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Benedicto XVI y la «nobilis forma»

Jaime Mercant Simó – InfoCatólica, 03/01/23 https://www.infocatolica.com/?t=opinion&cod=45303

Ratzinger no es en absoluto ingenuo, y sabe que son muchas las escorias que oscurecen y embrutecen el cuerpo social de la Iglesia -como realidad teándrica, no está exenta de pecadores; el trigo y la cizaña (cf. Mt 13, 24-30), el mysterium pietatis y el mysterium iniquitatis conviven en él-, de la misma manera que reconoce los intentos infructuosos -por ser substancialmente estériles- que intentan resolver los problemas mediante categorías mundanas, especialmente aquélla del activismo fáustico, propio del estado espiritual del hombre moderno: «El factum ha dado lugar al faciendum, lo hecho ha originado lo factible, lo repetible, lo comprobable. Se llega así al primado de lo factible sobre el hecho»[vi]; y añado yo en el mismo sentido: el facere ha llegado a sustituir al esse en una sociedad en la que el hombre ha adquirido una viciada propensión a estar, existencialmente, en perpetuo proyecto, a saber, siempre in fieri, nunca in facto esse, lo cual también ha llegado a contaminar los espíritus de los propios cristianos, ya seglares, como eclesiásticos.

En la misma línea antifáustica, el entonces cardenal Ratzinger, en una brillantísima conferencia que pronuncia en Rimini (1990), intenta con éxito demostrar que la solución a los males de los que la Iglesia actual adolece no puede estribar en dicho activismo -pues éste es ya una perversión-, sino en la santidad y conversión, esto es, mediante una purificación de todo aquello que oculta la nobilis forma eclesial. En concreto, él alerta, en dicha exposición, de la errónea idea -frecuentísima en los ambientes eclesiales, por cierto-, consistente en pensar que una persona es mejor cristiana en la medida en que aumenta su compromiso activo. Mediante su fina ironía, llega a calificar dicho activismo asociacionístico como una suerte de terapia (sic) de la actividad eclesial. Es decir, para algunos -prosigue irónicamente-, la curación del cristiano no activista, o sea, no comprometido, consistiría en asignarle un comité o algún compromiso. De repente, el que yo considero un momento, no sólo antológico, sino también profético de la susodicha conferencia de Rimini se vive cuando Ratzinger afirma lo que sigue:

«Así, se piensa, en cierto modo, que debe existir una actividad eclesial, se debe hablar de la Iglesia o se debe hacer algo por ella o en ella. Pero un espejo que se refleja a sí mismo deja de ser un espejo; una ventana que en lugar de permitir una mirada libre hacia el horizonte lejano se interpone como una pantalla entre el observador y el mundo, ha perdido su sentido. Puede ocurrir que alguien se dedique ininterrumpidamente a actividades asociativas eclesiales y ni siquiera sea cristiano. Puede suceder que alguno viva sólo de la Palabra y del Sacramento y ponga en práctica el amor que proviene de la fe, sin haber integrado jamás un comité eclesiástico, sin haberse ocupado nunca de las novedades de la política eclesiástica, sin haber formado parte de sínodos y sin haber votado en ellos, y a pesar de todo sea un cristiano auténtico»[vii].

En este preciso instante, el copioso auditorio, que hasta el momento se ha mantenido en silencio, interrumpe abruptamente al Cardenal con un espontáneo e impetuoso aplauso, como si se hubieran unido todas las voluntades de esos oyentes, para manifestar afectivamente algo que habita -en el sentido más virtuoso y sobrenatural del término- en el sentido común de los fieles[viii]. En efecto, la verdadera reforma de la Iglesia sólo vendrá a través de la santidad; los santos son -según asevera categóricamente en su obra La sal de la tierra- los verdaderos reformadores[ix]: «[...] las reformas tampoco ahora llegarán por medio de asambleas o sínodos -que son justos y muchas veces muy necesarios-, las reformas vendrán por esas personalidades sólidamente convincentes, que nosotros podemos llamar santos»[x].

Volviendo a la analogía del espejo, aquí Ratzinger no se está refiriendo a que la Iglesia deba salir substancialmente de sí misma o que deje de estar centrada en su núcleo esencial; todo lo contrario. De lo que se trata es de mirar hacia el horizonte o, mejor dicho, de existir en el horizonte de lo eterno[xi]. Ciertas estructuras eclesiásticas -pienso especialmente en las más creativas y novedosas- podrían resultar un verdadero impedimento para vivir y subsistir en este horizonte sobrenatural. En el fondo, Ratzinger advierte que la Iglesia -repito, desde sus estructuras más humanas y sociales- corre el peligro de contemplarse sólo a sí misma...

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Lo que Joseph Ratzinger quiere remarcar es que, para una auténtica reformatio -necesaria en cualquier tiempo-, no es preciso reinventar la Iglesia; simplemente debemos prescindir ablativamente de ciertas construcciones propias a favor de la luz purísima que proviene de lo alto. Dicho de otro modo y más concretamente, la verdadera reforma «es siempre una ablatio, un eliminar para que se haga visible la nobilis forma, el rostro de la Esposa, y con él también el rostro del Esposo, del Señor vivo. [...] Así pues, la verdadera reforma es una ablatio, que como tal se convierte en congregatio»[xiii]. Sí, en efecto, para que pueda producirse la congregatio in Domino, es menester dicha ablatio-reformatio, consistente primera y fundamentalmente -y esto es muy importante tenerlo en su debida cuenta- en el acto de fe, de lo cual se deduce lógicamente, según mi parecer, que, sin una firme adhesión a dicha fe, no sólo no podrá realizarse la reforma, sino que será imposible la congregatio y la propia existencia sobrenatural en el Señor, verdadera esencia o nobilis forma de la Santa Iglesia. No hace falta decir que la calamidad del Sínodo alemán -por otra parte, fuente de sufrimientos de Benedicto XVI- es, siguiendo este principio ratzingeriano, cualquier cosa menos una verdadera reformatio; en todo caso, supone una deformatio, esto es, una negación de la esencia de la Iglesia y un verdadero oscurecimiento de su nobilis forma.

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Tengo más clara la idea de la perentoriedad de subsanar una especie de clima malsano de temor y de falta de libertad que está presente actualmente en la mayoría de ámbitos eclesiales, y que no se daba en los años del pontificado de Benedicto XVI; sin dicha libertad -la verdadera, la que no niega la fe, sino que la confirma-, veo muy difícil, por no decir imposible, el desarrollo de una verdadera reformatio.

 

esta libertad en disentir, en todo aquello que no es magisterial proprie loquendo, nos la ofrece Benedicto mismo en diversas ocasiones, lo cual confirma, una vez más y a mi entender, su amplitud de espíritu y su gran altura intelectual y teológica. Especialmente, en su obra Jesús de Nazaret, lo quiso dejar bien claro; sirva, pues, de botón de muestra la siguiente cita, correspondiente al prólogo del primer tomo, en donde nos ofrece una advertencia realmente conmovedora -según mi impresión-, habida cuenta de la honestidad intelectual que irradia: «Sin duda, no necesito decir expresamente que este libro no es en modo alguno un acto magisterial, sino únicamente expresión de mi búsqueda personal «del rostro del Señor» (cf. Sal 27, 8). Por eso, cualquiera es libre de contradecirme [sic]. Pido sólo a los lectores y lectoras esa benevolencia inicial, sin la cual no hay comprensión posible»[xv].

Un hecho incontestable es que, durante el pontificado de Benedicto XVI, mientras quedase salvaguardada la integridad de la fe de la Iglesia, había libertad teológica y de opinión -acerca de cosas opinables y accidentales, repito-, contrariamente al ambiente de temor que detecto hoy en día, en particular entre el clero más joven y de corte tradicional, lo cual contrasta, curiosamente, con la osadía de los fautores del actual ultramodernismo germano y de sus corifeos, que no sólo deforman la doctrina católica, sino que también acaban negando el propio derecho natural.

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Se trata sencillamente de discernir cuándo el Papa habla ex cathedra y cuándo ex fenestra, nada más. Sin la aplicación de este rudimentario criterio de discernimiento, veo muy difícil, sinceramente, que podamos, de forma adulta y honesta, desarrollar un sólido proyecto a favor de la causa reformationis -tan necesaria, como urgente-, que, bajo mi punto de vista, si queremos descubrir la antedicha nobilis forma, debe pasar por la continuidad con la Tradición -a la cual apeló Benedicto ab initio- y, en consecuencia, por la restauración de todo aquello que hemos ido perdiendo por el camino en esta época histórica postconciliar, debido fundamentalmente al antiespíritu conciliar(Konzils-Ungeist), como lo denominó el propio Ratzinger en el año 1985 ante Vittorio Messori, concretamente en el profético libro-entrevista Informe sobre la fe[xvii].

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Valga, finalmente, el siguiente pasaje del Divino impaciente -la célebre obra de teatro, misional y religiosa, de José María Pemán-, para ilustrar lo que, a mi entender, ha sido la sincera, quieta y apacible humildad -la de hacer sencillamente lo que debe hacerse- del papa Benedicto, irradiada ésta en su magisterio, tanto en su dimensión teórica, como práctica (verba et facta), y pienso, por lo demás, que provechosa causa ejemplar para todos nosotros en general, y para sus sucesores en particular. En un momento dado, el personaje Ignacio de Loyola exhorta parenéticamente, mediante esta fineza literaria, a Francisco Javier, elogiando la esencia auténtica de la humildad:

«No exaltes tu nadería; que, entre verdad y falsía, apenas hay una tilde... y el ufanarse de humilde modo es también de ufanía. [...] cuando suena mucho el río es porque hay piedras en él. [...] Javier, no hay virtud más eminente que el hacer sencillamente lo que tenemos que hacer. Cuando es simple la intención, no nos asombran las cosas ni en su mayor perfección. El encanto de las rosas es que, siendo tan hermosas, no conocen lo que son»[xviii].

[ii] Bonaventura, Collationes in Hexaemeron, II, 33, en Bonaventura, Obras de san Buenaventura, Madrid: BAC, 1947, vol. III, pp. 228-229: «Iste autem ascensus [ad Deum] fit per affirmationem et ablationem: per affirmationem, a summo usque ad infimum; per ablationem, ab infimo usque ad summum; et iste modus est conveniens magis [...]. Ablationem sequitur amor semper. [...] qui sculpit figuram nihil ponit, immo removet et in ipso lapide relinquit formam nobilem et pulchram. Sic notitia divinitatis per ablationem relinquit in nobis nobilissimam dispositionem».

[v] Cf. Joseph Ratzinger, La teología de la historia de san Buenaventura, Madrid: Ediciones Encuentro, 2010; Pueblo y Casa de Dios en la doctrina de san Agustín sobre la Iglesia, Madrid: Ediciones Encuentro, 2012.

 

[vii] Joseph Ratzinger, «Una compañía siempre reformable», Communio 91/2 (1991), pp. 154-172 [p. 160].

[viii] Puede verse en el siguiente vídeo la conferencia; el momento preciso del aplauso del público se encuentra en el minuto 35'50: cf. Joseph Ratzinger, Una compagnia sempre riformanda (01-09-1990), conferencia:

https://www.youtube.com/watch?v=DAfBfpOSIok&ab_channel=meetingdirimini

[xv] Joseph Ratzinger, Jesús de Nazaret: Desde el Bautismo a la Transfiguración, Madrid: La Esfera de los Libros, 2007, p. 20.

[xvi] Al respecto, recomiendo la lectura de mi trabajo: cf. Jaime Mercant Simó, «La conquista de América: quaestio disputata en la escolástica española», en Antonio Cañellas (coord.) et aliiEn torno a la historia de las Españas: De la Baja Edad Media a la contemporaneidad, Madrid: Ygriega, 2020, pp. 79-116.

[xvii] Cf. Joseph Ratzinger-Vittorio Messori, Informe sobre la fe, Madrid: BAC, 1985, pp. 40-41.

[xviii] José María Pemán, El divino impaciente, en José María Pemán, Obras completas: Teatro, Madrid-Buenos Aires-Cádiz: Escelicer, 1950, vol. IV, p. 114.

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