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El terror y la matanza de católicos en la autodenominada zona republicana durante la guerra de España de 1936
"Desde los primeros días de lucha, un indecible terror reinaba en Madrid, pasear a todo sospechoso o todo enemigo personal se convirtió en el apasionado deporte de los milicianos de retaguardia". La revolución española vista por una republicana, escrito entre octubre y noviembre de 1936 por Clara Campoamor
Durante la guerra (1936-1939), 20.000 iglesias fueron destruídas en la zona republicana, las demás fueron cerradas.
Son
2.108 los mártires de la persecución religiosa en la
zona roja durante la Guerra de España de 1936 y sus
precedentes, proclamados como tales por la Iglesia y
beatificados hasta el 22.10.2022, 11 de ellos además
canonizados 471 beatificados en el pontificado de san Juan Pablo II (1978-2005), 530 en el de Benedicto XVI (2005-2013) y 1.107 en el del Papa Francisco, hasta el 22.10.2022 106 mártires navarros de 1936 beatificados hasta el 22.10.2022 Beatificados el 22.10.2022 doce redentoristas
mártires de 1936, (entre
ellos 5 navarros). «Ten cuidado y guárdate bien, no vayas a olvidarte de estas cosas que tus ojos han visto, ni dejes que se aparten de tu corazón en todos los días de tu vida; enséñaselas, por el contrario, a tus hijos y a los hijos de tus hijos» (Dt 4,9). "Es preciso que las
iglesias locales hagan todo lo posible por no perder el
recuerdo de quienes han sufrido martirio" (San Juan
Pablo II, Carta Apostólica Tertio Milenio Adveniente, de
10 noviembre de 1994) |
"Ellos se lo buscaron: la ira anticlerical"
Así se justifica en el siglo XXI el terror y la matanza de católicos en la autodenominada zona republicana.
Como aparece en el libro Víctimas de la guerra civil, coordinado por Santos Juliá: "Ellos se lo buscaron: la ira anticlerical".
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Prieto responsabilizado por Massip
Carlos Sáenz de Tejada, Sacerdotes y religiosos sufren el martirio por confesar a Cristo como en los tiempos de Diocleciano
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Reseña del libro de Félix Schlayer: Matanzas en
el Madrid republicano. Paseos, checas, Paracuellos...
Áltera, 2006; 254 páginas.
Traducción de la obra de
1938 «Diplomat im roten Madrid», (Un diplomático en el Madrid
rojo), Por Félix Schlayer, cónsul de Noruega en España.
Este libro es el testimonio de un hombre neutral. La prueba de la existencia de este tipo de hombres es la existencia de este libro. Es un relato duro, no es fácil leerlo de un tirón. Hay que descansar de la lectura, y una vez repuesto volver a enfrentarse a la narración de las barbaridades que aquí aparecen. Es más que un libro. Es un retrato en color sepia del infierno republicano.
Ninguna historia nueva aparece aquí, pero se cuentan de tal modo que parecen nuevas. No tienen pretensiones literarias; sin embargo, la sinceridad, la ecuanimidad y la falta de partidismo del relator las convierte en un documento de primera mano para hacerse cargo del horror republicano.
Por supuesto, hoy, en 2006, casi nada de lo contado por Schlayer, en 1938, es novedoso. La historia crítica más rigurosa nos ha narrado sucesos que, sin duda alguna, por primera vez nos contó Schlayer, incluso muchos de esos trabajos están inspirados en este libro, que ha tardado más de 65 años en verterse, magníficamente, al castellano. Sin embargo, la perspectiva desde la que se cuenta el horror sigue siendo novedosa para todos nosotros.
La ubicación del relator es todo. Gracias a su posición, a su destino de cónsul de Noruega en Madrid, Félix Schlayer consiguió, primero, salvar cientos de vidas humanas del terror implantado por los republicanos en el Madrid del 36 y el 37; pero, sobre todo, consiguió contarnos en un libro sólo y exclusivamente lo que vio. Ahí reside su aportación. Escribir en solitario lo visto. Fue su venganza del terror rojo.
La biografía del autor de esta obra no puede prescindir de dos rasgos: salvó a cientos de hombres de una muerte segura y escribió un libro para que nadie repitiese esas salvajadas. Acumula, pues, méritos suficientes para que nos acerquemos a esta obra con respeto. Se debe leer de principio a fin con el mismo sagrado respeto que tiene el autor por sus lectores: "Lejos de mí cualquier intención propagandística. Sólo espero que cada cual sepa extraer de mi escritos sus propias conclusiones".
Quizá, por seguir hablando de otros méritos del autor, fuera el primero que contó los horrores de esa época de primera mano, sin intermediarios ideológicos o narrativos; tan es así que, cuando los leemos, parece que estamos descubriendo esos sucesos, aunque ya los conociéramos. Contó, pues, al mundo por primera vez las persecuciones, los asesinatos masivos, las torturas de las checas en el Madrid de la revolución del 36.
Quizá fuera también el primero que descubrió la matanza, organizada racionalmente, de presos preventivos del día 8 de noviembre de 1936, en Torrejón de Ardoz y, seguidamente, en Paracuellos del Jarama. La mayor matanza de la Guerra Civil.
Por todo eso, resulta extraño, por no hablar de la indolencia de nuestras agencias de socialización intelectual, que este libro haya tardado tanto en publicarse en castellano. Reparemos, sí, en la fecha en que apareció por primera vez: 1938, en la lengua materna del autor, el alemán, y preguntémonos por los motivos de este retraso. Las respuestas a esos interrogantes formarán parte de la historia moral o, mejor dicho, inmoral de los intelectuales españoles
En cualquier caso, esta obra sigue siendo una buena causa para enterrar definitivamente los fantasmas de aquella guerra atroz. Un motivo para saber que no hay verdadero recuerdo sin previo olvido. Es la gran lección de este libro. Los horrores, las miserias y las barbaridades descritas son para olvidar, para volver a empezar; o sea, para recordar de verdad. No hay, insisto, genuino recuerdo sin olvido, pero es necesario saber lo que sucedió, asumirlo y enjuiciarlo moralmente, no para revisarlo contra nadie sino para reconciliarnos con todos. Quien oculta el recuerdo crítico del pasado corre el riesgo de quedar fijado en el resentimiento.
Aunque a veces es difícil de seguir, su lectura es terapéutica. Su crudeza obliga a detenernos, insisto, a olvidarnos de lo narrado, a empezar de cero, a largarse de este país, a salir de su historia Pero es nuestra historia. O la asumimos o fenecemos. Su asunción nunca será sencilla, pero nos da la vida. Por ahí va este libro. Es una inyección para resucitarnos. Quien lea algunos pasajes de este libro y no sienta vergüenza de esos sucesos, de esa guerra, de las atrocidades hispánicas, quizá no entienda jamás que es un ser humano.
En fin, en el septuagésimo aniversario del inicio de la Guerra Civil, Matanzas en el Madrid republicano tiene que ser un buen punto de apoyo, uno más, para sellar, otra vez, una verdadera reconciliación entre los españoles, que nunca podrá hacerse sobre la base del olvido, de la falsificación histórica o de la abyección moral que se intenta hacer recaer sobre uno de los dos bandos contendientes.
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"Iba a empezar enseguida una reunión con representantes de los partidos del Frente Popular, en el curso de la cual se iba a nombrar la nueva «Junta de Defensa» de Madrid. Inmediatamente después de su nombramiento nos presentaría al nuevo delegado de Orden Público [...]
Pasado algún tiempo apareció el ayudante con un hombre joven que tendría de 25 a 30 años de edad, un «camarada» robusto con un rostro de expresión más bien brutal, y nos lo presentó como nuevo delegado de Orden Público. Pertenecía a las Juventudes Comunistas, a la más encarnizada e insensible de todas las organizaciones proletarias. Extremó su cortesía con los diplomáticos, con quienes establecía contacto por primera vez en su vida y nos citó para celebrar una entrevista en su nuevo despacho a las siete de la tarde [...].
Dicha autoridad se llamaba Santiago Carrillo. Tuvimos con él una conversación muy larga, en la que recibimos toda clase de promesas de buena voluntad y de intenciones humanitarias respecto a la protección de los presos y al cese de la actividad asesina. Pero la impresión final que sacamos de la entrevista fue de una total inseguridad y falta de sinceridad. Le dije lo que acababa de oír en la Moncloa y le pedí explicaciones. Carrillo pretendía no saber nada de todo aquello, lo cual me parece totalmente inverosímil, como lo demuestra el hecho de que durante la noche y el día siguiente prosiguieron, pese a sus falsas promesas, los transportes de presos sacados de las cárceles.
Prosiguieron sin que Miaja ni Carrillo intervinieran para nada; y sobre todo, sin que pudieran seguir alegando desconocer unos hechos de los que les acabábamos de informar. [...]
"Tal como pude sonsacarle al miliciano, aquello había transcurrido de la siguiente manera: los autobuses que llegaban se estacionaban arriba en la pradera. Cada 10 hombres atados entre sí, de dos en dos, eran desnudados -es decir, les robaban sus pertenencias- y enseguida les hacían bajar a la fosa, donde caían tan pronto como recibían los disparos, después de lo cual tenían que bajar los otros 10 siguientes, mientras los milicianos echaban tierra a los anteriores. No cabe duda alguna de que, con este bestial procedimiento asesino, quedaron sepultados gran número de heridos graves, que aún no estaban muertos, por más que en muchos casos les dieran el tiro de gracia".
"Luego me dirigí al único que estaba de guardia -un miliciano-, y dando por sabido lo ocurrido, le pregunté sin rodeos dónde habían enterrado a los hombres que fusilaron el domingo. El hombre empezó a hacerme una descripción algo complicada del camino. Le dije que sería mucho más sencillo que nos acompañara y nos enseñara el lugar; me hizo caso, se colgó el fusil y nos condujo hasta ahí. A unos 150 metros del castillo se metió en una zanja profunda y seca que iba del castillo al río, y que llaman «Caz»; era una antigua acequia. Ahí empezaba, en el fondo de dicha zanja, un montón de unos dos metros de alto de tierra recientemente removida. Lo señaló y dijo. «Aquí empieza». Reinaba un fuerte olor a putrefacción; por encima del suelo se veían desigualdades, como si emergieran miembros; en un lugar asomaban botas. No se había echado sobre los cadáveres más que una fina capa de tierra. Seguimos la zanja en dirección al río. La remoción reciente de tierra y la correspondiente elevación del nivel del fondo de la cacera tenía una longitud de unos 300 metros. ¡Se trataba, pues, de la tumba de 500 a 600 hombres!".
Biografía.
Félix Schlayer: Retlingen (Alemania) 1873, Madrid (?). Ingeniero, establecido en España desde 1895 y domiciliado en Torrelodones (Madrid), ocupa en 1936, a los 63 años de edad, el puesto de Cónsul de Noruega, país con el que había establecido, como empresario de maquinaria agrícola, intensas relaciones comerciales. Al encontrarse fuera de España el embajador de Noruega, el 18 de julio de 1936 se pone al frente de la legación de dicho país, cargo desde el cual salvó la vida de los más de mil refugiados acogidos en dicha embajada. En noviembre de 1936, descubrió y dio testimonio de la matanza, en Paracuellos de Jarama, de más de cuatro mil presos preventivos extraídos de las cárceles de Madrid. Habiendo regresado a España al finalizar la guerra, siguió viviendo en nuestro país, donde falleció en fecha desconocida, hallándose enterrado en el cementerio civil de Madrid.
Fue el primero que contó al mundo el horror de las persecuciones, de los asesinatos masivos, de las torturas de las checas en el Madrid de la revolución.
Fue el primero que descubrió la matanza de Paracuellos de Jarama: más de cuatro mil presos preventivos de diversas cárceles de Madrid asesinados a sangre fría en la mayor matanza colectiva de toda la guerra civil. Fue el primero también que probó la implicación directa de Santiago Carrillo en la masacre.
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Persecución religiosa y guerra civil. La Iglesia en Madrid, 1936-1939. Gloria de la Iglesia en España
Reseña del libro de José Francisco Guijarro: Persecución religiosa y guerra civil. La Iglesia en Madrid, 1936-1939. La Esfera de los Libros, 2006; 695 páginas.
Más de veinte años estuvo la tesis doctoral del hoy arzobispo emérito de Badajoz, monseñor Antonio Montero, sobre la historia de la persecución religiosa en España entre 1936 y 1939, sin poder reeditarse, después de que se hubieran agotado sus primeras ediciones. Paradójicamente, la editorial responsable era propiedad de la Conferencia Episcopal.
Corrían tiempos en los que la política vaticana, y no poca de la española, estaba en un tiempo muerto ante los procesos de beatificación iniciados con motivo de una de las mayores persecuciones, documentada y bien documentada, que ha sufrido la Iglesia en la época contemporánea. El autor de estas páginas nos recuerda lo que el cardenal Isidoro Gomá escribió, el 30 de marzo de 1937, al entonces secretario de Estado del Vaticano: "Cuando se tenga una relación completa de lo ocurrido, el mundo quedará atónito".
Eran tiempos de transición y de reconciliación, y parecía que mentar el holocausto hispano suponía poner en la mesa los muertos de una de las siempre inevitables partes. Llegó Juan Pablo II y mudaron las tornas. Venía de un país lejano, que sabe de sangre de mártires y que ha experimentado a lo largo de los siglos y de las épocas las más diversas formas de persecución material o intelectual.
Ahora, no hace muchos meses, la Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española ha aprobado un Plan Pastoral en el que se incluye, como uno de sus objetivos, la celebración de una gran beatificación de los mártires de la Guerra Civil. Hay quien considera que esta celebración debe hacerse en Roma, por el contexto político, social y cultural en que nos encontramos. Lo que no debiéramos olvidar es lo que los obispos españoles escribieron en su instrucción pastoral Constructores de la paz:
"No sería bueno que la guerra civil se convirtiera en un asunto del que no se puede hablar con libertad y objetividad. Los españoles necesitamos saber con serenidad lo que verdaderamente ocurrió en aquellos años de amargo recuerdo. Los estudiosos de la historia y de la sociedad tienen que ayudarnos a conocer la verdad entera acerca de los precedentes, las causas, los contenidos y las consecuencias de aquel enfrentamiento. Este conocimiento de la realidad es condición indispensable para que podamos superarla de verdad".
El sacerdote José Francisco Guijarro, que durante varios años se ha responsabilizado en la archidiócesis de Madrid de los procesos de beatificación de los mártires de la persecución religiosa en España, ha hecho un magnífico trabajo de síntesis del estado de la cuestión en que se encuentra la historiografía sobre este siempre peliagudo acontecer de nuestra historia contemporánea. Para ser justos, hay que recordar los trabajos que el también sacerdote e historiador Vicente Cárcel Ortí ha venido publicando al respecto, y que han mantenido la mecha encendida de una cuestión que no pocos historiadores quieren pasar de soslayo.
Este libro es un antídoto contra el nefando grito que aparece en el libro Víctimas de la guerra civil, coordinado por Santos Juliá: "Ellos se lo buscaron: la ira anticlerical". Escribir sobre la persecución religiosa en España, como lo hace nuestro autor y de la forma en que lo hace, es reconocer en primer lugar, y con palabras de Claudio Sánchez Albornoz, que "prevaleció una vez más el sañudo anticlericalismo de los inexpertos republicanos, cuando la República tenía mil problemas mucho más graves y mucho más urgentes".
De las primeras manifestaciones violentas del anticlericalismo más agresivo, en los días 11, 12 y 13 de mayo de 1931, a la persecución contra lo católico y los católicos en los primeros días del alzamiento en el Madrid republicano hay una línea de continuidad que se va desentrañando en este voluminoso libro, que combina la erudición de la cita documental con la amenidad del relato casi periodístico.
El autor conoce las fuentes no sólo de primera mano ha visitado relevantes archivos, algunos de ellos cerrados hasta el presente, sino que se ha enfrascado en el diálogo con los historiadores del presente y del pasado que han abordado estas materias, para contrastar y clarificar ideas. Es este libro una historia de la Segunda República desde el punto de vista de las relaciones del nuevo régimen con la Iglesia, y lo es al compás de los actores históricos del drama. Significativo es, por ejemplo, el perfil que se incluye del nuncio, monseñor Federico Tedeschini. Y significativa es también la clave de la problemática sobre al enseñanza, que generó no pocos de los procesos en aquella época.
Que los viejos republicanos fueran masones y "rabiosamente anticlericales" no implicaba que fueran incapaces de controlar los efectos de las ideas que habían sembrado. Y no fue el menor el de la construcción de un imaginario social en el que la Iglesia se convirtió en objeto de las iras de la ignorancia popular manipulada y de la inquina destructora de los sistemas ideológicos marxistas.
Para concretar más en la sustancia del libro, debemos hablar en números. Fueron, aproximadamente, en toda España, 6.832 los muertos de la persecución religiosa; 4.184 eran sacerdotes del clero secular, incluidos 12 obispos y un administrador apostólico; 2.365 religiosos y 283 religiosas. De ellos, 6.500 recibieron la palma del martirio en menos de un año, en una España dividida en dos mitades.
La historia que se desgrana, principalmente en lo referido a Madrid ciudad del principal martirologio, que padeció la anarquía fratricida de los primeros meses nos induce a preguntarnos, como ya hizo monseñor Montero: "¿Hará falta insistir en que, al margen de la propia guerra civil y con antelación a la misma, estaba minuciosamente previsto elprograma de persecución a la Iglesia?".
Andrés Nin, jefe del Partido Obrero de Unificación Marxista, dijo el 8 de agosto de 1936: "Había muchos problemas en España. El problema de la Iglesia nosotros lo hemos resuelto totalmente, yendo a la raíz: hemos suprimido los sacerdotes, las iglesias, los cultos". Así, sin matices, como ocurrió con la primera víctima moral por motivos religiosos, de la que ofrece referencia el autor, en el apartado referido al sábado 18 de julio de 1936: el asesinato a sangre fría del hijo del sacristán de la parroquia de San Ramón, en el interior del templo, en el puente de Vallecas.
Invito al lector a que se encuentre con cada uno de los nombres de mártires que aparecen en estas páginas y que intente reconstruir la historia, si acaso imaginándola. Fueron mártires, no caídos en guerra, porque no fueron a ninguna guerra. No eran más que católicos, religiosos, religiosas, sacerdotes, seminaristas que morían por el hecho de serlo. No fueron víctimas de la represión política porque no hacían más política que la del Evangelio.
Hay quien se empeña en recuperar la memoria histórica. Aquí tiene un trozo no desdeñable de ella
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La revolución de 1934
causó muertos en 23 provincias hasta un total de unos 1.400
en toda España. Según Gerald Brenan la revolución de 1934 fue «la primera
batalla de la guerra civil», en la misma
apreciación abunda con mucha más autoridad Pío Moa.
En la imagen, un cartel
del Socorro Rojo liga la Revolución de 1934 con
la Guerra de 1936. Y visualiza la dinamita que vitoreaba el poeta comunista Rafael Alberti :
«Mi mano y mi corazón, / ¡contigo!, que Asturias grita, / como
ayer: ¡Viva el Nalón / y viva la dinamita».
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Fraude en las listas de la memoria histórica en Extremadura
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