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UNA LECCIÓN DE SAN IGNACIO

Por José Manuel Zubicoa Bayón

• Artículo de 30.04.1998 • Publicado en CRISTIANDAD de Barcelona. Año LV - Núms. 801-802 Marzo-Abril 1998. Pág. 29

Enseña san Ignacio al inicio de sus inspirados Ejercicios Espirituales algo que es obligatorio para todo cristiano y básico para los propios ejercicios:

"Para que así el que da los exercicios spirituales como el que los rescibe, más se ayuden y se aprovechen, se ha de presuponer, que todo buen christiano ha de ser más prompto a salvar la proposición del próximo, que a condenarla; y si no la puede salvar, inquira cómo la entiende, y si mal la entiende corríjale con amor; y si no basta, busque todos los medios convenientes para que, bien entendiéndola, se salve".

Esta doctrina tiene, como todos los ejercicios ignacianos, el carisma de la verdad salvífica conocida, comprendida, profundizada y vivida sobrenaturalmente para ser difundida universalmente; y por eso conecta con la de los ya proclamados doctores de la Iglesia y, en el punto de partida, con la del Evangelio en la que Cristo nos enseña a practicar la corrección fraterna:

"Si tu hermano llega a pecar, vete y repréndele a solas tú con él. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano. Si no te escucha, toma todavía contigo a uno o dos para que todo el asunto quede zanjado por la palabra de dos o tres testigos (Dt 19,15). Si les desoye a ellos díselo a la comunidad. Y si hasta a la comunidad desoye, sea para ti como el gentil y el publicano" (Mt 18,15-18. Lc 17, 3-7).

Puede haber pensamientos correctos mal expresados o expresiones -san Ignacio, dice con precisión "proposiciones"- que signifiquen pensamientos erróneos, pero que en realidad no se tienen, y que si se profieren es por inadvertencia de esos significados. Una expresión no demasiado incompatible con un pensamiento correcto, que a veces es evidente que se pretende significar, se puede y se debe dejar pasar por alto. Esto es tolerancia, que es efecto de la caridad y de ser buen entendedor.

En el otro caso, en el de una proposición insalvable en su literalidad, todavía prescribe san Ignacio que hay que investigar lo que piensa el que la profiere, lo que pretende expresar con su frase ("inquira cómo la entiende"), porque puede ocurrir y ocurre muchas veces que dicha inadvertencia llegue hasta ese extremo, y mucho más ante expresiones propias que ajenas. Por ejemplo, cuando vemos en un teólogo tomista ortodoxo, como Marín Sola una referencia al "magisterio solemne u ordinario de la Iglesia" como aquel "al cual únicamente está prometida y ligada la asistencia divina o infalibilidad", y nos damos cuenta de que literalmente parece chocar con la definición dogmática del concilio Vaticano I, que enseña que Dios ha dotado al Papa, cuando habla ex catedra de fe y costumbres, "de aquella infalibilidad de que el Redentor divino quiso que estuviera provista su Iglesia" (DS 3074), entonces debemos inquirir cómo entendía el autor su frase; y, como resulta claramente que creía en la infalibilidad de la Iglesia y que acataba la autoridad del concilio Vaticano I, y que quería decir, sin querer negar lo anterior y sin advertir que sus palabras tal vez lo negaban, que el único que individualmente es infalible en el mundo es el Papa -y sólo cuando habla ex cátedra en materia de fe y costumbres-, entonces es que pensaba bien, lo entendía bien, y no era un hereje, sino un gran teólogo, como pensaba de él el papa san Pío X, que recogió sus aportaciones en el proyecto de Código de Derecho Canónico que elaboraba. Y cuando, en otro lugar, dice el mismo Marín Sola que algo difícil y de larga duración no se puede hacer sin la gracia, no hay que pensar que pretenda Marín Sola que algo sobrenaturalmente bueno se puede hacer sin la gracia, máxime cuando el gran tomista no hace más que repetir lo que dice ya santo Tomás sobre el hombre caído que,

"aunque en un momento pueda por su propia voluntad abstenerse de un acto particular de pecado, sin embargo, si se abandona a sí mismo por largo tiempo caerá en el pecado" (CG III, 160. S Th I-II 109-114. De Veritate 24 ).

Y no se puede sostener que "la voluntad no prevenida por la gracia es incapaz para todo bien", porque es un error jansenista condenado en la Bula Unigenitus (DS 2439; cf. 2438 y ss.). Si seguimos la lección de san Ignacio podemos aprender que no procede empezar declarando hereje al equivocado. La Iglesia -que tiene autoridad para ello-, cuando condena a alguien, es al final y para salvarle. El propio Quesnel, cuyos errores son los condenados en la Bula Unigenitus, hizo profesión pública de fe antes de su muerte en 1719.

Aunque el prójimo piense erróneamente, no hay que hablar mal de él para hundirle, sino hablarle bien a él y orar y sacrificarse por él para salvarle, corregirle con amor. No utilizar sus errores o sus pecados para acusarle; y menos, buscar algún sentido malo en la proposición del prójimo: eso es la acusación metódica y es lo que hace el diablo:

"el acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba día y noche delante del trono de nuestro Dios" (Ap 12,10. Cfr. Jb 1-2; Za 3, 1);

mientras que Cristo es allí nuestro intercesor (Rom 8, 34) y María la "abogada nuestra".

Cristo nos enseña a evitar la corrección farisaica. No autoriza que se haga indirectamente, con abstracciones para poderlo negar mintiendo impunemente. Lo que manda no es esconder la mano:

"No juzguéis, para que no seáis juzgados; pues con el juicio con que juzguéis seréis juzgados y con la medida con que medís se os medirá a vosotros. Y ¿a qué miras la brizna que está en el ojo de tu hermano, y no adviertes la viga que está en tu propio ojo? O ¿cómo dirás a tu hermano: «Deja que saque la brizna de tu ojo», y en tanto la viga está en tu propio ojo? Farsante, saca primero la viga de tu propio ojo, y entonces verás claro para sacar la brizna del ojo de tu hermano" (Mt 7, 3-5. Lc 6, 41-42).

Cristo disculpa hasta a sus asesinos:

"Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen" (Lc 23, 34).

E inspira ésta actitud a sus mártires, como san Esteban, que al morir clamaba:

"Señor, no les demandes éste pecado" (Act 7, 59).

Dios no quiere hundir a nadie; así lo proclama inspiradamente el primer Papa en un texto especialmente mesiánico:

"No se retrasa el Señor en el cumplimiento de la promesa, como algunos lo suponen, sino que usa de paciencia con vosotros, no queriendo que algunos perezcan, sino que todos lleguen a la conversión" (2 P 3, 9).

Como había proclamado Dios en su misericordia revelada ya en el Antiguo Testamento:

"¿Acaso me complazco yo en la muerte del malvado –oráculo del Señor Yaveh- y no más bien en que se arrepienta de su conducta y viva?" (Ez 18, 23).

"Diles: «Por mi vida oráculo del Señor Yaveh, que yo no me complazco en la muerte del malvado, sino en que el malvado se convierta y viva. Convertíos, convertíos de vuestra mala conducta. ¿Por qué habéis de morir, casa de Israel?»" (Ez 33, 10-11).

Y como le había enseñado Jesús a Pedro y a todos sus discípulos, cuando les impidió a dos de los más significados, Santiago y Juan, pedir que bajara fuego del cielo para consumir a los que no le acogieron en su aldea; Jesús

"les reprendió, diciendo: «No sabéis de qué espíritu sois; porque el Hijo del hombre no vino a perder las almas de los hombres, sino a salvarlas»" (Lc 9, 54-56).

A Cristo nos lo presenta ya Isaías en esta misma actitud:

"La caña cascada no la quebrará, la mecha que todavía humea no la apagará" (Is 42, 3).

Y la consigna de esperanza para los tiempos mesiánicos es:

"¡Fortaleced las manos desfallecidas y afianzad las rodillas vacilantes! Decid a los turbados de corazón: ¡Esforzaos y no temáis!" (Is 35, 4).

Todavía según esta lección ignaciana, hay que seguir intentando salvar al que se equivoca, si no basta la corrección fraterna. De hecho, como enseña santo Tomás (S Th 1 q.111 a.1 ad 1), hacen falta dos cosas para comunicarle a otro la verdad de fe: exponérsela los ya creyentes y que Dios le dé al otro la gracia de asentir a la verdad. De aquí se deducen "los medios convenientes" que, según enseña san Ignacio, hay que buscar para que salga de su error y se salve el que piensa erróneamente, el que "mal la entiende" y no sólo dice la proposición insalvable. Que el creyente le corrija con amor es ya exponerle la verdad de fe. Falta lo esencial: que el otro asienta voluntariamente; y, para ello, lo único eficaz es la gracia de Dios. Y los medios para conseguirla son los sacramentos, el sacrificio de la misa, la oración, el ayuno, el cumplimiento de las obligaciones diarias, el ofrecimiento -unido al del Corazón de Cristo en su sacrificio supremo y definitivo, pero cotidiano- de las mencionadas obras, y de los padecimientos, pensamientos y deseos, como es la enseñanza y práctica de la Iglesia más común y básica –por ser la principal- y en la que consiste el Apostolado de la Oración. En realidad es el Corazón de Jesús el que pone, suple y hace bueno todo lo que nuestra debilidad efectúa deficientemente, como le hizo saber Él mismo a santa Gertrudis, que "en una ocasión en que la santa se esforzaba para poner una atención mayor a cada palabra y nota del Oficio Divino, no lo conseguía y se desalentaba. Entonces el Señor le presentó en sus manos su Divino Corazón semejante a una ardiente lámpara, al mismo tiempo que le decía:

«Mira, ofrezco a los ojos de tu alma mi Sagrado Corazón, órgano de la adorable Trinidad, para que le ruegues que repare tu imperfección y te haga perfectamente agradable a mis ojos. Porque lo mismo que un servidor fiel está dispuesto a ejecutar la voluntad de su señor, así también mi Corazón estará dispuesto a reparar en todo momento tus negligencias»".
(Manuel Garrido Bonaño, O.S.B., Reino de Cristo, enero de 1998, pág. 23).

Algo parecido dice santa Rafaela María del Sagrado Corazón, cuando en una carta a sus hermanas de congregación de Córdoba les escribe en 1882:

"Como por lo que me dicen -y aun sin eso por lo que yo sé-, algunas de ustedes no tendrán tiempo ni aún para acordarse de Dios, en el mismo acto que reciban ésta ofrézcanle al Sagrado Corazón de Jesús todo: sus distracciones, olvidos e indiferencias, por su mayor honra y gloria, encargándole que Él supla por ustedes, pues dice un padre muy santo que Él es para para su eterno Padre y para sí propio el tapafaltas de sus esposas; por supuesto si éstas tienen buenos deseos" (Cit. también por Manuel Garrido Bonaño, O.S.B., en Reino de Cristo, febrero de 1998, pág. 14).

¡Si por la gracia de Dios se dieran cuenta de esto los luteranos...! Comprenderían que la devoción al Sagrado Corazón es lo suyo, como es lo nuestro, y se habrían terminado el malentendido, el cisma y la herejía.

Santa Teresa del Niño Jesús, cuando tenía que corregir a una novicia, lo hacía por razón de su cargo, por obligación proveniente de Dios,

"porque -enseña nuestra doctora- cuando se obra por inclinación natural, es imposible que el alma, cuyas faltas se pretende corregir, comprenda los propios defectos" (Manuscritos 3, cap. X, nº 12).

Pero lo decisivo para la eficacia de la correción fraterna de santa Teresita era y es como en santo Tomás, la acción de Dios; de ahí los medios que, como en la lección de san Ignacio, empleaba y emplea santa Teresita:

"Lo que hago entonces es dirigir interiormente a Jesús una breve oración, y la verdad triunfa. ¡Ah! La oración y el sacrificio constituyen toda mi fuerza; son las armas invencibles que Jesús me ha dado. Pueden, mucho mejor que las palabras, tocar los corazones. Muchas veces lo he comprobado" (ib. nº 15 ).

La lección cristiana enseñada por san Ignacio a la luz del Corazón de Cristo y de su Evangelio fructifica en la tranquila fecundidad del investigador que pide a sus hermanos interlocutores que le corrijan si se equivoca, cuando habla a la vista de sus mayores, las autoridades de la santa Madre Iglesia Jerárquica, con aquella libertad a la que se refería Bofill,

"la libertad filial, la sincera llaneza en el acertar y, ¿por qué no?, en el errar de quienes sintiéndose seguros y confortables en la casa paterna se aplican prudentemente a las difíciles investigaciones de la teología, de la filosofía, de la historia".
(J. Bofill: Tres antitomismos. II El antitomismo modernista. CRISTIANDAD de 1 de marzo de 1949, pág. 99).

El error no tiene derechos pero sí la persona del que yerra. "Corregir al que va errado", está en la lista de las obras de misericordia. Hay que hablarle a él, no hablar de él. Y hablarle con amor. Las dos cosas son exigencia de la caridad:

"La caridad... exige... la corrección fraterna" (Catecismo, 1829).

Luego por caridad, tiene que haber corrección y tiene que ser fraterna.

San Agustín enseña como doctor, que en las cosas obligatorias hay que tener unidad; en las opinables, libertad; y en todas caridad. Esta misma doctrina, ya con carácter de normativa pontificia, establece que

"ningún particular se erija como maestro en la Iglesia ni en libros, ni en periódicos, ni verbalmente en público. Todos saben a quien ha sido conferido por Dios el magisterio de la Iglesia: por consiguiente a éste le pertenece el derecho íntegro de hablar desde su arbitrio cuando quiera; lo propio de los demás oficios es escuchar religiosamente con complacencia lo que dice y al que habla. Pero en las cosas acerca de las cuales, al no haber aún decisión de la Sede Apostólica, se puede argumentar en un sentido u otro, salva la fe y la disciplina, le es lícito ciertamente a cada uno decir lo que opina y defenderlo. Sin embargo, en estas controversias esté ausente toda intemperancia en las palabras, las cuales pueden traer graves ofensas a la caridad; mantenga cada uno su opinión libre pero modestamente; y no suponga que es lícito acusar a los que tengan la opinión contraria, sólo por esta precisa causa, de fe sospechosa o de no buena disciplina".
(Encíclica "Ad beatissimi Apostolorum" de Benedicto XV, de 3-IX-1914, DS 3625.
http://w2.vatican.va/content/benedict-xv/la/encyclicals/documents/hf_ben-xv_enc_01111914_ad-beatissimi-apostolorum.html.Traducción del original en latín).

[Este mismo texto aparece como el " MANDATO DE BENEDICTO XV QUE TOMA POR NORMA CRISTIANDAD", en el Número de Prueba de la revista CRISTIANDAD de Barcelona, publicado con fecha de 8.12.1943, en la página 8, que es la página central, antepuesto a "El porqué de esta revista"].

El Espíritu Santo por medio de San Pablo fustiga a los que

"pretenden ser maestros de la Ley sin entender lo que dicen ni lo que tan rotundamente afirman" (1 Tm 1,7).

Y en cambio enseña por el apóstol Santiago el Menor que

"la misericordia aventaja al juicio" (St 2, 13).

A esto le aplica Royo Marín, O. P., lo que decía santo Tomás expresando su actitud y su enseñanza:

"Puede suceder que el que interpreta en el mejor sentido, se engañe frecuentemente; pero es mejor que alguien se engañe muchas veces teniendo buen concepto de un hombre malo que el que se engañe raras veces pensando mal de un hombre bueno, pues en este caso se hace injuria a otro, lo que no ocurre en el primero" (S Th II-II 60, 4 ad 1).

La misma actitud y enseñanza de santa Teresita, cuyo oficio de maestra de novicias le enseñó, según refiere, a no desear corregir a las otras monjas y a suponerles buenas intenciones:

"Cuando me acontece ahora ver que una Hermana comete una acción que yo juzgo imperfecta, lanzo un suspiro de alivio y me digo: ¡Qué felicidad! Afortunadamente no es una novicia; por tanto, no estoy obligada a reprenderla. Y enseguida trato de disculpar interiormente a dicha Hermana, suponiendo en ella las buenas intenciones que sin duda tiene" ( nº 23 ).

Por lo que es un mal pensador el malpensado del erróneo "piensa mal y acertarás".

Por precepto divino natural hay casos en que no se debe permitir ser afrentado sin rechazar la afrenta, como enseña santo Tomás:

"Estamos obligados a tener el ánimo dispuesto a tolerar las afrentas si ello fuera conveniente, mas algunas veces conviene que rechacemos el ultraje recibido, principalmente por dos motivos. En primer término, por el bien del que nos infiere la afrenta, para reprimir su audacia e impedir que repita tales cosas en el futuro, según aquel texto de los Proverbios:

«Responde al necio como merece su necedad, para que no se crea un sabio» (Prov 26, 5).

En segundo lugar, por el bien de muchas otras personas, cuyo progreso espiritual podría ser impedido precisamente por los ultrajes que nos hayan sido hechos; y así dice san Gregorio que «aquellos cuya vida ha de servir de ejemplo a los demás, deben, si les es posible, hacer callar a sus detractores, a fin de que no dejen de escuchar su predicación los que podrían oírla y no desprecien la vida virtuosa permaneciendo en sus depravadas costumbres»".
(S Th II-II 72, 3).

El que tiene una familia a la que enseñar y dar buen ejemplo, no puede considerar siempre más perfecto y meritorio renunciar en absoluto a exigir la reparación, según comenta Royo Marín estas palabras de santo Tomás (Teología moral para seglares I, nº 820). Ni el que tiene alumnos. Ni el que tiene que transmitir las enseñanzas y ejemplos a los que vienen detrás en una asociación de seglares. Porque "más que las riquezas vale el buen nombre" (Prov 22, 1). Y por eso, aunque el difamador fuese propietario de todas las riquezas, no le llegaría para indemnizar con ellas apropiadamente al difamado por él.

La presente lección de san Ignacio resulta especialmente útil en estos tiempos de enfriamiento de la caridad y de impugnación de la verdad y por consiguiente de opresión de la libertad. Tiempos en los que sobreabunda la iniquidad e imperan "los maestros de la sospecha" de los que el Papa actual [san Juan Pablo II en 1998] ha hablado muchas veces, mencionando entre ellos a Marx, Nietzche y Freud como los más importantes. El diablo actúa como permanente y principal maestro de la sospecha, que tergiversa y echa a mala parte hasta la Biblia. Cristo es el mayor calumniado y marginado: en su tierra, porque "ningún profeta es acepto en su patria (Lc 4, 24)", y fuera de ella por ser forastero: "¿de Nazaret puede salir algo bueno? (Jn 1, 46)". Y el discípulo no es mayor que su maestro. Conque ya sabemos lo que nos toca si queremos difundir el espíritu de Schola en uno u otro lugar. El propio san Ignacio, que se refería a sí mismo como "el peregrino", es decir, el extranjero, vio cómo le prohibían enseñar y hablar de Dios, porque les parecía sospechoso que lo hiciese sin tener estudios, por más que no pudiesen hallar nada condenable en sus enseñanzas -en realidad, como dice él mismo, los Ejercicios-, que venían de Dios, como las de los doctores de la Iglesia; aunque muchos de ellos han sido grandes estudiosos -otros muchos, no-; y el mismo san Ignacio realizó estudios universitarios completos para obviar esas prohibiciones que le cerraban el camino de hacer el bien a las almas.

Esta es la correción fraterna que enseña san Ignacio conforme al Evangelio entendido por él, más allá y antes de sus estudios, de una forma inspirada sobrenaturalmente para ser así enseñado a todos. Las adherencias postignacianas son corruptelas ajenas a la mente y a la voluntad del santo, que es la voluntad de Dios, por más que se hayan hecho tópicas entre sus aparentes continuadores y en la acusación que les afecta a ellos y a los verdaderos. La proclamación de san Ignacio como doctor de la Iglesia, tan ardientemente deseada por Schola Cordis Iesu y por todos los otros auténticos ignacianos de la Compañía en particular y de la Iglesia en general, ha de contribuir decisivamente, por el poder de las llaves -siempre sobrenaturalmente eficaz cuando se ejerce- a clarificar, actualizar e intensificar las tan imprescindibles doctrinas y prácticas ignacianas en éste y en todos los temas, como el del magisterio de santo Tomás establecido en la Iglesia en general por sus autoridades supremas y en la Compañía de Jesús en especial, como doctor propio, por su fundador; como el del apostolado de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús y de su reinado, encargado suavísimamente a la misma Compañía por su sumo Capitán en persona; como el de aprender de santa Teresa del Niño Jesús la tan ignaciana primacía de la gracia misericordiosa del amor de Dios por Cristo, tal como quería el gran ignaciano, Ramón Orlandis, S. I.

La proclamación de santa Teresita como doctora de la Iglesia ha servido para comprobar por experiencia lo que ya sabíamos por la fe, que esta proclamación ha hecho recordar su enseñanza inspirada por Dios para hacer redescubrir universalmente el camino de la infancia espiritual, del abandono y de la confianza en el amor misericordioso de Dios, que es el camino de las almas contemporáneas tan necesitadas de su misericordia.

 

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Los Ejercicios espirituales de san Ignacio