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La filosofía del liberalismo y la ruina de Occidente*

FRANCISCO CANALS VIDAL, Cristiandad. Barcelona, núms. 533-534, julio-agosto de 1975

*Publicado también tras el fallecimiento de Canals en el número dedicado a su memoria: Cristiandad. Barcelona, núm. 932, marzo de 2009

«Hablaban de progreso cuando retrocedían, de ascensión a la madurez cuando se esclavizaban».
(PÍO XII, Summi Pontificatus)

El escándalo del «Syllabus»

El 8 de diciembre de 1864, a los diez años de la definición del dogma de la Concepción Inmaculada de María, envió Pío IX al mundo católico su encíclica Quanta cura, a la que acompañaba el Syllabus, un índice de «los principales errores de nuestra época». Las ochenta proposiciones condenadas se extractaban de diversos documentos en que el propio Papa las había denunciado y reprobado.

El escándalo causado por el Syllabus entre la opinión liberal de su tiempo representó la culminación de la hostilidad y enfrentamiento entre «el espíritu del siglo» y la Iglesia. Un escándalo persistente y que continúa condicionando en el fondo las actitudes de los católicos en nuestros días.

El sentido de aquel escándalo puede concretarse en torno a la última de las proposiciones condenadas en el Syllabus, la que afirma:

«El Romano Pontífice puede y debe reconciliarse y convenir con el progreso, con el liberalismo y con la civilización contemporánea».

Los liberales acusaron a la Iglesia de oscurantismo, de medievalismo, de hostilidad a la ciencia, a la cultura y al progreso. Con Pío IX la Iglesia optaba por profesarse abiertamente retrógrada, anticuada y enemiga de la modernidad.

Un escándalo todavía más sutil y capcioso se produjo entre los dirigentes del catolicismo liberal. Sentían el atractivo de «un espíritu nuevo» al que según ellos la Iglesia tenía necesidad imperiosa de adaptarse, si no quería verse abandonada por el mundo moderno. En diversos grados participaban de la idea que había expresado Lamennais, para el cual «el catolicismo necesita hundir sus raíces ya secas en el suelo fecundo de la humanidad».

Decimos «en diversos grados», porque no todos los católicos liberales tenían conciencia del radical naturalismo que inspira al liberalismo contemporáneo.

Pero todos sentían la seducción del nuevo espíritu y trataban de componerlo, en sus criterios y en su acción, con su fe cristiana. Recuerdo que el P. Orlandis, nuestro maestro, se refería al «segundo binario» de la meditación ignaciana al calificar la actitud espiritual del liberalismo católico.

Dupanloup, obispo de Orléans, uno de los hombres de influencia más decisiva en la formación del catolicismo francés, trató de hallar el modo de anular el escándalo del Syllabus y justificar las actitudes de su partido. Para Dupanloup lo reprobable era el afirmar que la Iglesia tenía que reconciliarse con la civilización moderna, el progreso y el liberalismo, porque no se tenía en cuenta que la Iglesia nunca había despreciado ni condenado todo lo que hay en ellos de bueno y positivo. Vindicando a Pío IX contra las acusaciones formuladas por los liberales, que le atribuían posiciones hostiles a la libertad humana, a la ciencia y al progreso, Dupanloup afirmaba el acuerdo y conciliación entre la fe católica y las aspiraciones del mundo contemporáneo.

El documento del obispo de Orléans era un conjunto de medias verdades que dejaban en lo oculto lo más esencial de las enseñanzas de Pío IX. El Papa superó inspiradamente la habilidad y sutileza de Dupanloup con un lenguaje de claridad inequívoca. Expresó al obispo de Orléans su agradecimiento por haber rechazado interpretaciones calumniosas y expresó su esperanza de que así como había conseguido formular con claridad lo que no había dicho el Papa, procedería ulteriormente a explicar a sus fieles lo que el Papa había realmente enseñado.

Dupanloup había notado que el Papa no enseñaba que la Iglesia fuese enemiga de la verdadera libertad y del verdadero progreso. Pío IX le invitaba a dejar claro que había enseñado que lo que el liberalismo llamaba progreso y libertad era destructor del orden natural e incompatible con la fe cristiana.

Dirigiéndose a una asamblea liberal había dicho Donoso Cortés:

«Vosotros pensáis que la civilización y el mundo van, cuando la civilización y el mundo vuelven».

Pío XII en su primera encíclica Summi Pontificatus aludió a los hombres de nuestro tiempo que, apartados de la luz de Cristo,

«hablaban de progreso cuando retrocedían».

Las condenaciones del «Syllabus»

Entre las doctrinas condenadas recogidas en el índice o Syllabus, el documento antiliberal por antonomasia, encontramos las siguientes:

«... es lo mismo el espíritu y la materia, la libertad y la necesidad, lo verdadero y lo falso, lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto» (Prop. 1; Máxima quidem, 9 de junio de 1862).

«El Estado, por ser la fuente y el origen de todo derecho, tiene en sí mismo un derecho absolutamente ilimitado» (Prop. 39, ibíd.).

«El derecho consiste en el hecho material; todos los deberes humanos son un nombre vacío, y todos los hechos tienen fuerza de derecho» (Prop. 59, ibíd.).

«La autoridad no es sino la suma del número y de la fuerza material» (Prop. 60, ibíd.).

Para bastantes de los que sienten entusiasmo por el liberalismo y se profesan como convencidos liberales, estas condenaciones de Pío IX se entenderán como recayendo sobre doctrinas muy diversas, y aun opuestas, a las que creen sostenidas por el liberalismo. Y si aceptasen que al formularlas entendía Pío IX condenar el liberalismo, juzgarían que se trata de una atribución calumniosa y gravemente injusta.

Quienes piensan así no conocen sino los aspectos propagandísticos del sistema e ideología liberal. En la misma línea que Pío IX, y con el mismo conocimiento auténtico del liberalismo y de su intención práctica profunda, se expresó León XIII en su encíclica Libertas:

«En realidad el liberalismo pretende en lo moral y en lo político lo mismo que sostiene en filosofía el naturalismo o racionalismo, ya que el liberalismo no es sino la aplicación a la vida y a la sociedad de los principios afirmados por el naturalismo».

«... desaparece propiamente la distinción entre lo bueno y lo malo, lo honesto y lo deshonesto; la autoridad queda separada de todo principio y la ley, que es la que establece qué sea lo debido, queda al arbitrio del número, lo que conduce a la tiranía».

Al hablar así se refiere León XIII al que podríamos llamar liberalismo coherente o integral. Advierte que muchos sostienen un liberalismo práctico, que se refiere a la vida política, aunque no niegan las concepciones creacionistas y sobrenaturales en cuanto a su concepción especulativa del mundo. Pero se trata de una inconsecuencia, ya que los criterios prácticos del liberalismo son en realidad algo que deriva de los principios filosóficos del naturalismo absoluto.

En las fuentes del liberalismo: el pensamiento de Spinoza

El filósofo judío Baruch Spinoza (1632-1677) es generalmente conocido como uno de los primeros propugnadores de la libertad de pensamiento filosófico y religioso. En 1670 publicó su Tratado teológico-político conteniendo algunas disertaciones que muestran que la libertad de filosofar puede ser concedida sin peligro para la piedad y la paz del Estado, y que incluso no se la puede suprimir sin destruir a la vez la paz del Estado y la piedad misma. Frente a los estados confesionales que no admitían la legalidad de la heterodoxia religiosa o filosófica, Spinoza defiende la libertad que gozaban en su tiempo las Provincias unidas de Holanda:

«Puesto que hemos tenido la rara felicidad de vivir en una república en la que se da a cada uno entera libertad para pensar y para honrar a Dios según su propio talante, y en la que todos tienen esta libertad como el bien más dulce y querido, creo emprender una obra útil y no ser ingrato al mostrar que esta libertad puede ser concedida sin peligro y que es incluso necesaria para la piedad y la paz del Estado».

Spinoza concluye en el último capítulo de la obra afirmando la conveniencia de que en un Estado libre «cada uno piense lo que quiera y diga lo que piensa».

Es inútil e ineficaz toda legislación que pretenda, por modo imperativo o represivo, referirse a materias especulativas y al interno juicio de los hombres. Esta tesis liberal se enlaza en Spinoza íntimamente con una concepción «democrática», que se expresa en este característico lenguaje:

«Si el gran secreto del régimen monárquico y su interés máximo consiste en engañar a los hombres y colorear con título de religión el temor que debe mantenerlos dominados, a fin de que ellos mismos luchen para su propia servidumbre como si se tratase de su salvación, y crean que no es vergonzoso sino honorable en sumo grado dar su sangre y su vida para satisfacer la vanidad de un hombre solo, no se puede por el contrario concebir ni buscar nada más pernicioso en una república libre, puesto que es enteramente contrario a la libertad común que el libre juicio propio sea coaccionado o quede esclavizado a los prejuicios».

La doctrina spinoziana sobre el poder político, que es el precedente más auténtico del «contrato social» y de la «voluntad general» de Rousseau, es expresión del más estricto inmanentismo naturalista. Para la fe católica no hay poder sino por Dios, y cualquiera que sea la forma de gobierno hay que afirmar siempre el origen trascendente y divino de la autoridad, que no puede tener su fundamento en la misma multitud de los hombres. Para Spinoza, el poder político consiste en la fuerza colectiva de los hombres, y la idea de Dios trascendente y personal es criticada como proyección imaginaria y mítica de un poder monárquico.

Por «Dios» entiende Spinoza la Naturaleza en cuanto «naturante», es decir, como la unidad absoluta en la que existen, como sus particulares «modos», las múltiples realidades en que consiste la Naturaleza en cuanto «naturada», es decir, el universo.

«Dios» o la «Naturaleza» es infinitamente extenso y pensante, pero no le atribuye Spinoza «entendimiento», que no es sino un modo o afección del pensamiento, ni voluntad, que para él se identifica con el entendimiento.

No hay voluntad alguna libre ni en lo divino ni en lo humano. Acusando de imaginación antropomórfica la idea de Dios como soberanamente libre, se destruye no sólo la idea de la Creación y de la contingencia y dependencia del mundo creado, sino también el concepto del ser personal finito, que la visión cristiana de la realidad entiende como imagen de Dios precisamente por su mente inteligente y libre. El hombre individual no es tampoco ya un ser personal, sino un modo particular de la infinita substancia extensa y pensante.

Si el hombre habla de libertad de albedrío es sólo porque, consciente de sus deseos, es ignorante del determinismo de causas necesarias que los producen y condicionan.

Como modo individual de la naturaleza, el hombre está inexorablemente sometido a fuerzas más poderosas que él. En este sentido podemos considerarle en situación de servidumbre en cuanto es pasivamente determinado por ellas. Pero podemos considerarlo libre en la medida en que es en sí mismo poderoso y activo. Este poder de la mente humana se constituye por el conocimiento según ideas adecuadas, y ya no mutiladas y confusas como las que constituyen las «pasiones».

En este conocimiento según ideas adecuadas, el hombre adquiere libertad al ser consciente de la estricta necesidad de todas las cosas. Conocidas ya como «pasiones», sus afectos dejan de ser tales. De aquí que el hombre libre no puede tener ya razón alguna para la conciencia de pecado ni del remordimiento.

En el supuesto de que el hombre fuese siempre plenamente libre, es decir, poderoso y activo –virtud es lo mismo que fuerza o poder–, no formaría nunca las ideas inadecuadas e ilusorias de lo bueno y de lo malo, del pecado y de la responsabilidad moral, del mérito y de la alabanza de lo honesto. Ni la verdad ni el bien pertenecen al ser como sus propiedades trascendentales. La verdad es la coherencia de la idea misma, y el bien es un concepto general forjado por el hombre por la comparación de unas realidades con otras según modelos universales que no son sino ideas en sumo grado confusas.

Desaparece toda idea de bien como fin, y de apetito como tendencia al fin. Pero, puesto que apetecemos, impulsados por una necesidad natural, podemos seguir empleando el término «bueno», entendiéndolo como lo útil para conseguir lo que deseamos.

Podemos también llamar perfecto a lo real, con tal que liberemos el término perfección de todo sentido valorativo y de estimación que nos hiciese ver el ser como perfectivo y en sí apetecible. Y supuesta la universal necesidad de todo –no hablamos de contingencia sino por ignorancia, ni de libre albedrío sino por esta misma ignorancia del determinismo–, tendremos que reconocer que «las cosas son como son». Es una ilusión, fundada en ideas inadecuadas, la pretensión de los moralistas y políticos que quieran maldecir la realidad tal como de hecho se da en nombre de un inexistente «deber ser».

En este naturalismo integral, que niega la personalidad de Dios y la del hombre, el sentido de una moral preceptiva y valorativa, y la idea de mérito y pecado, se funda la doctrina de Spinoza según la cual sólo tiene sentido emplear términos como «justo» o «injusto» para referirse a lo establecido por la voluntad y poder de los que ejercen en la sociedad política, fundamentado en la fuerza del número, el poder soberano.

Sobre estos fundamentos se construye precisamente el sistema spinoziano sobre la conveniencia o utilidad política de la libertad filosófica y religiosa. Esto sólo sorprende a quienes desconozcan la orientación del liberalismo spinoziano. Hay que insistir en que este liberalismo es la versión más originaria y auténtica del que inspiró la «declaración de derechos» de Jefferson, el verdadero autor de la Constitución americana, la Revolución francesa, el Estado jacobino y napoleónico, y en definitiva el liberalismo, que fue condenado por Pío IX con perfecto conocimiento de causa.

La tragedia postconciliar de la «libertad religiosa»

En nombre de la que se dio en llamar «línea mayoritaria», y juzgando en nombre de ella incluso de los propios textos aprobados en el Concilio Vaticano II, se ha ejercido sobre la opinión católica una presión dirigida a impulsar una ruptura o innovación liberadora frente a la mentalidad tradicional; se ha propuesto algo así como una nueva Iglesia, una nueva humanidad cristiana.

Se rechazan, en los propios textos conciliares, aquellos puntos en que se muestra su continuidad con los concilios anteriores y con la Iglesia de todos los tiempos. Se entiende así la «colegialidad» prescindiendo de que fuese votada formalmente por el Concilio según la nota explicativa que impuso la autoridad pontificia que convocaba y presidía el Concilio. En esta perspectiva se interpreta el Vaticano II como una derogación del Vaticano I.

Todo lo que Paulo VI, durante el Concilio o después del Concilio, ha enseñado, y que no puede ser presentado según este esquema de ruptura innovadora, se atribuye a la supervivencia de un conservadurismo todavía no plenamente desterrado de la Iglesia por la corriente progresista a la que se atribuye siempre la posesión del futuro.

Todo lo que en el mismo Concilio no está de acuerdo con la supuesta línea que se pretendió imponer en nombre de esta corriente, es concebido como una frustración de su tarea. La declaración sobre la libertad religiosa ha de leerse, desde estos supuestos, como la revocación del Syllabus y de la encíclica Libertas, y prescindir desde luego de su afirmación inicial, considerada como molesta e incoherente, por ser efecto de una enmienda «conservadora», de que tiene que ser entendida manteniendo su continuidad con la enseñanza tradicional del magisterio sobre esta cuestión.

Muchos católicos, por efecto de este espejismo «postconciliar» profesan aquella forma de liberalismo inconsecuente de que hablaba León XIII, inconsecuente porque sólo a partir de la negación de la verdad divina y de la revelación sobrenatural tendría sentido el criterio que sostienen prácticamente como preceptivo en la vida pública y social. Creemos que se podría hallar un criterio iluminador en la confusión presente si se confrontase sinceramente la enseñanza de Juan XXIII en la Pacem in terris con la fundamentación spinoziana de la libertad religiosa en la vida de la sociedad política.

«Entre los derechos del hombre –dice Juan XXIII–, se ha de reconocer el de honrar a Dios según el dictamen de su recta conciencia y profesar la religión privada y públicamente. Porque, como afirmó Lactancio, nacemos para ofrecer a Dios que nos crea el servicio justo y debido, para buscarle a Él sólo, para seguirle. Éste es el vínculo de piedad que nos une a Él y a Él nos liga y del que deriva el nombre mismo de religión. [...] »La autoridad no es una fuerza carente de control, sino la facultad de mandar según razón. Por consiguiente, la virtud de obligar de la autoridad procede del orden moral, que se fundamenta en Dios, que es su primer principio y último fin».

«Los que ejercen el poder soberano –afirma Spinoza en su Tratado teológico-político– son los únicos que pueden decidir lo que es justo o injusto y lo que es conforme o contrario a la piedad; mi conclusión es que para mantener óptimamente este derecho –es decir, el poder de decisión sobre lo sagrado, que les incumbe– y asegurar de este modo la libertad del Estado, es lo más útil y conveniente dejar a cada uno libre para pensar lo que quiera y para decir lo que piensa».

En Juan XXIII, de acuerdo con la enseñanza tradicional católica, el deber religioso, fundado en la creación del hombre por Dios, da al hombre un derecho que no puede ser sometido al Estado. Para el liberalismo propiamente dicho, por fundarse el poder político en el poder humano, sin ningún origen trascendente y divino, y ser la fuente única de moralidad y de derecho, le resulta útil en orden a su función de supremo constitutivo y fuente de lo justo, establecer en la vida pública la libertad para que cada individuo profese a su arbitrio sus opiniones religiosas.

»Al no reconocer ninguna autoridad de orden trascendente y sobrenatural, es claro que el Estado es el árbitro último de todas las limitaciones que el poder considere conveniente establecer en la vida pública a la expresión de las ideas religiosas.

»Y puesto que el Estado no reconoce autoridad de orden trascendente y sobrenatural, es claro que le compete, en el sistema de Spinoza, el poder de establecer las condiciones de la expresión en la vida pública de las ideas religiosas. Es consecuente con el naturalismo absoluto el someter todo el orden de las cosas sagradas al poder del Estado. Así lo afirmó Spinoza y así lo entendieron Pío IX y León XIII al denunciar el liberalismo como una consecuencia de aquel inmanentismo naturalista. Se comprende así que León XIII pudiese decir:

«Que el Estado reconozca los mismos derechos a las diversas religiones viene a ser equivalente a la profesión del ateísmo».

El malentendido del pluralismo político liberal

Cierto «liberalismo» ingenuo acostumbra a admirar como virtudes características del sistema liberal las felices inconsecuencias por las que se mantiene en las sociedades de Occidente regidas por el liberalismo la vigencia secular de las concepciones cristianas sobre la sociedad y la persona humana.

Estos liberales se sorprenden cuando ven imponerse una tiranía totalitaria en nombre de la democracia, de la libertad y de la voluntad del pueblo. La lectura de Spinoza y de Rousseau les convencería de que la «voluntad general» y el «poder de la multitud» son expresiones exotéricas y propagandísticas de un principio cerradamente monista –panteísta– con el que el naturalismo absoluto se opone a la afirmación del origen de la autoridad en Dios trascendente al mundo y personal.

Lo mismo ocurre con el principio «pluralista», que muchos invocan como tabla de salvación frente a la amenaza del totalitarismo marxista. Ninguna sociedad puede hallar su principio en el pluralismo; por el contrario, sólo en el acatamiento absoluto e incondicionado a un orden fundado en el principio uno, que trasciende y fundamenta la pluralidad, se apoya la obligación del debido respeto a lo plural.

El respeto al prójimo, al amigo y al enemigo, al conciudadano y al extranjero, no hallan su fundamento sino en la obediencia a Dios.

El monismo antiteístico y anticristiano, que se apoya en la fuerza y en la verdad de la exigencia de afirmar la unidad, se disfraza propagandísticamente de pluralismo en orden a combatir la soberanía del Señor que es Uno.

El Occidente no podría defenderse de esta seducción sino apoyándose de nuevo en la fe cristiana.

Porque detrás del engaño e inconsistencia del aparente pluralismo está, con su trágica fuerza, el culto anticristiano al principio inmanente que fundamenta la construcción de un estado totalitario que tiende a la tiranía universal.

Racine, en su tragedia Atalía, nos presenta el diálogo entre el pluralismo sincretista propuesto hipócritamente por la reina gentil y la fidelidad a la fe en el Dios de Israel que profesa Joas:

Atalía. –Vous prierez le vôtre; moi prierai le mien. Ils sont deux puissants dieux.

Joas. –Il faut adorer le mien. Lui seul est Dieu, madame, et le vôtre n’est rien.

Los cristianos estamos en el día de hoy tentados a no profesar nuestra fe en el Dios único, sino a proponer al mundo los equívocos pluralistas del liberalismo. Viene a ser entonces humillación y castigo que sean los que llegan hasta las últimas consecuencias totalitarias de los principios del naturalismo que originaron el liberalismo, los que se atrevan a proclamar, en su lenguaje y en su práctica, que es nada cuanto se les opone y que la única y exclusiva verdad está en su acción revolucionaria.