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La Soberanía Social de Jesucristo
Henry Ramière
Capítulo II (fragmento)
CRISTIANDAD 1949, nº 126. Págs. 272-274
La obra del P. Ramiere Les Doctrines romaines sur le liberalisme envisagées dans les rapports avec le dogme chretien et avec les besoins des societés modernes, fue traducida en España en 1884, por voluntad del autor, bajo el título de La Soberanía Social de Jesucristo.
Hasta fines del último siglo [el XVIII], la sociedad europea reconocia únicamente la autoridad de Jesucristo, como base de todas sus instituciones. Varios pueblos se habían sublevado contra el pontífice romano, órgano visible de esta autoridad, y, con ello, habían preparado las vías de destrucción de la misma autoridad; no obstante, todavía hacian profesión de venerarIa.
Inglaterra habia pasado por una revolución terrible y esta revolución habia presentado diversas fases; pero ni la república de Cromwell, ni la monarquía limitada de Guillermo de Orange, renunciaron a ser Estados cristianos, respetando la soberanía social del Hombre-Dios. Así, pues, y a pesar de todas las inconsecuencias de aplicación, este gran principio había sido, durante catorce siglos, unánímemente reconocído por los pueblos de Europa; les habia servido de lazo, aun en medio de sus rivalidades y luchas, y les había reunido en un gran cuerpo que se llamaba la cristiandad.
Las más profundas sacudidas no habían podido alcanzar aquella base común a todos los derechos sociales; de modo que cuando uno de estos derechos sufría quebranto o era desconocido, todos los demás permanecian incólumes. La ley de Jesucristo estaba universalmente reconocida como la regla y sanción de las leyes civiles: todos los poderes confesaban unánime y paladinamente que de Jesucristo emanaban; el padre en su familia, el magistrado en su tribunal, el monarca en su trono, mandaban en nombre de Jesucristo; y los hijos, los ciudadanos, los súbditos, estaban persuadidos de que no podían desobedecerles sin desobedecer al mismo Jesucristo. De ahí resultaba que todos los derechos huma.nos estaban revestidos de una sanción divina; todas las sociedades particulares eran otras tantas ramas vivientes, adheridas a la gran sociedad cristiana, como al tronco que les comunicaba su savia fecunda y les hacia participes de su inmutable solidaridad.
La revolución ha destruido esta base
Pero he aqui que en el útimo siglo, una conspiración, en la que fue dado ver la obra maestra de la táctica infernal, logró separar las ramas del tronco y destruir la divina base sobre la que descansaba, hacía catorce siglos, la sociedad cristiana. Es lo que distingue la Revolución francesa de todas las que le habian precedido, y por esto es llamada por excelencia LA REVOLUCIÓN. No se dirigió únicamente al remate político de la sociedad, ni a aquellas instituciones sociales que forman como el cuerpo del edificio, sino a la base religiosa, que da su consistencia a todos los poderes políticos y a todas las instituciones sociales. Aquella secularización del orden civil, que el despotismo de los emperadores de Alemania y de los reyes de Francia había ensayado, la democracia revolucionaria la llevó a cabo, estableciendo bajo el nombre de libertad de cultos una separación completa entre la sociedad y la religión. Jesucristo fué, por tanto, puesto fuera de la ley: los poderes humanos, negándose a permanecer sumisos a la autoridad divina, renunciaron al apoyo de que le eran deudores: los derechos de Dios quedaron desde entonces, en concepto de los poderes públicos, como si no existieran, y los derechos del hombre no han tenido ya otra sanción superior a la del mismo hombre. La sociedad ha dejado de ser cristiana; y desde este momento ha debido renunciar a la estabilidad que sus leyes y sus instituciones tomaban de los dogmas cristianos.
Ninguna otra base independiente del hombre le ha sido sustituida
Aquel dia, uno de los más criticos que ha atravesado la sociedad humana, se halló ésta sometida a terrible e inevitable alternativa, debiendo decidirse por uno u otro de los dos partidos que se le ofrecían. O en lugar de aquella base divina que la soberania de Jesucristo le habia procurado hasta entonces, le proporcionarian sus regeneradores otra base igualmente superior a la voluntad del hombre; o bien los derechos y los poderes sociales se presentarían en adelante como creaciones puramente humanas.
Ante disyuntiva tan terminante no se podía vacilar largo espacio. Crear otro orden divino, para reemplazar el orden cristiano derribado, era empresa evidentemente harto contradictoria para que pudiera intentarse seriamente. Verdad es que se encabezó con el nombre de Dios la declaración de los Derechos del hombre; pero aquel Dios era el del Deísmo, que no se ocupa en los negocios humanos; por esto se apresuraron a proclamar que no habia, en la sociedad humana, ningún poder del que no fuera principio la misma sociedad (1). La secta que logró operar esta transformación no abrigaba otra idea que la de destruir la soberanía efectiva de Dios. Sobre todo hizo consistir su triunfo en no dejar subsistir, superior al hombre, ninguna autoridad que le aventajara. Esto equivalía a abandonar todos los derechos a merced de las pasiones que los contrariaban: subordinar las leyes a las ciegas multitudes que debían gobernar: someter los poderes a los caprichos de los súbdítos que debían regír: en una palabra, privar a la sociedad de toda base y entregarla sin defensa a los dos enemigos que siempre conspiraron a su ruina; al despotismo que la aniquila y a la anarquía que la disuelve.
(1) El principio de toda soberanía reside esencialmente en la naciión. Ningún cuerpo, ningún individuo, puede ejercer autoriidad que no emane expresamente de aquélla. (Declaración de los Derechos del hombre. Art. 3).