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Compendio de la vida de San Alfonso María de Ligorio
Por Francisco Navarro Villoslada https://www.mercaba.org/DOCTORES/vida_de_Ligorio_0.htm
1.- Nacimiento y juventud de Alfonso. Renuncia al mundo y toma el hábito eclesiástico
2.- Trabajos apostólicos de Alfonso en
el estado eclesiástico. Dios le elige para fundar
un nuevo Instituto
3.- Alfonso funda la Congregación del Santísimo Redentor
4.- Persecuciones que experimenta el nuevo Instituto fundado por Alfonso
5.- Alfonso es elevado á la dignidad episcopal
6.- Celo, prudencia, caridad y trabajos de Alfonso en el gobierno de su Diócesis
7.- Alfonso publica varias obras. Renuncia el Obispado
8.- Alfonso anciano, enfermo y atribulado
9.- Últimos años y preciosa muerte de Alfonso
La vida del glorioso Doctor de la iglesia San Alfonso María de Ligorio, fundador de la Congregación del Santísimo Redentor, y Obispo de Santa Águeda de los Godos en el reino de Nápoles, ha sido primeramente escrita en italiano por el Padre Tannoya, compañero suyo por espacio de cuarenta años; luego en francés por el Cardenal Villecourt, y posteriormente en castellano por el Padre Victorio Loyódice, religioso de la misma Congregación. Las dos primeras obras son voluminosas, la última no lo es tanto; forma, sin embargo, un tomo en 4º de cerca de 700 páginas, y aunque interesante y amena ciertamente, no es de fácil manejo y adquisición para toda clase de personas.
De aquí resulta que la historia de un santo, cuya Teología moral anda en manos de todos los Sacerdotes, y en cuyos libros ascéticos se apacientan cotidianamente las almas devotas, sea menos conocida de lo que debiera, siendo así que los admirables hechos que forman su tejido interesan, conmueven y edifican.
A suplir esta falta, dentro de los límites de nuestra pequeñez, se endereza el presente opúsculo, breve resumen de la obra del P. Loyódice, que acaso por lo que de ella copia excite el apetito de verla íntegra. ¡Ojalá que así sea, porque cuanto más se conoce al insigne fundador de la Congregación de Redentoristas, más se le quiere! Es un santo á quien principia uno por venerar de rodillas, para concluir arrojándose á sus brazos con filial ternura y abandono.
Tiene su vida ese encanto singular de la santidad, que fluye como el agua de la fuente, y se revela espontánea y amable como la inocencia en el rostro de un niño. Si fuesen investigables los altos juicios de Dios, diríamos que al siglo más perverso y presuntuoso de todos los siglos correspondía por contrapeso un Santo tan grande y sencillo, tan sabio y humilde como el Doctor de la Iglesia Alfonso María de Ligorio.
Floreció en una época de conspiración
universal contra el catolicismo. Todo el mundo entraba en ella, y
principalmente los que presumían de sabios y los que más alarde
hacían de austera devoción. Conspiraban los filósofos y los
sectarios, los reyes y sus ministros: Federico II en Prusia,
José II en Austria, Catalina en el imperio moscovita, Pombal en
Lisboa, Tanucci en Nápoles, el Conde de Aranda y otros ministros
de Carlos III en España, y conspiraban sobre todo en Francia
reyes y príncipes, literatos y magnates, cortesanos, y más que
nadie, cortesanas, en hediondo fermento de impiedad y corrupción,
de jansenismo y libertinaje, de regalismo y de negación de toda
autoridad. Conspiración vasta y multiforme, cesarista y
demagógica á la vez, pero que tenía un mismo fin; la
destrucción del reino de Jesucristo en las naciones y en las
almas.
Pues bien: en esos tiempos de angustia para
la Iglesia y de esperanzas para el infierno nace un hombre que se
propone saber lo que Dios manda, practicar lo que Dios manda y
enseñar lo que nos manda Dios. Ese hombre es santo y Doctor de
la Iglesia. Santo cuando la santidad era puesta en caricatura por
los jansenistas, o sacrílegamente profanada por aristocráticas
saturnales, y maestro de la Verdad en pleno imperio de la mentira
filosófica, parece haber venido al mundo para mantener la causa
de Jesucristo, haciendo y enseñando lo que hacía y enseñaba
nuestro divino modelo.
¿Y á qué medios apela tan insigne Doctor
para difundir la luz evangélica en las tinieblas que van
enseñoreándose del orbe? ¿Qué armas toma para la liza el
nuevo campeón de la Iglesia?
San Alfonso no inventa nada, no hace nada
que no hayan hecho los demás santos. Guarda los mandamientos, y
aspirando á la perfección, renuncia todo lo que tiene: deja á
su padre y a su madre, y sigue á Jesucristo. Ayuna, reza, se
mortifica; busca la Cruz y se abraza con ella, y busca á los
pecadores para llevarlos al pie de la Cruz.
No levanta con su voz toda la Europa para
precipitarla sobre el Asia como Pedro el Ermitaño; no descubre
nuevos mundos como Cristóbal Colón; no funda imperios para
Cristo como Constantino ó Carlomango; fué un hombre que amaba a
Dios por todas cuantas legiones de satanás le aborrecían, y un
hombre, por consiguiente, en quien se complacían las miradas del
Señor.
Aquel que sabe la doctrina de Jesucristo lo
sabe todo; el que la practica todo lo resuelve: Cristo es la
solución de todas las dificultades.
Cuando se ponían en tela de juicio las
grandes cuestiones políticas, sociales y religiosas, San Alfonso
enseñaba la moral que todas las pone en claro; cuando se
agitaban contra Jesucristo los poderosos de la tierra, San
Alfonso apelaba á Dios, contra el cual los poderosos del mundo,
los mundos mismos, no son más que polvo que barre el huracán.
Y esto es lo que hay que hacer; esto lo que
hay que ser; y siendo todos así, todas las cuestiones están
resueltas, todas las dificultades desaparecen, lo mismo en el
siglo XVIII que en el XIX.
Y esto se nos figura que principalmente
enseña la vida de un Doctor de la Iglesia en medio de un siglo
de perseguidores de la Iglesia. Que todo hombre, todo cristiano
lleva en sí con la señal de la Cruz el remedio de todos los
males del mundo.
En efecto: ¿queremos que el mundo se
santifique? Pues principiemos por hacernos santos; el mundo
podrá perecer si no nos sigue, pero de fijo nos salvamos
nosotros.
¿Queremos ser santos de veras? Pues no
descansemos hasta que lo sean nuestros hijos, si somos padres,
nuestra esposa, nuestros hermanos, nuestros criados, nuestros
amigos, nuestros prójimos. Cada uno de nosotros está llamado á
ser un apóstol; el que no puede predicar con la palabra desde la
cátedra del Espíritu Santo que predique con las obras, con el
ejemplo, que predique sobre todo con la oración. Para convertir
al mundo, convertirme yo, convertir á los míos; y desde el
momento en que este apostolado de la palabra, de la pluma, de las
obras, de la oración se extienda, la conversión está hecha. La
verdad se propaga en progresión más que geométrica; la lleva
la divina gracia infinitamente más rápida que la luz.
Para ser yo feliz, Cristo; para que lo sea
mí familia Cristo; para mi pueblo, Cristo; para mi patria,
Cristo. Cristo en todo y para todo. Y celo ardiente, pero
completamente sometido á los directores de nuestras almas para
que el Espíritu Santo preste su divina eficacia á las obras
mismas emprendidas en nombre de Jesucristo.
Así lo hizo San Alfonso: la santidad que
rebosaba de su corazón se derramó sobre sus padres, sobre sus
hermanos; y viendo hermanos en Jesucristo en los pobres sumidos
en la ignorancia y el pecado, los buscó para santificarlos, y
buscó compañeros que le ayudaran en esta tarea apostólica.
Todo era poco para su celo por la salvación de las almas, y
aspiraba siempre á la perfección, y ni un momento estaba ocioso;
oraba siempre y trabajaba sin cesar. Su vida fué larga, pero
cada hora, cada minuto, fué un acto de heroísmo, formando ese
inmenso conjunto de virtudes heroicas una vida cristiana, santa,
si bien en apariencia regular, ordinaria. ¡Oh santidad modesta,
santidad oculta, por decirlo así, dentro del cumplimiento de los
deberes que nos impone nuestro estado! Por estas almas, que arden
en amor divino como lámparas solitarias delante del Sagrario,
parece que Dios mira todavía al mundo con ojos de piedad y
misericordia; por estas virtudes ocultas que están murmurando
preces ante el trono del Altísimo, parece que el Señor se hace
el sordo al grito de los vicios que llenan de escándalo al
universo.
Y he aquí explicado cómo la vida de San
Alfonso, que enseña á los seglares, á los Sacerdotes, á los
religiosos, á los Obispos, á los perseguidos y atribulados
cómo han de cumplir con su deber, enseña también cómo han de
salvarse los pueblos. Porque, así como las leyes físicas son
las mismas para los innumerables mundos que pueblan el espacio,
como para los innumerables átomos de que se compone el cuerpo
más imperceptible, así la ley moral es una para las naciones y
para los individuos: la ley de Cristo.
Divinamente predestinado para modelo de
jóvenes y caballeros cristianos, de sacerdotes seculares, de
religiosos observantes y superiores de una Congregación, de
Obispos y ancianos agobiados, no sólo bajo el peso de la edad y
los achaques á ella consiguientes, sino de crueles enfermedades
del cuerpo y tenaces tribulaciones de espíritu, nació San
Alfonso María de Ligorio el día 27 de Septiembre de 1696, en
una quinta de los alrededores de Nápoles, llamada Marianella,
propia de sus nobilísimos padres D. José de Ligorio y Doña Ana
Cavalieri.
Pertenecía entonces aquel reino, y siguió
perteneciendo algunos años después, á la corona de España, y
el padre de Alfonso, que se distinguía por sus cristianas y
piadosas costumbres, servía al rey en la milicia, y era capitán
de las galeras napolitanas. Su esposa, dama de elevada alcurnia,
sobresalía por sus notables prendas y acendrada devoción.
Acababa esta señora de reponerse
completamente de las molestias del parto, cuando la fué á ver
el grande apóstol de Nápoles, San Francisco de Jerónimo, de la
Compañía de Jesús. Presentóle la madre al recién nacido para
que lo bendijera. Hízolo así, con toda caridad y efusión de
espíritu, el padre Jesuíta, y la dijo: -«Este niño llegará a
muy avanzada edad, pues no morirá antes de los noventa años;
será Obispo, y hará grandes cosas en la Iglesia de Jesucristo.»
Podía haber añadido: -«Este niño será
canonizado el mísmo día que yo» - si Dios también se lo
hubiese revelado, y su humildad le hubiera consentido
manifestarlo.
Humanamente hablando, no se comprende cómo,
después de este suceso, los padres de Alfonso, que escuchaban
con fervoroso recogimiento la profecía, que debieron de darle
completo asenso, a juzgar por el respeto y veneración que
profesaban al santo Jesuíta, no dirigieron desde luego la
educación de aquel niño hacia el estado eclesiástico a que el
Señor lo llamaba, y mucho más cuando en ese estado había de
brillar, según el vaticinio, por obras de gran resonancia en la
religión católica, y por su categoría de Príncipe de la
Iglesia.
Pero esta contradicción de miras y aun de
carácter que, en el padre sobre todo, duró muchos años,
sostenida con singular y desusado empeño, tiene una explicación:
en traba en el orden de la Divina Providencia que el recién
nacido brillase en diferentes estados como diamante de mil
facetas, como espejo donde pudiesen contemplarse el estudiante y
el Prelado, el caballero que ciñe espada y el misionero que
enarbola el crucifijo, el abogado y el fundador de órdenes
religiosas, el poeta y el maestro de moral, el músico y el
escritor ascético. De todos debía de ser dechado San Alfonso, y
para que así fuese, sus padres, secretamente movidos por Dios,
tenían que llevar á su hijo por caminos en apariencia opuestos
á su definitiva vocación.
Por otro aspecto, cautiva también nuestra
meditación la historia de tan sublime varón apostólico. Está
muy cerca de nosotros por el tiempo; -no conocemos otro más
próximo que, después de elevado a los altares, haya sido
revestido con el insigne título de Doctor de la Iglesia; - y si
paramos mientes en su vida asombrosamente mortificada, en sus
escritos doctrinales y prácticas de piedad, parécenos ver
juntos en Alfonso un cristiano de los primitivos tiempos, un
maestro de la Edad Media y un contemporáneo nuestro; de manera
que en él se encuentran maravillosamente unidas tres edades del
cristianismo: la edad de las grandes penitencias de la doctrina y
de las grandes luchas con los Estados, para que campee como
única verdadera grandeza la de la Iglesia, que en todos los
siglos cuenta con la asistencia de Dios, y á quien nunca faltan
ni los santos, ni los institutos, ni los hombres que necesita.
La madre de Alfonso no quiso encargará
personas extrañas, como generalmente se acostumbra entre los
nobles, la sagrada obligación de enseñará su hijo la doctrina
cristiana, y la de habituarle á los ejércitos de piedad; ella
le amamantó en la religión desde su propio regazo. El niño se
empapaba en la devoción con verdadera delicia; rezaba el Santo
Rosario con toda la familia; oraba solo también; y algo más
tarde, dos veces por semana se purificaba con el sacramento de la
penitencia. A los diez años recibió por vez primera la
Santísima Eucaristía, bajo la dirección del P. Pagano,
religioso de San Felipe de Neri. Asistía constantemente á los
actos de la devota Congregación de jóvenes nobles, establecida
en Nápoles, dando admirable ejemplo de piedad á todos, y
principalmente á sus hermanos. Amaba el retiro, y con la mayor
humildad obedecía á sus superiores.
Puede inferirse la inocencia en que el
tierno adolescente vivía, por el siguiente suceso:
Acompañaba un día de recreación á los
Padres Filipenses en la Quinta del Príncipe de la Riccia, donde
fué invitado por sus condiscípulos á tomar parte en un juego,
que nada tenía en sí de pecaminoso. Excusábase Alfonso por no
conocer el juego; pero importunado por sus compañeros, que se lo
explicaban, entró en la partida, y la ganó. Esto que vió uno
de sus amigos, prorrumpió despechado en imprecaciones y palabras
malsonantes. Corrigiólo Alfonso, y afligido al oirle, y al
pensar que había sido causa, aunque involuntaria, de aquel
pecado, retiróse al fondo de un bosquecillo del jardín en que
estaban entreteniéndose, puso en un laurel la imagen de la
Virgen Santísima, que siempre llevaba consigo, y postrado ante
ella, se entregó a la oración, y quedó luego en éxtasis,
hasta que á la noche sus compañeros, que por todas partes lo
buscaban, lo sorprendieron en dulce arrobamiento.
Desde los primeros años adquirió la
salvadora costumbre de estar ocupado siempre, y miró con horror
la ociosidad, y como pecado el perder un solo momento;
descansando del estudio en la oración, y del trabajo material
con obras de misericordia. Convertida en hábito diligencia tan
fecunda, sostenida y santificada por voto especial, puede decirse
que imprimió carácter singularísimo á la vida del Santo; y
ciñéndonos á la época de su juventud, debemos añadir que
sólo su actividad y aplicación, juntas al peregrino ingenio de
que Dios tan copiosamente le había dotado, explican los
progresos que hizo en humanas letras, con asombro de sus maestros
y gran satisfacción y esperanzas de sus buenos padres.
Sin salir apenas de su niñez, aprendió
con suma facilidad, después de las primeras letras, las lenguas
latina, griega, francesa y española, la música, el dibujo y aun
la pintura, y luego la filosofía y las matemáticas. Y
concluída esta enseñanza preparatoria, por orden de su padre,
dedicóse al estudio de las leyes y cánones, llegando al extremo
de que poco después de haber cumplido diez y seis años, es
decir, cuando otros principian una carrera universitaria, pudo
recibir la borla de Doctor en ambos derechos con dispensa de edad.
Un joven que tan alta meta alcanzaba,
entrado apenas en la adolescencia, y que al propio tiempo
componía en música, pintaba cuadros y hacía versos con aquella
suavidad, dulzura é inspiración de que tenemos muestra en las
canciones que forman parte de sus inmortales obras; un joven que
conservaba como vestidura propia la virginal pureza, la gracia
bautismal, sostenida por la más ardiente piedad bien puede ser
escogido como dechado de estudiantes.
Dios lo guiaba: sus padres, que siempre
debían estar recordando la profecía de San Francisco de
Jerónimo, lo encaminaban por sendas, al parecer diversas de la
carrera eclesiástica; pero así lo disponía el Señor, y quien
lo puso por modelo de estudiantes en el siglo, no lo dió luego
por espejo de abogados en el foro.
Diez y ocho años bien cumplidos tenía
cuando apareció por vez primera en los tribunales de Nápoles, y
aun no llegaba a los veinte, cuando había adquirido
numerosísima clientela. Así debía de ser por el orden regular
de las cosas: tenía natural perspicacia, conocimiento de la
legislación, elocuencia sencilla y arrebatadora y suma facilidad
y paciencia para oír a sus consultantes. Todo esto en un
caballero de gallarda presencia, de elevada posición social, de
intachables costumbres y de prácticas religiosas, en las cuales
se dejaba conducir por el P. Pagano, su director espiritual desde
la infancia; todo esto, repetimos, atraía y edificaba. Alfonso,
sin saberlo, comenzaba ya el oficio de predicador, en que había
de resplandecer el resto de su vida; porque hasta de seglar y de
abogado predicaba con el ejemplo. Y sólo su ejemplo bastó para
convertir á un moro que su padre había traído en sus
expediciones marítimas, y que destinó al servicio de su hijo.
«La fe en que mi amo vive con tanta honestidad y devoción no
puede ser falsa», dijo el mahometano, y pidió el bautismo.
Descollaban ya entre sus devociones la del
Santísimo Sacramento y la de la Virgen, Madre de Dios, y
conmovía dulcemente ver aquel simpático joven siempre recogido
y enfervorizado delante del altar, cuando Su Divina Majestad
estaba expuesto en alguna iglesia. En los Ejercicios espirituales
que dirigió en el Colegio de la Compañía el P. Baglione, era
propuesto á los demás jóvenes como ejemplar modelo.
Tan grande fué el crédito que adquirió
en la sociedad más distinguida, y muy especialmente en el foro,
por su talento y virtud, que se le encomendaban las causas más
difíciles en la capital y en las provincias de aquel reino.
Varios príncipes, admirados de las
hermosas prendas que adornaban al santo caballero, ambicionaban
darle alguna de sus hijas por esposa; pero el padre de Alfonso
tenía ya proyectado su matrimonio con la noble dama Doña Teresa
de Ligorio, hija única del príncipe de Presiccio, su pariente.
Alfonso no dio respuesta alguna á las indicaciones paternales,
confiando la resolución al tiempo, al consejo de su director y
á la oración.
Continuaba ejerciendo cada vez con más
crédito su profesión de abogado: en los siete años que llevaba
de bufete, ni un solo pleito había perdido; pero precisamente
cuando sostenía uno muy importante contra el Gran Duque de
Toscana, y esperaba ganarlo como todos, por haber echado en la
defensa todo el peso de su elocuencia y sabiduría, el abogado de
la parte contraria le advierte una equivocación en que
involuntariamente había incurrido, y en la que fundaba
precisamente toda su argumentación... «Tenéis razón, exclamó
Alfonso con sinceridad, pero confundido: me he equivocado.»
Bajó humildemente la cabeza, y se retiró
a su casa diciendo: «Quedad con Dios, tribunales.»
Y aun otro adiós debió dar también en el
fondo de su corazón, porque añadió:
-«¡Oh mundo, mundo, ya te he conocido!»
Y ocultándose en su aposento, permaneció
tres días encerrado, llorando delante de su Crucifijo, sin ver
á nadie y sin tomar alimento alguno.
A esta larga turbación de ánimo sucedió
una calma apacible. Resuelto á no presentarse ya en el foro, se
despidió de su numerosa clientela y se apartó aun de sus más
íntimos amigos. No hallaba consuelo sino en la iglesia, en el
hospital de incurables y en su casa leyendo las vidas de los
Santos y meditando libros espirituales; pero su mayor regalo era
visitar á Jesús Sacramentado expuesto en las Cuarenta Horas,
perseverando dos y tres horas arrodillado delante de su amado
Señor.
Estando cierto día en su favorito hospital
consolando á los enfermos, aliviándoles y sirviéndoles, de
repente se ve rodeado de brillantísima luz, siente estremecerse
violentamente la casa, y oye una voz que le dice: «Deja el mundo
y entrégate del todo a mí.» Creyendo fuese una ilusión,
siguió en su tarea hasta la hora de volver á su casa. Al bajar
las escaleras siente de nuevo conmoverse el edificio, y la misma
voz que le dice: «Deja el mundo y entrégate todo á mí.»
Reconoció entonces el extraordinario favor del cielo, y deshecho
en llanto exclama: «Dios mío, demasiado he resistido a vuestra
gracia; aquí me tenéis; haced de mí lo que queráis.» Y en
vez de regresar á su casa, dirigióse a la iglesia de la
Redención de Cautivos, y allí, delante de Nuestra Señora de
las Mercedes, desciñóse su espada de caballero, y la colgó en
el altar por prenda de la completa renuncia que hacía del mundo.
Poco después pasó a ver a Monseñor Cavalieri, su tío, al
Padre Pagano, su director espiritual, y á otro respetable
sacerdote, para manifestarles su firmísisma resolución.
Quedábale la grande, la terrible
dificultad de vencer la oposición de su padre y las lágrimas de
su querida madre; pero acudiendo al cielo, redoblando sus obras
de piedad, las visitas á los hospitales, al Santísimo
Sacramento y a la Virgen María, y sus ejercicios de
mortificación, consiguió, por fin, el consentimiento por que
tanto anhelaba, y renunciando todos sus derechos de primogenitura
y la mano de la joven y bella Princesa que le estaba destinada,
abandonó el mundo, sus dignidades, grandezas y placeres el día
27 de Octubre de 1723, cuando contaba veintiséis años, y
vistió el traje eclesiástico.
2.- TRABAJOS APOSTÓLICOS DE ALFONSO EN EL ESTADO ECLESIÁSTICO. DIOS LE ELIGE PARA FUNDAR UN NUEVO INSTITUTO
Al responder á su vocación por el estado
eclesiástico, resolvió también Alfonso retirarse completamente
del mundo, entrando en la Congregación de San Felipe de Neri,
para lo cual tenía ya hechas sus diligencias, con la seguridad
de ser admitido en ella.
No pudo, sin embargo, conseguirlo, porque
su padre se opuso obstinadamente á ello: se conformaba á duras
penas con que vistiese el traje talar; pero de ningún modo
quería verlo en una comunidad religiosa.
Admiremos aquí nuevamente las
inexplicables contradicciones del corazón humano y los
incomprensibles juicios de Dios: un hombre tan inflexible en
negar el permiso á su hijo para dejar la casa paterna, estuvo un
año entero sin querer verle ni hablarle, ni siquiera á las
horas de comer. Al cabo de este tiempo, como le encontrara por
casualidad con hábitos, aquel soldado y marino endurecido en los
trabajos, se echó á llorar y se retiró á su cuarto como
agobiado por una gran pesadumbre.
El Padre Pagano, y el venerable Obispo
Cavalieri, tío carnal del Santo, aconsejaron á éste que
desistiese del pensamiento de hacerse Filipense, contemporizando
en cierto modo con su padre; y véase por qué medios disponía
Dios las cosas para que Alfonso llegara diez años después, á
fundar una nueva y esclarecida Congregación religiosa.
Pasando desde los triunfos y aplausos del
foro, desde el prestigio y celebridad del bufete á los primeros
oficios de un clérigo de menores, era nuestro Santo en aquellos
primeros tiempos de su vocación eclesiástica, el escarnio y
ludibrio de sus compañeros en la tribuna, y víctima también de
los amigos de la casa, que creyendo lisonjeará su padre,
murmuraban de las nuevas ocupaciones del hijo. Pero éste seguía
impertérrito por la senda que se había trazado, ayudando como
acólito á cuantas misas podía, llevando el incensario y los
ciriales en la parroquia de S. Angelo-á-Segno á que el
Arzobispo le había adscrito, buscando y llamando además
alrededor de sí á cuantos niños podía atraer, para
instruirlos y enseñarles la doctrina cristiana.
Fuera de estas ocupaciones, entregábase
con ardor al estudio de la teología dogmática y moral, en la
que había de brillar como universal lumbrera; siendo su maestro
el famoso canónigo Torni, autor de varias obras muy estimadas y
á quien el Santo cita con veneración en las suyas.
El P. Tannoya, su primer biógrafo, que le
conoció y trató familiarmente por espacio de muchos años, nos
describe en estos términos la vida que llevaba entonces el nuevo
eclesiástico: estudio, oración y frecuente asistencia al templo;
sobre todo, ponía empeño en mortificar su cuerpo, no sólo
negándole todo alivio ó recreación, sino atormentándole con
ayunos, cilicios y disciplinas cotidianas. Distinguíase más
especialmente en el ayuno, haciéndolo á pan y agua todos los
sábados en honor de la Santísima Virgen, y los demás días era
tan parco en su comida, que parecía prodigio que pudiera
sostenerse y darse al trabajo con tan grande anhelo. Por
complacer á su padre admitió al principio los servicios de un
lacayo; pero se desprendió de él, apenas pudo hacerlo sin
faltar á la obediencia, y lo mismo del coche y de todo
distintivo de nobleza, siguiendo la carrera eclesiástica con
tanta sencillez y modestia, como aplicación, aprovechamiento de
espíritu y extraordinaria edificación de todo Nápoles.
Apenas recibió el diaconado, le autorizó
el Cardenal Arzobispo para predicar, siendo su primer sermón en
la iglesia parroquial de San Juan, con ocasión de celebrarse en
ella las Cuarenta Horas. Aun se conserva memoria de aquella
sublime plática. Siendo extraordinaria su devoción a Jesús
Sacramentado y tan vivo su afán de ensalzarle públicamente,
desatóse aquella lengua de serafín en dardos de fuego que
traspasaban el corazón de los oyentes. Para comprender el efecto
que la predicación produjo, baste decir que desde aquel momento,
y á pesar de no haber recibido aún la orden sacerdotal, apenas
se pasaba día en que no subiese al púlpito. Todo Nápoles quiso
oirle. Y con ser tan vasto el campo espiritual de la ciudad,
todavía la Congregación de las misiones apostólicas de
clérigos seculares, á que Alfonso pertenecía, le destinó a
las misiones de los pueblos inmediatos, donde se recogía á
brazadas la mies de pecadores arrepentidos á la voz del nuevo
apóstol.
Tanto trabajo, tanto celo por la gloria de
Dios, arruinaron su salud, ya quebrantada por una vida de estudio,
de trabajo y continua penitencia, y cayó enfermo de suma
gravedad, hasta que, desahuciado por los médicos, se le
administró el Viático.
Alfonso no desmayó, sin embargo: lleno de
confianza en María Santísima, hizo que le llevaran la
prodigiosa Virgen de las Mercedes, en cuyo altar había depuesto
su espada de caballero, y desde el punto en que la veneranda
imagen entró en su aposento, empezó á sentirse bien, en
términos de que aquella misma noche, según declaró el médico,
se hallaba fuera de peligro.
El 21 de Diciembre de 1726 fué ordenado
Sacerdote y ¡cosa notable y que no dejó de asombrar a todos!
aquel joven que acababa de ser elevado á la dignidad de
presbítero, fue inmediatamente destinado por el Arzobispo para
dar los santos ejercicios á todo el clero napolitano. Obedeció,
siendo en el desempeño la admiración de la ciudad. Concurrían
á oirle los hombres más eminentes: consumados teólogos,
párrocos, canónigos y misioneros, y el mismo Cardenal Arzobispo,
que se gozaba de su elección, en un principio censurada.
Prodigio de aquella fecunda actividad que
hemos visto germinar en su alma desde los primeros años, y que
de día en día se desplegaba al calor de la divina gracia, su
vida sacerdotal era casi humanamente inexplicable: cualquiera
diría que estaba siempre orando, predicando y confesando siempre,
estudiando sin cesar, y sin separarse de los enfermos. Y en medio
de tantas y tan varias ocupaciones, cada una de las cuales podía
absorber la vida de un hombre, ya principiada á escribir esa
multitud de obras inmortales que le han elevado á la suprema
categoría de Doctor de la Iglesia. ¿Cómo hacía? ¿Cómo
tenía tiempo y fuerzas corporales para todo? No lo sabemos.
Por lo incomprensible, parece este uno de
los milagros más patentes y más estupendos, uno de los
misterios sobrenaturales que forman como el ambiente de su
portentosa vida. No sólo tenía tiempo para todo, sino que todo
lo hacía con la perfección posible en las obras humanas. La
virtud y la ciencia del nuevo sacerdote arrastraban á las
cercanas muchedumbres en torno del púlpito y del confesionario,
y las atraían también hasta de lejos los ecos de su fama y el
encanto de sus escritos.
Su padre que, siendo tan bueno y piadoso,
se había opuesto a su vocación, ó por debilidad ó por
figurársele que no era verdadera, fué un día á oirle predicar,
y prorrumpió en copioso llanto, diciendo entre sollozos: «Mi
hijo me ha hecho conocer á Dios.»
Sí; Dios había puesto el dedo en el
corazón de D. José de Ligorio, porque Dios iba á hacer entrar
á su hijo Alfonso por las puertas de su verdadera vocación de
religioso observante, á que desde el momento de su retirada del
mundo había querido consagrarse.
Veamos cómo sucedió este hecho, que es
acaso el más notable en la vida del Santo.
Por efecto de sus tareas apostólicas en
varias provincias del reino de Nápoles, su salud había vuelto
á quebrantarse, y se le prescribió por algún tiempo la vida
del campo. En una ermita cerca de la ciudad de Scala, halló un
lugar retirado donde pudo consagrarse con algunos compañeros á
la vida contemplativa.
Pero en los alrededores de esta ermita,
llamada de Santa María de los Montes, había una multitud de
pastores que vivían sin alimento alguno espiritual. Alfonso
había conseguido permiso para tener en la capilla el Santísimo
Sacramento, y en aquel horno de amor se abrasaba su alma, y al
calor que despedía eran, como á dulce abrigo, atraídos los
pobres campesinos, á quienes comenzó á hablar, a catequizar, y
á preparar convenientemente para ser purificados en el tribunal
de la Penitencia. Aquellos pastores llamaron á otros, y Santa
María de los Montes se convirtió dentro de poco en centro de
misión á donde acudían los aldeanos y campesinos de muchas
leguas á la redonda. La temporada de recreo quedó convertida en
una especie de agosto espiritual, de mucho trabajo, pero de
copiosísimo fruto.
Aquel espectáculo hirió vivamente la
imaginación del Santo, que inspirado por Dios, comprendió la
necesidad de esparcir la palabra divina entre aquellas gentes
abandonadas y pobres, predicándolas con sencillez acomodada á
su inculta inteligencia, y sobre todo, con la unción de la
caridad y la eficacia del buen ejemplo.
Al propio tiempo y en comprobación de que
semejantes pensamientos eran de inspiración sobrenatural, una
religiosa de extraordinaria virtud llamada Sor María Celeste,
que vivía en el monasterio del Salvador en Scala, é ignoraba
por completo los designios del Santo, le dijo un día: «Dios
quiere que seáis el fundador de una Congregación de obreros
evangélicos, para bien de los pobres que más lo necesitan.»
Estas palabras, juntas con el relato de las
visiones y revelaciones que tuvo acerca de ello la venerable
monja, impresionaron vivamente el ánimo de San Alfonso. Regresó
á Nápoles y consultó el proyecto con su director espiritual el
P. Pagano, con el célebre é ínclito P. Fiorilli, dominico, con
los Obispos de Castellamare y de Scala. Todos le aseguraron que
era obra de Dios, para realizar la cual encontraría
persecuciones; pero que las superaría todas.
No le arredraban éstas, no las temió
jamás, antes bien las creía indispensables en toda santa
empresa, y aun signo característico de ellas. Mas cuando volvía
los ojos hacia sí mismo reputándose flaco, miserable, desnudo
de virtudes y talento, sentía la más penosa inquietud, y su
voluntad quedaba suspensa entre el deseo de corresponder al
llamamiento divino y el temor de acometer una obra temeraria y
superior á sus fuerzas.
Pero los consejos, y en lo que cabe, el
mandato de sus directores y de personas constituídas en alta
dignidad, le animaron y sostuvieron contra tantas otras que ya le
combatían á banderas desplegadas, y el Santo, venciendo los
reparos de su humildad y el miedo de su siempre recelosa modestia,
reunió algunos de los compañeros que le habían manifestado
deseos de concurrir al nuevo Instituto, se dirigió con ellos á
Scala, y con aprobación y aplausos del Diocesano, estableció en
esta ciudad la primera fundación.
3.-
ALFONSO FUNDA LA
CONGREGACIÓN DEL SANTÍSIMO REDENTOR
La fundación de una orden religiosa, como
remedio de la necesidad social más hondamente sentida en cada
época entra en las miras de la Providencia que inspira y escoge
a los hombres para llevar á feliz remate la salvadora empresa. A
fin de que en ella resplandezca y se manifieste más clara la
intervención divina, ó faltan muchas veces los medios que
humanamente hablando pueden conducir al buen éxito de la obra,
ó se encuentran en tan enorme desproporción con la grandeza del
intento, que éste, á los ojos de la razón, parece temerario y
absurdo. El mundo suele calificarlo de locura, y lo es en cierto
nobilísimo sentido: locura como la de la cruz en los primeros
siglos del cristianismo: locura de fe, de confianza en la
voluntad de Dios y negación de sí propio; locura semejante a la
de querer renovar la faz de la tierra con la predicación de unos
cuantos pescadores.
Fué nuestro Santo uno de esos hombres
providenciales. Sintió en su corazón la necesidad de pasto
espiritual en que se encontraban innumerables gentes
desparramadas en chozas, aldeas y caseríos, en páramos y montes
casi desiertos, sin poder apenas asistirá misa, ni oir la
palabra divina, ni acercarse al tribunal de la Penitencia,
sumidas en el embrutecimiento de la ignorancia religiosa; y
comprendiendo que para enseñarles lo más esencial del Catecismo
no bastaban ni el celo mismo de los párrocos rurales, ni el
incentivo de solemnes actos de piedad y el espléndido culto de
las ciudades, Dios le inspiró el pensamiento de fundar un
instituto especialmente dedicado á dar misiones, instrucción y
ejercicios devotos á todas esas pobres almas encenagadas en la
sordidez de una vida casi exclusivamente material.
La idea, sencilla y no de suma importancia
al parecer, respondía, sin embargo, a la necesidad de acudir al
remedio del ponzoñoso virus de rebeldía y desesperación que ya
se notaba en las últimas capas de la sociedad civil, y que
había de producir con el tiempo los profundos trastornos que hoy
miramos espantados, y que aun parecen definitivos, sino
precursores de otros más hondos y terribles para lo porvenir.
Eran también á la sazón punto menos que irrealizables los
generosos deseos del Santo.
En efecto, corrían ya malos vientos en
aquellos días contra las congregaciones religiosas: los
jansenistas más ó menos francos, preparando el campo á la
revolución francesa, se habían desatado principalmente contra
la Compañía de Jesús; y se miraba ya con prevención y hasta
con despreciativa sonrisa por los mismos gobiernos católicos,
todo lo que trascendiese á comunidades de observantes.
Personas que al parecer querían y
estimaban á San Alfonso por su vida ejemplarísima, por la
persuasiva de su palabra avasalladora, por su ciencia y
extraordinario talento; desde el punto en que lo vieron empeñado
en la creación de un nuevo instituto, comenzaron á juzgarle
lastimosamente caído en debilidad y flaqueza, como un iluso que
se dejaba engañar por las falsas revelaciones de una pobre monja
visionaria.
Nada de esto le perturbó ni le infundió
desconfianza. Blando, compasivo, deferente con el prójimo, era
inflexible, imperturbable cuando conocía la voluntad de Dios. Y
estaba seguro de conocerla en aquel trance, por haber hecho
renuncia de la suya en manos de sus directores espirituales.
Seguía ciegamente los preceptos, los deseos, las insinuaciones
de su confesor el P. Pagano; pero como personas de autoridad y
respeto le aconsejaran que tomase el parecer del célebre
dominico P. Fiorilli, contestó: «Pediré la venia á mi
director, y si él me lo manda, iré á ver á ese padre.»
Debidamente autorizado, fué San Alfonso á los pies del
venerable y docto hijo de Santo Domingo, y fué con abnegación
perfecta, resuelto, no á cumplir lo que él creía voluntad de
Dios, sino lo que el nuevo director le indicase como voluntad
divina.
Ya hemos dicho antes que el padre Fiorilli
le sostuvo con todas sus fuerzas.
Asegurado en el terreno firme de la
obediencia, y fortalecido por sus inmediatos superiores, ya no
vaciló; y como una saeta rompe el aire, así él se propuso
romper cuantos muros se alzaron contra su propósito,
importándole poco estar solo ó acompañado, antes bien,
siguiendo á San Ignacio de Loyola y Santa Teresa de Jesús, á
quien había escogido por su especial abogada, tomaba los
inconvenientes, dificultades y obstáculos de todo género por
prenda singularísima de la protección del cielo.
Así llegó protegido por Monseñor Santoro,
Obispo de la Scala, á fundar, como hemos dicho, la primera casa
del Instituto el día 9 de Noviembre de 1732.
Era tan pequeña, que aparte de un devoto
oratorio, sólo constaba de tres piezas y una sala de cortas
dimensiones. Allí se cobijaron unos diez eclesiásticos, que
siguieron á Alfonso, y dos abogados legos, uno de los cuales,
joven de brillante posición, tuvo que aprender el oficio de
cocinero para el servicio de la comunidad. El menaje se reducía
á unos cuantos jergones y mantas, con pobre y tosco servicio de
mesa y cocina. Pero todos los congregantes estaban inflamados en
amor de Dios, y su delicia era pasar largo rato, noche y día,
delante del Santísimo Sacramento. Su comida escasa y ordinaria
se reducía á una sopa sazonada, por lo general con hierbas ó
pócimas amargas, para hacerla menos grata al paladar. Comían
unos de rodillas, otros postrados y otros con una gruesa piedra
colgada al cuello. Todos los días tomaban una disciplina, y
pasaban el tiempo en la oración, en la mortificación, en el
púlpito y el confesionario. Establecieron al punto cuatro
congregaciones, a saber: para nobles, para artesanos y jóvenes
de uno y otro sexo, y comenzaron luego á difundir el evangelio
por aldeas y cabañas, á instruir á los ignorantes campesinos y
guiarlos por el camino de la salvación.
El fruto que de esta predicación
conseguía el Santo era ya tan fecundo y sabroso, que los Obispos
de las diócesis inmediatas le llamaban para dar misiones, y se
palparon los beneficiosos resultados de la Congregación y la
necesidad de extenderla por todas partes.
Dios, sin embargo, quiso probar al fundador
con la más cruel amargura. Al poco tiempo de haber instituído
la Congregación, se propuso, como era natural, darla algunas
reglas por escrito, lo cual suscitó por la diversidad de
pareceres no pocas dificultades. Algunos congregantes querían,
entre otras cosas, establecer escuelas de niños; pero San
Alfonso, iluminado por Dios y guiado por sus consejos, se opuso
con razones que le dictaba la prudencia. Los compañeros le
abandonaron entonces, y el Santo se quedó solo con tres, á
saber: el P. Sarnelli, el P. César Sportelli y el hermano lego,
el famoso abogado Vito Curcio.
No por eso se acobardó, seguro como estaba
de la protección divina, la cual fué tan visible, que á los
pocos días ingresaron en la Congregación muchos más de los que
se habían ido.
Así empezó el Instituto y se difundieron
sus obras, y fué aumentando rápidamente el número de sus casas
religiosas.
Escribió la santa regla, reunió á sus
compañeros, se la propuso, y después la envió al Sumo
Pontífice Benedicto XIV, que la aprobó en Breve Pontificio de
25 de Febrero de 1749. San Alfonso quiso entonces quedarse de
simple religioso dentro del Instituto; pero en vano, y fué
aclamado por todos sus compañeros, reunidos en Capítulo, Rector
mayor, y Superior General de la Congregación, que tomó el
nombre del Santísimo Redentor. Todos los asistentes
hicieron su profesión, renovando los votos simples de pobreza,
castidad y obediencia, con el voto y juramento de perseverancia
hasta la muerte; de los cuales sólo podían ser dispensados por
el Sumo Pontífice ó por el Rector mayor. El Santo pronunció
además el voto de hacer siempre lo que creyera más perfecto y
más agradable á Dios Nuestro Señor. Voto dificilísimo y que
sin embargo observó puntualmente hasta la muerte.
Apenas fué aprobada la Regla para que
rigiese en la Iglesia universal, vió San Alfonso proclamado en
muchas partes su Instituto.
Además de los colegios existentes en el
reino de Nápoles, se establecieron otros siete en los Estados
Pontificios, y hasta en la misma Roma. En Sicilia se hicieron
también fundaciones. Progresó tanto la Orden, que apenas muerto
el Santo se fundaron tres colegios en Polonia, y el día de su
canonización, acaecida 52 años después de su muerte, hubo
Redentoristas en todos los países de Europa, y hasta en las
lejanas regiones de la América.
Su objeto principal eran las misiones, y
por eso mandó el Santo que sus hijos, después de algunos años
de preparación, saliesen como misioneros á predicar la divina
palabra, y estableció academias especiales en las que se
instruían sólidamente en el santo ejercicio de la predicación.
Conocía cuán necesaria es la administración del sacramento de
la Penitencia, para la cual examinaba con rigor a los jóvenes
misioneros sobre Teología moral. Tres son los libros que
necesita todo misionero, decía: el Santo Crucifijo para el
espíritu interior; la Sagrada Escritura explicada por los Santos
Padres, para la predicación, y la Teología dogmático-moral
para la administración de los Sacramentos.
Llevó a cabo con tanta perfección la obra
de las misiones, que con razón le llamaban todos «el verdadero
misionero de nuestra época.»
En memoria y como perpetuo aviso de los
propósitos hechos durante la misión, solían dejarse cinco
grandes cruces en las afueras del pueblo, y se exhortaba á los
fieles a visitarlas á menudo para ganar las muchas indulgencias
concedidas por este acto de piedad. Las casas de Redentoristas
eran centros de conversión de pecadores: las cruces que los
padres misioneros dejaban en cada misión venían á ser centros
de perseverancia.
De esta suerte la obra del Instituto del
Santísimo Redentor quedaba completa, según los deseos de su
fundador San Alfonso.
4.- PERSECUCIONES QUE EXPERIMENTA EL NUEVO INSTITUTO FUNDADO POR ALFONSO
La Congregación aprobada por el Papa y
rápidamente difundida en sus Estados, no cabía duda, era obra
de Dios, y por lo mismo tenía que ser odiada y perseguida por el
mundo.
Guerra implacable se le declaró desde el
campo enemigo de toda institución católica, y guerra también
por amigos del Santo que le suscitaron la más temible de las
contradicciones; la oposición de los buenos.
Descuella entre las primeras persecuciones
la del tristemente célebre marqués Tanucci, ministro y
consejero aúlico de los reyes de Nápoles, alma de su gobierno
por espacio de medio siglo. Poseído del mal espíritu de su
tiempo, tan pronto parecía regalista exagerado, como jansenista,
ó filósofo de la escuela enciclopédica. De todos modos, en
pugna siempre con la Santa Sede, veía con malos ojos que la
Congregación del Santísimo Redentor se propagase en aquel reino,
se empeñaba en sostener que el Estado no debía proteger á
ninguna nueva orden religiosa, sino extinguir poco á poco las
antiguas.
Y lo singular es que un hombre como este,
elevado á los más altos puestos desde el seno de una familia
humilde y pobre, quizá más que por su talento, por la guerra
que emprendió desde la cátedra de Pisa contra los derechos de
la Iglesia, se hubiese apoderado del espíritu de Carlos III, que
ciertamente no era un impío. Esta contradicción se explica, sin
embargo: era el monarca hombre de buena intención, pero de
cortos alcances; devoto, pero mal dirigido; aferrado á las que
él creía opiniones suyas, pero en realidad dominado por las
ajenas. Lo mismo mientras reinaba en las dos Sicilias, que cuando
vino á España á suceder á su hermano Fernando VI, Tanucci
disponía de la real mano, y la hacía firmar, aquí el decreto
de expulsión de los Jesuítas, y allá tantos otros que
lastimaron profundamente á la Sede Apostólica.
Fué uno de ellos la negativa del pase
regio á la Bula de aprobación del Instituto fundado por San
Alfonso, con lo cual faltó poco para que perdiese la
Congregación aun aquella existencia precaria, y por decirlo así,
de tolerancia, que hasta la sazón había tenido en Nápoles.
Quedaron las cosas en el estado primitivo; pero con la diferencia
de que el estado primitivo antes de la Bula, podía significar un
estado de expectación y de vivísima esperanza, y ahora sólo
indicaba un estado de pugna y amenaza.
Al calor de esta oposición, bullían en la
corte calumnias y más calumnias contra la Congregación y contra
el Santo Fundador, cuya honra despiadadamente rasgaban los
impíos, sin respeto á su santidad que en todas partes se
imponía.
Era la corte un hervidero de hablillas, de
injurias y de injusticias que llegaron á desvanecer algún
tiempo la dura cabeza del monarca, el cual, á pesar de la
estimación que profesaba á San Alfonso, mandó abrir una
información judicial sobre cada Colegio, y aun puede decirse,
sobre cada individuo de la Congregación. Todos y cada uno de
ellos, sus papeles, sus actos y sus palabras, tuvieron que pasar
por el tamiz de las autoridades, tanto administrativas como
judiciales; pero de todo salió el Santo y salieron sus hijos
limpios y puros, quedando el Rey poco antes de partirse para
España, más convencido que nunca de la conveniencia de proteger
á los Redentoristas; pero sin valor, cual de costumbre, para
contrariar los planes de Tanucci.
Siguió éste en Nápoles á la cabeza del
gobierno, como Presidente de la regencia; y libre de los
escrúpulos de su augusto protector, con quien ya no tenía que
andar en contemplaciones, arrojó la máscara, disminuyendo
arbitrariamente el número de Obispados, suprimiendo en igual
forma setenta y ocho conventos, atentando á los derechos de la
Nunciatura; en suma, poniendo el reino al borde del cisma.
Contando con el apoyo, ó por lo menos, con
la secreta complacencia de gobierno, personas poderosas y de
valimiento, tornaron otra vez á sus diabólicas sugestiones para
la destrucción del Instituto, sólo porque lastimaba de alguna
manera sus intereses particulares: y tales fueron las armas que
manejaban, que más de una vez se creyó verle postrado y vencido.
A todos estos ataques no oponía el Santo
otra defensa que el cumplimiento de sus deberes como Superior de
la Orden, la humildad y la oración acompañada de la penitencia.
Jamás se torcía la regla ni arriba, ni abajo, por nada ni para
nadie: el estudio era constante y sólido, con firmeza de
doctrina en lo cierto, con amplia libertad en lo opinable: desde
el noviciado á las rectorías, en todas partes reinaba un mismo
espíritu dentro de la Congregación.
Cuanto más apurado estaba San Alfonso por
sus perseguidores, más procuraba avalorar las oraciones con la
mortificación. Hizo que se aplicaran sin cesar misas para
impetrar la divina misericordia, que se rezase todos los días el
salmo Qui habitat, y que se aumentaran los cilicios,
ayunos y disciplinas.
No desdeñaba ciertamente los medios
humanos de defensa, como Dios lo dispone; pero su principal
recurso eran los medios espirituales. «El Señor quiere que vaya
adelante la Congregación (decía alegre á los suyos), no con
aplausos y protección de príncipes y monarcas, sino con
desprecios, pobreza y contradicciones. San Ignacio de Loyola
nunca se mostraba tan contento como cuando recibía noticias de
persecuciones y trabajos.»
Pero no eran estos los mayores: los más
duros procedían de la que hemos llamado oposición de los buenos;
esto es, de la que hacen á una obra santa quizá los santos
mismos, ó por lo menos, personas que obran con recta intención,
que creen obra meritoria contrariar los planes y proyectos que en
el fondo tienen por dignos de loa, accidentalmente consideran
perniciosos.
Esta contradicción suele ser más eficaz
que ninguna, y desde luego es la que más mortifica, la que más
cuesta sufrir, la que muchas veces hace desmayar, y quebranta las
fuerzas de los varones más animosos.
Alfonso principió á sentir esta guerra
casi desde los primeros momentos en que concibió la idea de su
Instituto. Pertenecía el Santo, mientras fué sacerdote secular,
al Colegio llamado de los Chinos, compuesto de jóvenes de
aquella nación que se educaban para misioneros de sus
compatriotas, bajo la dirección del célebre P. Ripa, dechado de
varones apostólicos y sostén de la cristiandad en aquel
vastísimo imperio: y aunque á este Colegio se había retirado
Alfonso, no como congregante, sino como huésped, sentía tanto
el director verle salir de la casa, que trabajó cuanto pudo para
disuadirle de su propósito, y combatir la nueva fundación.
Los padres de la Congregación de las
misiones apostólicas á que también perteneció como sacerdote
secular, se pronunciaron al propio tiempo contra él, y hasta su
maestro en teología dogmática y moral D. Julio Torni y un
canónigo tío de Alfonso y rector del seminario, se le opusieron
abiertamente.
Acusábanle de muy buena fe; pero con suma
crudeza, de falta de seso, y aseguraban que el proyecto era obra
de una mujercilla, y nada más. La oposición alcanzó á esta
religiosa, á quien lograron expulsar de su convento, por más
que Dios quiso distinguirla y favorecerla con señales evidentes
de alto espíritu de piedad y discreción.
Dios estaba con el Santo. Su tío el
canónigo Gizio, que era acaso el más tenaz y violento de sus
opositores, le dijo un día creyendo con ello desbaratar su
proyecto: -«¿Por qué no sigues mi consejo, Alfonso, y vas á
consultar tu idea con el P. Fiorilli?» y ya sabemos el resultado:
la Congregación no tuvo defensor más acérrimo, ni más
constante que el célebre padre dominico.
De contradicciones de esta especie estuvo
llena la vida de San Alfonso. Eran su ambiente; no le faltaron
jamás, siendo maravilloso verle cruzar incólume por entre nubes
de flechas y senderos de espinas. Pero llevaba por escudo la
oración, la conformidad y la paciencia, y por guía la gloria de
Dios y un deseo constante del bien espiritual y temporal del
prójimo y muy especialmente el de sus más encarnizados
contradictores.
Nadie como él alentaba á los pusilánimes
y sostenía á los que flaqueaban. Él predijo que el instituto
saldría de la persecución más glorioso que antes de padecerla,
y que no llegaría á su apogeo hasta después de su muerte. Con
tanto talento, con tanta moderación y prudencia, se defendió de
los ataques que se le dirigían, que no escribió jamás una sola
palabra contra sus adversarios, encargando á todos los
congregantes que los favorecieran en vez de aborrecerlos.
Habiéndose arruinado la familia del que más se había ensañado
contra los Redentoristas, San Alfonso encargó al P. Tannoya que
se consagrase á la educación y acomodo de los hijos de aquel
enemigo suyo que acababa de fallecer en la miseria.
En medio de esta lucha, no descuidaba en lo
más mínimo el adelantamiento de sus Misioneros. Él era el
primero en observar la regla y los votos, y predicaba más con el
ejemplo que con las palabras. A pesar de todas sus ocupaciones,
jamás faltaba á ninguno de los actos de la comunidad: tres
veces al día, media hora de meditación, un cuarto de hora de
visita al Santísimo, media hora de preparación para celebrar la
misa, otra media hora en acción de gracias, dos exámenes de
conciencia diarios, tres horas de silencio, media hora de lectura
espiritual, disciplina dos veces por semana, todos los lunes
conferencia litúrgica ó ascética, todos los viernes academia
dogmática ó moral, un día de retiro cada mes y diez días
seguidos cada año.
Tal era el método de vida de San Alfonso
en las comunidades donde se hallaba, y tal es aún el que
observan los Padres que viven reunidos en los Colegios de la
Congregación.
Siendo Superior, elegía siempre para sí
la habitación más humilde y más incómoda. En Ciorani tenía
por celda un miserable hueco debajo de la escalera; su traje era
el desecho de los demás. Ayudaba á los legos en la limpieza de
la casa y en las más humildes faenas; anualmente visitaba todos
los Colegios de la Congregación. Amaba á sus subordinados con
amor de padre, sin hacer alarde de su autoridad; consolaba á los
afligidos con la mayor caridad y corregía con ruegos y lágrimas
sus faltas. No quería que hubiese nunca ni tristes ni
melancólicos en la casa: profesaba cariño especial á los
enfermos, ofreciendo al Señor su vida por la salud de los que
padecían, y recomendaba á los Rectores que antes que dejarles
sin la debida asistencia vendiesen las alhajas de las Iglesias.
Este espíritu de caridad fué confirmado
por un estupendo milagro. A una pobre, á quien había convertido,
socorría el Santo mensualmente durante su permanencia en Nocera.
El día fijado para recibir la pobre su limosna vino á buscarla
al Colegio, y como le dijesen que el Santo se había marchado
hacía ya días a Nápoles, la buena mujer se fué á la iglesia,
y allí llorando amargamente, pedía á Dios que la socorriese,
cuando vió de repente aparecer á San Alfonso que desde un
confesonario la llamaba para entregarla la cantidad acostumbrada.
La infeliz quedó sorprendida, y tanto ella como los individuos
todos del Colegio bendecían á Dios, pues se hizo constar que
aquel día y aquella misma hora se hallaba el Santo en la capital
del reino.
Así dirigía Alfonso la Congregación cuyo
superior gobierno Dios le había encomendado; así la iba sacando
victoriosas de todo linaje de peligros, cuando quiso el Señor
que cesara en la dirección del Instituto por un suceso
inesperado que vamos á referir en el siguiente capítulo.
5.-
ALFONSO ES ELEVADO Á
LA DIGNIDAD EPISCOPAL
Dos años antes de negarse el gobierno de
Nápoles á conceder el pase regio á la Bula Pontificia que
tanto ensalzaba á la Congregación del Santísimo Redentor,
Carlos III había querido dar una prueba insigne de estimación
á San Alfonso, tratando de presentarle para el Arzobispado de
Palermo. -«Si el Papa, decía el rey, hace buenas elecciones
para los Obispados, yo, por mi parte, quiero hacer una que sea
todavía mejor.»
Con esta idea que, como tantas otras del
mismo príncipe, se compagina mal con su gobierno, dió algunos
pasos para explorar la voluntad del interesado. Las personas
comisionadas al efecto volvieron a palacio desconsoladas. «La
resistencia del P. Ligorio es invencible, dijeron, porque ha
hecho voto de no admitir ninguna dignidad eclesiástica.» -«No
importa, contestó el monarca, cuya tenacidad en sus propósitos
conocemos: el Papa puede dispensar ese voto.» Y luego añadió:
-« Estos que rehusan los Obispados, suelen ser los mejores
Obispos.»
Todo fué en vano: Carlos III se vió
precisado á desistir de su determinación, disponiéndolo así
la Divina Providencia, quizá porque el nuevo Instituto se
hallaba todavía en su infancia y necesitaba los cuidados
inmediatos y la solicitud paternal de su Fundador.
Algunos años más tarde, y después de los
disgustos y trastornos ocasionados por la negativa del pase, tuvo
también el rey otro empeño con San Alfonso, tal vez movido del
buen deseo de darle público testimonio de su aprecio personal,
en desagravio de la oposición que su gobierno hacía al
Instituto.
Quería el monarca transformar éste en
religión de votos solemnes, refundiéndolo en otra antigua orden
que al parecer había decaído de su primitivo espíritu,
encomendando al Santo la empresa y prometiéndole para ella toda
su real protección, y alcanzar del Sumo Pontífice las licencias
oportunas. Dióle Alfonso las gracias, haciéndole ver al propio
tiempo, con el debido respeto, que era imposible la obra del modo
que se deseaba.
Llegó por fin el año 1761 en que vacó la
Sede episcopal de Santa Águeda de los Godos en el reino de
Nápoles. Tanucci, que en tiempo de su regencia dió tanto que
sentir á la Santa Sede, quería que fuese elegida determinada
persona, muy de su agrado, y por lo tanto, muy sospechosa al Papa
Clemente XIII. Temía éste, sin embargo, que oponiéndose
abiertamente al gobierno napolitano, se empeorasen más y más
las relaciones de aquel Estado con la Sede Apostólica, y
después de encomendar á Dios la solución de tan arduo negocio,
consultó varias veces á los Cardenales, y uno de ellos, el Emmo.
Spinelli, le propuso la idea de elegir para Obispo persona ante
cuyos méritos reales y notorios tuvieran que retirarse todas las
pretensiones, de donde quiera que viniesen: y no limitándose á
esta vaga indicación, el Cardenal declaró que esa persona no
podía ser otra que Alfonso de Ligorio.
Recibió el Papa el consejo como
inspiración celestial, y aceptándolo por completo, escribió al
Nuncio en Nápoles participándole el pensamiento, y al propio
tiempo se lo comunicó á San Alfonso. Miraba éste con horror
todo cuanto pudiese sacarle de su retiro, y celebraba como uno de
los favores más singulares que debía á Dios el haberle salvado
del peligro, como él decía, de ser Arzobispo; pero así que
recibió el 9 de Marzo de 1762, hallándose en Pagani un correo
que le traía la noticia oficial de que iba á ser nombrado
Obispo de Santa Águeda, quedó aterrado. Súpose al momento la
llegada del correo especial, y todos los congregantes acudieron
á la celda del superior, donde lo hallaron sumido en lágrimas.
Consoláronle algún tanto sus compañeros y amigos haciéndole
ver que la decisión del Papa no sería irrevocable, y que tal
vez sólo había querido darle con ella una prueba más de afecto
que redundaba en bien de la Congregación.
Tranquilo con esta esperanza, hizo formal
renuncia del cargo que se le confería, alegando insuficiencia,
edad avanzada, continuos achaques, y el voto que tenía hecho de
no admitir ninguna dignidad que le obligara á salir de la
Congregación, a cuyas razones añadía la del escándalo y mal
ejemplo que daría a sus misioneros admitiendo el obispado.
Sabiendo que el Cardenal Spinelli era quien
se había acordado de él para la mitra, le escribió con la
mayor humildad, y entre otras cosas le decía: «Si supiese que
uno de mis misioneros admitía el obispado, lo deploraría
amargamente; y si yo fuese el primero en dar semejante ejemplo,
¿qué escándalo no produciría y qué perjuicio no causaría en
su espíritu? Si Dios Nuestro Señor permitiese semejante cosa,
lo tendría por verdadero castigo de mis pecados y de mi mucha
soberbia.»
La tranquilidad que le daban estos pasos no
era del todo infundada; porque el mismo Sumo Pontífice llegó á
vacilar bajo el peso de tan poderosas razones, y ya en la noche
del 14 de Marzo se mostró muy inclinado á elegir otra persona;
pero con sorpresa de todos, á la mañana siguiente dió el Papa
las órdenes para intimar al Santo que aceptara la mitra, bajo
precepto de obediencia.
Recibió Alfonso el nuevo despacho de Roma,
y los Padres Redentoristas que sabían ó presumían su contenido
y estaban persuadidos del terrible efecto que había de producir
en su Padre Fundador, abrieron el pliego, y después de encargar
al Santo que rezase una Ave María á la
Santísima Virgen, le presentaron el rescripto de Roma. El Santo
levantó los ojos al cielo y en seguida bajando con humildad la
cabeza, exclamó: «Obmutui quoniam tu fecisti.» -«Callé
porque Tú lo has hecho.»
Y recogiéndose en su interior por breve
rato, añadió: «Esta es la voluntad de Dios: el Señor por mis
pecados me echa de la Congregación. Vosotros, hermanos míos, no
os olvidéis de mí. Al cabo de treinta años de habernos amado
tan fraternalmente, ahora nos tenemos que separar.» Y diciendo
estas palabras quedó su voz ahogada entre sollozos.
Los esfuerzos que hizo para dominar su pena
le produjeron un paroxismo que le tuvo sin habla más de cinco
horas. Pero ni antes, ni después del accidente, quiso admitir la
esperanza que algunas almas compasivas trataban de infundirle, si
nuevamente recurría á la Santa Sede. -«No, decía, no hay
apelación: el Papa se ha declarado en términos de obediencia y
es preciso obedecer.»
Y tomó la pluma para contestar al Nuncio y
al Secretario de Su Santidad que admitía sin más réplica el
gobierno de la iglesia de Santa Águeda, y se sometía ciegamente
á la voluntad del Sumo Pontífice.
Dos días después cayó tan gravemente
enfermo, que se temió por su vida. Creyendo próxima la hora de
su muerte, el Papa le mandó su bendición apostólica, y
añadió al darla: -«Si el Señor le vuelve la salud, quiero que
venga á Roma para que aquí sea consagrado.»
Largo tiempo duró su enfermedad; pero
desde que recibió la bendición del Sumo Pontífice, comenzó á
sentir grande y casi prodigiosa mejoría, en términos de poder
ponerse en camino un mes después, aunque no del todo
restablecido. Al dejar la casa de Pagani, donde había padecido
tanto, llevaba la esperanza, fundada acaso en alguna revelación,
de volver algún día para morir dentro de las mismas paredes que
ahora con tal pena abandonaba.
Es indecible la brillante acogida que tuvo
en Roma. Cardenales y otros príncipes de la Iglesia, Generales
de las órdenes, y entre ellos el de los Padres Jesuítas,
seglares de la más alta categoría, fueron á ofrecerle sus
servicios, y alguno también magnífico hospedaje; pero el Santo,
agradeciendo su generosidad, sólo admitió del Príncipe de
Piombino un coche que necesitaba por el mal estado de su salud.
Mas no eran estos los consuelos de que su
alma endiosada había menester, y así que acabó de reponerse,
como Clemente XIII se hallara ausente á la sazón y se ignorase
cuándo iba á volver á Roma, se fué Alfonso á Loreto á
derramar su espíritu en la Santa Casa de la Virgen Nuestra
Señora, á la que profesaba devoción tan singular.
El viaje á Loreto fué una especie de
peregrinación, pues en el camino celebraba misa, hacía todos
sus ejercicios espirituales y sus acostumbradas visitas al
Santísimo Sacramento y á la Virgen: su pobreza era tal, que
nadie diría que aquel viajero era un Obispo electo y General de
una orden. No se quitó la sotana y el balandrán de redentorista,
ni tomaba alimento alguno hasta la noche, en que, sentándose á
la mesa con los zagales, como el más miserable de los viajeros,
comía poco y prefiriendo siempre lo más ordinario.
Llegó por fin á Loreto, y allí, allí
fué donde la Santísima Virgen le consoló de todas las
amarguras pasadas. Un día pidió á su compañero el P. Villani
que lo dejara sólo, y se fué á ocultar en el precioso espacio
que media entre el altar de la Santa Capilla y el fogoncito que
se encuentra detrás.
No se sabe, no se sabrá probablemente
nunca en esta vida lo que allí le pasó, lo que vió, lo que
sintió allí: el Santo no habló jamás una palabra de ello;
pero algo podemos inferir por el fervor especialísimo que en
aquellos días experimentó, por la ternura singular en que su
espíritu se derretía al considerar los hechos verificados en la
santa casa, ó contemplar cualquiera de los objetos que con ella
tenían relación. En aquella aureola de divina gracia se
vislumbraban los grandísimos favores que de Dios había recibido.
Para él no había cuerpo ya, ni materia: el criado que le
acompañaba atestigua que mientras estuvo en Loreto, ó pasaba
las noches de rodillas, arrimado á la cama solamente, ó tendido
sobre el desnudo suelo; que tomaba alimento una sola vez al día
y en tan corta cantidad, que parecía imposible que pudiese
permanecer en oración tantas horas seguidas sin caer
desfallecido.
Volvió por fin á Roma el día mismo en
que el Papa regresaba también al Vaticano, y el Santo
apresuróse á pedirle una audiencia, que le fue inmediatamente
concedida. Al verse á los pies del Vicario de Jesucristo, lo
primero que hizo, después de habérselos besado, fué suplicarle
que se dignase eximirle del cargo que le había impuesto.
Conmovióse el Papa al oirle; pero firmemente persuadido de que
Dios lo llamaba al episcopado para bien de la Iglesia, le dijo
que no se desanimase, que de las piedras de la obediencia saca
Dios los hijos de Abraham.
Desde entonces no volvió el Santo á poner
en boca la renuncia, aunque le quedó en el fondo de su corazón
la esperanza de conseguirla, cuando se hubieran terminado los
servicios que con aquel sacrificio le exigía su Divina Majestad.
Largo rato estuvo después hablando Su
Santidad con Alfonso acerca de los negocios eclesiásticos y de
las doctrinas que entonces se debatían, y tenían tan divididos
los ánimos.
A consecuencia de esta entrevista,
decidióse el Santo á escribir una de sus más preciosas obritas
sobre la frecuencia de los Sacramentos, y por fin, en 14 de Junio
de 1762 fué consagrado Obispo.
El día mismo de la Consagración, hablando
el Sumo Pontífice con algunos Cardenales, pronunció estas
proféticas palabras: «A la muerte del Obispo Ligorio, tendremos
otro Santo más en la Iglesia de Jesucristo.»
6.- CELO, PRUDENCIA, CARIDAD Y TRABAJOS DE ALFONSO EN EL GOBIERNO DE SU DIÓCESIS
Íbanse cumpliendo las profecías del santo
jesuíta Francisco de Jerónimo: aquel niño á quien había
bendecido en la cuna era ya Obispo, para ser modelo de Prelados,
como lo había sido de estudiantes, de jurisconsultos, de
sacerdotes seculares, y religiosos congregantes. Era Obispo el
que parecía destinado por sus padres, como primogénito, para
perpetuar el nombre de su ilustre familia, y darla nuevos timbres
con los resplandores de las letras, las artes y las ciencias.
El día 11 de Julio de 1762 entró Alfonso
en su diócesis, y en los confines de ella le esperaba inmensa
muchedumbre de fieles, que al verle exclamaron: « ¡Ya viene el
Santo, ya viene el Santo! «Como bajado del cielo le recibieron,
y apenas cabía en sus entrañas el gozo de tener por Prelado á
un santo de carne y hueso, como ellos decían. Le
acompañaron a la Catedral, donde estaba expuesto el Santísimo,
y descendiendo Alfonso del solio pontificio, les predicó,
acabando de conmover y entusiasmar á los fieles con palabras tan
dulces y penetrantes, cual nunca las habían oído.
Fué el sermón como el programa de la
nueva empresa que Dios le había encomendado: y no se crea que se
proponía el Santo practicar cosas nuevas, ni hacerlas de manera
extraña y recóndita. La misión del Obispo es de por sí
altísima y santa, es la continuación de la obra de los
apóstoles. San Alfonso se propuso sencillamente cumplirla.
«Deseo sobre todo el bien de mis ovejas y dar por ellas hasta
mil vidas que tuviera, les dijo; vengo á procurar la salvación
de todos y cada uno de mis diocesanos; vengo, no á mandar, sino
á hacerme todo para todos, para que todos seáis de Jesucristo.»
Esto, como se ve, ni es nuevo, ni estaba
expresado con selectas y retumbantes frases; pero hizo viva
impresión en el ánimo de los oyentes.
Y es que las palabras, las obras, los
escritos de San Alfonso, tenían el dón particular de conmover
profundamente, por la secreta fuerza que la divina gracia les
prestaba; porque todo lo suyo parecía impregnado en olor de
santidad y derramaba la suavidad de los cielos y el fuego en que
se templan los corazones enamorados del Corazón de Jesús.
Ya hemos visto á las muchedumbres como
fuera de sí, por tener de Obispo a un santo en carne mortal, es
decir, a un hombre á quien principiaban á venerar de cierto
modo, en la persuasión de que algún día, ellos ó sus hijos,
habían de venerarlo en los altares; pues bien, todo cuanto
veían en el Prelado desde que tomó posesión de la mitra, todo
les iba confirmando en esta idea.
La primera noche de su llegada á Santa
Águeda se quedó sin cena. La que le tenían preparada se
componía toda de espléndidos regalos que las familias y gentes
principales le habían hecho: el Santo no quiso probar nada, y
mandó que inmediatamente se devolviesen los manjares, declarando
que jamás recibiría ningún regalo. Tampoco quiso admitir el
suntuoso lecho que le habían aderezado; y como no se hallase á
mano el jergón de paja de que solía servirse, antes que
acostarse en los colchones de aquella cama, quiso dormir sobre el
desnudo suelo.
Tal fué su entrada en el palacio episcopal,
y por ella pudieron inferir sus familiares cuál sería en
adelante la vida del nuevo Prelado.
Estableció un método conventual que no
quebrantaba sino en caso de enfermedad, ó cuando las necesidades
del prójimo lo exigían.
Todas las mañanas al levantarse tomaba una
larga disciplina, después reunía á sus familiares y dedicaba
con ellos media hora, por lo menos, á la meditación y oraciones,
rezaba las horas canónicas, y se preparaba para celebrar el
Santo Sacrificio. Oía luego otra misa en acción de gracias, y
después de cumplidos sus deberes para con Dios, recibía en
audiencia á cuantos querían hablarle tan pronto como lo
solicitaban, si sus ocupaciones se lo permitían.
Los párrocos, confesores y vicarios
foráneos no necesitaban dar aviso, ni anunciarse: eran siempre
inmediatamente recibidos. Sólo las mujeres estaban excluídas;
pero cuando tenía precisión de recibir alguna, jamás lo hacía
sino en pieza determinada, abierta á todo el mundo, y
acompañado siempre de alguno de sus familiares.
Su comida muy parca, se reducía al simple
cocido; pero á los suyos no quería que les faltara ni principio,
ni postre, aunque él no los probase jamás.
Después de la siesta tomaba una taza de
café porque los médicos se la habían prescrito. Por la noche,
los días de ayuno, que eran para él la mayor parte del año, su
colación se reducía á un vaso de agua.
No tenía consigo más gente que el Vicario
general, el Secretario, el P. Mayone, Redentorista, un hermano
lego, también de la Congregación, y tres criados para todos,
contando con el cocinero y el cochero, porque su salud no le
permitía andar á pie.
A los ocho días de haber llegado á su
diócesis comenzó una misión en la Catedral que produjo
extraordinario efecto. Por razones de prudencia no quiso que los
Padres de la Congregación fundada por él diesen misiones en su
diócesis; pero buscó sacerdotes, ó regulares, ó seculares,
que las llevasen por pueblos y campiñas sin cesar,
dirigiéndolas el Prelado, según su método y con el espíritu a
que estaba acostumbrado. Él, por su parte, de la Catedral pasó
á otras iglesias de Santa Águeda, y de allí á las demás
ciudades y aldeas. Y cuando todo lo hubo recorrido, volvió a
empezar, pues como solía decir con la gracia que le
caracterizaba: «en las tierras duras es menester cargar la mano
de simiente, si se ha de recoger alguna miés.»
Ordenó después en toda su diócesis la
predicación cuaresmal, procurando que no se hiciese por rutina y
como por compromiso, sino conmoviendo, enseñando y preparando
las almas para el cumplimiento del precepto pascual, como en unos
ejercicios.
Agregábase á esto su incesante
predicación particular. No necesitaba el Santo que lo llamaran:
como él viese que á tal ó cual función religiosa concurría
mucha gente, allá se presentaba de improviso, y se pasaba horas
enteras predicando, si notaba que se le oía con gusto.
Renovado, por decirlo así, el espíritu de
su diócesis, emprendió la visita pastoral para enderezar lo que
estaba torcido, corregir abusos y remediar en lo posible toda
clase de necesidades.
Uno de los institutos en cuya reforma
desplegó más celo fué el Seminario Conciliar. En esta obra no
perdió un momento, poniendo en ella mano desde el principio de
su pontificado, y celebrando repetidas conferencias con los
principales miembros del clero y de las comunidades religiosas.
«Si los eclesiásticos, decía, no salen del Seminario siendo lo
que deben ser, todos los demás cuidados y diligencias por el
bien de las almas son inútiles.» Decretó un examen general de
seminaristas, á que él asistió, donde fueron inexorablemente
separados los que adolecían de falta de virtudes ó de estudios,
y después de haber dotado las cátedras de excelentes maestros,
no admitió ningún alumno que no fuese digno de serlo.
Fué severísimo en exigir la residencia á
los párrocos, la enseñanza del catecismo para los niños, y á
todos los clérigos el uso del traje que les correspondía.
Trató de reunir un Sínodo diocesano, y
alcanzó de Su Santidad indulgencia plenaria para el día en que
se inaugurara; pero consultado el caso con personas respetables,
opinaron éstas que no convenía por lo crítico de las
circunstancias, pues se temía que el Gobierno de Nápoles
suscitase contra la reunión serias dificultades. Para suplir al
Sínodo, dictó el Santo una serie de decretos que son vivo y
perenne testimonio de su celo y pastoral vigilancia, del
admirable dón de sabiduría con que le inspiraba el Espíritu
Santo.
Estas disposiciones, modelo de prudencia y
previsión, alcanzan á todo el clero, desde el cabildo catedral
hasta los jóvenes que aspiran á las Sagradas órdenes.
En suma; si nada hizo el Santo que saliese
de una manera extraordinaria de lo que está mandado, procuró
cumplir en todo con su obligación; pero como la obligación es
santa y la cumplió heroicamente con un celo que superaba todas
las dificultades, con la maestría que en todas las cosas buenas
le era habitual, con la más completa negación de sí mismo,
resulta que en los trece años que duró su pontificado, se
santificó más y más y convirtió la diócesis en un verjel de
santidad.
Pero, ¡cuánto, cuánto tuvo que sufrir
para lograrlo el pobre Obispo! Dios quiso probarlo de mil maneras,
y todas las aceptó como de la mano de un padre misericordioso
que en el castigo busca sólo el bien de sus hijos.
Al año de haber llegado á su diócesis,
fué ésta, como todo el reino de Nápoles, afligida por el
hambre. El Santo la había anunciado primero en la capital, antes
de ser Obispo, y luego en su obispado, excitando a los fieles á
la penitencia para aplacar la cólera divina; pero ¡cosa
singular y que sólo la caridad explica! El Señor permitió que
no se aprovechase de su propio vaticinio: el azote le cogió
desprovisto de todo recurso, pues habían vendido la mayor parte
del trigo de los diezmos y rentas de la mitra, para satisfacer
las necesidades ordinarias de los pobres. Y es que la caridad no
le permitía cálculos ni reservas, ni dejar marchar á nadie sin
socorro, mientras tuviese algo que dar. Vino la carestía, y el
santo se quedó pronto sin nada. El hambre era espantosa: acudió
el Obispo á su hermano Hércules, que vivía en Nápoles, y pudo
conseguir de él gran cantidad de trigo: lo pagó á cinco duros
la fanega, precio exorbitante sobre todo para aquella época;
pero al punto llegó á valer el doble, y más. Apurados todos
sus recursos, pidió el Prelado dinero á rédito, y vendió
todas sus alhajas, deshaciendo hasta los pocos cubiertos de plata
que había para los huéspedes, pues él sólo comía con un
cubierto de latón.
En fin, no teniendo nada de que echar mano,
un día quiso vender hasta el roquete; pero sus familiares no se
lo consintieron, haciéndole notar el poco dinero que podría
sacar de él.
Viendo que las gentes se retraían de darle
prestado por las pocas garantías que ofrecía un Obispo tan
viejo y achacoso, acudió al Sumo Pontífice pidiéndole permiso
para hipotecar los bienes de la mitra; pero cuando llegó la
autorización, la hizo innecesaria la abundante cosecha del año
1764. Entre tanto el buen Prelado no sosegaba buscando recursos:
excitó á las comunidades religiosas á vivir con lo
estrictamente necesario en beneficio de los menesterosos,
estimuló á los particulares, y dando á todos ejemplo, vivía
como por milagro, sustentándose con una sopa al día,
pareciéndole que permitirse otro gasto era robárselo a los
pobres.
Y no se demostraba en esto sólo su caridad,
sino en la paciencia con que sufría los insultos de la plebe
hambrienta y desenfrenada que le echaba en cara el haber vendido
el trigo, aunque invirtió su importe en socorrer á los mismos
que ahora contra él se enfurecían.
Grandes, terribles debieron ser los
trabajos que padeció el Santo en aquella ocasión, porque no
bien llegó la abundancia de 1764, cuando á consecuencia de
ellos, el Señor se dignó visitarle con otra nueva enfermedad
que le puso al borde del sepulcro. Era, sin duda, que no tenía
naturaleza bastante fuerte para resistir las aflicciones de sus
diocesanos.
Sin pérdida de tiempo le administraron los
santos Sacramentos del Viático y la Extremaunción, tendido como
estaba sobre un miserable jergón de paja con una manta raída y
remendada. Agonizante ya, rogó al Deán de la Catedral que le
dijese algo para ayudarle á bien morir, á lo que el digno
eclesiástico le contestó: «Señor Obispo, la oración de San
Martín es la que ha de repetir ahora. «Señor, si aún hago
falta para vuestro pueblo, no rehuso el trabajo.» Y Alfonso, que
apenas podía mover los labios, hizo un esfuerzo, y repitió
balbuciente: «No rehuso el trabajo.»
Dios le oyó, y lo curó, y Dios ilustró
aquel miserable lecho con milagros que el Santo procuraba ocultar,
pero que trascendían en todas partes.
Retirado á su colegio de Pagani por
prescripción del médico y mandato expreso de su director
espiritual, allí también era como perseguido, si es lícito
expresarse así, por celestiales favores, y se le vió con
frecuencia arrebatado en éxtasis, sobre todo cuando fijaba sus
ojos en la imagen de la Virgen.
Vuelto á su diócesis, volvió también
cuatro años después á ser atacado por otra terrible enfermedad,
que si no le quitó la vida le dejó casi baldado y desfigurado
para siempre. Padecía atrozmente, y no pudiendo estar echado, ni
permanecer en cama, hubo necesidad de sacarle de ella y colocarle
en un sillón, donde recibió los últimos Sacramentos. Los
dolores, que al principio estaban limitados á las piernas, se le
subieron al cuello, haciéndole doblar la cabeza en términos de
que, mirado el cuerpo por detrás, parecía decapitado. Es más;
con la inclinación, el hueso de la barba se apoyaba tan
fuertemente sobre el pecho, que le produjo una úlcera, de la que
no dió cuenta á nadie, sufriéndola en silencio, con admirable
paciencia, hasta que la descubrió el facultativo por la fetidez
de la llaga. Era ya profunda y purulenta, y con dificultad se
logró la curación.
La úlcera pudo al fin curarse; pero la
torcedura del cuello y la inclinación de la cabeza, no; y con
ellas quedó el Santo hasta la muerte.
7.-
ALFONSO PUBLICA VARIAS
OBRAS. RENUNCIA EL OBISPADO
En medio de los crueles padecimientos que
muy de ligero acabamos de indicar, no profirió el Santo una
palabra de queja, no exhaló un gemido; y con asombro de cuantas
personas le rodeaban, nunca dejo de ocuparse en los negocios del
Obispado. Hasta en lo más recio de su enfermedad, como se supo
después por el Hermano que le asistía, practicaba sus
ejercicios devotos. Todas las noches rezaba el Rosario con sus
familiares, y no le habían de faltar ni el examen de conciencia
ni la lectura espiritual, que frecuentemente le hacía en alta
voz alguno de sus acompañantes.
De tal manera llegó á dominar sus
quebrantos físicos, y los atroces dolores de la ciática y la
artritis, que aun atormentado por ellos pudo perfeccionar y
disponer para la imprenta aquel célebre libro suyo intitulado: Práctica
de amar a Jesucristo, que deja sentir el
dulcísimo fuego en que se consumía el corazón del Santo autor.
Habiéndose publicado por entonces cierto
libro, que combatía, en varios puntos, la autoridad de la
Iglesia, y más especialmente la inmunidad eclesiástica, Alfonso,
casi agonizante, lo mandó traer, y sintiéndose con la cabeza
despejada se puso á rebatirlo, tomando con ardor la defensa de
la buena doctrina, y llegó á escribir una obra con este objeto.
No la concluyó, sin embargo, por obedecer á su Director el P.
Villani, que, consultando á cierta prudente circunspección, le
hizo desistir del intento.
Sin salir de su enfermedad, dió también
á luz un opúsculo acerca de las ceremonias de la Misa, y como
llegase a sus manos, mientras se estaba imprimiendo, una
ponzoñosa disertación sobre los honorarios por la celebración
del Santo Sacrificio, se apresuró á dictar un apéndice muy
erudito, en refutación de aquella doctrina.
Dios le había dotado de tanta facilidad
para escribir como para predicar. Comenzó la predicación antes
de ser Sacerdote, y publicó su primer libro destinado a sus
penitentes, apenas se sentó en el confesionario. Su vocación al
púlpito le condujo á fundar una Congregación de Misioneros
apostólicos; sus inmortales escritos le han hecho merecedor del
gloriosísimo título de Doctor de la Iglesia, mucho antes de
haber transcurrido un siglo, desde su santa muerte.
Ya hemos visto que su talento lo abarcaba
todo; idiomas, música, pintura, poesía, legislación, teología,
filosofía: añádase á tan vasto ingenio una fisonomía dulce y
simpática, una sonrisa llena de atractivo, que llamaba hacia sí
á los más indiferentes; y póngase sobre todas estas prendas
naturales la unción que el Espíritu divino prestaba a sus
palabras, los rayos de la gracia que vibrando en amor celestial
salían de sus labios, y se comprenderán los prodigios de su
predicación, ante la cual se derretían las rocas endurecidas en
el pecado, y caían derribadas las añosas encinas de la soberbia.
Eran los sermones del Santo diáfanos como
el agua del manantial; espontáneos siempre y elocuentes, sin
resabios de retórica ni de frases rebuscadas, como todo lo que
sale de un corazón embriagado, según decía Santa Teresa, en el
vino celestial.
Predicar para el Santo era pensar en alta
voz, hacer sentir sintiendo, derramar su pecho todo lleno de amor
de Dios, buscando a Dios en el amor del prójimo. Predicaba con
sus virtudes, con su inmensa caridad, con sus acerbos dolores,
con su maceración y penitencia: predicaba haciendo amable á
todos la vida cristiana, guardando sólo para sí lo que á otros
hubiera parecido demasiado severo. El que habitualmente comía,
mezclando a sus alimentos acíbar y ajenjos, guardaba «la miel y
la manteca» del Cantar de los Cantares para
endulzar y suavizar las viandas de los demás.
Pues bien: así como su predicación,
fueron sus escritos. Principió el Santo á escribir, desde que
se dedicó al estado eclesiástico y no lo dejó hasta los
últimos años de su vida. Escribió la mayor parte de sus libros,
ya acabado por extraordinarios y heroicos trabajos en defensa de
la Iglesia de Dios, y agobiado por continuas enfermedades.
Sus obras son por cierto innumerables si se
tienen en cuanta las cartas que dirigió á diferentes personajes,
llenas de erudición, de doctrina y de vigorosa argumentación,
que pueden considerarse como otras tantas disertaciones.
Pueden dividirse en cuatro grupos: de Moral,
ascéticas, históricas y dogmáticas.
Descuella entre las primeras su Teología
moral, que le ha hecho celebérrimo en todo el orbe católico.
Agitábase en aquellos tiempos la insidiosa herejía jansenista,
al combatir la cual, no pocos autores y moralistas se inclinaban
quizás insensiblemente al error diametralmente opuesto. En aquel
revuelto mar de opiniones más ó menos tocadas de herética
ponzoña, en que los contendientes de uno y otro bando procuraban
esquivar las censuras eclesiásticas, una obra como la de San
Alfonso fué la tabla de salvación para las conciencias
zozobrantes de muchos directores de almas. En ese libro supo el
Santo evitar, con suma prudencia, los dos extremos de laxo probabilismo y
de rígido tutiorismo, ambos igualmente funestos.
Apoyado en la doctrina de la Iglesia,
aplicóla con tanto acierto y con firmeza tal, que dió la norma
á los confesores y directores espirituales. Su libro es y será
la base de cuantos se escriban sobre moral.
Cayó ciertamente como una bendición de
Dios sobre los fieles. Dedicólo al Papa Benedicto XIV, el cual
le contestó en un Breve que va al frente de la edición,
diciendo que con sólo hojearlo había hallado el libro lleno de
buenas doctrinas, y añadía que el autor podía estar seguro del
agradecimiento universal y de la pública aceptación. Después
que el Sumo Pontífice lo hubo leído despacio, interrogado
acerca de determinados puntos de moral, dijo á un religioso de
Nápoles: «Tenéis ahí a vuestro Ligorio, consultad el caso con
él. «Sin contar las muchas ediciones que de esta obra se
hicieron en aquella capital, sólo en Venecia se imprimió diez
veces. Por Francia, España y Alemania se esparció con igual
rapidez.
Para facilitar su adquisición, hizo el
Santo un compendio en lengua vulgar, con el título de Hombre
apostólico, que luego, á instancias de un editor, tuvo que
escribir en latín para que se difundiese por toda la Iglesia.
Tanto este libro como otro que publicó
sobre la Maldición de los difuntos, sufrieron
fuertes impugnaciones, á las que contestó el Santo en escritos,
modelo de polémicas religiosas.
También compuso la Historia de las
Herejías y la admirable de las Victorias de los mártires, como
un dique contra la impiedad reinante.
Entre sus libros ascéticos no puede menos
de citarse el de La Conformidad con la voluntad de Dios,
el muy precioso que se intitula: Conducta admirable de la
Divina Providencia en salvar al hombre por medio de Jesucristo,
y las Reflexiones y afectos sobre la Pasión de
Jesucristo, traducido en España con el título de Reloj
de la Pasión.
Apenas hay persona piadosa que no conozca y
ame á nuestro Santo por sus Visitas al Santísimo
Sacramento y á María Santísima y por las Glorias
de María.
Cuentan los historiadores de su vida que
una vez se le apareció la Virgen mostrándole su verdadero y
divino rostro, al través de un cuadro: San Alfonso vió el
semblante de María tal cual es, tal cual está junto al trono
del Altísimo. Pues bien: en el libro del Santo parece que se
vislumbra también á la Santísima Virgen, su alma purísima y
siempre inmaculada, su rostro celestial y gloriosísimo: algo de
lo que San Alfonso vió nos ha dejado en las páginas de las Glorias
de María.
Testimonio igualmente de un alma enamorada
de Dios son sus poesías, ó cánticos devotos que se hicieron
populares, y á muchos de los cuales puso el Santo mismo la
música correspondiente.
Por último, no quiso despedirse de la vida
mortal, sin trazar á los reyes los deberes que tienen para con
sus súbditos, y á éstos sus obligaciones para con los reyes,
en un libro que escribió en sus últimos años, como en
previsión de las grandes tormentas políticas que amenazaban á
toda la cristiandad.
Todas estas obras y otras muchísimas, que
por falta de espacio no podemos siquiera mencionar, fueron
escritas en medio de los trabajos de predicación, de
confesonario y de fundaciones; en las tareas episcopales y de
Rector mayor de la Congregación, con la poca salud que
habitualmente tenía, y las gravísimas enfermedades que le
ponían con frecuencia á las puertas de la muerte. Y es preciso
tener presente que, muchas de estas obras requieren grandísima
erudición y meditación profunda; que sobre algunos puntos de
moral consultaba el autor á diferentes personas, y que para
resolverá veces una cuestión, tardaba meses y meses, y leía y
releía libros antiguos y modernos.
Tenía también, con gran frecuencia,
turbaciones de espíritu que, á no sostenerle la Divina gracia,
debían imposibilitarle para el trabajo; tentaciones fuertes,
sequedades espantosas, persecuciones infernales de toda clase.
Una de sus mayores angustias provino del
estado de la cristiandad, en tiempos de Clemente XIV, cuando este
Pontífice se vió obligado á firmar el decreto de extinción de
la Compañía de Jesús. El Santo estaba profundamente afligido
por el triunfo que iban á alcanzar los enemigos de la Iglesia;
pero cuando recibió el Breve de supresión publicado el 22 de
junio de 1773, bajó la cabeza y exclamó: «Voluntad del Papa,
voluntad de Dios»; y no volvió á decir una sola palabra. Mas
¡ay! cuál era la situación de su espíritu puede inferirse por
el siguiente hecho milagroso, que consta auténticamente probado
hasta la evidencia.
Después de haber celebrado Misa el día 21
de Septiembre de 1774, se quedó, contra su costumbre, echado en
un sillón, abatido y taciturno. Así permaneció todo aquel día
hasta el siguiente, sin que nadie se atreviese á despertarlo.
Pero en la mañana del 22, en el momento mismo en que espiraba en
Roma el Sumo Pontífice, llamó el Santo, tirando de la
campanilla, y dijo á las muchas y «respetables personas que
acudieron con la inquietud en que las tenía aquel estado del
Obispo: « Encomendad á Dios el alma del Sumo Pontífice, «que
acaba de espirar en este momento.»
Y ante el asombro, y quizás ante la
incredulidad de los circunstantes, añadió: «He estado en Roma
asistiendo á Clemente XIV: acaba de espirar.»
Pocos días después llegó el correo y
trajo la fatal noticia, confirmando cuanto el Santo había dicho
el 22. Este hecho lo consigna la historia diciendo, que el Papa
en su enfermedad había perdido la razón; pero que la recobró
momentos antes de morir, siendo medianero entre Dios y Clemente
XIV el Obispo Alfonso de Ligorio, que se halló presente á su
muerte, aunque á la sazón residía en Arienzo.
Tantos trabajos, tantas tribulaciones
imposibilitaron al Santo para el desempeño de su cargo episcopal,
y como solamente por obediencia á la Santa Sede la había
aceptado, tuvo que renunciarlo, no por conveniencia propia, sino
por bien de la misma Iglesia; y el Vicario de Jesucristo, con
harto duelo, le admitió la renuncia.
De esta manera volvió el Santo al seno de
su Instituto, retirándose á su casa conventual de Pagani en los
últimos días de Julio de 1775.
Al pasar por Nola dió vista á un ciego, y
como todos sus diocesanos de Santa Águeda querían quedarse con
alguna reliquia de su prelado, materialmente le costó trabajo el
llegar vestido al Colegio de su Congregación, porque le cortaban
pedazos hasta de la ropa que llevaba puesta.
Los milagros del Santo iban
multiplicándose en proporción asombrosa, conforme se acercaba
el día de su feliz tránsito al seno de Dios.
8.-
ALFONSO ANCIANO,
ENFERMO Y ATRIBULADO
Al cabo de trece años, dejó Alfonso el
gobierno de su diócesis, como un inválido las filas del
ejército; mas no depuso las armas, pues la vida del hombre es
perpetua milicia sobre la tierra, sino que siguió riñendo las
batallas del Señor con las fuerzas que Dios le concedía, y en
el campo que le deparaba.
Aun le restaban doce años de extrema
senectud, de enfermedades, de debilidad, de ruina, durante los
cuales tenía que pasar trabajos inauditos, los mayores de su
vida.
Para alcanzar la corona inmarcesible que
Dios le reservaba, debía padecer cada día más, y quiso Alfonso
vivir, porque quiso padecer y santificarse en la paciencia y
resignación.
Ha sido hasta aquí modelo para
determinadas clases á que todos pertenecemos; mas ahora lo vamos
á contemplar como espejo de afligidos y atribulados, y en él
podemos mirarnos todos los desterrados hijos de Eva, pues todos
sin excepción cruzamos por un valle de lágrimas.
En el último período de la vida de
Alfonso, es decir, de los ochenta á los noventa años, le
acosaron á porfía los trabajos y tribulaciones, y lo que es
más admirable, estuvo sumergido en profunda desolación por
diferentes escrúpulos, quien tantos había disipado en las
conciencias con discreta y sólida doctrina; fué mal visto por
el Vicario de Jesucristo, calumniado acerbamente, depuesto de su
cargo de Superior general y separado de la Congregación que él
mismo había fundado, disponiéndolo todo el Señor para provecho
espiritual de su Siervo escogido, á quien tan alto asiento
destinaba en el reino celestial.
Desde su llegada á Pagani estableció,
como en todas partes, un método de vida á que procuraba
ajustarse con el mayor rigor. Oraba y meditaba mucho, sin que le
arredrasen sus dolencias, asistía á todos los actos de la
comunidad, como el más observante de sus misioneros, y
practicaba además particularmente los devotos ejercicios que se
había impuesto.
Escribía sin descanso; y para trabajar,
tenía que ponerse en la cabeza un lienzo mojado, á fin de
evitar los vahídos que con frecuencia le acometían. Y sólo
así podía despachar la numerosa correspondencia que seguía por
necesidad, concluir las obras que tenía empezadas, ó escribir
de nuevo las que le sugerían su caridad y celo por el bien de
las almas. Ni aun en aquel tiempo dejó de cumplir su voto de
predicar los sábados en loor de la Virgen, y al ir á hacerlo
recién llegado a Pagani no pudo subir al púlpito sino en brazos
ajenos. El llanto en que prorrumpieron los fieles no le permitió
principia la plática. Predicó, no obstante, con entera y
robusta voz, inspirado del divino Espíritu y sostenido por la
Virgen misma, en cuyo amor hacía aquel esfuerzo. Cuando no
podía predicar, dirigía la predicación de los demás y daba
frecuentes conferencias espirituales para preparar el púlpito,
no sólo á los suyos, sino á los sacerdotes, seculares.
Hallándose en aquella avanzadísima edad,
destituído ya de fuerzas corporales y sin otro sostén que el de
la divina gracia, se recrudecieron las antiguas persecuciones
contra la Congregación. Pensando racionalmente, parecía
imposible que ni ella, ni mucho menos su Fundador dejasen de
sucumbir; pero Dios los sostenía, y nunca faltaron al Santo la
conformidad con la voluntad del Altísimo y la confianza en su
protección. He aquí lo que escribía al padre que estaba
entonces encargado de los asuntos de la Congregación en Nápoles:
«Esta mañana he recibido excelentes noticias:
digo excelentes, porque nos precisan á hacer actos de
conformidad con la voluntad de Dios, el cual es más poderoso que
Tanucci y que todos los demás contrarios nuestros.»
A pechos que ciñen semejante coraza, no
hay miedo de que ningún dardo les alcance. La persecución
arreciaba, es cierto; pero el Santo no dejaba de trabajar, ni de
hacer que trabajasen sus misioneros. -«Las almas convertidas con
nuestras misiones, decía, han de defender nuestra causa.» Y en
efecto, en aquel tiempo por los años de 1777 a 1778- se dieron
con muy copioso fruto por los Colegios de la Congregación, tan
combatida en el reino de Nápoles, 35 misiones, se dirigieron los
ejercicios espirituales de ocho cabildos, siete seminarios y 19
monasterios de religiosas, sin contar infinidad de triduos,
novenas y funciones particulares en que predicaban los Padres del
Instituto.
Con intrigas y astucias verdaderamente
infernales, cuya explicación sería demasiado prolija para este
resumen, alteróse en Nápoles la regla de la Congregación sin
conocimiento del Santo, por un abuso de la confianza que éste
había depositado en personas que hasta la sazón la merecían.
Esas personas creían de buena fé, sin duda, conseguir de este
modo que el Instituto tuviese en aquel reino la existencia legal
de que tanto había menester.
Pero los enemigos de Alfonso, tomando
pretexto de la alteración que ellos mismos secretamente habían
patrocinado, y que, lo repetimos, Alfonso no conocía, con
diabólica astucia infundieron en Roma sospechas contra los
colegios de la Congregación en el reino napolitano y lograron
que fuese allí suprimida y separado nuestro Santo de su propio
Instituto.
Por su mucha edad y sus dolencias estaba
privado hasta del inefable consuelo de celebrar el Santo
Sacrificio de la Misa; pero todos los días recibía la Sagrada
Comunión. Un día, al amanecer, cuando se preparaba para ella,
entró en su celda el Padre Villani á darle la fatal noticia,
por haber creído aquella hora la más oportuna.
Alfonso, al oirle, quedó mudo y como
herido de muerte; pero rehaciéndose al punto, exclamó con
edificante y conmovedora resignación: -«Yo solamente quiero lo
que Dios quiere. Basta que no me falte la divina gracia. El Papa
lo quiere así: ¡Que Dios sea bendito!» No dijo ni una palabra
más: siguió sus ejercicios con toda tranquilidad, asistió a la
Misa que se celebraba en su oratorio y comulgó tan devotamente
como de costumbre.
Pero a la tarde, enfurecido el demonio con
aquella sublime victoria del pobre y débil anciano sobre sí
mismo, se desencadenó contra él, acosándole con la inmensa
batería de infernales tentaciones. Había salido á paseo en
carruaje, como se lo tenían prescrito, y hallándose en el campo,
sintióse de repente acometido de mil maneras por los espíritus
malignos. Alfonso no sabía que hacer para desechar las
sugestiones del enemigo. Mandó al cochero volver á casa, y al
llegar á la portería prorrumpió en copioso llanto, gritando a
los Padres que habían salido a recibirle: «Ayudadme por Dios,
hermanos míos; porque el demonio me quiere ver desesperado.
Ayudadme, porque no quiero ofender á Dios.»
Excusado es decir cómo los compañeros del
Santo le confortaron, y entre qué socorros espirituales y
expansiones de caridad pasaría aquellas amarguísimas horas.
Asegurado más y más por su confesor de que todo era obra del
demonio, y puesto su espíritu en el regazo de la Santísima
Virgen, volvióse hacia su imagen muy tranquilo y alegre diciendo:
«Gracias os doy, Madre mía, porque me habéis ayudado; hacedlo
así siempre, Madre mía. ¡Jesús, esperanza mía, non
confundar in aeternun!»
A la noche estaba ya completamente sereno y
animoso, y decía á los Padres que entraban á verle: «La
Virgen ha venido en mi socorro, y por la gracia de Dios, no he
cometido ningún acto de desconfianza.»
La lucha del Santo con el enemigo tentador
fué verdaderamente heroica; pero encantaba á todos la profunda
humildad con que se creía hasta fuera de la Congregación, y
queriendo á todo trance morir en ella, escribió al Padre de
Paula, Superior General del Instituto en los Estados Pontificios,
declarándose súbdito suyo, y solicitando su permiso para
trasladarse á dichos Estados, toda vez que en Nápoles se había
suprimido el Instituto. El Padre de Paula le contestó que
continuase en Pagani y que estuviese seguro de pertenecer siempre
á la Congregación.
Sin embargo, el Santo siguió de amargura
en amargura, cumpliéndose la profecía que repetidamente hacía
de que las cosas de la Congregación en el reino de Nápoles no
se habían de arreglar hasta después de su muerte. Personas del
mayor respeto llegaron á mirarle casi como cismático, y se
retraían de él, pobre víctima propiciatoria, que á semejanza
del Divino Redentor, y abrazado á la cruz, podía alzar la voz
en su última hora, y exclamar: «¡Dios, Dios mío, por qué me
has desamparado!»
Después de golpes tan fuertes y redoblados,
quedó como un cadáver, á quien colocaban los hermanos, ora en
el lecho, ora en el sillón, sin lograr descanso en ninguna parte;
apenas comía, ni se movía por sí solo, y sin embargo de esta
gran debilidad y de aquellas horribles tribulaciones,
acrecentadas por las tentaciones más espantosas que había
tenido en toda su larga vida, aquel anciano, próximo ya á los
noventa años, lo sufrió todo alegremente, porque Dios se lo
mandaba, y se esforzaba en predicar, desde donde podía, todos
los sábados y en las novenas de la Virgen, para obtener su
patrocinio.
Y aun de este consuelo, que era de los
postreros que le quedaban, se vio privado, por haberle prohibido
predicar tanto el médico como el confesor. Iban cayendo de aquel
árbol una por una las hojas de sus facultades y sentidos; íbase
extinguiendo la savia de sus regalos espirituales; pero Dios le
conservaba el consuelo principal, el gozo de padecer, haciendo en
ello la voluntad de Dios. No podía decir Misa, no podía
predicar, llegó á no poder rezar las horas canónicas; pero
podía amar, y amaba á Dios, y le amaba tanto más, cuanto
mayores trabajos le mandaba. Era un alma que Dios quería
purificar en el crisol de todos los dolores, para recibirla
inmediatamente en el cielo, desde el mismo instante en que
abandonara el mundo.
9.-
ÚLTIMOS AÑOS Y
PRECIOSA MUERTE DE ALFONSO
Pasaba Alfonso de los ochenta y ocho años.
Baldado, sordo y sumamente débil de la vista, sacábanle sus
hijos á tomar el sol y respirar el aire libre en la portería
del convento, y allí, deseosas de verle, de oirle hablar y de
recibir su bendición, acudían las gentes del pueblo, que tanto
le querían y veneraban. Los niños, sobre todo, le rodeaban
cariñosos y le besaban la mano con filial respeto; y no parece
sino que procuraban aliviar sus penas, y darle consuelos con su
inocente sonrisa y gracias infantiles. Hermoso espectáculo que
el Santo con profunda humildad describía en estos términos:
«Se me figura ver una bandada de inocentes pajaritos que
revolotean alrededor de un bicho.»
Hacíase conducir también a la iglesia,
donde se quedaba horas enteras oyendo misas y consumiéndose en
derretimiento de divino amor. Pero tuvo que renunciar el goce de
orar en el templo y la subidísima dulcedumbre que de allí
sacaba, porque tan frecuentes iban siendo sus éxtasis, que los
fieles, con el afán de verle en aquel estado, se atropellaban y
cometían mil irreverencias.
De día en día aumentaban sus privaciones:
por humildad, por ocultar á su mano izquierda los milagros que
hacía su mano derecha, se abstenía á veces hasta de bendecir a
los enfermos, y por obediencia, no rezaba un Ave María más de
lo acostumbrado, sin permiso de sus superiores, que se vieron en
la precisión de regularle rezos y obras piadosas. Una de sus
devociones cotidianas era de muy antiguo el Vía crucis;
pero el pobre anciano ya no podía moverse de estación en
estación, y se contentaba con andarlas mentalmente delante del
Crucifijo de su oratorio. Conforme se iba acercando el día de su
muerte, crecía su amor á la Santísima Virgen, de tal manera,
que cuando tocaban al Angelus se quedaba
contemplando el misterio de la Encarnación, y no volvía en sí
hasta que se le llamaba al mundo exterior en una ú otra forma.
Tenemos un precioso documento que nos
indica algo de lo que era entonces su vida interior. Es una nota
que redactó, sin duda, para ayudar á su memoria, tan debilitada
en aquella época. Según estos apuntes, practicaba al día: diez
actos de amor de Dios, diez de confianza, diez de dolor de sus
pecados, diez de conformidad con la voluntad divina, diez de amor
á Jesucristo, diez de confianza en María Santísima, diez de
resignación en padecer, diez de ponerse en manos de Dios, diez
de entregarse completamente a Jesucristo, diez igualmente á
María Santísima, y por último, diez veces una oración para
alcanzar la gracia de hacer en todo la voluntad divina.
Era su mayor recreo tratar de misiones,
dirigirlas en cuanto podía, y oir hablar del fruto que se sacaba
de ellas convirtiendo a los pecadores. Gozaba entonces tan
visiblemente que hasta se reponía de sus males, y por el
contrario nada le daba tanta pesadumbre como los que afligían á
la Iglesia por la obstinación del Gobierno napolitano.
El Santo, según indicamos, había predicho
que los negocios de la Congregación no se arreglarían en las
Dos Sicilias hasta que él muriese; pero aquí añadiremos que
aún vivía Alfonso cuando llegó Pío VI á conocer, en parte al
menos, su inocencia; pues, al fin, tanto a él como a sus
Misioneros residentes en aquel reino, les concedió las
indulgencias y gracias espirituales de que gozaban los Sacerdotes
de la Congregación del Santísimo Redentor en los Estados
pontificios. Consuelo extraordinario recibió el Santo con esta
gracia, que le auguraba la completa restauración del Instituto
suprimido en Nápoles, y ya pudo exclamar como Simeón: Nunc
dimittis servum tuum, Domine, secundum verbum tuum in pace.
Y el Señor le oyó. Desde el día 18 de
julio de 1786 á sus enfermedades crónicas se agregaron la
fiebre cada vez más intensa, la disentería y una dolorosa
retención de orina, síntomas todos de próxima disolución
corporal. Y sin embargo, no llegó tan pronto como era de temer.
Todavía, en aquel terrible estado en que apenas podía moverse,
ni menos manejarse por sí propio, lleno de dolores, vivió más
de un año, como un mártir que se goza en los tormentos.
Hay motivos para creer que le fué revelado
el día de su muerte; desde aquel momento se desvanecieron todos
sus escrúpulos y aflicciones de espíritu; su semblante
apareció risueño, su buen humor se revelaba en los chistes que
con edificante espontaneidad se le escapaban muchas veces. Tanta
paz, tanta dulzura en medio de tantos padecimientos eran el
asombro de cuantas personas le asistían, virtuosas y hechas al
espectáculo de la virtud, y que sin embargo salían de la celda
de Alfonso como si nunca se hubiesen imaginado virtud tan grande.
Celebrábase Misa en su cuarto, y se le
daba la Comunión siempre que era posible, pero á veces llegaba
á perder la cabeza. Sus delirios parecían jaculatorias
dirigidas á Jesús y su Santísima Madre. Cuando, vencido el
último, recobró el conocimiento, que por cierto conservó hasta
la muerte, recibió el Viático y la Extremaunción, y con un
Santo Cristo en la mano y una imagen de María Santísima al
pecho, permaneció largas horas en la agonía, bendiciendo a los
circunstantes, á la Comunidad y á la Congregación. El médico
mismo que le había asistido se le puso de rodillas y le pidió
la bendición.
Le rogaron entonces que se acordase de su
antigua diócesis y de las monjas de Santa Águeda y la Scala, y
el Santo las bendijo también añadiendo: «Bendigo al rey, á
todos los generales, á los ministros y á todos los jueces que
administran justicia.» Esta última y espontánea bendición
edificó a todos los presentes, que no tenían más que volver
atrás la vista y recordar las persecuciones de que el Santo
había sido y estaba siendo víctima, para apreciar aquel acto de
caridad en todo su valor.
Los dos ó tres días que precedieron á su
muerte parecía que en la casa de Pagani se celebraba algún
jubileo; pues era un continuo entrar y salir gentes que, de cerca
y de lejos, iban á informarse del estado del moribundo y á orar
por él, para que el Señor le diese la salud ó le concediese
una muerte tan santa como lo había sido su vida. Todos llevaban
rosarios, escapulatorios ó medallas para que el Santo los
bendijera, ó para tocarlos á su cuerpo y llevárselos como
reliquias. El Canónigo Villani, que hacía tres años que estaba
cojo y con muletas, pudo aplicarse al muslo un escapulario que
había llevado Alfonso, y de repente quedó sano. Un Padre
capuchino se acercó al lecho del moribundo y tomando su mano
casi yerta, se la puso en un oído que tenía enfermo y también
se curó en el acto.
El Santo había pedido en sus libros á la
Virgen que viniese á visitarle en su última hora, y todo induce
á creer fundadísimamente que la Reina de los cielos descendió
para asistirle y llevárselo en sus maternales brazos. Pudo
vislumbrarse la sublime aparición en el divino resplandor que
despedía entonces la Dolorosa que tenía el Santo en su aposento,
resplandor que se reflejaba contra el orden natural en el rostro
agonizante. Pero además lo estaba diciendo la celestial sonrisa
de sus labios, que en inefable transporte, murmuraban el nombre
de nuestra Santísima Madre la Virgen María.
Así espiró aquel bienaventurado: espiró
al sonar la campana para el Angelus del medio
día; espiró el 1.º de Agosto de 1787, en el momento mismo en
que principiaba la fiesta de la Porciúncula: no hay duda,
espiró en el regazo de María, ceñido de milagros y de favores
de María.
Aquel varón justo que tanto había
trabajado por la gloria de Dios y salvación de las almas,
perseguido por todo linaje de trabajos y persecuciones, por
grandes y pequeños, modelo de personas que viven en el siglo y
fuera del siglo, rico por su cuna y pobre por vocación, abogado,
escritor, predicador, misionero, obispo, nuevo Job recostado en
un lecho de dolores, Fundador y Superior de una Orden para morir
luego subordinado y bajo la obediencia de los mismos á quienes
había enseñado y dirigido, confesor de la fe y mártir de
corazón por sus padecimientos, murió en el ósculo del Señor,
que por tantas y tan diversas maneras lo había probado.
Y desde el punto en que muere, aclamado, va
como Santo mucho antes de morir, al espirar y después de su
muerte, consigue en el cielo lo que no pudo obtener en la tierra
por inescrutables juicios de Dios; consigue el pase regio para
su Congregación en el reino de Nápoles, consigue que el Papa
proclame la santidad, la virtud, la constante obediencia de
Alfonso a la Sede Apostólica, lo mismo en sus últimos tiempos
que en los anteriores, y haga esa proclamación solemne en un
Breve Pontificio el mismo Pío VI, que había suprimido el
Instituto en aquella monarquía.
¡Oh admirables juicios de la Divina
Sabiduría! Por todas partes, de los labios mismos de sus
antiguos adversarios, brotan himnos y loores en honor del Santo,
y entre las aclamaciones que se levantan de la tierra y los
milagros que llueven del cielo, parece que hay una especie de
universal porfía en acelerar los tiempos en que Alfonso María
de Ligorio sea venerado en los altares y en que su doctrina, tan
combatida al ser presentada al público, sea aprobada por la Sede
Apostólica, la cual antes, mucho antes de celebrarse el
centenario de su gloriosa muerte, lo coloca solemnemente, en 26
de Mayo de 1839, en el catálogo de los Santos, y en 7 de Julio
de 1871 lo eleva á la categoría de Doctor de la Iglesia.
¡Gloria á Dios! ¡Gloria al ínclito varón tan próximo á nosotros que ha conocido á los reyes, á los hombres á quienes alguno de nosotros pudo haber conocido, y que, sin embargo, ha alcanzado en nuestros días el supremo título que en el orden sobrenatural reconoce la Iglesia! ¡Gloria al Santo que nos traza en su vida y en sus escritos el camino seguro del cielo; la constante ocupación en obras buenas y la devoción á Jesús Sacramentado y á la Madre de Dios y Madre Nuestra!
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Ver también
https://www.cssr.news/spanish/redentoristas/alfonso-maria-de-ligorio-fundador/