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El «Avenir» y el Galicanismo

Francisco Canals Vidal

CRISTIANDAD Año II, nº 41, páginas 517-519. Barcelona-Madrid, 1 de diciembre de 1945

Plura ut unum.

Una de las ideas en que con más entusiasmo insistían los redactores del «Avenir» en el tiempo de la efímera vida de la publicación y por la cual más tarde los simpatizantes del célebre periódico continuaron alabándole, fue su posición «ultramontana», su campaña antigalicana.

Una noticia elemental de la naturaleza, el origen y la evolución histórica de esta doctrina, hasta llegar a la situación en que se encontraba a la caída de la monarquía restaurada, nos hará comprender el especial matiz que tuvo en los que tomaron por lema «Dios y la libertad» esta actitud contraria a las tendencias y simpatías de gran parte del llamado «Ancien clergé».

Galicanismo político y teológico

Dos conceptos distintos se comprenden en el término galicanismo (de galicano, francés), y hay que tener en cuenta al considerar su origen. Por una parte un conjunto de sistemas teológicos sobre la constitución de la Iglesia como sociedad monárquica y jerárquica, tendentes a someter la monarquía del Romano Pontífice a la aristocracia episcopal; sistemas que no reconocen la infalibilidad del Romano Pontífice, sometiendo sus decisiones al consentimiento del episcopado y subordinando el Papa al Concilio general. Tal es el llamado galicanismo teológico o de los obispos, como le llamaba Bossuet, para distinguirle del galicanismo de los magistrados, el llamado galicanismo político.

Este segundo aspecto se orientaba más bien al problema de las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Los jurisconsultos y magistrados franceses sustentaban en nombre de la autoridad del Rey cristianísimo un sistema de doctrinas regalistas que tendían por una parte a negar todo poder de la Iglesia sobre la sociedad civil al mismo tiempo que otorgaban al monarca exageradas e injustas facultades que le permitían intervenir despóticamente en la disciplina eclesiástica.

Ahora bien, aun siendo diferentes, no sólo el contenido, de sus doctrinas, sino también el motivo que pudo impulsar a unos y otros a sostenerlas –pues en algunos hombres eminentes de entre los teólogos galicanos, como Gerson y Bossuet, pudo influir una preocupación de escuela, mientras que en los parlamentarios aparece el galicanismo como formando parte de una política cesarista y aún laica–, no obstante, no se puede negar que existió entre ambas tendencias íntima relación desde su origen y a lo largo de su evolución histórica. Ello se debe ya al hecho de que también desgraciadamente el galicanismo religioso fuese motivado en algunas personas y situaciones por motivos políticos, ya porque la misma naturaleza de las cosas llevase a un episcopado enfrentado con la Sede Romana a caer forzosamente bajo la tiranía de los monarcas, para quienes ciertamente fueron siempre las llamadas libertades de la Iglesia galicana uno de tantos medios de asegurar su despotismo. Por esto se puede resumir en una breve síntesis histórica la evolución paralela de ambos movimientos.

Además, si en el terreno de los hechos fue el galicanismo religioso una consecuencia del político, en un terreno doctrinal las tesis también sustentadas por los teólogos galicanos acerca de la negación del poder aún indirecto del Papa sobre los monarcas, y sobre el derecho divino inmediato de éstos daban a los legistas de la monarquía absoluta los principios en que fundamentar sus intromisiones en la vida de la Iglesia.

Origen histórico del Galicanismo

Pueden considerarse como primeras formulaciones doctrinales y actuaciones políticas específica y claramente galicanas las correspondientes al reinado de Felipe el Hermoso en su lucha contra Bonifacio VIII. Los precedentes de anteriores épocas, sin embargo, tales como la actitud de Gerberto y Arnulfo de Orleans en tiempos de Hugo Capeto y Roberto, enfrentados con el Pontificado por favorecer éste al Imperio consolidado ya en Alemania, indican en aquella remota época dos caracteres que conservó el galicanismo a través de los siglos: una especie de separatismo nacionalista frente a la Cristiandad europea y el constituir el apoyo al absolutismo e independencia de los reyes de Francia frente a la autoridad pontificia.

Contemporáneos a las luchas de Bonifacio VIII el último de los Papas del período de auge del poder pontificio y Felipe el Hermoso, cuyos legistas encarnaban los principios del cesarismo y la independencia del poder laico, fueron los primeros tratadistas sistemáticos del galicanismo: Juan de París, Guillermo Durant. Los legistas de Felipe el Hermoso defendieron en sus libelos toda una serie de doctrinas y prácticas contra la inmunidad de la jurisdicción eclesiástica e incluso contra el derecho de la Iglesia a poseer bienes. El monarca afirmaba su autoridad temporal sin superior alguno en ella en ningún aspecto y los primeros Estados generales en 1302 muestran a los representantes de la nobleza y de la burguesía apoyando esta política real.

En el período del Pontificado en Avignon abundaron tales tendencias en casi todas las naciones de Europa; el Cisma de Occidente las acentuó todavía y así el Concilio de Constanza convocado de manera irregular y en realidad asamblea acéfala en sus primeras sesiones iba a proclamar la subordinación del Papa al Concilio ecuménico. El Concilio de Basilea en rebeldía contra Eugenio IV que había ordenado su traslación tomó análogas decisiones. Los galicanos sostuvieron más tarde la validez de tales acuerdos. Dos hombres eminentes, Gerson, canciller de la Universidad de París, y Pedro d'Ailli, los habían propugnado.

La monarquía absoluta de los Valois

En el siglo XV, durante el reinado de Carlos VII, coincidiendo como otras veces en la historia el galicanismo episcopal y el real, se reúne en Bourges, en 1437, una asamblea de la Iglesia de Francia que adopta la doctrina de los decretos antipapales de Constanza y Basilea; el monarca, en una célebre pragmática, las declara leyes del Reino. De tal modo arraiga esta pragmática en los parlamentos franceses que, aun derogada por el monarca francés a principios del siglo XVI, se continuó considerando ley por los magistrados, y con respecto a ella el Concordato de 1516 entre León X y Francisco I era tenido como privilegio que debía interpretarse restrictivamente en cuanto pudiese derogar «las antiguas libertades de la Iglesia galicana». Lo cual es tanto más notable si se tiene en cuenta que tal Concordato era extraordinariamente favorable a las prerrogativas reales; de él se pudo decir que convirtió al Rey de Francia en el más rico dispensador de rentas vitalicias de toda la Cristiandad; por esto Luis XIV pudo encontrar en 1682 un episcopado suficientemente dócil a sus miras absolutistas.

El galicanismo quedó arraigado en la monarquía de Valois. Consecuencia de gran importancia de esto fue que los decretos del Concilio de Trento no pudieron ser promulgados en los dominios del Rey Cristianísimo.

La Casa de Borbón y el Galicanismo

Las luchas que en la segunda mitad del siglo XVI tuvieron lugar en Francia conocidas con el nombre de Guerras de Religión encerraban dentro de sí un problema de la mayor trascendencia para toda la Cristiandad europea. No triunfó por completo el protestantismo, pero tampoco obtuvo la victoria la llamada Liga Católica apoyada por los Papas Gregorio XIII, Pío V y Gregorio XIV, sino que el jefe del partido protestante Enrique de Borbón con su conversión al catolicismo (recordemos la frase que se le ha atribuido «París bien vale una misa») consiguió ser reconocido como Rey de Francia. Entre los católicos que le apoyaban aun antes de que abjurase del protestantismo, las antiguas doctrinas sobre la independencia del poder civil frente a toda potestad aun indirecta del Papa dieron la base para una serie de tratados de galicanismo político el más característico de los cuales fue «Les libertés de l'Eglise galicane», de Pedro Pitlioti, dedicado en 1594 al Rey Enrique IV. Otro parlamentario, Faye, en 1590, había escrito su «Discurso sobre las razones por las que pudo el clero considerar nulas e injustas las Bulas de Gregorio XIV contra los eclesiásticos que permanecieron fieles al Rey».

Los parlamentos inspirados en estos tratados, fueron elaborando las doctrinas del galicanismo político, de un regalismo exacerbado que llegó a afirmar que toda la disciplina exterior de la Iglesia podía considerarse, por algún concepto, sometida al Rey.

Contemporáneo a estos escritores fue Richer: con él se terminó de inocular en el galicanismo teológico, la doctrina sobre el derecho divino inmediato de los reyes y su absoluta independencia del poder eclesiástico. Al principio del siglo XVII la monarquía francesa y los parlamentos consideraban las tesis contrarias (sostenidas de modo especial por los jesuitas españoles e italianos: entre ellos Suárez y San Roberto Belarmino), casi con la misma aversión con que eran miradas por los anglicanos del reinado de Jacobo I.

Luis XIV y la Asamblea de 1682

El reinado del Rey Sol marca el apogeo del galicanismo en todos sus aspectos, a la vez que el de la monarquía absoluta; los ministros más característicos de la centralización y de la iniciativa del Estado (que era el Rey, como decía Luis XIV) fueron acérrimos partidarios de la doctrina y la práctica galicana y enemigos con no menor ardor del ultramontanismo; así, por ejemplo, el célebre Colbert.

Pero el acontecimiento más importante en este aspecto fue la llamada Asamblea del Clero de Francia de 1682, que había de redactar la célebre Declaración o los cuatro artículos, que redujeron a sistema en unas breves proposiciones todos los principios que Informaban la variedad de doctrinas anteriores.

No se reunió esta asamblea en forma de concilio nacional principalmente porque temía el Rey que al sobrevenir la condenación pontificia, se hubiese puesto con ello al episcopado francés ante el dilema de renunciar a sus pretensiones o promover un cisma. Se le dio la forma de asamblea extraordinaria del clero al modo de las ordinarias que celebraba cada cinco años el brazo eclesiástico; fue pues, como dice el preámbulo de la misma declaración, convocada por orden del Rey, el fin que se le propuso fue resolver las disensiones ya antiguas sobre la cuestión de las llamadas regalías de la corona, que desde hacía algunos años estaba en aguda tensión; la reunión se componía de 9 arzobispos, 26 obispos, además de los diputados del clero inferior.

Habiéndose formado varios partidos que oscilaban entre el más moderado, representado por el gran obispo de Meaux Bossuet y el extremo, cuyo principal jefe era el arzobispo de París Harlay de Champvallon, se intentó redactar por el obispo de Tournai, Choiseul Praslin, una declaración en que se negaba rotundamente la indefectibilidad de la Sede Romana. El gran orador sagrado Bossuet pudo impedirlo; su fórmula era la distinción, absurda por otra parte, entre la Sede Romana y el Papa que la ocupaba, que podía en alguna circunstancia y por algún tiempo errar en la fe. A Bossuet se le encomendó la redacción de los Cuatro Artículos de 1682, que tenían ya un precedente en las seis proposiciones que en 1663 presentó al Rey la Facultad de Teología de la Sorbona.

He aquí un extracto del texto de los cuatro artículos:

Primero: San Pedro y sus sucesores no han recibido potestad más que sobre las cosas espirituales que conciernen a la salvación, y no sobre las temporales civiles. Jesucristo mismo nos enseña que su Reino no es de este mundo y que hay que dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Los reyes y los soberanos en consecuencia no están sometidos a poder alguno eclesiástico en las cosas temporales, no pueden directa o indirectamente ser depuestos por la autoridad del jefe de la Iglesia; sus súbditos no pueden ser dispensados de la sumisión y de la obediencia que les deben o relevados del juramento de fidelidad.

Segundo: Los decretos del Santo Concilio ecuménico de Constanza, en sus sesiones IV y V, aprobados por la Santa Sede Apostólica, confirmados por la práctica de toda la Iglesia y de los Pontífices Romanos, observados religiosamente por toda la Iglesia galicana permanecen en toda su fuerza y vigor. La Iglesia de Francia no aprueba la opinión de los que niegan la autoridad de tales decretos.

Tercero: El uso de la potestad apostólica debe estar reglamentado según los cánones consagrados por el respeto general, las reglas, costumbres y constituciones recibidas en el reino deben ser mantenidas y los límites establecidos por nuestros padres permanecer inquebrantables.

Cuarto: Aunque el Papa tenga la parte principal en las cuestiones de fe... su juicio no es irreformable a menos que intervenga el consentimiento de la Iglesia.

Tales fueron los acuerdos de aquella asamblea que por un edicto real se convirtieron en Ley del Reino. El Papa Inocencio XI en el Breve «Paternae Caritati» declaró nulos todos los actos de aquella reunión. Actualmente la defensa de cualquiera de los tres últimos artículos constituiría herejía, después de las definiciones del Concilio Vaticano.

El conflicto no terminó hasta 1693 en el Pontificado de Inocencio II; existían entonces en Francia cuarenta diócesis sin pastor, por haberse negado los Papas a confirmar los nombramientos que para los obispados vacantes hacía Luis XIV, de entre los clérigos, comprometidos en la Asamblea. Una vez derogada la Declaración continuó, no obstante, siendo considerada como ley por los Parlamentos franceses.

El siglo XVIII

Más que entretenernos en otros episodios de la historia del galicanismo observemos más bien el hecho general en Europa durante el siglo XVIII de la difusión y arraigo de las doctrinas regalistas: el derecho de placet regio para las leyes eclesiásticas; la negación del poder coercitivo de la Iglesia; la subordinación de ésta al Estado; el quebrantamiento de la jurisdicción eclesiástica.

En todos los países las monarquías absolutas son despóticas en lo religioso; una conspiración de soberanos católicos (los Reyes Cristianísimo, Católico y Fidelísimo) había de producir la extinción de la Compañía de Jesús.

Las corrientes galicanas se embeben de espíritu jansenista mientras que influyen en otras tendencias más radicales, como el Febronianismo en Alemania. La monarquía austriaca encuentra en el emperador José II, el más característico representante del «despotismo ilustrado», que llega al límite del cisma.

Al finalizar, pues, el siglo de apogeo del estado absoluto, se encuentra la Iglesia, en los Estados católicos, bajo un régimen de «tiranía, con el especioso título de protección y patronato».

La revolución francesa

Pero la Revolución francesa, ya en su primera fase, antes del período jacobino había de llevar consigo el triunfo más rotundo de las doctrinas galicanas: tal fue la Constitución civil del clero y la confiscación por el Estado de los bienes de la Iglesia. El Imperio napoleónico, hijo de la Revolución francesa, continuaría esta política por medio de los llamados Artículos orgánicos informados en el antiguo espíritu galicano; el Estado que había creado la Revolución quería tener bajo su dominio a la Iglesia.

La restauración

Al sobrevenir la Restauración no desapareció ese espíritu, durante ella el ministerio Villele intentó resucitar los Cuatro Artículos imponiendo su enseñanza en los seminarios, sin que pudiese conseguir mucho en este sentido. Tampoco los partidarios del absolutismo habían entendido la lección de los acontecimientos: continuó entre ellos y en el llamado «ancien clergé» el apego a las antiguas tendencias galicanas.

El más temible adversario de la doctrina galicana en esta época fue Lamennais, en su obra «De la Religión considerada en sus relaciones con el orden político y civil» escrita en 1826; en este mismo año dieciséis obispos franceses firmaban una declaración favorable a los Cuatro Artículos. Después de la Revolución de Julio el galicanismo había de continuar con gran ascendiente en la política de la monarquía francesa.

La posición antigalicana del «Avenir»

Para comprender el punto de vista que adoptaban al atacar el galicanismo los redactores del «Avenir» consideremos una frase que escribía Lacordaire en 1838: «¿Qué es lo que apreciamos en estos tiempos modernos que se han iniciado con la revolución americana de 1774? Apreciamos, principalmente, la ruina de tres elementos destructores de la Iglesia, nuestra eterna patria: el absolutismo, el galicanismo y el racionalismo». Esta afirmación no es más que representativa de otras muchas análogas, en sentido ponderativo de las ventajas que ofrecía a la Iglesia, la sociedad basada en los principios del derecho moderno, según el cual la Iglesia debe gozar las ventajas de la libertad, como afirmaba Montalembert «no invocándola como privilegio, sino sólo como su parte en el patrimonio común de la sociedad moderna».

Desde este punto de vista venían a afirmar que siempre que la Iglesia católica fuese reconocida en sus derechos de sociedad perfecta y soberana, como oficial en un Estado que los negase a las sectas heréticas y demás religiones falsas, era forzoso que la Iglesia quedase sometida al poder civil y encadenada a las directrices de la política.

Alegaban para demostrar históricamente su tesis el ejemplo de los estados despóticos que han querido siempre consolidar su despotismo por medio de la religión y a la vez la han encadenado para que no se pudiese oponer a sus designios.

Ahora bien, hay que concederlo: tal fue el origen del cisma oriental y la causa de su persistencia, tal fue también en muchos aspectos la causa del protestantismo en especial del luterano y anglicano.

También es cierto que las doctrinas galicanas y febronianas y el josefinismo austriaco causaron graves daños a la Iglesia. ¿Pero no fue la Revolución Francesa la que llevó a sus últimas consecuencias las doctrinas galicanas y regalistas? La absoluta independencia del poder civil frente a la autoridad religiosa es el Precedente de la separación de la Iglesia y del Estado y la tendencia a someter de hecho a la Iglesia a la autoridad política tiene sólida base teórica en que apoyarse si se niega a la Iglesia su carácter de sociedad sobrenatural y suprema, al equipararla a toda especie de culto.

De aquí que, cuando avanzado el siglo pasado, sobrevinieron las condenaciones de Pío IX contra las tesis liberales, las más destacadas figuras de la tendencia católico-liberal cambiaron su actitud antigalicana y achacaron tal variación de actitud a la diferencia de las circunstancias. Montalembert justificaba su posición afirmando que el galicanismo que había combatido anteriormente era el político, no el religioso, tesis insostenible por la íntima relación que entre sí tienen. En el fondo le movía en esto la misma tendencia que hacía emitir a Mgr. Sibour, en 1853, la siguiente apreciación: «La escuela ultramontana era recientemente una escuela de libertad; se ha hecho ahora de ella una escuela de esclavitud que quiere llevarnos por una doble idolatría: la idolatría del Poder temporal y la del espiritual».

Francisco Canals Vidal en Cristiandad de Barcelona