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Carta a un amigo imaginario

Ramón Orlandis i Despuig, S. I.

Publicada póstumamente en el libro PENSAMIENTOS Y OCURRENCIAS, Ed. Balmes, Barcelona, 2000.

Ahora, mi inolvidable amigo imaginario, ahora que estamos a punto de emprender una declaración y una demostración más concienzuda y plenaria de aquello que sucintamente expuse en la conversación que con Vd. tuvimos, pienso que será pertinente al caso empezar haciendo algunas reflexiones.

Hemos advertido con no poca satisfacción que Vd. en sus estudios no puede contentarse con hallar la verdad en un estado como de inercia o de letargo, como fosilizada en fórmulas de frío verbalismo. Vd. anhela por la verdad tal como en sí es: luminosa y viviente; y, por ser viviente, armónica y estructurada. Por esto no halla satisfacción en verdades fragmentarias, tales como las puede ofrecer la mera experiencia o la demostración ad absurdum. Vd. en sus conocimientos científicos desea experimentar el goce puro y elevado de la contemplación estética. Aspira a un plus ultra, a un más allá de aquella vulgar satisfacción del sabio vulgar que se regodea vanidosamente en la propia sabiduría. Vd. quiere sentir aquella fruición de la verdad por la verdad que manifiesta y paladinamente sentían un Platón o un san Agustín y que en el secreto de su espíritu sentían un Aristóteles o un santo Tomás, como es dado comprender, a través del estilo mesurado y aparentemente frío, a quien haya llegado a su intimidad.

No se desaliente en su empeño ni retroceda en su trabajo de penetración y de análisis, no disolvente sino constructivo, del pensamiento del Doctor Angélico; el premio de su porfía, no lo dude, será la iluminación de la mente por fulguraciones de genio no etéreas y tal vez meramente fantásticas, cuales son a las veces las platónicas, sino irradiadas del foco vivo de su consistencia y consistente en su vida de la Verdad eterna, definitiva, inmutable.

Diéranos Dios al instituir y desenvolver el detenido y trabajoso análisis del texto del santo doctor, por el cual intentamos poner en claro su pensamiento auténtico acerca del fin último del hombre y de la creación universal, el experimentar esta fruición de la verdad que Vd. ansía. Diéranos Dios al escribir estas páginas, que a Vd. en especial dedico, el saberlas redactar bajo el influjo de una emoción viviente y luminosa, el escribir sobrecogidos por un temor reverencial de lo divino. Hemos de mirar a Dios como piélago infinito e insondable de ser, de verdad y de amor, como fuente desbordante y perenne manantial de luz, de vida, de perfección, de bienaventuranza. ¿Cómo encerrar o expresar lo divino e infinito en lo vulgar e inexpresivo de nuestras palabras? Un solo recurso nos resta y es el de discurrir y hablar lo menos posible, el de no abrumar y empequeñecer con nuestras pobres ideas y con nuestras pobres palabras el pensamiento genial y verdaderamente divino del santo doctor.

Consecuentes con este propósito, nos esforzaremos -y ojalá lo consigamos- no tan sólo en precisar y comprobar la idea genuina de santo Tomás, sino también en presentarla a la vista y consideración del estudioso, de modo que pueda ella, con relativa facilidad, ejercer en el espíritu de éste la virtualidad satisfactiva del ansia de contemplación sintética, de valoración intuitiva, de fruición estético-intelectual.

El método que para lograrlo seguiremos no podrá ser otro que aquel que es en nosotros connatural y como instintivo y que viene a reducirse a los siguientes procedimientos:
a) reducir al mínimo posible nuestra intervención personal;
b) elegir con todo el cuidado y acierto que nos fuere concedido aquellos pasajes, aquellas frases, aquellos incisos, en que el santo doctor, en estilo sencillo y llano a la verdad, pero pregnante y lapidario, va expresando su pensamiento, según un desarrollo mental explicativo, complementario y suplementario de las diferentes fases del mismo. Cuando se llega a descubrir el hilo orientador de este desarrollo no es difícil adivinar el término a donde conduce y alcanzarlo con seguridad y, al alcanzarlo, tomar de él posesión en un grado proporcional a la capacidad, formación y circunstancias de quien a tal término ha llegado. Entonces aparece y fulgura el pensamiento genial del Santo en su robustísima solidez, en su magnificencia pletórica de verdad, en la trabazón radical e íntimamente estructurada de sus relaciones, que ofrecen a la inteligencia sin cesar nuevas, dilatadísimas e insondables lontananzas;
c) para llegar a tales apetecibles resultados tenemos por necesario situar al lector en puntos de vista distintos y oportunos, orientar su mirada, hacerle caer en la cuenta de aspectos, pormenores, perfiles, etc., que le facilitarán el trabajo personal indispensable;
d) por ser el idioma conceptual de nuestra época muy diferente de aquel en que pensaron, discurrieron y se expresaron los grandes pensadores de pasadas edades nos parece ineludible acudir al recurso de la traducción, no ya verbal y lexical, sino también conceptual y estilística. De no hacerlo hay peligro de que el lector moderno, aun entendiendo el sentido exterior del lenguaje, no penetre en la médula de la idea ni sienta el valor de la misma. Mas esta traducción no ha de servir para que el lector se quede en ella, sino para que llegue a poseer el idioma propio del autor para la directa, inmediata y personal comprensión de su obra. Esto último no quiere decir que de la mentalidad moderna no hayan brotado algunas formas conceptuales y verbales más pulcras y adecuadas que las usadas en la escolástica; nuestros oídos modernos, por ejemplo, no sufren fácilmente que se les diga que el hombre pueda tener a Dios amor de «concupiscencia»; creemos que hoy en día santo Tomás excluiría de su léxico este malsonante tecnicismo.

La labor que ahora nos proponemos llevar a cabo se nos ofrece erizada de dificultades. ¿Quién como Vd., amigo nuestro, podrá hacerse cargo de ellas? En primer lugar advierta lo paradójico del caso. Por una parte nos hallamos ante un problema no de interés secundario, sino de tanta trascendencia y gravedad que en esto ningún otro problema puede superarlo. En efecto, lo que en él se propone resolver es nada menos que la precisa determinación de la razón suficiente de la acción creadora de Dios y, aún más, de toda la divina actividad ad extra. Se trata de inquirir con precisión cuál sea el motivo final de la determinación libérrima de la divina voluntad, en la cual y por la cual Dios resuelve actuar su omnipotencia, influyendo y comunicando actualidad existencial a seres distintos del mismo Dios. Si Dios no tuviera para ello un motivo digno de Sí, apreciable y valorable por su divina inteligencia, la actividad de Dios ad extra sería a todas luces incomprensible y absurda ¿Podría imaginarse cosa más absurda y contradictoria que un Dios infinitamente perfecto y que por lo mismo es, por su misma esencia, la norma substancial de toda prudencia, que identifica consigo esta suprema norma y, sin embargo, se determinara a obrar sin motivo suficiente, sin justificativo prudencial de su libérrima, pero al propio tiempo perfectísima determinación? ¿No equivaldría eso a decir que Dios había creado el universo por mero capricho, por un antojo, es decir, sin ton ni son, como vulgarmente decimos? ¿No sería esta suposición insultante y blasfema? Si el hombre puede hasta cierto punto determinarse y querer por capricho, no procede esto en realidad de su libertad, porque la libertad de sí no dice imperfección, sino de lo limitado, de lo imperfecto de su libertad. De sí la libertad radica en la razón y la razón de sí excluye toda sinrazón. Sólo la limitación, es decir, la sinrazón de la razón, la imprudencia aneja a la limitada prudencia humana, da la explicación de las caprichosas y temerarias determinaciones de la voluntad humana. Trasladar esta imperfección a la divinidad sería manifiesta contradicción, evidente absurdo, indigna blasfemia. De todo lo cual se sigue que el negar a Dios una razón suficiente, prudencial, digna de su infinita perfección y excelencia para su libre determinación creadora, equivaldría a afirmar que el mundo creado es todo él un absurdo; el asignar a Dios y a su libre determinación una razón o motivo indigno de Dios sería caer en la misma aberración, que el ignorar el verdadero motivo de la determinación divina; sería ignorar el porqué del mundo creado. El inhibirse y renunciar a averiguar cuál sea dicho motivo, equivaldría a condenarse a ignorar el porqué de lo creado o, lo que es lo mismo, equivaldría a socavar y aun a destruir en fundamento toda la filosofía y, en último término, toda la ciencia humana. En realidad, no sería este agnosticismo menos destructor de toda ciencia que el de aquellos que niegan la posibilidad de la creación o renuncian a enfrentarse con los problemas que ella ofrece a la humana inteligencia. ¿Verdad, amigo, que el problema presente está muy lejos de carecer de importancia? ¿Que esta discusión dista mucho de aquellas discusiones baladíes que no parecen tener otro objeto que afilar las armas intelectuales?

Demos un paso más. ¿Sería posible que un ingenio tan profundo y comprensivo como lo es el del doctor Angélico o no se hubiera propuesto este problema básico, o no lo hubiera examinado a conciencia, o se hubiera satisfecho con darse a sí mismo y a los demás una solución incorrecta y deficiente, una solución tan indigente que, andando los tiempos, hubiera de admitir y aun de requerir declaraciones e interpretaciones extensivas -que fueran reales enmiendas- que la hicieran viable, o complementos que negaran implícitamente su suficiencia, por respetuoso y misericordioso que hubiera de ser el procedimiento con que se le dispensaran estos remedios? Las primeras suposiciones son en absoluto irreales. Santo Tomás vio el problema y lo valoró en toda su transcendental importancia; lo trató de propósito en varios lugares de su obra, intentó resolverlo con sutil profundidad; en incontables pasajes aplicó y explicó la solución dada y, aunque en estos pasajes secundarios aporta a las veces datos que explican su solución, jamás se corrige o substancialmente se completa. Puesto que dio una solución, ¿cómo no cayó en la cuenta de que su solución era incorrecta o incompleta? Y si esto no es así, ¿por qué los benignos intérpretes del santo doctor -a los cuales apellidaríamos sus «filiales correctores»- no nos dan a conocer, no sus propios y personales discursos, sino los datos en que los apoyan, que hayan hallado en el texto mismo del santo? Este es el primer extremo de la paradoja.

Es el segundo extremo la conducta seguida por los intérpretes de santo Tomás y en general por sus discípulos en lo que al problema que estudiamos se refiere. Los intérpretes propiamente dichos, los que podríamos llamar glosadores de su obra, como el profundo Cayetano y el luminoso Ferrariense se aplican a declarar algunos pasajes o algunas frases que a su juicio requieren interpretación, pero ni reconstituyen la síntesis del santo autor ni tampoco se enfrentan a las dificultades principales que contra ella podrían suscitarse. Pronto una nueva manera de expresarse fue introduciéndose. Sin discusión de la solución en sí misma y sin contrastarla con los principios generalmente respetados del doctor Angélico se fue divulgando la teoría de la gloria extrínseca de Dios como el fin último de lo creado. Si la idea en sí misma podía no tenerse por contraria a santo Tomás, por lo menos la manera de expresarse era indudablemente diversa de la del santo, ¿Cómo fue que los adeptos más incondicionales del Doctor angélico, aquellos que tenían por sistema no apartarse ni en una tilde de su doctrina, ni aun de sus palabras, no llamaron a su tribunal aquello que, por lo menos en las palabras, se desviaba del santo? ¿Cómo no hicieron de ello un examen detenido y riguroso? Tal vez fue ocasión de esta preterición el combate que pronto se entabló en torno del libro de Molina, de la ciencia media y del concurso divino. Concentradas las inteligencias en estas materias con una atención belicosa y unilateral, buscando en todas partes armas con que defender las propias posiciones y conquistar las del contrario, carecieron casi en un todo de aquel vagar espiritual, que es el clima propicio para la serena contemplación y para las intuiciones sintéticas.

Apenas se halla en las obras de aquellos robustos y aguerridos paladines algún asomo de iluminación estética y aun en aquella grandiosa obra de conjunto; en las Disputationes Metaphysicae del Eximio Suárez se advierte, desde luego, el interés absorbente por la solidez racional, pero tal vez con detrimento de la osadía genial que más adivina la verdad que la deduce discursivamente, aunque aquella inteligencia dilatadísima parece aptísima para la contemplación sintética. El miedo a las ilusiones de la fantasía metafísica, tal vez, no dejó que le crecieran alas para remontarse a las cumbres a la vez oscuras y refulgentes de la intuición viviente y osada, unificada armónicamente, del panorama metafísico; con su inteligencia mesuradamente afilada hace una autopsia prudentísima de todos los problemas metafísicos y de las soluciones que se les han dado y combina todo su trabajo filosófico y los resultados que por él ha conseguido en un todo perfectamente dispuesto, en un plan racional preconcebido. Empero, este total parece desprovisto de espíritu vivificador. Aplica su atrevimiento a un análisis escrutador y comprobativo de los atrevidos conceptos y de los principios pregnantes de síntesis totalitaria que el doctor Angélico más bien intuye, en su fecundidad, que comprueba; palpando su consistencia, los juzga deleznables y tal vez quiméricos y con encantadora modestia intelectual los abandona. Por haberlos, tal vez, mirado y remirado en demasía, por haberlos considerado uno por uno, en un prosaico aislamiento, olvida quizás la visión del conjunto metafísico y, abandonando el total de la síntesis tomista que no ha alcanzado a intuir, aprovecha, para el consistente total que quiere legar a la posteridad, cuantos elementos parciales de verdad en ella ha descubierto, enmendándolos, recortándolos o complementándolos con una lógica sesuda pero implacable, consiguiente al abandono definitivo de las ideas y principios primarios de la síntesis tomista.
Todos los que al Doctor Eximio leyeron, admiradores o detractores, seguidores más o menos fieles, opositores más o menos encarnizados recibieron de él un innegable influjo; todos analizaron a santo Tomás con el escalpelo suarista; todos se dedicaron a analizar elementos aislados de la doctrina del Ángel de las Escuelas con el instrumento suarista. En los que admitían, como adquisición definitiva para la ciencia, la censura del Doctor Eximio, el alejamiento y abandono de la síntesis fue cada vez mayor y el alejamiento llegó a tanto que, con olvido de la mesura y modestia de Suárez, ni tan sólo sabían disimular el desdén con que la miraban y valoraban.

Entre los defensores los había que apenas se daban cuenta de la síntesis y de su verdadero valor y éstos se consagraban a contrarrestar los resultados de la labor implacablemente analítica de sus opositores con otro análisis todavía más sutil. Otros había, de inteligencia más elevada, que, si no supieron substraerse del todo al espíritu combativo, si no alcanzaron a subir a los puntos de vista geniales de las intuiciones del Doctor Angélico para hacer ver desde ellas el genuino pensamiento que le dirige y la debilidad de la crítica de la oposición, no quedaron del todo privados del resplandor de la luz tomista. Resplandecen en las obras de estos autores con frecuencia ráfagas de iluminación genial. Nos referimos en concreto a los carmelitas de Salamanca y al admirable Juan de Santo Tomás. Más cercanos los primeros a la índole del Doctor Eximio, apenas hay problema metafísico o teológico que no estudien con serena moderación y penetrante sutileza; apenas hay opinión que no valoren y, así en sus análisis como en sus críticas y sus conclusiones, manifiestan, si no intuición genial de las ideas de su Maestro, un conocimiento tal de las mismas, que el espíritu no puede menos de quedar en muchos casos satisfecho. Quien desee elevarse hasta las cimas de la síntesis tomista, no deje de las manos la obra de los Salmanticenses, porque en ella hallará esclarecidos y precisados muchos de los conceptos, de los principios del Santo, e iluminadas no pocas concepciones parciales de su visión integral. Jamás el mesurado pero detenido análisis de estos autores le impedirá remontarse hasta la cumbre, antes bien, si ellos no le conducen hasta la cima, le indicarán con frecuencia el camino por donde subir.
Más genial Juan de Santo Tomás, no puede menos de romper a las veces los moldes que le aprisionan. Cuando se resuelve a no discutir, sino a engolfarse a velas desplegadas en el océano inmenso de la sabiduría tomista ¡cómo siente su belleza y sublimidad! ¡Cómo abarca con maravillosa y maravillada mirada su amplitud! ¡Qué efusiones las suyas de sentimiento estético y de mística intuición! Juan de Santo Tomás había nacido, no tanto para la polémica, -aunque en ella es también contundente- sino para las expansiones sublimes de la intuición y del sentimiento. Lástima grande que, por seguir la moda de su tiempo, se haya circunscrito a comentar a santo Tomás paso a paso, escogiendo de ordinario para su estudio amplificador las cuestiones en aquel tiempo debatidas en las escuelas, dejando con sobrada frecuencia de lado aquellas otras en que aparentemente no había lugar de discusión, siendo así que precisamente en ellas fulgura con más vivos resplandores el genio maravilloso del Angélico. Lástima grande que, dejando a talentos de menos vuelos la lucha polémica, no hubiera aplicado su genio y sus vastos conocimientos a darnos a conocer a su Maestro en totalidad, en su sentido profundo, en su luminosa amplitud, Pero esto es pedir imposibles a un autor del siglo XVII. ¡Ah, si hubiera vivido en nuestros tiempos con las dotes superiores que Dios le había largamente prodigado y con la formación solidísima de aquellos tiempos! Juan de Santo Tomás hubiera sido el intérprete sumo de santo Tomás, el adecuado guía de la actual juventud sedienta de síntesis y anhelante de sistema y de belleza.

Desgraciadamente el descrédito de la escolástica de día en día fue creciendo y a la par decreciendo la afición y el aprecio del Doctor Angélico. Nunca faltaron, a la verdad, escuelas en que se leyera la Suma, en general en forma rutinaria, sin penetrar en lo íntimo de su pensamiento metafísico y quedándose en la corteza más bien repulsiva de axiomas mal comprendidos, de formulismos memoristas y hueros.

Para hacerse cargo del grado de desconocimiento de santo Tomás a que se llegó, tenemos un dato no menos increíble que fehaciente: el de nuestro insigne filósofo Balmes. Es fama que se había entregado con tanto empeño al estudio del Doctor Angélico que se sabía de memoria toda la Suma Teológica. Testigos que familiarmente le trataron así lo aseguran; en todo caso es indudable que, dada su seriedad y aplicación escolar, debió de estar en contacto con el Santo, ya que la Suma fue el libro de texto que la Universidad de Cervera puso en sus manos. Pues bien, es forzoso confesar, pese a quien pese, que nuestro profundo y original pensador, no tan sólo no da muestras de haber penetrado a fondo el pensamiento del Santo y menos aún de haber comprendido su inmensa síntesis filosófica, pero ni siquiera de haber entendido sus principios fundamentales. Indicio claro es de ello aquella manera de congojosa perplejidad ante la muerte de un animal. ¿Qué será -dice- de aquel «principio vital» del difunto? ¿Qué será de aquella alma que, por ser simple, no tiene en sí misma base de corrupción o destrucción? ¿La aniquilará Dios, violentando la naturaleza? ¿Subsistirá eternamente? Ahora bien ¿cómo se explica que el ilustre filósofo ni siquiera se haga cargo de la solución tomista, que a la verdad es en el fondo muy diferente de la de otros escolásticos, por más que parezca la misma? Quienquiera que conozca algún tanto lo que en santo Tomás significa simplicidad de un ser, o el principio de un ser, o lo que entraña la idea de subsistencia, la de contingencia y la de necesidad; quien conozca el pensamiento tomista, ¿podrá ignorar que, según el Santo, es tal la disposición de la divina providencia, que jamás Dios, por más que en absoluto pueda hacerlo, retrae a ser alguno su acción conservativa si en él no hay una raíz intrínseca de corrupción? Es decir, que Dios jamás aniquila ser alguno al cual Él mismo por creación (por cooperación con la causa segunda) ha dado la existencia. ¿Comprendió alguna vez Balmes lo que es, según santo Tomás, la causalidad divina y la causalidad creada? ¿Llegó a distinguir con precisión la radical y profunda diferencia que separa la acción creadora, exclusiva del poder infinito, de la mera producción de un ser nuevo, comunicable y comunicada a la criatura, por ejemplo, a los padres del animal muerto?

Juzgamos verdaderamente lamentable el desconocimiento de la síntesis tomista que arguye el estado de perplejidad que el noble pensador de Vich experimenta ante la muerte de un pobre perrillo. No menor indicio de la deficiencia de Balmes es aquel noble entusiasmo que manifiesta ante la sublimidad de algunas concepciones aisladas del genio de nuestro doctor, como es aquella en la cual santo Tomás afirma el paralelismo entre la perfección del ser cognoscente y la virtualidad extensiva y comprensiva de sus ideas, según el cual el ser más perfecto necesita de menos ideas para conocer más. Llega el asombro de Balmes hasta apoyarse en este su «descubrimiento» para convencer a sus coetáneos de que también los «desdeñados antiguos» fueron capaces de geniales concepciones ¿Qué no hubiera dicho Balmes si hubiera conocido la totalidad de la síntesis? ¿Si hubiera visto este elemento aislado vital y armónicamente estructurado en el total? Lejos de nosotros mermar en una tilde la gloria de Balmes; reconozcamos de buen grado sus méritos con la filosofía escolástica y con el Ángel de las Escuelas. No saquemos las cosas de quicio; su mérito es grande, no queremos escatimárselo. Pero precisamente este mérito crece más, cuanto es mayor el desconocimiento de santo Tomás que supone en sus contemporáneos. Y este desconocimiento es precisamente lo que queríamos hacer resaltar.

Vino por sus pasos contados la restauración de la Escolástica y con ella un creciente conocimiento y aprecio del Angélico Doctor. Pero vino en tiempo de luchas religiosas, de necesidades apologéticas. La guerra exige movimiento y el movimiento se aviene mal con la quietud del estudio sereno y contemplativo. Se buscó y se halló en santo Tomás un arsenal riquísimo para la lucha. Algunos errores, como el ontologismo, obligaron a los defensores de la pura ortodoxia a revolver las obras del Santo y estructurar en libros meritorios algunas de las partes esenciales del total de la doctrina tomista; ejemplo de esto es la magnífica obra del P. Liberatore Della conoscenza intellettuale. Inevitables y en definitiva provechosas discusiones hubieron de suscitarse y mantenerse acerca de la compatibilidad de algunas teorías escolásticas con los progresos de la ciencia moderna. La tendencia combativa, las premuras de la urgencia, a nuestro juicio, han sido ocasión de equivocaciones de método. Lo conducente hubiera sido no entablar discusiones acerca de elementos de la síntesis total desconectados, porque así no se comprenden en su sentido más profundo, sino más bien comenzar por la estructuración reconstructiva del sistema integral y una vez conocida ésta perfectamente en sus elementos, en su unidad, en su valor, apreciado en lo que vale aquello, que es nuestro, aquello de lo cual estamos en posesión; bajar a ver cuáles de los elementos han de abandonarse, cuáles han de modificarse; cediendo lo menos posible, jamás por cobardía o respeto humano, jamás por precipitación o ligereza, sino por puro amor a la verdad, que es una sola.

Dos tendencias encontramos en la escolástica reciente. Los unos en demasía sensibles al recelo de ser denostados como desconocedores del progreso de la ciencia, han ido abandonando posiciones, no tan sólo defendibles, más aún útiles y quizás necesarias, que santo Tomás no hubiera cedido con tanta impremeditación Si los tales hubieran percibido con más viveza la maravillosa contextura de la síntesis, hubieran sido más precavidos en su retirada, más denodados en sostener posiciones. Otros, en cambio, no parece sino que no ha pasado tiempo desde el siglo XIII hasta ahora y sin preocuparse en lo más mínimo de si las generaciones actuales les entenderán o no, confundiendo lo esencial con lo meramente accidental, o tal vez quedándose en lo exterior por no haber sabido penetrar nunca en lo íntimo de la idea del Santo Doctor, no consiguen sino ofrecer al lector o al discípulo otra cosa que una especie de momia sin luz, sin vida, sin belleza, sin atractivo. Términos técnicos y fórmulas que a resonar en el oído moderno no excitan en el espíritu, sino una impresión de apriorística y pedantesca tosquedad. Allí no se descubre ni vida, ni sentido, ni fecundidad. Gran detractor del valor del genio es, ha sido y será siempre el rutinario literalismo.

Entre los que se han dado con más ahínco al estudio de la obra del santo Doctor ha impedido no poco el verdadero progreso el espíritu de recelo. Los unos, discípulos del santo Doctor, por filial espíritu de familia, parecen mirarlo como algo tan propio suyo que creen poseer por derecho de herencia la exclusiva en la inteligencia de su doctrina; consecuencia natural de ello es otro derecho: el de conceder o negar patente de tomismo. Como por una parte ellos poseen el privilegio dicho de interpretación y por otra también han heredado el conocimiento integral de toda la obra del Santo, a cualquiera que desee conocer al santo Patrono de todas las escuelas cristianas no le queda otro recurso -recurso cómodo de verdad- que sentarse en el aula de dichos maestros con la seguridad de que si les presta oído dócil alcanzará el logro de su deseo y si no, no. Y no importa que Dios haya dotado al maestro de mayores o menores dotes de ingenio; lo esencial es que el maestro pertenezca a la familia, y por lo mismo eco fiel, sea o no vital, de una tradición infalible e indefectible. Y con esto el discípulo ya graduado de doctor en tomismo alcanzará patente de privilegios especialísimos, recibirá una manera de don de inerrancia y podrá, por ejemplo, sin el menor detrimento de su ortodoxia, saturar sus pensamientos y sus escritos con resabios de modernismo: su diploma académico le será segura salvaguardia.

Perdónenos, amigo imaginario, estas íntimas expansiones, esta amargura de ironía, porque con algo hay que comunicar la pena que causa el ver que una de las causas del desvío que en algunos se nota hacia el modestísimo y humildísimo Maestro se hallará en buena parte en el tal espíritu de estrechez monopolizadora, de imposición injustificada con que osa tratar al más amante estudioso del Santo el más mediocre de sus familiares. Enhorabuena que sientan y muestren indignación, cuando algún escritor parcial insincero porfía por hacer creer a las personas no preparadas que santo Tomás no enseña lo que clara e indudablemente enseña; nos hacemos de ello cargo; pero, créanos Vd. y créannos los familiares del Maestro, el remedio no está ni estará nunca en esos lamentables pugilatos de frases duras, en esos desdenes de autores de verdadero valor, de fama bien merecida y sólida en la Iglesia de Dios. Esto no hace sino agriar los ánimos, fomentar el espíritu combativo e impedir que las inteligencias se remonten a las regiones serenas de la noble contemplación científica, en las cuales exclusivamente se hallan aquellos elevadísimos puntos de vista desde los cuales se puede abarcar el maravilloso panorama de la síntesis integral tomista y apreciarla en su justo valor; desde allí se puede penetrar el fecundísimo sentido de aquellos postulados tomistas, porque solamente desde allí se pueden comprender en su transcendental significación y realización; desde allí, al echar de ver cómo en ellos se verifica la explicación ideológica y ontológica del mundo de las esencias, aquellos obscuros principios que se ofrecen al pensador como meras penumbras de leyes metafísicas toman luz y cuerpo de verdad, cuando se alcanza el convencimiento, de que si no se admiten o se arrinconan, la metafísica resulta una ciencia sin conexión ni trabazón íntima y con ellos el entendimiento descansa en una visión de un total transcendente, obscura sí, e indigente, como propia de la vida mortal, pero penetrativa, sólida y fundamental.

Veamos ahora, amigo, lo que sucede en el campo contrario al que hemos ya sin duda con exageración deformante, descrito y denostado. Parte por herencia militante y autonómica, parte por reacción natural contra las absorbentes pretensiones susodichas, he aquí que nos hallamos con otro grupo de estudiosos que se profesan discípulos de santo Tomás y que se ven como obligados a considerar la obra del Santo desde un particular punto de vista. Se les acusa de infidelidad a la doctrina de aquel que dicen ser su doctor y maestro. A las veces no parece sino que se les niega la posibilidad de entenderlo y consiguientemente el derecho de interpretar y enseñar su doctrina. No son otra cosa desde el principio sino unos ambiciosos intrusos. ¡Qué manera de tergiversar la doctrina y aun las palabras del Santo de significado más indiscutible! Al rechazar como absurdos los principios fundamentales del maestro, no tan sólo destruyen su cuerpo doctrinal, sino que llegan hasta derribar aquello sin lo cual no puede quedar en pie ni la verdad metafísica ni la revelación cristiana; abierta ancha brecha en el dogma, he aquí que queda patente el camino nada menos que al panteísmo y al ateísmo más crudo. Con sus negaciones imprudentes de los principios fundamentales de la doctrina tomista se hace de todo punto imposible la defensa sólida del dogma.

Al oír tales y tan graves inculpaciones, amigo imaginario, se nos viene espontáneamente a la boca aquella frase vulgarísima: «ni tanto ni tan calvo». Si se ciñeran a decir que las negaciones a que aludimos cuartean y aun derrocan la síntesis tomista, nos sentiríamos forzados a confesarlo con penosa sinceridad. Vemos claramente que esta escuela a la que aludimos yerra en uno y otro camino en los dos que suele seguir. Error nos parece y muy lamentable el cerrar los ojos a la luz y el porfiar cavilosamente para demostrar que santo Tomás no enseña lo que clara e intencionadamente enseña; lo que enseña de continuo sin discusión ni titubeo; aquello que de no admitirlo como convicción indiscutible del maestro hace de sus palabras y de su doctrina y de sus discursos, un logogrifo ininteligible.

No nos sabemos explicar que existan personas inteligentes, que protesten, siempre que lo pida la ocasión, de su amor y fidelidad al Maestro de las Escuelas, que por otra parte ofrezcan sólidas garantías de sinceridad y buena fe y que, al propio tiempo, se empeñen en sostener que el Santo no dice lo que en innumerables pasajes dice y repite sin dejar lugar a la tergiversación. Es de absoluta necesidad que cesen de una vez para siempre estas cavilaciones insostenibles con las cuales, los que en esta posición se colocan, porfían para convencerse a sí mismos y convencer a los demás de lo que no puede pasar de ser un capricho perturbador. Con sus alambicadas e insostenibles interpretaciones sólo consiguen alejar a los estudiosos de aplicar su trabajo a la lectura de santo Tomás. El texto del Santo se convierte en un laberíntico logogrifo, que produce al espíritu depresión y desengaño. Que el autor de más nombradía y autoridad en la Iglesia de Dios sea tan obscuro e inextricable, que aun sus afirmaciones más repetidas soporten dos interpretaciones en todo contradictorias, que para llegar a entender su mente en aquello que con suma frecuencia toma como base de sus explicaciones y discursos, que para adivinar lo que quiere significar en tales casos sea indispensable hacer de él un previo y fatigosísimo estudio, no es ciertamente un aliciente muy eficaz para el estudioso principiante. No se nos oculta que cuando una persona se empeña en convencerse de un imposible, al fin llega a conseguirlo. Qué grado de buena fe haya en estas convicciones, el que las quiera tener lo sabrá. Nosotros creemos que no vale la pena de tener en cuenta estas actitudes que de día en día el estudio sereno y objetivo va demostrando que son más irracionales. Sus mantenedores, que cada día son en número más reducido, o son personas amantes de santo Tomás que a toda costa quieren salvarle de la inculpación de profesar una teoría que aquéllos tienen por absurda, o bien son personas que alentadas por un trasnochado y pernicioso espíritu polemista, no quieren, sino prolongar el estado de confusión y alejar de sí la acusación de antitomismo ¿No sería mucho más útil y decoroso no cerrar los ojos a la luz del medio día y confesar sinceramente que, usando de su derecho se apartan en tales teorías del santo doctor porque no ven que sean sostenibles en buena razón? Esto sí, después de estudiar con sinceridad el problema en sí mismo y conservando siempre el recelo de equivocarse, el respeto debido a los que ven las cosas de manera distinta y afirmando su opinión modesta y comedidamente. ¿No es esto preferible al efecto que producen al involucrar lo manifiesto? Por amor de la verdad cesen ya de una vez las discusiones sofísticas y de índole meramente subjetiva, que tanto daño y descrédito han producido.

Descubrimos en esta clase de discusiones un eco triste de aquellas polémicas decadentistas en las cuales una inteligencia prócer, como la del P. Luis de Losada, capaz de triturar, como dada la ocasión supo hacerlo, los perniciosos sofismas de Descartes, malgastó sus egregias dotes, su fuerza intelectual y su ingenio sutil y donairoso en descargar furiosos mandobles sobre aquel desdichado ens rationis inclitum, que en realidad no debía su aparición en escena sino a la travesura picaresca de su propio impugnador, ya que no era sino la ridícula deformación de la profunda y luminosa teoría, auténticamente tomista del verbum mentis, tal vez mal comprendida y declarada por algunos rutinarios y literalistas secuaces del santo doctor. Gócense cuanto quieran los admiradores de Losada en el ingenioso combatir de aquellos aguerridos luchadores; pero no olviden que, mientras el insigne P. Losada se divertía en el juego de tales torneos intelectuales, se estaba fraguando aquella tormenta horrenda que había de derrocar altares y tronos y tengan siempre presente que no son mejores que aquellos nuestros tiempos preñados de catástrofes. Tengan compasión de tantos jóvenes, que anhelan por la verdad integral y satisfactiva de la inteligencia y que no han dado con su vena, como le ha sido concedido a nuestro amigo imaginario.

Porque es de saber, amigo nuestro, que no es Vd. en el mundo actual un caso raro y aislado; todo lo contrario: a Vd. le llamamos imaginario por no acertar con un denominativo adecuado; ideal le llamaríamos, si se nos hubiera de comprender con exactitud. Ideal le llamaríamos no porque Vd. carezca de realidad histórica, sino porque Vd. se nos presenta como una realidad superior a la histórica; porque posee Vd. aquella realidad de tipo, aquella realidad que descubría en la poesía el profundo estagirita cuando se atrevía a atribuir a la poesía una verdad y una gravedad superior a la histórica, una verdad más profunda y esencial, porque concreta no lo meramente accidental e insignificante, sino lo profundo, lo universal, es decir, la íntima razón de ser. ¿Acaso no descubriría en Vd. el filósofo estos profundos y trascendentales caracteres? ¿No es Vd. una perfecta concreción del alma sedienta de verdad, de la verdad ideal y soberana, que perece de fatiga y de desaliento y de anemia en un desierto de infecundo y escéptico positivismo? ¿No es Vd. quien ha sentido como nadie el vacío aniquilador que, en un espíritu noble y elevado, cava aquel mísero sistema que, por miedo a equivocarse huye de los manantiales perennes y saludables de verdad y los cierra a sus infelices prosélitos, como si fueran las fuentes primordiales de todo error? ¡Cuán afortunado ha sido sobre tantos jóvenes de los cuales es tipo en su pasado malestar, pero que han sido privados hasta ahora de hallar satisfacción y reposo en el oasis venturoso de la verdad única y total! Grande fue el acierto que Dios le dio cuando no se decidió a buscar en su estado de malestar aquella especie de anestésico malsano, que aun en el terreno especulativo se aplican no pocos jóvenes de noble índole en nuestros tiempos al llenar sus inteligencias indigentes e insatisfechas de hechos y más hechos desconectados unos de otros, de catálogos de observaciones que rehuyen examinar más adentro de la corteza. Así tratadas, ni la erudición histórica ni la observación científica hablan lenguaje proporcionado a las profundas indigencias de la naturaleza racional, convierten la ciencia en un mero ejercicio de memoria sin otro fruto que el de la admiración vana del propio saber o el de la utilidad resultante de las aplicaciones de lo observado a la vida que se llama práctica y que no tiene nada de práctica, sino el proporcionar comodidad o riquezas, cuando no son medio horrendo de destrucción y matanza. Al hombre sapiens, es decir, al hombre amante de la verdad, sediento de belleza, de justicia y de virtud, substituye el hombre faber, mero modificador de la materia, dominador condicionado del mundo corporal que sólo tiene por fin el progreso económico, utilitario y voluptuoso, el aburguesamiento de la vida, o la ambiciosa y porfiada contienda por la dominación.

Cuán agradecido debe Vd. estar a Dios, que ha puesto en su pecho un corazón verdaderamente humano, que no pueden satisfacer ni aun aquietar ni siquiera aturdir observaciones catalogadas, sean ellas externas, sean internas, que necesita llegar hasta la substancia, hasta la íntima medula de la realidad, hasta darse a sí mismo razón de los hechos y experimentaciones concretas. Dichoso Vd. que siente la indigencia de la verdad, que no puede vivir sin la nobilísima esperanza de un más allá. Dichoso Vd. que, en medio del remolino de actividades carentes de fin y fruto verdaderamente humano en que se debate el mundo actual, siente la necesidad de la pacificación del espíritu, fruto sano y apacible de la vida contemplativa, de la vida genuinamente humana, de aquella vida, que es esencialmente perfectiva del hombre. ¿Por qué Vd., a quien Dios ha dado una realidad superior a la meramente existencial, la realidad de tipo ideal, no se ofrece con sus ansias y con sus satisfacciones a la consideración ejemplar de tantos jóvenes bien dotados que más o menos conscientemente participan de sus ansias y anhelan sus satisfacciones? ¿Por qué no ejerce sobre ellos el apostolado del ejemplo, que es el más eficaz y fecundo de todos los apostolados?

Ya ve Vd. cuán escondida es para muchos la fuente de satisfacción de tan nobles anhelos que Dios le ha hecho encontrar en la síntesis tomista. En buena hora dedíquense los jóvenes, que en el fondo participan de la índole y de las ansias indigentes de Vd., a las ciencias modernas de experimentación; enhorabuena pongan su trabajo constante y porfiado en arrancar los secretos de la naturaleza corporal y anímica en laboratorios de física y de química, en observatorios de astronomía y de ciencia cósmica, en diligentes búsquedas de datos históricos o prehistóricos que quedan por descubrir, ya en empolvados archivos, ya en las entrañas de la tierra. Pero soporten o más bien vean con alegría, que no falten entendimientos metafísicos que anhelen por las síntesis metafísicas y teológicas, de los cuales puedan mendigar lo que les falta: la unidad estructuradora, armonizadora, que no les puede venir sino de más arriba. Deseen con anhelos de indigencia sinceramente humana la infusión en sus conocimientos, desconectados y destituidos, de síntesis vivificante; la infusión de espíritu venido de lo alto, que traiga consigo la vida, el calor de la vida, aquella íntima y profunda trabazón de unas partes con otras y de las partes con el todo, que es característica de los organismos vitales y vivientes que, al ofrecerse como un todo compacto y estructurado lo hace perfecta y admirablemente inteligible, que comunica a la inteligencia que lo considera calor y vida, sentimiento de la verdad, de la realidad, de la perfección.

Todo hombre, en cuanto hombre, tiene invencible apetencia de síntesis, de unidad íntima, de realidad esencial y nunca podrán llenarla los fracasos de los filósofos que por su temeridad no han logrado sino abortar engendros de absurda fantasía. Mas en balde experimentará el humano espíritu desengaño tras desengaño, en balde sentirá el cansancio y la sensación desalentadora de lo imposible; la necesidad profunda de su naturaleza intelectual, hecha para la verdad integral, sin cesar irá acuciando a los entendimientos privilegiados y nunca logrará reposar en lo meramente accidental y desconectado, jamás se contentará con sistemas científicos meramente analíticos o experimentales, cualesquiera que ellos sean; llegará un día en que la razón postergada se sublevará contra la tiranía de los sentidos y tratará de recobrar su inamisible imperio.

Creemos, buen amigo, que estamos ya en el crepúsculo de este día. Las ansiedades incomprendidas del alma de Vd. nos lo están anunciando. A cuántos jóvenes, de los cuales es Vd. tipo ejemplar, hemos visto respirar por la misma herida; cuántos sienten la fatiga sin rendimiento de la labor positivista; se les ve ansiosos de principios, de razón de ser, de orden, de valores esenciales, de un algo que corresponda a las ansias insaciables de lo inmutable y eterno.

Pero ellos, en casi su totalidad, desconocen el don de Dios; ignoran que la fuente que puede saciar esta sed no es un mito irrealizable. Dios en su misericordia infinita le ha guiado a Vd. en el oasis dichoso de donde mana esta fuente y ésta -Vd. lo sabe por propia experiencia- no es otra que la admirable, perenne y casi desconocida obra del Doctor Angélico. A ella, la Santa Madre Iglesia, que como Madre tiernísima adivina las morbosidades de sus hijos y conoce los remedios saludables, que Dios providente jamás niega, a ella, digo, ha intentado conducir una y otra vez a sus hijos. Ay, que casi no ha conseguido hasta ahora sino una atención harto comprensiva; una atención ya recelosa, ya tal vez presuntuosa, porque de la parte de unos se han temido coartaciones intempestivas de la legítima libertad científica, imposiciones arbitrarias e inconfesables; y de parte de otros júbilos de una victoria humillante sobre los que son mirados más como rivales que como hermanos de una misma madre. Por esto los unos han procurado minimizar su rendimiento y han rehuido cuanto han podido acudir a la fuente salvadora, no han bebido de sus aguas sino a sorbos insuficientes y tal vez con práctica inconsciencia han desacreditado el valor saciativo de aquella agua que en realidad jamás han gustado. A su vez los que se han creído vencedores, se han jactado inconvenientemente de su victoria, se han reafirmado en su vana y fatal imaginación de su derecho monopolizador y no han tenido empacho en proclamar en voz más o menos alta e inteligible que sólo por el caño por ellos fabricado era posible beber de la fuente -caño sobrado estrecho para fuente tan abundosa- y lo que han conseguido ha sido un desvío de la fuente en los espíritus de los pensadores independientes que no se avienen fácilmente con monopolios sin título suficiente.

Buen amigo, ¿no será Vd. el llamado por Dios para conducir a la fuente de aguas vivas a tantos jóvenes sedientos de verdad? Joven amigo, Vd. que conoce la abundosa vena, Vd. que no sabe apartar sus labios calenturientos de la perenne frescura de sus aguas, rechace lejos de Vd. todo resabio de egoísmo aislador, siéntase apóstol de la juventud sedienta de ideal; de esta juventud que a fuerza de ser profunda parece superficial, de esta juventud que el desaliento de lo que mira como imposible arrastra al lodo de lo sensible y utilitario. Hágales conocer a estos simpáticos jóvenes, merecedores de compasión y de mejor suerte, su caso típico de lastimosa neurastenia; hábleles, con el calor persuasivo de que Vd. es capaz, de su providencial curación; no dude en anunciarles una y otra vez las admirables virtudes de la fuente de aguas, que le ha dado la sanidad de espíritu y de cuerpo; no cese en su amistosa porfía hasta que uno tras otro se vayan convenciendo por experiencia propia.
Que sepan los jóvenes, mal traídos y llevados por la moderna inquietud, los tentados por lo que neciamente se llama práctica de la vida, aquellos jóvenes bien dotados a quienes volatiliza el corazón la disipación mundana, aquellos a quienes la fiebre de una malsana actividad hace perder la vista de la estrella polar, guía segura de navegantes, aquellos que están en riesgo de ser seducidos y hechizados por el liviano cantar de las ocultas sirenas, que sepan, repetiremos hasta no poder más, que conozcan por el ejemplo típico, por las confidencias amistosas de Vd., que para ellos hay remedio, remedio cierto y saludable, que una vez alcanzada la salud, una vez conocida por propia y feliz experiencia la virtualidad del remedio, se junten con Vd. en una haz de espíritus corto, sin duda, en el número -pusillus grex- mas poderoso por virtud de la convicción engendradora de sano optimismo. Y, entonces, vayan sin cesar, sin dejarse jamás infectar por el pesimismo o por la acedia, vayan a la fuente de verdad a saciarse con aquella agua, siempre antigua y siempre nueva, beban sin recelo del agua de verdad, hagan lo que está por hacer, la síntesis de la doctrina tomista, encuadren en ella cuantos elementos de verdad se hayan descubierto desde aquellos venturosos siglos, corten de aquel robusto árbol todas las ramas marchitas -las innegablemente marchitas- e injerten en aquel robusto tronco todo lo que sea verdad, verdad comprobada e innegable. Entonces inviten a contemplar su obra, su obra de reverente y amoroso cultivo a los espíritus humildes e insatisfechos y -no lo duden- su labor será fecunda, su apostolado, tal vez oculto, tal vez menospreciado, en todo caso siempre humilde -como lo fue el de la verdad subsistente hecha carne para salvar a la carne- el apostolado de Vd. será fecundo, con aquella fecundidad vital, que es el privilegio único de las obras de Dios.

Perdónenos, por el amor de Dios, amigo imaginario, esta inacabable digresión difusa y confusa, perdónenosla en gracia a nuestra buena voluntad y al buen fin que nos ha movido al hacerla. Dos cosas principales nos hemos propuesto: es la primera el dar alguna razón del retraso con que va llegando al mundo metafísico el intento de reconstruir integralmente la síntesis tomista; y el segundo el alentar a Vd. a emplear las fuerzas que Dios le da en una empresa tan útil para las almas cristianas y para la gloria de Dios. Aunque a primera vista puede parecer que desdeñamos los estudios históricos de filosofía, andaría bien equivocado quien nos dirigiera esta inculpación. En la indigesta e incompleta excursión que acabamos de hacer por el campo de la historia hemos tocado problemas no poco graves que por falta de espacio y de erudición no han podido ser expuestos ni con la trabazón que los explica ni con el detenimiento que se merece. Hemos hablado con Vd. con desenfado familiar, que no pretende la perfección sino la mera expansión y el provecho momentáneo. Vd., y los compañeros que confío se le allegarán, tomen desde luego el encargo no fácil de corregir nuestros yerros y de colmar nuestras lagunas.

Vamos antes de pasar adelante a ensayar una resumida repetición de lo dicho en la cual no rehuiremos introducir nuevas observaciones, si alguna nos ocurriera. Es innegable que en la obra del Doctor Angélico se encierra una síntesis que merece el nombre de integral, de toda la metafísica; que esta síntesis no consiste principalmente en que en ella se estudien o se resuelvan todos los problemas metafísicos que pueden ser objeto del entendimiento humano en la presente vida, sino principalmente, porque tanto los principios de la ciencia metafísica, como los problemas que se resuelven se ofrecen trabados entre sí con una maravillosa unidad, íntima, profunda, viviente, hondamente sentida. Pero es innegable que Santo Tomás no presenta esta maravillosa síntesis en forma didáctica, en una construcción explícita, sino en forma tal que sólo con mucha perspicacia y con mucha atención es posible reconstituir toda la idea que la constituye e informa. ¿Cuál será la razón porque, siendo como es un autor tan estudiado y comentado, después de tantos siglos, aún no se haya llevado a término una reconstrucción satisfactoria de dicha síntesis? Si los comentaristas de santo Tomás no fueran sino personas de mediocre ingenio, esta sería la razón suficiente de la falla que lamentamos; pero he aquí que nos hallamos con todo lo contrario, con que entre ellos se cuentan ingenios excelsos, poderosos, al parecer nacidos para la institución sintética. Parece que no puede haber otra razón, sino la falta de aplicación de la fuerza intelectual de tales inteligencias a dicha labor reconstructiva. Mas, ¿cómo se explica esta falta de aplicación suficiente? ¿Cómo, si adivinaron el sistema total, si lo contemplaron en su magnitud y luminosidad, si experimentaron ante tal espectáculo intelectual el asombro que no puede menos de producir, fueron tan avaros con nosotros que no nos hicieron partícipes de su visión y de sus sentimientos?

A esta pregunta hemos intentado dar una respuesta, siquiera inadecuada. Muy pronto los comentaristas y admiradores de santo Tomás se vieron forzados por las circunstancias a emplear en sus trabajos una táctica en gran parte defensiva, y esto no para defender el total de la síntesis, que dada la actitud de los impugnadores parecía improcedente, sino más bien, para defender afirmaciones y soluciones particulares y aisladas. Pronto comenzaron las contiendas claustrales, sutilísimas objeciones y refutaciones, en las cuales se daba muestra más de cavilosidad negativa que de sentido constructivo y genio genuinamente metafísico. Ah, ¡cuán por debajo queda esta crítica agudísima y descontentadiza de la mirada serena y verdaderamente angélica de santo Tomás! A todo entendimiento sobriamente metafísico la doctrina del santo doctor le es alimento de verdad sano y nutritivo, del cual el alma recibe de día en día más robustez y energía; cuanto más se considera aquella doctrina, a primera vista tal vez menos fundada, cuanto más se va descubriendo el conjunto de su trabada unidad, más verdadera y sólida aparece y más comunica al espíritu el puro y noble sentimiento de la posesión de un valor eterno. Por lo contrario, aquellas críticas despiadadas desazonan el espíritu, siembran en él la semilla de la duda torturadora y si el lector se deja tentar por el temor de que la belleza de la síntesis le haya alucinado y emprende antes de la madurez de convicciones un trabajo de examen y de revisión, no logrará sino secar su espíritu y hastiarse de la metafísica. Esto precisamente es lo que sucedió en Europa cuando después del siglo XIII, edad de las geniales adivinaciones y construcciones sintéticas, el análisis revisor exagerado e implacable, seco de corazón y estéril para todo lo que fuera emoción estética, puso de moda el criticismo y éste condujo a las inteligencias al nominalismo, que no es sino una metafísica sin alma, una metafísica cadavérica, fruto abortado del escepticismo orgulloso.

Entonces el espíritu humano, en el árido desierto en que se hallaba, oyó la voz halagadora de la belleza pagana que le invitaba a los goces fáciles y superficiales de la forma y se dejó vencer por la seducción. Superficialidad sensual y egoísmo revolucionario fueron los efectos de haberse desviado de aquel dichoso equilibrio en que pone al alma la verdadera humildad y la moderación del apetito desenfrenado y dislocado de saber que no hace en último término, sino cegar y esterilizar las inteligencias. La rebelión religiosa y la revolución filosófica fueron muy pronto impugnadas por la renaciente ciencia cristiana, que hubo de armarse principalmente en el arsenal tomista. Pero la ciencia cristiana irremediablemente hubo de renacer inspirada más bien por el intento luchador que por el plácido espíritu del placer contemplativo de la verdad y de la belleza. La práctica de la realidad hubo de ahogar no poco las especulaciones teóricas y la porfía del combate hizo que la atención se fijara principalmente en aquellos problemas que eran de más urgente solución.

Con el sentimiento desalentador del fracaso, dándonos clara cuenta de que en la interminable e indigesta digresión con que hemos habido de cansar la atención respetuosa y la benevolente docilidad de Vd., queridísimo amigo, va a emprender una tarea que claramente vemos ser superior a nuestras fuerzas. Quisiéramos, como Vd., por lo que hemos ido diciendo puede suponer, precisar el pensamiento de santo Tomás acerca del fin último de la creación y en particular acerca del hombre; pero quisiéramos realizar nuestra tarea en tal forma que hiciéramos revivir en el espíritu de Vd. el espíritu del Santo; quisiéramos que nos fuera dado no tan sólo hacer ver al entendimiento de Vd. la genuina interpretación de las palabras y expresiones de nuestro maestro; desearíamos más; desearíamos realizarlo trasladando al espíritu de Vd. la vida con luz y con el fuego latente de amor y de admiración que en ella se oculta y que le presta vigor, amplitud y vida. Las palabras del Santo son eco, no de una meditación fría y abstracta, sino de una contemplación humilde y ardorosa de un amor reverencial. El lector de santo Tomás que no percibe en su obra más que el sentido frío y formulario de lo externo, el que a través de aquel estilo destituido de toda expresión de afectivo lirismo, de toda ponderación subjetiva, el que no llega hasta el alma que se esconde bajo la forma, ni conocerá el genuino pensamiento del autor ni mucho menos lo valorará en su mérito filosófico.

Nosotros, no lo queremos disimular, creemos que adivinamos allí el alma mística del contemplativo, pero ¡cuán lejos estamos de gozar de su intimidad, necesaria indudablemente para el conocimiento profundo! Tome nuestro buen amigo de nuestra buena voluntad los datos imperfectos que nos es dado prestarle; conténtese con que le conduzcamos hasta la puerta del Santuario y no tema penetrar en el interior. ¡Oh! ¡cómo nos sentiríamos pagados con creces por nuestros peores trabajos, con sólo verle a Vd. entrar sin temor ni cobardía hasta el centro de aquel místico palacio de luz, de belleza y de amor! Allí, entre las sombras luminosas del arcano, habrá Vd. de entrever a Dios, océano de ser sin fondo y sin orillas, por su omnipotencia creadora, solamente por ser bueno, solamente por el impulso de su liberalísimo amor, hacer brotar del seno de su divinidad, sin menoscabo alguno de su eterna inmutabilidad, hacer brotar de Sí el arroyo de la creación, fijar en ella la huella de arte divino, y llegar a dibujar en la criatura racional el admirable trasunto de su imagen; allí le contemplará Vd. clavando en lo más hondo del ser de la criatura la necesaria indigencia de su propia divina bondad; allí le habrá de mirar como soberano artista, modelando su obra divina, imprimiendo en cada una de sus realizaciones aquellos tres elementos de perfección que, asemejándola al Creador, la capacitan para recibir en sí el hálito divino de actualidad existencial: la forma o especie, realidad esencial, fundamento básico de la semejanza con la divina perfección; el modo o medida individuante o individual, que concretando la forma, la dispone a la existencia; el orden u ordenación íntima a lo perfecto, que radicando en la criatura la necesidad de lo divino, lo necesitará para desarrollar su ingénita energía, para buscar para sí el complemento de su perfección y para comunicarla a los demás seres. Allí contemplará Vd. el universo y sus partes y elementos constitutivos e integrantes, reflejo de la divina perfección y belleza, con sus insondables misterios, con sus inexplicables claroscuros, con su heterogeneidad conectada y armónica; allí intuirá realizadas las leyes sublimes, incomprensibles y encauzadoras del ser creado y de la actividad creada; allí verá Vd. esta actividad múltiple hasta la imposibilidad de abarcarla, regida suave e indefectiblemente por el gobierno de Dios según la eterna teleología acordada. Todo esto y mucho más verá Vd. en el arcano del santuario. En una palabra, Vd. alcanzará la contemplación íntima e incomunicable de aquello que los no iniciados sabemos sólo de oídas. Ya ve Vd. cómo de nuevo me involucro en preparaciones para Vd. inútiles y enojosas. Atribúyalo al miedo que no puedo menos de sentir de defraudar sus nobles anhelos, al oscurecer las simplicísimas ideas del doctor Angélico por unos análisis minuciosos de su pensamiento.

Dejado, pues, todo conato de excusa o justificación, vamos ya a entrar en materia, esperanzados en la sencilla oración de Vd. por mediación del Santo que ya contempla, en el seno de Dios sin velo, lo que a través del lenguaje humano y técnico nos quiso comunicar en este mundo.

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