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Encíclica Ecclesiam Dei de 1923 del papa Pío XI en el tricentésimo aniversario del martirio de san Josafat, arzobispo de Polotsk de rito oriental

En San Pedro el 12.11.1923

Venerables Hermanos, Salud y Bendición Apostólica.

Sabemos que la Iglesia de Dios, constituida por su admirable designio para ser en la plenitud de los tiempos como una inmensa familia que abarque a todo el género humano, es notable, por institución divina, tanto por su unidad ecuménica, como por otras notas que la caracterizan. En efecto, Cristo nuestro Señor no sólo encomendó a solos los Apóstoles la misión que Él había recibido del Padre, cuando les dijo: «Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos»[1], sino que quiso también que el Colegio Apostólico tuviera la máxima unidad, con dos vínculos muy estrechos: uno intrínseco, la misma fe y la caridad, “derramada en los corazones con el Espíritu Santo"[2]; otro extrínseco, el gobierno de uno solo sobre todos, habiendo encomendado a Pedro el primado sobre los demás Apóstoles como principio perpetuo y fundamento visible de unidad. Esta unidad, al final de su vida mortal, Él les recomendó con gran solicitud [3]; este mismo, con ardorísimas oraciones, pedía al Padre [4], y suplicaba, "oído por su reverencia" [5].

Por tanto, la Iglesia se formó y creció en "un solo cuerpo" animada y vigorosa por el mismo espíritu, del cual " Cristo es la cabeza, de quien se compone todo el cuerpo y se une por todas las juntas de comunicación " [ 6]; y por esta misma razón, la cabeza visible de Cristo es quien toma el lugar de Cristo en la tierra, el Romano Pontífice. En él, como sucesor de Pedro, se cumple perpetuamente aquella palabra de Cristo: "Sobre esta roca edificaré mi Iglesia" [7]; y él, ejerciendo perpetuamente el oficio que le fue encomendado a Pedro, nunca cesa de confirmar, donde sea necesario, a sus hermanos en la fe y de pastorear todos los corderos y ovejas del rebaño del Señor.

Ahora bien, a ninguna otra prerrogativa opuso jamás "el  hombre enemigo" más hostil que la unidad de gobierno en la Iglesia, como aquella a la que se une la unidad del espíritu, "en el vínculo de la paz" [8]; y si el enemigo nunca pudo prevalecer contra la Iglesia misma, sin embargo obtuvo de su seno un número no pequeño de hijos, e incluso pueblos enteros. A tan gran daño confirieron no poco las luchas de las nacionalidades entre ellas, y las leyes contrarias a la religión y la piedad, y también el amor abrumador por los bienes perecederos de la tierra.

De todos, el más grande y lamentable fue la separación de los bizantinos de la Iglesia ecuménica. Aunque parecía que los Concilios de Lyon y Florencia podían remediarlo, sin embargo se renovó posteriormente y continúa hasta el día de hoy con inmensos daños en las almas. Veamos, pues, cómo los eslavos orientales fueron engañados y se perdieron, junto con otros, aunque habían permanecido más tiempo que los demás en el seno de la madre Iglesia. Se sabe, en efecto, que todavía mantuvieron algunas relaciones con esta Sede Apostólica, incluso después del cisma de Michele Cerulario: y estas relaciones, interrumpidas por las invasiones de los tártaros y mongoles, se reanudaron posteriormente y continuaron hasta que fueron impedidas por terquedad rebelde de los poderosos.

Pero en este caso los Romanos Pontífices no omitieron nada de lo que pertenece a su oficio; de hecho, algunos de ellos tomaron en serio la salvación de los eslavos orientales de una manera especial. Así, Gregorio VII envió con una carta muy amable [9] deseos de todas las bendiciones celestiales al príncipe de Kiev, "a Demetrio, rey de los rusos y a la reina su consorte». En los inicios de su reinado, a petición de su hijo presente en Roma. Así, Honorio III envió a sus legados a la ciudad de Novgorod; y lo mismo hizo Gregorio IX y, no mucho después, Inocencio IV, quien envió como legado a un hombre de gran y fuerte espíritu, Giovanni da Pian del Carpine, un lustro de la familia franciscana. El fruto de tanta solicitud de Nuestros Predecesores se vio en el año 1255, cuando se restableció la concordia y la unidad, y para celebrarlo en nombre del Pontífice, y por su autoridad, su legado, el Abad Opizone. , coronado, con pompa solemne, Daniele, hijo de Romano. Y así, según la venerable tradición y las más antiguas costumbres de los eslavos orientales, se obtuvo que en el Concilio de Florencia, Isidoro, Metropolita de Kiev y Moscú, Cardenal de la Santa Iglesia Romana,

Por lo tanto, esta restauración de la unidad duró muchos años en Kiev; pero luego se agregaron nuevas razones para romper con las convulsiones políticas, que maduraron a principios del siglo XVI. Pero fue nuevamente felizmente renovada en 1595, y al año siguiente, en el Concilio de Brest, promulgada por el metropolitano de Kiev y otros obispos rutenos. Clemente VIII los acogió con todo afecto, y al publicar la constitución "Magnus Domini" invitó a todos los fieles a dar gracias a Dios, "que siempre tiene pensamientos de paz, y quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento del verdad".

Pero para que se perpetuara tal unidad y concordia, Dios, supremamente providente, quiso consagrarlos, por así decirlo, con el sello de la santidad y del martirio. San Josafat, arzobispo de Pólotsk, de rito eslavo oriental, ha recibido tan gran alarde, quien con razón debe ser reconocido como la gloria y el apoyo de los eslavos orientales, ya que difícilmente se encontrará otro que haya dado a su nombre una mayor brillo, o que mejor proveyera para su salud, este Pastor y Apóstol suyo, especialmente por haber derramado su sangre por la unidad de la santa Iglesia. Recurriendo, pues, al tricentenario de su gloriosísimo martirio, nos es sumamente querido renovar la memoria de tan gran persona, para que el Señor, invocado por las más fervientes súplicas de los buenos, “suscita en tu Iglesia ese espíritu, del que estaba lleno el bienaventurado mártir y pontífice Josafat... tanto que dio su vida por sus ovejas "[10], para que, creciendo en el pueblo el celo por promover la unidad, acrecentó la obra que estaba tan cerca de su corazón, hasta que se cumpliera aquella promesa de Cristo y al mismo tiempo el deseo de todos los santos, de que "haya un solo redil y un solo pastor "[11].

Nació de padres separados de la unidad, pero, bautizado religiosamente con el nombre de Juan, comenzó desde muy joven a cultivar la piedad; y mientras siguió el esplendor de la liturgia eslava, buscó sobre todo la verdad y la gloria de Dios: y por eso, no por el impulso de razones humanas, se volvió, todavía niño, a la comunión de los ecuménicos, que es decir, la Iglesia católica, a la que juzgó estar ya destinada por la misma validez de su bautismo. Al contrario, sintiéndose movido por la inspiración divina para restablecer en todas partes la santa unidad, comprendió que sería de gran ayuda mantener el rito eslavo oriental y el instituto monástico basiliano en unión con la Iglesia católica. Por eso, recibido en el año 1604 entre los monjes de San Basilio, y cambiado el nombre de Juan por el de Josafat,

Así el Metropolita de Kiev, Joseph Velamin Rutsky, quien fue jefe de ese mismo monasterio como archimandrita, testifica que “en poco tiempo hizo tales progresos en la vida monástica que pudo ser un maestro para otros". Así, tan pronto como fue ordenado sacerdote, Giosafat fue elegido para gobernar el monasterio como archimandrita. En el ejercicio de este oficio no sólo se esforzó por mantener y defender el monasterio y el templo adyacente, asegurándolos contra los ataques enemigos, sino también, habiéndolos encontrado casi abandonados por los fieles, hizo todo lo posible para que fueran frecuentados de nuevo por el pueblo cristiano. . Y al mismo tiempo, teniendo en el corazón ante todo la unión de sus conciudadanos con la cátedra de Pedro, buscó por todos lados argumentos útiles para promoverla y consolidarla, principalmente estudiando aquellos libros litúrgicos que los orientales y los mismos disidentes, están acostumbrados a usar según las prescripciones de los Santos Padres.

Habiendo dicho tan diligente preparación, se puso entonces a tratar, con fuerza y ??mansedumbre juntas, la causa de la restauración de la unidad, obteniendo tan abundantes frutos que merecieron de los mismos adversarios el título de "secuestrador de almas". Y es verdaderamente admirable el gran número de almas que condujo al único redil de Jesucristo, de todas las órdenes y de todas las clases sociales, plebeyos, tenderos, caballeros, y hasta prefectos y gobernadores de provincias, como narra el Sokolinski de Polotsk, de los Tyszkievicz de Novogrodesc, de los Mieleczko de Smolensk. Pero extendió su apostolado a un campo mucho más amplio cuando fue nombrado obispo en Polotsk: un apostolado que debía ser extraordinariamente eficaz, al mismo tiempo que ofrecía el ejemplo de una vida de suprema castidad, pobreza y frugalidad y al mismo tiempo de tanta liberalidad hacia los pobres hasta llegar al punto de cometer el omophorionpara ayudar a su miseria.Mientras tanto se mantuvo rígidamente en la esfera de la religión, no ocupándose lo más mínimo de negociaciones políticas, aunque más de una vez no le faltaron grandes solicitaciones para entrometerse en curas y luchas civiles, mientras que al fin se esforzaba, con el distinguido celo de un santísimo Obispo, de inculcar la verdad sin cesar, con palabras y escritos. De hecho, publicó varios escritos, que redactó en una forma totalmente adecuada al carácter de su pueblo, como sobre la primacía de San Pedro, sobre el bautismo de San Vladimir, una apología de la unidad católica, un catecismo hecho sobre el método del Beato Pedro Canisio, y otros similares. Como entonces insistía mucho en exhortar a ambos clérigos a la diligencia de su oficio, despertó en los sacerdotes el celo de su ministerio, logró que el pueblo, debidamente instruido en la doctrina cristiana y nutrido por una adecuada predicación de la palabra de Dios, se acostumbrara a asistir a los sacramentos y funciones sagradas y se entregara a un nivel de vida cada vez más correcto. Y así, habiendo difundido ampliamente el espíritu de Dios, san Josafat consolidó maravillosamente la obra de unidad a la que se había dedicado. Pero sobre todo luego la consolidó, y más aún, la consagró, cuando encontró el martirio por ella, y la encontró con el entusiasmo más vivo y la magnanimidad más admirable. Siempre pensaba en el martirio, a menudo hablaba de él. El martirio fue deseado en un famoso sermón. El martirio pedía ardientemente a Dios qué beneficio tan singular, tanto que, pocos días antes de su muerte, cuando fue advertido de las trampas que le estaban siendo puestas: “ debidamente instruido en la doctrina cristiana y nutrido por una adecuada predicación de la palabra de Dios, se acostumbró a asistir a los sacramentos ya las funciones sagradas y se entregó a un nivel de vida cada vez más correcto. Y así, habiendo difundido ampliamente el espíritu de Dios, san Josafat consolidó maravillosamente la obra de unidad a la que se había dedicado. Pero sobre todo luego la consolidó, y más aún, la consagró, cuando encontró el martirio por ella, y la encontró con el entusiasmo más vivo y la magnanimidad más admirable. Siempre pensaba en el martirio, a menudo hablaba de él. El martirio fue deseado en un famoso sermón. El martirio pedía ardientemente a Dios qué beneficio tan singular, tanto que, pocos días antes de su muerte, cuando fue advertido de las trampas que le estaban siendo puestas: “ debidamente instruido en la doctrina cristiana y nutrido por una adecuada predicación de la palabra de Dios, se acostumbró a asistir a los sacramentos ya las funciones sagradas y se entregó a un nivel de vida cada vez más correcto. Y así, habiendo difundido ampliamente el espíritu de Dios, san Josafat consolidó maravillosamente la obra de unidad a la que se había dedicado. Pero sobre todo luego la consolidó, y más aún, la consagró, cuando encontró el martirio por ella, y la encontró con el entusiasmo más vivo y la magnanimidad más admirable. Siempre pensaba en el martirio, a menudo hablaba de él. El martirio fue deseado en un famoso sermón. El martirio pedía ardientemente a Dios qué beneficio tan singular, tanto que, pocos días antes de su muerte, cuando fue advertido de las trampas que le estaban siendo puestas: “ se acostumbró a asistir a los Sacramentos ya las funciones sagradas y se entregó a un nivel de vida cada vez más correcto. Y así, habiendo difundido ampliamente el espíritu de Dios, san Josafat consolidó maravillosamente la obra de unidad a la que se había dedicado. Pero sobre todo luego la consolidó, y más aún, la consagró, cuando encontró el martirio por ella, y la encontró con el entusiasmo más vivo y la magnanimidad más admirable. Siempre pensaba en el martirio, a menudo hablaba de él. El martirio fue deseado en un famoso sermón. El martirio pedía ardientemente a Dios qué beneficio tan singular, tanto que, pocos días antes de su muerte, cuando fue advertido de las trampas que le estaban siendo puestas: “ se acostumbró a asistir a los Sacramentos ya las funciones sagradas y se entregó a un nivel de vida cada vez más correcto. Y así, habiendo difundido ampliamente el espíritu de Dios, san Josafat consolidó maravillosamente la obra de unidad a la que se había dedicado. Pero sobre todo luego la consolidó, y más aún, la consagró, cuando encontró el martirio por ella, y la encontró con el entusiasmo más vivo y la magnanimidad más admirable. Siempre pensaba en el martirio, a menudo hablaba de él. El martirio fue deseado en un famoso sermón. El martirio pedía ardientemente a Dios qué beneficio tan singular, tanto que, pocos días antes de su muerte, cuando fue advertido de las trampas que le estaban siendo puestas: “ y se consagró, por el contrario, cuando encontró el martirio por ello, y lo encontró con el entusiasmo más vivo y la magnanimidad más admirable. Siempre pensaba en el martirio, a menudo hablaba de él. El martirio fue deseado en un famoso sermón. El martirio pedía ardientemente a Dios qué beneficio tan singular, tanto que, pocos días antes de su muerte, cuando fue advertido de las trampas que le estaban siendo puestas: “ y se consagró, por el contrario, cuando encontró el martirio por ello, y lo encontró con el entusiasmo más vivo y la magnanimidad más admirable. Siempre pensaba en el martirio, a menudo hablaba de él. El martirio fue deseado en un famoso sermón. El martirio pedía ardientemente a Dios qué beneficio tan singular, tanto que, pocos días antes de su muerte, cuando fue advertido de las trampas que le estaban siendo puestas: “Señor - dijo - concédeme poder derramar tu sangre por la unidad y obediencia de la Sede Apostólica». Su deseo se cumplió el domingo 12 de noviembre de 1623 cuando, rodeado de enemigos que iban en busca del Apóstol de la unidad, los encontró sonriente y bondadoso, y les rogó, por ejemplo a su Maestro y Señor, que no tocaran el su familia, se entregó en sus manos; y mientras estaba cruelmente herido, no cesó hasta el extremo de invocar el perdón de Dios sobre sus asesinos.

Fueron grandes las ventajas de tan célebre martirio, especialmente entre los obispos rutenos que dieron un vivo ejemplo de firmeza y valentía, como ellos mismos atestiguan, dos meses después, en una carta enviada a la Sagrada Congregación de Propaganda: " Estamos muy dispuestos dar sangre y vida por la fe católica, como ya la dio uno de nosotros». Además, muchísimos, y entre ellos los mismos asesinos del Mártir, regresaron inmediatamente después al seno de la única Iglesia.

Por tanto, la sangre de san Josafat, como lo fue hace tres siglos, es también y sobre todo ahora prenda de paz y sello de unidad: sobre todo ahora, digamos, después de que aquellas desdichadas provincias eslavas, asoladas por disturbios y tumultos, hayan sido ensangrentado por guerras furiosas y despiadadas. Y nos parece oír la voz de aquella sangre, "que habla mejor que la de Abel" [12], y ver a aquel mártir dirigiéndose a sus hermanos eslavos repitiendo, como antaño, con las palabras de Jesús: "Las ovejas mienten sin pastor. Tengo compasión de esta multitud". Y en verdad, ¡cuán miserable es su condición! ¡Qué terrible su angustia! ¡Cuántos exiliados de la patria! ¡Cuánta masacre de cuerpos y cuánta ruina de almas! Al observar las presentes calamidades de los eslavos, ciertamente mucho más graves que aquellas de las que se quejaba nuestro Santo, difícilmente logramos, por nuestro afecto paternal, detener las lágrimas.

Para aliviar tan gran cúmulo de miserias, Nosotros, por nuestra parte, nos apresuramos, es verdad, a socorrer a los necesitados, sin fin humano alguno, sin hacer otra distinción que la de la más estricta necesidad. Pero Nuestro azar no pudo alcanzarlo todo. En efecto, no pudimos evitar la multiplicación de las ofensas contra la verdad y la virtud, con el desprecio de todo sentimiento religioso, con la prisión y con la persecución, incluso sangrienta en muchos lugares, de los cristianos y de los mismos sacerdotes y obispos.

En la consideración de tantos males, la solemne conmemoración del insigne Pastor de los eslavos nos consuela no poco, porque nos ofrece la oportunidad de expresar los sentimientos paternales que nos animan hacia todos los eslavos orientales y de poner ante ellos, como la síntesis de todos los bienes, el retorno a la unidad ecuménica de la santa Iglesia.

Mientras invitamos a los disidentes a tal unidad, deseamos ardientemente que todos los fieles, siguiendo los pasos y enseñanzas de San Josafat, estudien, cada uno según sus propias fuerzas, para cooperar con Nosotros. Y entienden bien que esta unidad, mejor que con discusiones y otros estímulos, se debe promover con los ejemplos y obras de una vida santa, especialmente con la caridad hacia los hermanos eslavos y hacia los demás orientales, según dice el Apóstol, " habiendo la misma caridad, una sola alma, el mismo sentimiento, sin hacer nada por despecho o vanagloria; pero por humildad, uno cree al otro superior a sí mismo, cada uno cuidando no lo que es bueno para él sino lo que es bueno para los demás "[ 13 ].

A este fin, como es necesario que los orientales disidentes, echando antiguos prejuicios, traten de conocer la verdadera vida de la Iglesia, sin querer imputar a la Iglesia romana los pecados de los particulares, pecados que ella condena y trata de corregir por primera vez; por lo que los latinos deben tratar de conocer mejor y más profundamente la historia y costumbres de los orientales; porque precisamente de este conocimiento íntimo derivó tan gran eficacia el apostolado de san Josafat.

Esta fue la razón por la que tratamos de promover con renovado ardor el Pontificio Instituto Oriental, fundado por nuestro difunto Predecesor Benedicto XV , convencidos de que del recto conocimiento de los hechos surgirá la justa apreciación de los hombres y también esa sincera benevolencia, que, junto con la caridad de Cristo, con la ayuda de Dios, beneficiará mucho la unidad religiosa.

Animados por esta caridad, todos experimentarán lo que enseña el Apóstol divinamente inspirado: " No hay distinción entre judío y griego, porque él es el Señor de todos, rico para todos los que lo invocan" [ 14 ]. Y, lo que es más importante, obedeciendo escrupulosamente al mismo Apóstol, no sólo se desterrarán los prejuicios, sino también las vanas desconfianzas, los rencores y los odios: en una palabra, todas aquellas animosidades tan contrarias a la caridad cristiana, que dividen entre sí a las naciones. De hecho, el mismo San Pablo advierte: "No se mienta el uno al otro. En efecto, te has despojado del hombre viejo con sus acciones y has revestido lo nuevo, que se renueva, para un pleno conocimiento, a imagen de su creador. Aquí ya no hay gentil ni judío… Bárbaro y escita, siervo y libre, sino que Cristo es todo en todos ”[ 15 ].

Así, con la reconciliación de las personas y de los pueblos, se obtendrá también la unión de la Iglesia con el retorno a su seno de todos aquellos que, por cualquier motivo, se separaron de ella. Y el cumplimiento de esta unión se realizará no por compromiso humano, sino por la bondad de aquel Dios único que " no tiene preferencia por los hombres " [ 16 ], y que " no hizo diferencia entre nosotros y ellos " [ 17 ]; y así, unidos entre sí, todos los pueblos, de cualquier linaje o lengua, y cualesquiera que sean sus ritos sagrados, gozarán de los mismos derechos; ritos que la Iglesia Romana siempre veneró y celebró religiosamente, decretando su conservación y adornándolos como con vestiduras preciosas, casi " reina en un manto de oro con variedad de ornamentos"[ 18 ].

Pero como este acuerdo de todos los pueblos en la unidad ecuménica es sobre todo obra de Dios, y por tanto debe procurarse con la ayuda y asistencia divina, recurrimos con toda diligencia a la oración, siguiendo en esto las enseñanzas y ejemplos de San Josafat, que en su apostolado por la unidad confió sobre todo en el valor de la oración.

Y bajo su guía y patrocinio, veneramos con especial culto el sacramento de la Eucaristía, prenda y causa principal de la unidad, aquel misterio de fe por el cual aquellos eslavos orientales, que en su separación de la Iglesia romana conservaron celosamente su amor y celo. , lograron evitar la impiedad de las peores herejías. De aquí es legítimo esperar el fruto que la santa madre Iglesia pide con piadosa confianza en la celebración de estos augustos misterios, a saber, que “ Dios conceda propiciamente los dones de la unidad y de la paz, que místicamente se simbolizan en las oblaciones ”. hecho al altar ” [ 19 ]. Y esta gracia la imploran los latinos y orientales en el Santo Sacrificio de la Misa: estos " orando al Señor por la unidad de todos», los que rogando al mismo Cristo nuestro Señor que « en cuanto a la fe de su Iglesia, se digne pacificarla y unificarla según su voluntad ».

Otro lazo de reintegración de la unidad con los eslavos orientales radica en su singular devoción a la gran Virgen Madre de Dios, en virtud de la cual muchos se alejan de la herejía y se acercan a nosotros. Y en esta devoción, en la que mucho anotó, nuestro Santo confiaba igualmente mucho en favorecer la obra de la unidad: por eso solía honrar con particular veneración, según la costumbre de los orientales, un pequeño icono de la Virgen Madre. de Dios, que por los monjes basilianos y por los fieles de cualquier rito, incluso en Roma en la iglesia de los Santos Sergio y Baco, es grandemente venerada con el título de " Reina de los pastos". Por eso la invocamos, como Madre benignísima, con este título especialmente, para que guíe a los hermanos disidentes a los pastos de la salud, donde Pedro, viviendo siempre en sus sucesores, como Vicario del Pastor eterno, apacienta y gobierna a todos los corderos y todas las ovejas del rebaño de Cristo.

En fin, a los Santos todos del Cielo recurrimos como intercesores nuestros por tan grande gracia, a los que sobre todo florecieron la mayor parte de los orientales para fama de santidad y sabiduría, y aún florecen para la veneración y el culto de los pueblos. Pero ante todo invoquemos a san Josafat como patrón, para que así como fue un ferviente defensor de la unidad de vida, ahora la promueva con Dios y la sostenga con vigor. Y así rezamos las palabras suplicantes de Nuestro antepasado de memoria inmortal, Pío IX: "Que esa sangre tuya, oh San Josafat, que derramaste por la Iglesia de Cristo, sea prenda de esa unión con esta Santa Sede Apostólica, que siempre anhelabas, y que día y noche implorabas con ferviente oración a Dios, suma bondad y poder. Y para que esto se cumpla al fin, deseamos sinceramente tenerte asiduo intercesor ante el mismo Dios y la Corte del Cielo ».

Como auspicio de los favores divinos y como testimonio de Nuestra benevolencia, impartimos con todo afecto Venerables Hermanos, a vosotros, al clero ya vuestro pueblo, la Bendición Apostólica.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 12 de noviembre de 1923, año segundo de Nuestro Pontificado.

PIUS PP. XI

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[1Matth., XXVIII, 18, 19.

[2Rom., V, 5.

[3Ioann., XVII, 11, 21, 22.

[4Ibid.

[5Hebr., V, 7.

[6]Eph., IV, 4, 5, 15, 16.

[7Matth., XVI, 18. 

[8Eph., IV, 3.

[9] Ep., lib. 2, ep. 74, apud Migne, Patr. lat., t. 148, col. 425.

[10] In officio S. Iosaphat.

[11Ioann., X, 16.

[12Hebr., XII, 24.

[13Phil., II, 2-4.

[14Rom., X, 12.

[15Coloss., III, 9-11.

[16Act., X, 34.

[17Ibid., XIV, 9.

[18Psalm. XLIV, 10.

[19] Secreta Missae in solemnitate Corporis Christi.


Venerabili Fratelli, salute e Apostolica Benedizione.

La Chiesa di Dio, per ammirabile provvidenza, fu costituita in modo da riuscire nella pienezza dei tempi come un’immensa famiglia, che abbracci l’universalità del genere umano, e perciò, come sappiamo, fu resa divinamente manifesta, tra le altre sue note caratteristiche, per mezzo dell’unità ecumenica. Giacché Cristo Signor nostro non si appagò di affidare ai soli Apostoli la missione che Egli aveva ricevuta dal Padre, quando disse: «È data a me ogni potestà in cielo e in terra. Andate dunque e ammaestrate tutte le genti» [1], ma volle pure che il Collegio apostolico fosse perfettamente uno, con doppio e strettissimo vincolo: intrinseco l’uno, con la stessa fede e carità che «è diffusa nei cuori … dallo Spirito Santo» [2]; l’altro estrinseco col regime di uno solo sopra tutti, avendo a Pietro affidato il primato sugli altri Apostoli come a perpetuo principio e visibile fondamento di unità. Quest’unità, al chiudersi della sue vita mortale, Egli con somma premura raccomandò loro [3]; questa stessa, con ardentissime preci, domandò al Padre [4], e l’impetrò, «esaudito per la sua riverenza» [5].

Pertanto la Chiesa si formò e si accrebbe in «un corpo unico» animato e vigoroso di un medesimo spirito, del quale poi «è capo Cristo, da cui tutto il corpo è compaginato e connesso per via di tutte le giunture di comunicazione» [6]; e di esso per questa stessa ragione, è capo visibile colui che di Cristo tiene in terra le veci, il Pontefice Romano. In lui, come successore di Pietro, si avvera perpetuamente quella parola di Cristo: «Su questa pietra edificherò la mia Chiesa» [7]; ed egli, perpetuamente esercitando quell’ufficio che a Pietro fu affidato, non cessa mai di confermare, ove sia necessario, nella fede i suoi fratelli e di pascere tutti gli agnelli e le pecorelle del gregge del Signore.

Orbene nessun’altra prerogativa mai «l’uomo nemico» avversò più ostilmente che l’unità di governo nella Chiesa, come quella cui va congiunta, «nel vincolo della pace» [8], l’unità dello spirito; e se il nemico non poté giammai prevalere contro la Chiesa stessa, ottenne nondimeno di strappare dal seno di lei non piccolo numero di figli, e perfino popoli interi. A sì gran danno non poco conferirono sia le lotte delle nazionalità fra di loro, sia le leggi contrarie alla religione e alla pietà, sia anche l’amore soverchio ai beni perituri della terra.

Fra tutte la maggiore e la più lagrimevole fu la separazione dei Bizantini dalla Chiesa ecumenica. Sebbene fosse sembrato che i Concilii di Lione e di Firenze potessero porvi rimedio, tuttavia essa si rinnovò successivamente e perdura tuttora con immenso danno per le anime. Vediamo quindi come furono traviati e andarono, perduti, insieme con altri, gli Slavi orientali, benché questi fossero rimasti più a lungo degli altri nel seno della madre Chiesa. Si sa, infatti, che essi mantennero ancora qualche relazione con questa Sede Apostolica, anche dopo lo scisma di Michele Cerulario: e queste relazioni, interrotte dalle invasioni dei Tartari e dei Mongoli furono riprese successivamente e continuarono sin tanto che non ne furono impediti dalla caparbietà ribelle dei potenti.

Ma in questa causa i Romani Pontefici nulla omisero di quanto spetta al loro ufficio; anzi alcuni di essi presero a cuore in modo speciale la salvezza degli Slavi orientali. Così Gregorio VII mandò con benignissima lettera [9] auguri d’ogni celeste benedizione al principe di Kiev, «a Demetrio, re dei Russi ed alla regina sua consorte» negli inizi del loro regno, su richiesta del loro figlio presente in Roma. Così Onorio III inviò suoi legati alla città di Novgorod; e lo stesso fece Gregorio IX e, non molto dopo, Innocenzo IV, il quale vi spedì come legato un uomo di animo grande e forte, Giovanni da Pian del Carpine, lustro della famiglia francescana. Il frutto di tanta sollecitudine dei Nostri Predecessori si vide nell’anno 1255, quando si ebbe il ristabilimento della concordia e dell’unità, ed a celebrarlo a nome del Pontefice, e per sua autorità, il legato di lui, l’abate Opizone, incoronò, con solenne pompa, Daniele, figlio di Romano. E così, secondo la veneranda tradizione e le usanze più antiche degli Slavi Orientali, si ottenne che al Concilio di Firenze, Isidoro, Metropolita di Kiev e di Mosca, Cardinale della Santa Romana Chiesa, anche a nome e nella lingua dei suoi connazionali, promise di conservare santa e inviolata l’unità cattolica nella fede della Sede Apostolica.

Pertanto questa restaurazione dell’unità durò a Kiev per molti anni; ma vi si aggiunsero poi nuove ragioni di rottura coi rivolgimenti politici, maturatisi negli inizi del secolo XVI. Senonché fu di nuovo felicemente rinnovata nel 1595, e l’anno successivo, al Concilio di Brest, promulgata per opera del metropolita di Kiev e di altri Vescovi Ruteni. Clemente VIII li accolse con ogni affetto, e pubblicando la costituzione «Magnus Domini » invitò tutti i fedeli a rendere grazie a Dio, «il quale ha sempre pensieri di pace, e vuole che tutti gli uomini siano salvi e pervengano alla conoscenza della verità».

Ma perché tali unità e concordia si perpetuassero, Iddio, sommamente provvido, le volle consacrare, per così dire, col sigillo della santità e del martirio. Un così grande vanto è toccato a San Giosafat, Arcivescovo di Polotsk, di rito slavo orientale, che a buon diritto va riconosciuto come gloria e sostegno degli Slavi Orientali, poiché a fatica si troverà un altro che abbia dato al loro nome un lustro maggiore, o che meglio abbia provveduto alla loro salute, di questo loro Pastore ed Apostolo, specialmente per aver egli versato il proprio sangue per l’unità della santa Chiesa. Ricorrendo dunque il trecentesimo anniversario del suo gloriosissimo martirio, Ci è sommamente caro rinnovare la memoria di un così grande personaggio, affinché il Signore, invocato dalle suppliche più fervorose dei buoni, «susciti nella sua Chiesa quello spirito, di cui il beato Martire e Pontefice Giosafat era ripieno… tanto che diede la sua vita per le sue pecorelle»[10], così che, crescendo tra il popolo lo zelo nel promuovere l’unità, ne abbia incrementato l’opera che gli fu tanto a cuore, finché si avveri quella promessa di Cristo e insieme il desiderio di tutti i Santi, che «vi sia un solo ovile ed un solo Pastore» [11].

Egli nacque da genitori separati dall’unità, ma, religiosamente battezzato col nome di Giovanni, incominciò fin dall’età più tenera a coltivare la pietà; e mentre seguiva lo splendore della liturgia slava, cercava soprattutto la verità e la gloria di Dio: e per questo, non per impulso di ragioni umane, si rivolse, fanciulletto ancora, alla comunione della Chiesa ecumenica, cioè cattolica, a cui giudicava di essere già destinato per la stessa validità del suo battesimo. Anzi, sentendosi mosso da ispirazione divina a ristabilire dappertutto la santa unità, comprese che molto avrebbe giovato a ciò il ritenere nell’unione con la Chiesa cattolica il rito orientale slavo e l’istituto monastico Basiliano. Perciò, accolto nell’anno 1604 fra i monaci di San Basilio, e mutato il nome di Giovanni in quello di Giosafat, si consacrò interamente all’esercizio di tutte le virtù, specialmente della pietà e della penitenza, dimostrando sempre un singolare amore per la Croce: amore che fino dai primi anni egli aveva concepito dalla contemplazione di Gesù Crocifisso.

Così il metropolita di Kiev, Giuseppe Velamin Rutsky, il quale era a capo di quello stesso monastero in qualità di archimandrita, testimonia che « egli in breve tempo fece tali progressi nella vita monastica da poter esser maestro agli altri ». Sicché, appena ordinato sacerdote, Giosafat si vide eletto a governare il monastero in qualità di archimandrita. Nell’esercizio di tale ufficio non solo si adoperò a mantenere e a difendere il monastero e l’attiguo tempio, assicurandoli contro gli assalti nemici, ma inoltre, avendoli trovati pressoché abbandonati dai fedeli, fece di tutto per farli nuovamente frequentare dal popolo cristiano. E in pari tempo, avendo anzitutto a cuore l’unione dei suoi concittadini con la cattedra di Pietro, cercava da ogni parte argomenti giovevoli a promuoverla e a consolidarla, principalmente studiando quei libri liturgici che gli Orientali, e i dissidenti stessi, sono soliti usare secondo le prescrizioni dei Santi Padri.

Premessa una così diligente preparazione, egli si accinse quindi a trattare, con forza e soavità insieme, la causa della restaurazione dell’unità, ottenendo frutti così copiosi da meritare dagli stessi avversari il titolo di « rapitore delle anime ». Ed è veramente mirabile il gran numero delle anime da lui condotte all’unico ovile di Gesù Cristo, da tutti gli ordini e da tutte le classi sociali, plebei, negozianti, cavalieri, e anche prefetti e governatori di province, come narrano del Sokolinski di Polotsk, del Tyszkievicz di Novogrodesc, del Mieleczko di Smolensk. Ma ad un campo ben più vasto ancora estese il suo apostolato, quando venne nominato vescovo a Polotsk: apostolato che doveva essere di una straordinaria efficacia, mentre egli offriva l’esempio di una vita di somma castità, povertà e frugalità ed insieme di tanta liberalità verso gli indigenti da giungere fino ad impegnare l’omophorion per sovvenire alla loro miseria. Nel frattempo si manteneva rigidamente nell’ambito della religione, non occupandosi minimamente di negozi politici, sebbene a lui non mancassero più d’una volta grandi sollecitazioni ad ingerirsi delle cure e delle lotte civili, mentre infine si sforzava, con lo zelo insigne d’un Vescovo santissimo, ad inculcare senza posa, con la parola e con gli scritti, la verità. Egli infatti pubblicò diversi scritti, da lui redatti in forma del tutto adatta all’indole del suo popolo, quali sul primato di San Pietro, sul battesimo di San Vladimiro, un’apologia dell’unità cattolica, un catechismo fatto sul metodo del beato Pietro Canisio, ed altri simili. Siccome poi insisteva molto nell’esortare alla diligenza del proprio ufficio l’uno e l’altro clero, ridestatosi nei sacerdoti lo zelo del loro ministero, riuscì ad ottenere che il popolo, debitamente ammaestrato nella dottrina cristiana e nutrito da un’appropriata predicazione della parola di Dio, si avvezzasse a frequentare i Sacramenti e le sacre funzioni e si desse ad un tenore di vita sempre più corretta. E così, ampiamente diffuso lo spirito di Dio, San Giosafat consolidò stupendamente l’opera dell’unità, a cui si era dedicato. Ma soprattutto allora egli la consolidò, e consacrò anzi, quando per essa incontrò il martirio, e l’incontrò col più vivo entusiasmo e con la magnanimità più mirabile. Al martirio sempre pensava, spesso ne parlava. Il martirio si augurò in una celebre predica. Il martirio ardentemente domandava a Dio quale singolare beneficio, tanto che, pochi giorni prima della morte, quando fu avvertito delle insidie che gli si macchinavano: « Signore — disse — concedimi di poter versare il sangue per l’unità e per l’obbedienza della Sede Apostolica ». Il suo desiderio fu appagato la domenica 12 novembre 1623 quando, circondato dai nemici che andavano in cerca dell’Apostolo dell’unità, egli si fece loro incontro sorridente e benigno, e pregatili, ad esempio del suo Maestro e Signore, che non toccassero i suoi familiari, si diede da sé nelle loro mani; e mentre veniva crudelissimamente ferito, non cessò sino all’estremo di invocare il perdono di Dio sopra i suoi uccisori.

Grandi furono i vantaggi di un così famoso martirio, soprattutto tra i Vescovi Ruteni che ne trassero vivo esempio di fermezza e coraggio, come essi stessi attestarono, due mesi dopo, in una lettera spedita alla Sacra Congregazione di Propaganda: «Ci offriamo prontissimi a dare il sangue e la vita per la fede cattolica, come la diede già uno di noi ». Inoltre moltissimi, e fra questi gli uccisori stessi del Martire, fecero ritorno, subito dopo, al seno dell’unica Chiesa.

Il sangue dunque di San Giosafat, come tre secoli fa, anche e specialmente ora riesce pegno di pace e suggello di unità: specialmente ora, diciamo, dopo che quelle sfortunate province slave, sconvolte da torbidi e da sommosse, sono state insanguinate da guerre furiose e spietate. E a Noi sembra di udire la voce di quel sangue, « che parla meglio di quello di Abele » [12], e di vedere quel martire rivolgersi ai fratelli Slavi ripetendo, come un tempo, con le parole di Gesù: « Le pecorelle giacciono senza pastore. Ho compassione di questa moltitudine ». E veramente, quanto miseranda è la loro condizione! Quanto terribili le loro angustie! Quanti esuli dalla patria! Quanta strage di corpi e quanta rovina di anime! Osservando le presenti calamità degli Slavi, certamente assai più gravi di quelle ch’ebbe a lamentare il nostro Santo, a stento Ci riesce, per il nostro affetto paterno, di frenare le lacrime.

Ad alleviare sì grande cumulo di miserie, Noi, per parte Nostra, Ci affrettammo, è vero, a recare soccorsi ai bisognosi, senza alcuna mira umana, senza far altra distinzione che non fosse quella della più stringente necessità. Ma la Nostra possibilità non poté arrivare a tutto. Anzi, non potemmo impedire che si moltiplicassero le offese contro la verità e la virtù, col disprezzo di ogni sentimento religioso, con il carcere e con la persecuzione, in più luoghi anche sanguinosa, dei cristiani e degli stessi sacerdoti e vescovi.

Nella considerazione di tanti mali, Ci conforta non poco la solenne commemorazione dell’insigne Pastore degli Slavi, perché Ci porge propizia l’occasione di manifestare i sentimenti paterni che Ci animano verso tutti gli Slavi Orientali e di mettere loro dinanzi, come la sintesi di tutti i beni, il ritorno all’unità ecumenica della santa Chiesa.

Mentre invitiamo i dissidenti a tale unità, desideriamo ardentemente che tutti i fedeli, seguendo le orme e gli insegnamenti di San Giosafat, si studino, ciascuno secondo le proprie forze, a cooperare con Noi. Ed essi intendano bene che tale unità, meglio che con le discussioni e altri stimoli, è da promuovere con gli esempi e le opere di una vita santa, specialmente con la carità verso i fratelli Slavi e verso gli altri Orientali, secondo ciò che dice l’Apostolo, « avendo la stessa carità, una sola anima, uno stesso sentimento, senza nulla fare per ripicca o per vanagloria; ma per umiltà l’uno creda l’altro superiore a sé, badando ognuno non a ciò che torna bene per lui ma a quello che torna bene per gli altri » [13].

A questo fine, come è necessario che gli Orientali dissidenti, deponendo antichi pregiudizi, procurino di conoscere la vera vita della Chiesa, senza voler imputare alla Chiesa Romana le colpe dei privati, colpe che essa per la prima condanna e cerca di correggere; così i Latini cerchino di conoscere meglio e più profondamente la storia e i costumi degli Orientali; perché appunto da quest’intima conoscenza derivò sì grande efficacia all’apostolato di San Giosafat.

Questo fu il motivo per cui cercammo di promuovere con rinnovato ardore l’Istituto Pontificio Orientale, fondato dal compianto Nostro Predecessore Benedetto XV, persuasi che dalla retta conoscenza dei fatti sorgerà il giusto apprezzamento degli uomini e parimenti quella schietta benevolenza, la quale, congiunta alla carità di Cristo, con l’aiuto di Dio, gioverà moltissimo all’unità religiosa.

Animati da tale carità, tutti sperimenteranno quanto l’Apostolo divinamente ispirato insegna: «Non c’è distinzione fra Giudeo e Greco, perché egli è il Signore di tutti, ricco verso tutti coloro che l’invocano » [14]. E, ciò che più importa, ubbidendo scrupolosamente al medesimo Apostolo, non solo deporranno i pregiudizi, ma anche le vane diffidenze, i rancori e gli odii: in una parola, tutte quelle animosità così contrarie alla carità cristiana, che dividono tra di loro le nazioni. Avverte infatti lo stesso San Paolo: «Non mentitevi gli uni gli altri. Vi siete infatti spogliati dell’uomo vecchio con le sue azioni e avete rivestito il nuovo, che si rinnova, per una piena conoscenza, ad immagine del suo creatore. Qui non c’è più Gentile e Giudeo … Barbaro e Scita, servo e libero, ma Cristo è tutto in tutti » [15].

In tal modo, con la riconciliazione degli individui e dei popoli, si otterrà anche l’unione della Chiesa col ritorno al suo seno di tutti quelli che, per qualsivoglia motivo, se ne separarono. E il compimento di tale unione avverrà non già per l’impegno umano, ma per bontà, di quel solo Dio che « non fa preferenza di persone » [16], e che « non fece differenza alcuna tra noi e loro » [17]; e così, uniti tra essi, godranno degli stessi diritti tutti i popoli, di qualunque schiatta o lingua, e quali si siano i loro riti sacri; riti che la Chiesa Romana sempre venerò e ritenne religiosamente, decretandone anzi la conservazione ed ornandosene come di vesti preziose, quasi « regina in manto d’oro con varietà d’ornamenti » [18].

Ma siccome questo accordo di tutti i popoli nell’unità ecumenica è anzitutto opera di Dio, e perciò da doversi procurare con l’aiuto e l’assistenza divina, ricorriamo con ogni diligenza alla preghiera, seguendo in ciò gli insegnamenti e gli esempi di San Giosafat, il quale nel suo apostolato per l’unità confidava soprattutto nel valore dell’orazione.

E sotto la guida e col patrocinio di lui, veneriamo con culto speciale il Sacramento dell’Eucaristia, pegno e causa principale dell’unità, quel mistero della fede per la quale quegli Slavi Orientali, che nella separazione dalla Chiesa Romana conservarono gelosamente l’amore e lo zelo, riuscirono ad evitare l’empietà delle peggiori eresie. Da qui è lecito sperare il frutto che la santa madre Chiesa domanda con pia fiducia nella celebrazione di questi augusti misteri, cioè che « Iddio conceda propizio i doni dell’unità e della pace, che misticamente vengono simboleggiati nelle oblazioni fatte all’Altare » [19]. E questa grazia unitamente implorano nel santo Sacrificio della Messa i Latini e gli Orientali: questi « pregando il Signore per l’unità di tutti », quelli col supplicare lo stesso Cristo Signor nostro che « riguardando alla fede della sua Chiesa, si degni di pacificarla e unificarla secondo la sua volontà ».

Un altro vincolo di reintegrazione dell’unità con gli Slavi Orientali sta nella loro devozione singolare verso la gran Vergine Madre di Dio, in forza della quale molti si allontanano dall’eresia e si avvicinano maggiormente a noi. E in questa devozione, nella quale si segnalava assai, il nostro Santo altrettanto confidava moltissimo per favorire l’opera dell’unità: onde soleva con particolare venerazione onorare, all’usanza degli Orientali, una piccola icona della Vergine Madre di Dio, la quale dai Monaci Basiliani e dai fedeli di qualsiasi rito, anche in Roma nella chiesa dei santi Sergio e Bacco, è molto venerata con il titolo di « Regina dei pascoli ». Lei, dunque, invochiamo, quale benignissima Madre, con questo titolo specialmente, perché guidi i fratelli dissidenti ai pascoli della salute, dove Pietro, sempre vivente nei suoi successori, come Vicario dell’eterno Pastore, pasce e governa tutti gli agnelli e tutte le pecorelle del gregge di Cristo.

Infine, ai Santi tutti del Cielo ricorriamo come a nostri intercessori per una grazia così grande, a quelli soprattutto che presso gli Orientali maggiormente fiorirono un tempo per fama di santità e di sapienza, e fioriscono tuttora per venerazione e culto dei popoli. Ma primo fra tutti invochiamo a patrono San Giosafat, perché, come fu in vita fortissimo propugnatore dell’unità, così ora presso Dio la promuova e vigorosamente la sostenga. E così Noi lo preghiamo le supplichevoli parole del Nostro antecessore di immortale memoria, Pio IX: «Dio voglia che quel tuo sangue, o San Giosafat, che tu versasti per la Chiesa di Cristo, sia pegno di quell’unione con questa Santa Sede Apostolica, a cui tu sempre anelasti, e che giorno e notte implorasti con fervida preghiera da Dio, somma Bontà e Potenza. E perché tanto si avveri alfine, vivamente desideriamo di averti intercessore assiduo presso Dio stesso e la Corte del Cielo».

Auspice dei divini favori e a testimonianza della Nostra benevolenza, impartiamo con ogni affetto Venerabili Fratelli, a voi, al clero e al popolo vostro l’Apostolica Benedizione.

Dato a Roma, presso San Pietro il 12 novembre 1923, anno secondo del Nostro Pontificato.

 

PIUS PP. XI

 


[1Matth., XXVIII, 18, 19.

[2Rom., V, 5.

[3Ioann., XVII, 11, 21, 22.

[4Ibid.

[5Hebr., V, 7.

[6]Eph., IV, 4, 5, 15, 16.

[7Matth., XVI, 18. 

[8Eph., IV, 3.

[9] Ep., lib. 2, ep. 74, apud Migne, Patr. lat., t. 148, col. 425.

[10] In officio S. Iosaphat.

[11Ioann., X, 16.

[12Hebr., XII, 24.

[13Phil., II, 2-4.

[14Rom., X, 12.

[15Coloss., III, 9-11.

[16Act., X, 34.

[17Ibid., XIV, 9.

[18Psalm. XLIV, 10.

[19] Secreta Missae in solemnitate Corporis Christi.

VENERABILES FRATRES, SALUTEM ET APOSTOLICAM BENEDICTIONEM

Ecclesiam Dei admirabili consilio sic constitutam, ut in plenitudine temporum esset immensae familiae instar, quae humani generis universitatem complecteretur, eum aliis insignitis notis, tum oecumenica unitate scimus divinitus esse conspicuam. Etenim Christus Dominus non modo quod ipse a Patre munus acceperat, solis Apostolis demandavit, eum dixit: data est mihi omnis potestas in caelo et in terra. Euntes ergo docete omnes gentes (1); sed etiam Apostolorum summe unum voluit esse collegium, dupliciter coagmentatum arctissimo vinculo, intrinsecus quidem fide eadem et caritate, quae diffusa est in cordibus ... per Spiritum sanctum; (2) extrinsecus autem unius in omnes regimine, cum Apostolorum principatum Petro contulerit, tamquam perpetuo unitatis principio ac visibili fundamento. Hanc eis unitatem sub vitae mortalis exitum diligentissime commendavit (3); hanc ipsam a Patre summis precibus petiit (4), impetravitque, exauditus pro sua reverentia (5).

Itaque coaluit crevitque Ecclesia in «unum corpus » et ipsum uno vivum vigensque spiritu: cuius quidem est caput Christus, ex quo totum corpus compactum et connexum per omnem iuncturam subministrationis (6); sed eiusdem, ea ipsa de causa, aspectabile caput is est qui Christi vice fungitur in terris, Pontifex Romanus. In eum, ut successorem Petri, perpetuo cadit illa Christi vox: super hanc petram aedificabo Ecclesiam meam (7), isque vicarium illud munus, Petro collatum, semper exercens, fratres suos confirmare, ubi opus fuerit, omnesque dominici gregis et agnos et oves pascere non desinit.

Iam vero nihil unquam tam hostiliter inimicus homo, quam Ecclesiae unitatem regiminis, quacum « unitas spiritus in vinculo pacis » (8) coniungeretur, appetiit; qui si nequaquam adversus Ecclesiam ipsam praevalere potuit, effecit tamen, ut filios non paucos atque etiam integros populos ab eius gremio complexuque distraheret. Quam ad rem vel nationum inter nationes certamina, vel alienae a religione ac pietate leges, vel fluxorum bonorum incensiora studia multum valuerunt.

Maxima autem atque omnium luctuosissima fuit Byzantinorum lica ab oecumenica unitate discessio; cui malo etsi Lugdunense Concilium ac Florentinum mederi visa sunt, tamen deinceps denuo illud erupit hodieque perseverat, magno scilicet cum animarum detrimento. Inde cernimus transversos actos esse pessumque ire cum alios tum Slavos Orientales, quamquam hi diutius quam ceteri in Ecclesiae matris sinu permanserunt. Constat enim eos cum hac Apostolica Sede aliquid rationis habere consuevisse, etiam post Michaëlis Caerularii schisma, quam consuetudinem, incursionibus primum Tartarorum, tum Mongolorum intermissam, repetiisse deinceps ac retinuisse, dum potentium contumacia non sunt prohibiti.

Nec vero in hac causa Romani Pontifices quicquam praetermiserunt quod esset suarum partium; quorum nonnulli singulare studium curamque ad Slavorum Orientalium salutem contulerunt : ut Gregorius VII, qui principi Kioviensi « Demetrio regi « Russorum et reginae uxori eius » regnum auspicantibus, cum Romae ab eorum filio rogatus esset, amicissime omnia a Deo bona per litteras est precatus (9); ut Honorius III, qui ad civitatem Novogorodensem legatos misit; quod etiam fecit Gregorius IX, itemque non multo post Innocentius IV, qui magni fortisque animi virum eo legavit, Ioannem de Plano Carpino, Franciscalis familiae ornamentum. Huius quidem decessorum Nostrorum diligentiae fructus exstitit anno MCCLV, cum concordiae et unitatis reconciliatio facta est, ob eamque celebrandam nomine et auctoritate Pontificis abbas Opizo, eiusdem legatus, insigne regium Danieli, Romani filio, solemnibus caeremoniis, imposuit. Itaque, secundum venerandam antiquiorum Slavorum Orientalium traditionem moremque, id etiam consecutum est, ut in Florentino Concilio Isidorus, metropolita Kioviensis et Moscoviensis idemque S. R. E. Cardinalis, suorum quoque popularium verbis, catholicam unitatem in fide Apostolicae Sedis professus sit sancte se inviolateque servaturum.

Mansit igitur Kioviae plures quidem annos redintegrata coniunctio; cuius dirimendae causas illae perturbationes auxerunt, quae consummatae sunt in rebus publicis, ineunte saeculo XVI; ea tamen anno MDXCV feliciter renovata est et, anno post, in conventu Brestensi promulgata, auctoribus et agentibus metropolita Kioviensi aliisque Ruthenorum Episcopis; quos quidem Clemens VIII amantissime excepit, editaque constitutione Magnus Dominus christifideles universos appellavit, ut Deo grates agerent, « qui semper cogitat cogitationes pacis, et vult omnes salvos fieri «et ad agnitionem veritatis venire».

Illa autem ut in perpetuum unitas consensioque consisteret, eam providentissimus Deus sanctitatis simul et martyrii tamquam signo consecravit. Quae tanta laus obtigit Archiepiscopo illi Polocensi, Iosaphat, ritus slavonici orientalis, quem iure praeclarum vel decus vel columen Slavorum Orientalium agnoscimus; siquidem vix aliquis alius magis eorum nomen illustravit, aut melius saluti consuluit, quam hic ipsorum et Pastor et Apostolus, praesertim cum sanguinem suum pro Ecclesiae sanctae unitate profudit. Cuius praeclarissimi martyrii natalis cum adsit trecentesimus, admodum Nobis placet tanti viri memoriam renovare, quo maioribus bonorum precibus Dominus exoratus « excitet in Ecclesia sua spiritum, « quo repletus beatus Iosaphat, Martyr et Pontifex ... animam suam « pro ovibus posuit » (10); auctoque in vulgus unitatis promovendae studio, continuetur quod ipse urgebat, opus, usque dum promissum illud Christi idemque sanctorum omnium optatum eveniat: et fiet unum ovile et unus Pastor (11).

Hic parentibus quidem ab unitate dissitis ortus est, at sancte ablutus, accepto Ioannis nomine, a teneris unguiculis pietatem coluit; cumque splendorem sequeretur liturgiae Slavonicae, veritatem ante omnia Deique gloriam quaesivit, ob eamque rem, nullis humanis impulsus rationibus, ad communionem Ecclesiae unius oecumenicae seu catholicae se puerulus applicavit; ad cuius quidem communionem se destinatum ipso rite suscepto baptismate iudicabat. Quin etiam, caelesti quodam instinctu se moveri sentiens ad sanctam universaliter redintegrandam unitatem, plurimum eo sese conferre posse intellexit, si ritum orientalem Slavonicum et Basilianum vitae monasticae institutum in Ecclesiae universalis unitate retineret. Quare anno MDCIV inter monachos sancti Basilii alumnos cooptatus, depositoque Ioannis nomine appellatus Iosaphat, omnium exercitationi virtutum se totum dedit, pietatis maxime et austeritatis. Quem enim Crucis amorem a prima aetatula, Iesum Crucifixum contemplando, conceperat, eum perpetuo deinceps ostendit prorsus singularem.

Testis autem est metropolita Kioviensis Iosephus Velamin Rutsky qui eidem monasterio archimandrita praefuerat, « in vita monastica eum brevi tempore ita profecisse ut aliorum magister « esse posset ». Itaque ubi sacerdotio auctus est, archimandrita ipse Iosaphat renuntiatur et monasterio praeficitur. Is in huius administratione muneris, non modo monasterium continensque templum sarta tecta tueri, eaque contra inimicorum impetus communire studuit, verum etiam, quia deserta fere a fidelibus erant, idcirco instituit dare operam, ut eadem christianus populus iterum celebraret. Interea vero, in primis de suorum civium cum Petri cathedra coniunctione sollicitus, quaecumque ad eam qua promovendam qua confirmandam argumenta suppeterent, undique conquirebat, praesertim libros liturgicos pervolutando, quibus Orientales ipsique dissidentes secundum sanctorum Patrum praescripta uti consuevissent.

Hac igitur tam diligenti praeparatione adhibita, unitatis instaurandae negotium coepit tanta simul cum vi et suavitate tantoque cum fructu agere, ut ab ipsis adversariis « raptor animarum » nuncuparetur. Etenim mirabile est, quam multos ad unicum ovile Iesu Christi perduxerit, eosque ex omni ordine ac genere, plebeios, mercatores, equites, praefectos quoque et administratores provinciarum, ut de Polocensi Sokolinski, de Novogrodecensi Tyszkievicz, de Smolenscensi Mieleczko accepimus. Sed vel multo latiorem in campum produxit apostolatum suum, ex quo Ecclesiae Polocensi datus est antistes. Cuius quidem apostolatus incredibilem sane oportet fuisse vim, cum exempla exhiberet vitae castissimae, pauperrimae, abstinentissimae, tantae autem erga indigentes liberalitatis, ut ad eorum inopiam sublevandam hic omophorion oppignerarit; cum intra religionis fines admodum se contineret, nec quicquam de rebus politicis attingeret, quamvis non semel nec parum idem sollicitatus esset ad curas contentionesque civiles obeundas; cum denique praeclaro studio niteretur sanctissimi Episcopi, qui verbis scriptisque finem non faciebat inculcandae veritatis. Plura enim ad popularium ingenium a se accommodatissime composita in lucem edidit, ut de primatus Petri, de baptismate s. Vladimiri, ut defensionem unitatis catholicae, catechismum ad rationem beati Petri Canisii exactum, et id genus alia. Cum autem multus esset in utroque clero ad officii diligentiam exhortando, sensim, excitato ministerii sacerdotalis ardore, perfecit, ut populus, rite in doctrina christiana institutus, aptaque divini verbi praedicatione nutritus, sacramenta sacramque liturgiam frequentare assuesceret, atque ad vivendi disciplinam usque sanctiorem renovaretur. Ita longe lateque Dei spiritu diffuso, Iosaphat unitatis opus, cui se devoverat, magnifice confirmavit. At vero tum maxime confirmavit illud atque adeo consecravit, cum pro eodem martyr occubuit, et quidem voluntate summa, magnanimitate mirabili. Martyrium in mente semper, in ore frequenter habebat; martyrium sibi celebri in concione optavit; martyrium denique, tamquam singulare Dei beneficium, implorabat; ut paucis ante mortem diebus, ubi de paratis sibi insidiis est admonitus, « Domine, inquit, da mihi ut sanguinem pro « unitate et oboedientia Sedis Apostolicae profundere valeam ». –Voti factus est compos die dominico XII Novembris a. MDCXXIII, cum circumsistentibus hostibus, qui unitatis Apostolum petebant, obviam se hilaris et comis obtulit, precatusque, ad Magistri Dominique sui similitudinem, ne suos domesticos laederent, se ipsum in eorum manus tradidit; cumque vulneribus crudelissime conficeretur, non cessavit ad extremum spiritum rogare Deum, ut suis percussoribus ignosceret.

Huius tam incliti martyrii magna fuere emolumenta: praesertim multum firmamenti ac roboris accessit Episcopis Ruthenis, qui duobus mensibus post, missis ad sacrum Consilium Fidei propagandae litteris, ita professi sunt « vitam nostram cum sanguine, « prout iam unus ex nobis profudit, pro fide catholica profundere « paratissimos nos offerimus ». Ingens etiam hominum numerus, in quibus ipsi Martyris interfectores, in sinum unius Ecelesiae se subinde receperunt.

Sanguis igitur sancti Iosaphat, quemadmodum abhinc tribus saeculis, ita nunc maxime, pignus pacis atque unitatis sigillum exstat; nunc, inquimus, cum tanta fraterna caede miserrimas Slavorum provincias, turbulentissimis motibus perturbatas, efferatorum bellorum furor cruentavit. Hunc enim sanguinem exaudire veluti videmur melius loquentem quam Abel (12), Slavosque fratres compellantem, ut quondam, Christi Iesu verbis: Oves sine pastore iacent. Misereor super turbam. Et vere, quam miserabili condicione ii premuntur! in quantis rerum omnium angustiis versantur! quot patria extorres! quae corporum strages ! quae pernicies animorum! Equidem haec Slavorum tempora contemplantes, multo sane deteriora quam quae noster deplorabat, vix pro paterna animi caritate continere lacrimas possumus.

Nos quidem, ut tantam miseriarum molem levaremus, opem calamitosis ultro afferre studuimus, nihil humani spectantes, nulloque inter indigentes facto discrimine, dumtaxat egentissimo cuique praesentissime opitulantes. Verum haud par fuit tantae necessitati Nostra facultas. Nec vero prohibere potuimus quin, quavis religione contempta, contra veritatem ac virtutem indignitates increbrescerent, atque adeo, nonnullis in locis, ad carcerem, ad necem usque christiani homines atque ipsi sacerdotes et sacrorum antistites quaererentur.

Haec Nobis mala intuentibus, id haud mediocri est solacio, quod praeclarissimi Slavorum Antistitis commemoratio solemnis occasionem praebet sane opportunam ad paternum animum, quem erga Slavos omnes Orientales gerimus, declarandum, iisdemque proponendam bonorum omnium summam, quae in Ecclesiae sanctae oecumenica unitate consistit.

Ad quam unitatem cum dissidentes impense cohortamur, tum christifideles universos, Iosaphat auctore et magistro, contendere cupimus, ut pro viribus suam quisque Nobis operam studiumque navent. Hi porro intelligant non tam disputationibus aut incitamentis aliis, quam sanctae vitae exemplis officiisque hanc esse unitatem promovendam, in primis vero caritate erga Slavos fratres ceterosque Orientales, secundum illud Apostoli: Eandem caritatem habentes, unanimes, idipsum sentientes, nihil per contentionem, neque per inanem gloriam, sed in humilitate superiores sibi invicem arbitrantes, non quae sua sunt singuli considerantes, sed ea quae aliorum (13).

Qua in re, quemadmodum Orientales dissidentes oportet ut, antiquis praeiudicatis opinionibus depositis, veram Ecclesiae vitam cognoscere studeant, neque in Ecclesiam Romanam privatorum culpas conferant, quas ipsa quidem et damnat et emendare connititur; sic Latini homines uberius altiusque res moresque cognoscant Orientalium, ex quorum intima cognitione tam multum efficacitatis in sancti Iosaphat operam redundavit.

Hisce rationibus permoti, Nos Institutum Pontificium Orientale, a decessore Nostro desideratissimo, Benedicto XV, conditum, novis studiis fovendum curavimus; illud persuasum habentes, ex recta rerum cognitione aequam hominum existimationem itemque sinceram benevolentiam efflorescere, quae, Christi caritate coniuncta, religiosae unitati quam maxime est, Dei munere, profutura.

Hac enimvero caritate afflati, sentient omnes quod divinitus docet Apostolus: Non enim est distinctio Iudaei et Graeci; nam idem Dominus omnium, dives in omnes qui invocant illum (14). Praeterea, quod maius est, eidem Apostolo praecipienti religiose obsecuti, non praeiudicatas tantum opiniones, sed etiam inanes suspiciones, simultates, odia, denique omnes a christiana caritate aversos animorum motus, quibus inter se nationes dividuntur, exuent atque deponent. Sic enim idem Paulus: Nolite mentiri invicem, expoliantes vos veterem hominem cum actibus suis, et induentes novum, eum qui renovatur in agnitionem, secundum imaginem eius qui creavit illum: ubi non est Gentilis et Iudaeus ... Barbarus et Scytha, servus et liber, sed omnia et in omnibus Christus (15).

Ita hac et singulorum hominum et populorum conciliatione perfecta, coniunctio simul perficietur Ecclesiae, in eiusdem sinum redeuntibus omnibus, quotquot, quavis de causa, sint ab ea seiuncti. Quae coniunctionis perfectio non humano quidem consilio fiet, sed unius bonitate Dei, qui non est personarum acceptor, quique nihil discrevit inter nos et illos (16): fiet autem, ut omnes aequo iure utantur coniuncti populi, cuiusvis sint generis aut linguae, quorumvis rituum sacrorum, quos Romana Ecclesia et sanctissime semper venerata retinuit, semperque decrevit retinendos, iisdem se tamquam pretiosis vestibus exornans, quasi regina ... in vestito deaurato, circumdata varietate (17).

Quoniam vero haec populorum omnium in oecumenica unitate consensio, ut opus in primis Dei, divinis est auxiliis praesidiisque comparanda, piis sedulo insistamus precibus, esempla ac documenta sequentes sancti ipsius Iosaphat, qui orationis potissimum virtute fretus pro unitate elaborabat.

Eodemque auctore et duce, augustum maxime Eucharistiae Sacramentum percolamus, pignus causamque praecipuam unitatis, mysterium illud fidei, cuius amorem studiosamque consuetudinem quotquot Slavi Orientales in ipso a Romana Ecclesia discessu conservarunt, iidem graviorum haeresum impietatem defugerunt. Ex quo tandem sperare licebit, quod Ecclesia mater pie fidenterque precatur in mysteriis iisdem celebrandis, ut Deus unitatis et pacis propitius dona concedat, quae sub oblatis muneribus mystice designantur (18); quod ipsum coniunctis precibus utrique, inter sacrificandum, orant Latini et Orientales: hi « pro unitate omnium Dominum invocantes », illi eidem Christo Domino supplicantes ut « respiciens fidem Ecclesiae suae, eandem secundum voluntatem suam pacificare et coadunare dignetur ».

Alterum unitatis reconciliandae vinculum cum Orientalibus Slavis in eorum singulari studio erga magnam Dei Matrem Virginem ac pietate continetur, eos ab haereticis compluribus seiungens, nobisque efficiens propiores. In quo quidem Iosaphat cum magnopere praestabat, tum ad unitatem persuadendam plurimum confidebat: quare icunculam, ut mos est Orientalium, peculiariter venerari solitus erat Deiparae Virginis, quae a monachis Basilianis et in ipsa Urbe, ad sanctorum Sergii et Bacchi, a christifidelibus cuiuslibet ritus religiosissime colitur, ut Regina pascuorum. Eam igitur benignissimam Matrem praesertim hoc titulo invocemus, ut dissidentes fratres ad salutaria pascua deducat, ubi Petrus, in successoribus suis nunquam deficiens, Pastoris aeterni vicarius, christiani gregis et agnos et oves pascit universos ac moderatur.

Postremo, Caelites omnes in re tanta adhibeamus advocatos, eos maxime qui apud Orientales olim sanctitatis sapientiaeque opinione floruerunt, hodieque magna populorum florent veneratione et cultu. Sed primum omnium deprecatorem appellemus Iosaphat, qui unitatis causam ut fortissime propugnavit, dum vixit, ita nunc foveat apud Deum ac validissime tueatur. — Quem quidem Nos his decessoris Nostri immortalis memoriae Pii IX obsecramus supplicibus verbis: « Utinam, sanctae Iosaphat, tuus ille cruor, quem pro Christi Ecclesia effudisti, sit illius unionis pignus cum sancta hac Apostolica Sede, quam semper in votis habuisti, quamque diu noctuque enixis precibus a Deo Optimo Maximo expostulasti. Quod ut tandem aliquando eveniat, apud ipsum Deum caelestemque Aulam Te deprecatorem assiduum exoptamus ».

Auspicem divinorum munerum ac testem benevolentiae Nostrae, vobis, venerabiles fratres, et clero populoque vestro apostolicam benedictionem amantissime impertimus.

Datum Romae apud sanctum Petrum, die XII mensis Novembris, anno MDCCCCXXIII, Pontificatus Nostri secundo.

 

PIUS PP. XI


(1) Matth., XXVIII, 18, 19.

(2) Rom., V, 5.

(3) Ioann., XVII, 11, 21, 22.

(4) Ibid.

(5) Hebr., V, 7.

(6) Eph., IV, 4, 5, 15, 16.

(7) MATTH., XVI, 18.

(8) Eph., IV. 3.

(9) Ep., lib. 2, ep. 74, apud MIGNE, Patr. lat., t. 148, col. 425.

(10) In officio S. Iosaphat.

(11) Ioann., X, 16.

(12) Hebr., XII, 24.

(13) Phil., II, 2-4.

(14) Rom., X, 12.

(15) Coloss., III, 9-11.

(16) Act., X, 34.

(17) Ibid., XIV, 9.

(18) Psalm. XLIV, 10.

(19) Secreta Missae in solemnitate Corporis Christi.

 



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