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El obispo Marcelo González, un gran hombre de Iglesia

FRANCISCO CANALS VIDAL. CRISTIANDAD. Barcelona, agosto-septiembre de 2004

La muerte del insigne prelado doctor Marcelo González Martín ha suscitado una corriente muy vasta y profunda de agradecimiento y admiración hacia su persona y su tarea de obispo de la Iglesia católica, que lo fue sucesivamente en Astorga, Barcelona y Toledo, la sede proclamada, en el siglo VII –y confirmada, en el siglo XI, por autoridad pontificia–, Primada en España.

Los responsables y redactores de la revista barcelonesa Cristiandad y los miembros de Schola Cordis Iesu –sección del Apostolado de la Oración– que, por estímulo y consejo del padre Ramón Orlandis, fundaron la revista, no podrían dejar de expresar ahora sus sentimientos de estima, admiración y gratitud hacia don Marcelo González.

He recibido gozosamente el encargo de expresarlo en su nombre, y tampoco silenciaré mi personal convicción: estamos ante la figura de un gran hombre de Iglesia, uno de esos miembros del episcopado de la Iglesia católica cuya tarea se hace presente universalmente en el espacio y en el tiempo.

Por su presencia en Toledo, el doctor Marcelo González suscita el recuerdo de aquellos grandes padres y doctores de la Iglesia española que convirtieron a la fe católica, desde el arrianismo, a los reyes y nobles visigodos, cuyos educadores fueron, y sin cuya actividad la cristiandad católica de España no hubiera venido a ser.

No se trata de ningún esfuerzo artificial el dejarse conducir por la luminosa evidencia de haber podido conocer una figura eclesiástica de influencia análoga a la de los Leandros, Isidoros o Ildefonsos que dieron vida a «la España evangelizada y evangelizadora» de que habló Juan Pablo II. Su actividad pastoral, especialmente en el campo de la formación del clero, habrá dejado una impronta universal en la Iglesia de nuestro tiempo.

Hombre de Iglesia, Marcelo González fue auténticamente hombre del Concilio Vaticano II, al que nunca invocó contra la tradición católica porque lo entendió como un desarrollo de la misma al servicio de la Iglesia en nuestro tiempo. He aquí cómo, siendo arzobispo de Barcelona, bendecía y estimulaba nuestra revista Cristiandad en abril de 1969 –en el veinticinco aniversario de la revista: «Impregnar de sentido cristiano y sobrenatural la vida entera del hombre y de la sociedad sigue siendo una tarea irrenunciable de todo el que ama la Iglesia. Ello no se opone en nada –acaba de decir Paulo VI– a la legítima autonomía de lo temporal, sino que por el contrario responde fielmente al concepto de la Iglesia y del mundo que el Concilio Vaticano II ha proclamado con tanta autoridad» (véase Cristiandad, núm. 458, abril de 1969).

Precisamente al siguiente año, el doctor Marcelo González aprobó, en 3 de septiembre de 1970, los nuevos Estatutos que configuraban Schola Cordis Iesu como una sección especial, y de iniciativa laical, en el seno del Apostolado de la Oración.

No podemos detallar los gestos y palabras que manifestaban el constante apoyo de nuestro gran prelado. Baste ahora recordar su presencia en el homenaje al padre Orlandis, celebrado en el 75º aniversario de Schola el pasado año 2000. El cardenal González habló en el salón de actos de la Balmesiana. Participó en la concelebración, presidida por el cardenal Carles y ocupó también la presidencia en el banquete conmemorativo de aquella alentadora efemérides.

Tampoco podemos omitir el apoyo y la aprobación institucional y jurídica de la Hermandad de Hijos de Nuestra Señora del Sagrado Corazón, que puede ser vista también como una fructificación indirecta del espíritu apostólico infundido por el padre Orlandis a Schola Cordis Iesu.

Personalmente, he tenido numerosas ocasiones de contacto íntimo y confidencial con el ilustre prelado. Me invitó, hace muchos años, a dar unas conferencias sobre el pensamiento de santo Tomás en el Seminario Mayor de Toledo. Al recibirme en audiencia personal, me comunicó muchos de sus pensamientos sobre la sociedad contemporánea. También prologó mi estudio San José, Patriarca del Pueblo de Dios y de nuevo puso prólogo a la Miscelánea que, en 1997, elaboraron amigos míos para conmemorar mis 75 años. Con emocionada gratitud, he de remitirme a las expresiones aprobatorias de mis tareas «orlandianas»: el apostolado del Corazón de Jesús y de la esperanza de su reinado en la tierra y el estudio y difusión de la doctrina filosófico-teológica de santo Tomás de Aquino.

Estamos convencidos de que la semilla puesta en tantos surcos de la vida eclesial fructificará abundantemente en la Iglesia. Hombre que no puso nunca la luz bajo el celemín, sino sobre el candelero, su luz iluminará a todos los que habitan en la casa. Nosotros nos sumamos a cuantos se sientan movidos a dar gracias a la divina providencia por haber dado a la Iglesia un tan insigne obispo en nuestros tiempos, propicios para un trabajo arduo, difícil y fecundísimo.