profesor utilizó en seguida. Con brevedad quedó todo arreglado, y el 20 de junio pudo la familia Morente embarcar en Marsella. El 10 de julio estaban en Buenos Aires, y siete días después alcanzaban Tucumán, final de su viaje.
Reanudación profesional. Con ella tomaba cuerpo la tentación. Lejanas las tribulaciones que le llevaron a la fe, ¿persistiría ésta entre las cátedras y lugares que se le ofrecían para que vertiera sus doctrinas ontológicas? ¿Qué clase de filosofía iba a explicar el profesor cuya tendencia era harto conocida? Dos clases bien remuneradas, una de Filosofía general y otra de Psicología, eran incógnitas en el presente del filósofo desterrado. Sin que a su lado se mostrara incitante el diablo tentador, se le ofrecía ofuscante la ciudad en que podía reiterar la negación de Dios. Empero no lo negó. Se mantuvo en la tensión religiosa del nocturno abrileño, cuando, luego de recibir el frescor de la noche, extendió sobre él hálito confortante la Divinidad:
«Procuré, creo que con éxito, dar a sus cursos en la Universidad de Tucumán un carácter anodino en lo que toca a los problemas coincidentes con la santa religión».
Su suceso religioso quedaba guardado celosamente por el filósofo. Ni a sus hijas, con quererlas tanto y saber lo que con el conocimiento de hecho tan extraordinario gozarían, les dio cuenta. La ocasión llegaría...
Once meses en la población argentina y una serie de conferencias en ciudades del país que le acogió con margen efectivo de beneficios, y en el cercano Uruguay, le bastaron para reunir suma suficiente a cubrir los gastos del traslado a España y dejar un remanente con que subvenir a un posible período de inactividad en la patria.
Desde Tucumán escribió al señor obispo de Madrid-Alcalá una carta, que lleva fecha 27 de abril de 1938. Con toda clase de detalles le daba cuenta de su evolución religiosa, de su desechado propósito de apartarse al claustro y de su anhelo vivísimo de ser sacerdote. Deseaba dedicarse al servicio de otras almas, trabajar «para afianzar en las almas la buena palabra de Dios y de su Iglesia». Seguro estaba de lo acertado de su decisión, que era de orden superior:
«Precisamente en el hecho de mi conversión, advertí la prueba evidente de que con ella no ha querido Dios solamente hacerme a mí un beneficio infinito, sino, además, imponerme una obligación, una tarea, una misión que debo cumplir entre mis compatriotas, lacerados hoy por inauditas desgracias. Los pueblecitos de España necesitarán, después de la tremenda conmoción sufrida, oír las palabras de paz, de amor, de esperanza y de consuelo que sólo el Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo puede pronunciar. Mi ambición, señor obispo, será quizá excesiva. Pero la voz de Dios ha llegado a sonar clarísimamente en mis oídos, y ella me manda postrarme a vuestras plantas para pedir a V. I., con todas las veras de mi alma, que me ayude con su protección a merecer lo más pronto que sea posible la recepción de las órdenes sagradas y el cargo de dirigir las almas cristianas en alguna aldea de España».
Solicita del prelado su ayuda material porque su pobreza no le permite el abandono de la familia que a sus expensas vive: dos hijas, dos nietos huérfanos, una cuñada, una tía y una vieja sirviente que es modelo de fidelidad. Como lo fuera la antigua servidumbre, consciente de lo que ligaba en afecto la convivencia en el domus familiar. Carta emotiva, sincerísima, en la que un hombre que pudo darse a la granjería política, al agio mercantil o a la especulación financiera, solicita trabajo para sus hijas, ambas bachilleres, para su cuñada... ¡Qué honrosa para él y para los que llevan su apellido esa solicitud de «algunos empleos decorosos que les permitan vivir modestamente, empleos oficiales o particulares!»
El cablegrama de contestación del obispo de Madrid-Alcalá era consonante al contexto del profesor, del que ya era coincidente:
«Emocionadísimo, le espero. Eijo».
La carta al doctor Eijo la leyó Morente a su familia en el viaje de regreso a España. La carta, resumen de su conversión e índice de sus propósitos, asombró a los familiares, cuyo gozo fue infinito al comprobar aquel renacer. El barco que los transportaba a España se hallaba en Bahía (Brasil), en donde había de permanecer unas horas. Durante la cena, Morente indicó a los suyos que, una vez acostados los niños, se reunieran con él en el comedor grande. Reunidos, el jefe de familia dijo a aquellas mujeres, ávidas de desentrañar el misterio:
«Ya sé que estáis deseando saber cuál es el motivo que nos lleva a España antes de lo pensado; deseáis saber qué es lo que pasa; pues bien; ahora mismo lo vais a saber. Voy a leeros una carta, que le escribí yo hace cosa de un mes al señor obispo de Madrid. En ella está todo explicado. Sólo una cosa quiero pediros: que no me interrumpáis, y que, cuando termine, no me digáis nada, ni hagáis ningún comentario».
En silencio unánime y absorto, el auditorio. Alternada la normal entonación del lector con trémolos de emoción. Su hija, que nos da un bellísimo trasunto de esta emotiva escena, dice:
«Cuando terminó, nos miró a todos un momento como azorado. Guardó el cuaderno y sencillamente se levantó y se retiró. Quedamos solas, y no sé lo que dijimos entonces. Yo recuerdo que salí a cubierta, y que en la noche sobre el mar lloré con una emoción como pocas veces sólo una he vuelto a llorar».
Llegaron a Vigo el día 27 de junio por la noche, y a la mañana siguiente abrazó a su ilustrísima, que se hallaba en su ciudad natal. Ese día por la tarde hizo confesión general con el prelado. No le dio cuenta del hecho extraordinario. Explicitó el motivo de este silencio de momentos capitales en su vida:
«No me pareció necesario, y el pudor invencible me contuvo irremediablemente».
El 29, en la capilla de Castro, residencia del obispo, recibía de sus manos la Sagrada Comunión. Flujo de lágrimas ante el Cuerpo de Nuestro Señor. Recobro completo.
«El señor Morente se sometió a la disciplina común del Seminario, sin más excepciones que las que le concedió el señor obispo de salir diariamente a su cátedra de la Universidad y, los días festivos, a comer con sus hijos y nietos, lo que le permitían sus superiores: rara vez comer a su mesa en representación de los alumnos de carreras civiles y, en varias ocasiones, sentarse en el estrado de la presidencia en algunas concentraciones y actos públicos solemnes.En todos los demás actos era un colegial más; en el refectorio, en filas, en recreo. Él se hacía la limpieza completa de su cuarto, salvo el caso, no frecuente, de que algún colegial, por deferencia y con el permiso consiguiente, se brindara a ayudarle».
La sencillez de su trueque diario, la bondad que en prodigalidad mostraba, le aquistaron el amor de todos.
«Hasta los pequeños confirma el que fue su Rector la tenían especial simpatía y respetuoso cariño, que a él le enternecía».
Ha dicho Bergson con acierto:
«En mi concepto, el filósofo es, ante todo, un hombre que está siempre pronto, cualquiera que sea su edad, a rehacerse estudiando».
Morente, exégeta de la doctrina bergsoniana, confirma este aserto de su filósofo preferido un tiempo, desde los albores de su vida en el Seminario. Al ingresar, se sometió a un examen de «universa philosophia». Fue también este examen una demostración de regreso, una rectificación de sus errores pasados. Extraordinario el efecto producido en el Tribunal por sus aserciones. Incluso fue abrazado con entusiasmo por un anciano examinador que se mostraba receloso de la efectividad de la reacción morentiana.
Realizó las estudios de Teología mediante dispensa pontificia en cuanto a la brevedad de los cursos. Cada trimestre se sometía a examen extraordinario.
«En sus exámenes aclara el Rector obtuvo la segunda nota o notable. No la primera, porque le fallaba el hábito y justeza en los términos, en que le aventajaban sus compañeros».
Sentíase acuciado por alcanzar rápido el sacerdocio para proseguir estudiando Teología. En Morente era fácil la asimilación de la preceptiva del Beato Juan de Ávila referente al buen sacerdote.
Presentó el seminarista-profesor los primeros frutos de su nueva dirección en el resonante sermón de la Purísima, que pronunció en 1940, por deferencia de sus compañeros del quinto curso de Sagrada Teología, ya que era costumbre sortear entro ellos anualmente. Él, que ya ha alcanzado el Diaconado, no pudo acallar su preocupación, él tan dueño de la palabra, que ha tenido pendientes de las clásicas partes de su oración a los auditorios más diversos. Se sentía invadido ahora por un complejo de inferioridad.
El sermón fue una pieza meditada, considerada en sus elementos y bien conformada en su desarrollo. Contadas veces un orador sagrado, a no ser en el torneo de elocuencia y sabiduría de las Conferencias Cuaresmales, despertó la expectación que generaba en su torno Morente. Sobre la avidez del auditorio, las palabras del exordio comenzaron a abrir surcos de atención, luego de complacencia, finalmente de admiración. En el sermón, uno de tantos períodos significativos parecía testimoniar su caso:
«Y no hay mayor desgracia para un hombre que el apartamiento, desconocimiento y desvío de su vocación divina. Como no hay mayor ventura que la de reconocer, aceptar y gozosamente ejecutar con plena libertad del albedrío la vocación sobrenatural que Dios le ha señalado. A veces tarda el alma en percibir y acatar su vocación divina, y tarda por propia culpa, porque desoye voluntariamente la voz de Dios, y con sutil ceguera de soberbia mundanal piensa ser el propio dueño de su destino en vez de entregarse sumisamente al llamamiento de la Divinidad. Pues bien; la vocación sobrenatural de María fue singular y única: la de ser Madre de Dios. Desde toda la eternidad, María estaba designada para ser Madre de Dios. A esa vocación divina, a ese llamamiento, no vaciló María un solo instante en responder.»
Rozó su caso, frustrando con humildad que el yo tomase cuerpo.
Cuando terminó su sermón, suplicó al Rector que le señalase los errores observados en la pieza. Resistióse la suprema autoridad del Seminario, y ante la insistencia de Morente, le indicó que algunas frases no se mantenían en puridad teológica. Prometió enmienda el corregido y reiteró al Rector su anhelo de corrección, su ansia de perfectibilidad.
Se ordenó de tonsura el 6 de octubre de 1940, de subdiácono el 27, de diácono, el 24 de noviembre y de presbítero, el 21 de diciembre. Con celeridad había recorrido el camino hacia Dios. Poco más de cuatro años le bastaron.
Redactó y caligrafió la participación del acontecimiento supremo de su vida. Justo y expresivo el contexto. El siervo del Señor, Manuel García Morente, celebraría la primera Misa en la capilla del Colegio de la Asunción el día 1 de enero de 1941, asistido por don Daniel García Hughes, profesor del Seminario y canónigo, y don José María de la Higuera, director espiritual de ese centro docente. Otro profesor del Seminario, don Ramiro López Gallego, fue el encargado de la predicación.
Cierra áureamente este período de formación sacerdotal de Morente una carta enviada por él al Padre comendador de Poyo, que lleva fecha de 6 de febrero. El nuevo sacerdote acredita en ella otra de sus cualidades, la gratitud:
«Mi querido padre comendador: Recibí oportunamente agradecí en el alma sus felicitaciones por mi ordenación de presbítero y por la solemnidad de mi primera Misa. ¡Cuánto me acordé de ustedes todos y del querido convento de Poyo, que tan dentro del corazón se me ha metido! Entre ustedes y aquellos venerables muros comenzó, ¡y cuán felizmente!, mi vida nueva de piedad y religión. Entonces, la ascensión al santo sacerdocio de Cristo parecíame una meta lejanísima; me asaltaban mil dudas mil preocupaciones, infinitos temores. Ustedes, sin más acción que su sola presencia, su vida tan santa, tan mansa, tan evangélica, llevaban a mi corazón la paz de Cristo y la confianza en la voluntad de Dios, que cada día veía yo más manifiesta e inequívoca. ¡Cuánta gratitud les debo!» Recuerda luego cómo han bastado dieciocho meses y tres días para la realidad de esa su primera Misa con la que Dios le ha inundado de favor y merced. Y la afirmación de lo que él ha comprobado, acaso con mayor seguridad que otros conversos: «Verdaderamente, los designios del Señor son inescrutables o incomprensibles».
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