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San Eulogio y los mozárabes mártires de Córdoba del siglo IX

 

1 San Eulogio, por predicar el Evangelio en Córdoba musulmana y mozárabe, muere mártir

Por José María Iraburu, InfoCatólica, 8.01.2016 https://www.infocatolica.com/blog/reforma.php/1601080716-356-san-eulogio-por-predicar

–Ya se ve que es peligroso predicar el Evangelio en el mundo.

– «Si el mundo os odia, sabed que me odió a mí antes que a vosotros. Si fuéseis del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero porque no sois del mundo, sino que yo os elegí del mundo, por eso el mundo os aborrece» (Jn 15,18-19).

San Eulogio es en el siglo IX el más fuerte confesor de la fe en Córdoba y Andalucía. Su familia es profundamente cristiana en un medio absolutamente sometido al Islam. En medio de una apostasía bastante generalizada, Eulogio, como su familia, mantiene una fidelidad total a la Iglesia Católica, defendiendo su doctrina, su vida y su liturgia, y sosteniendo con riesgo de su vida la fidelidad de muchos cristianos. Por la gran inteligencia que mostraba en el estudio de las sagradas Escrituras y de los libros de los santos, fue incorporado como presbítero a la comunidad de sacerdotes de la iglesia de San Zoilo. Gran ayuda halló para su formación doctrinal en el sabio abad Esperaindeo, que presidía un  monasterio próximo a Córdoba. Allí conoció a otro alumno, Álvaro, que fue hasta su muerte su más íntimo amigo, y después su biógrafo.

Hoy, en la memoria litúrgica de San Eulogio, la Liturgia de las Horas trae en el Oficio de lectura el texto que sigue:

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San Eulogio de Córdoba, presbítero y mártir

De los escritos de san Eulogio, presbítero

«El malestar en que vivía la Iglesia cordobesa por causa de su situación religiosa y social hizo crisis en el año 851. Aunque tolerada, se sentía amenazada de extinción, si no reaccionaba contra el ambiente musulmán que la envolvía. La represión fue violenta, y llevó a la jerarquía y a muchos cristianos a la cárcel y, a no pocos, al martirio.

«San Eulogio fue siempre alivio y estímulo, luz y esperanza para la comunidad cristiana. Como testimonio de su honda espiritualidad, he aquí la bellísima oración que él mismo compuso para las santas vírgenes Flora y María, de la que son estos párrafos:

«Señor, Dios omnipotente, verdadero consuelo de los que en ti esperan, remedio seguro de los que te temen y alegría perpetua de los que te aman: inflama, con el fuego de tu amor, nuestro corazón y, con la llama de tu caridad, abrasa hasta el fondo de nuestro pecho, para que podamos consumar el comenzado martirio; y así, vivo en nosotras el incendio de tu amor, desaparezca la atracción del pecado y se destruyan los falaces halagos de los vicios; para que, iluminadas por tu gracia, tengamos el valor de despreciar los deleites del mundo; y amarte, temerte, desearte y buscarte en todo momento, con pureza de intención y con deseo sincero.

«Danos, Señor, tu ayuda en la tribulación, porque el auxilio humano es ineficaz. Danos fortaleza para luchar en los combates, y míranos propicio desde Sión, de modo que, siguiendo las huellas de tu pasión, podamos beber alegres el cáliz del martirio. Porque tú, Señor, libraste con mano poderosa a tu pueblo, cuando gemía bajo el pesado yugo de Egipto, y deshiciste al Faraón y a su ejército en el mar Rojo, para gloria de tu nombre.

«Ayuda, pues, eficazmente a nuestra fragilidad en esta hora de la prueba. Sé nuestro auxilio poderoso contra las huestes del demonio y de nuestros enemigos. Para nuestra defensa, embraza el escudo de tu divinidad y manténnos en la resolución de seguir luchando valientemente por ti hasta la muerte.

«Así, con nuestra sangre, podremos pagarte la deuda que contrajimos con tu pasión, para que, como tú te dignaste morir por nosotras, también a nosotras nos hagas dignas del martirio. Y, a través de la espada terrena, consigamos evitar los tormentos eternos; y, aligeradas del fardo de la carne, merezcamos llegar felices hasta ti.

«No le falte tampoco, Señor, al pueblo católico, tu piadoso vigor en las dificultades. Defiende a tu Iglesia de la hostigación del perseguidor. Y haz que esa corona, tejida de santidad y castidad, que forman todos tus sacerdotes, tras haber ejercitado limpiamente su ministerio, llegue a la patria celestial. Y, entre ellos, te pedimos especialmente por tu siervo Eulogio, a quien, después de ti, debemos nuestra instrucción. Es nuestro maestro; nos conforta y nos anima.

«Concédele que, borrado todo pecado y limpio de toda iniquidad, llegue a ser tu siervo fiel, siempre a tu servicio; y que, mostrándose siempre en esta vida tu voluntario servidor, se haga merecedor de los premios de tu gracia en la otra, de modo que consiga un lugar de descanso, aunque sea el último, en la región de los vivos. Por Cristo Señor nuestro, que vive y reina contigo por los siglos de los siglos. Amén».

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San Eulogio dedicó su ministerio a reanimar en la fe y en el amor de Cristo a la comunidad cristiana. Haciendo un paréntesis en sus labores pastorales, quiso peregrinar a Roma, pero no le fue posible por las condiciones políticas del tiempo. Pudo en cambio en el 845 alcanzar el norte de España en peregrinación, visitando Zaragoza, Pamplona y los monasterios próximos, como Leyre, Siresa, San Zacarías… Siendo Eulogio el maestro espiritual más importante entre los presbíteros de Córdoba, trajo de estos viajes importantes manuscritos para su escuela y biblioteca.

A fines del reinado del sultán Abd al-Rahman II, en el 851, se hizo extremadamente violenta la persecución de los cristianos, hasta entonces precariamente tolerados. Los cristianos más fuertes confesaban su fe en Cristo y la falsedad de Mahoma, y eran inmediatamente torturados y decapitados. Otros cristianos hasta entonces ocultos, más débiles, cuando le ley obligó a profesar el Islam, eran denunciados ante los tribunales por sus propios parientes, temerosos de su propia vida y fortuna. Pero fueron muchos los que confesaron su fe cristiana, pagando en la cárcel o en el martirio el precio que Jesucristo pagó con su sangre para salvarlos. San Eulogio hizo crónica de 48 mártires en su libro Memorial de los mártires, destinado a hacer historia de sus victoriosos combates, a confortar a confesores y mártires, y a elogiar la gloria suprema del martirio.

Sabiendo que dos jóvenes cristianas encarceladas, Flora y María, estaban en peligro de desfallecer, escribe también la obra Documento martirial  para comunicarles la luz y la fuerza de Cristo crucificado, vencedor de la muerte por su resurrección. Después de un tiempo que él mismo pasa en la cárcel, anda huido por la ciudad o escondido en rincones de la sierra. En esos años escribe el Apologético, una defensa apasionada de la fe en Cristo y en la Iglesia. Las tres obras ya citadas, y algunas cartas, están recogidas en la Patrología latina de Migne (vol. CXV).

En el año 858, habiendo muerto el arzobispo de Toledo, el clero y los fieles de la sede hispana primada pidieron que fuera Eulogio quien le sucediera. Pero estaba de Dios que su vida se encaminara rápidamente hacia su propio martirio. La ocasión fue su empeño en catequizar a Lucrecia, una joven cristiana. Álvaro narra al detalle cómo es apresado y llevado al tribunal, donde trata de convertir a quienes le juzgan. Conscientes del inmenso prestigio que Eulogio tenía entre los cristianos, los magistrados le ruegan que deponga su actitud. Uno de ellos le exhorta: «Cede un solo momento a la necesidad irremediable, pronuncia una sola palabra de retractación, y después piensa lo que más te convenga: te prometemos no volver a molestarte». Él contesta:

«No puedo ni quiero hacer lo que me propones. ¡Si supieseis lo que nos espera a los adoradores de Cristo! No me hablarías entonces como me hablas y te apresurarías a dejar alegremente esos honores mundanos». Y dirigiéndose al tribunal: «Príncipes, despreciad los placeres de una vida impía, creed en Cristo, verdadero rey del cielo y de la tierra. Rechazad al profeta…»

Bastan estas palabras para condenarlo a muerte. Llevado al cadalso, se arrodilla, hace una breve oración, y después de signarse trazando la cruz sobre el pecho, ofrece su cabeza al verdugo. «Éste fue, escribe Álvaro, el combate hermosísimo del doctor Eulogio. Éste fué su glorioso fin, éste su tránsito admirable. Eran las tres de la tarde del 11 de marzo» de 859. El día 15 fue también decapitada Lucrecia.

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No hay modo de evangelizar sin refutar al mismo tiempo las religiones que predominan en donde se predica. Evangelizar es suscitar en los hombres la fe en Jesucristo como Dios y como Salvador único del mundo. Él es «la verdad», y siendo la verdad una y los errores innumerables, no es posible afirmar la verdad en forma inteligible y persuasiva sin refutar al menos los errores más vigentes en el medio circunstante. Ése fue el ejemplo dado por Cristo en su campaña evangelizadora, y que dio como norma: «Yo os he dado el ejemplo para vosotros hagáis también como yo he hecho» (Jn 13,15). Y así obraron Esteban y los Apóstoles.

No es posible evangelizar a los judíos sin afirmar que Jesús es el el Emmanuel, el Dios con nosotros, y sin reprocharles que al negarlo resisten las Escrituras sagradas, pues todas ellas están señalando a Cristo (Lc 24,27). 

No es posible predicar la verdad natural y cristiana del Dios único o del matrimonio monógamo sin reprobar el politeísmo y la poligamia allí donde están vigentes. Et sic de caeteris.

Por el contrario, silenciando el Evangelio, y sobre todo callando la falsedad de las otras religiones, cesa completamente el peligro del martirio. E incluso puede gozarse de la amistad, del favor y del respeto del mundo no cristiano, sea agnóstico o ateo, o sea seguidor de otras religiones…

Pero «¡ay de mí si no evangelizara!» (1Cor 9,16). «Adúlteros, ¿no sabéis que la amistad con el mundo es enemistad con Dios? (Sant 4,4).

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De la exhortación apostólica de Pablo VI Evangelii nuntiandi (8-XII-1975)

Algunos pastores estiman conveniente en tierras de misión no predicar con claridad y fuerza (parresia) el Evangelio para proteger a sus sacerdotes y laicos –y de paso su propia vida y prosperidad personal–, limitando cerradamente la presencia de la Iglesia en países no cristianos al testimonio de vida, a la acción de beneficencia material, y en algunos casos al diálogo interreligioso.

Pero eso, siendo muy bueno, no es bastante. La Iglesia recibe de Cristo desde hace veinte siglos un mismo mandato glorioso y martirial: «Id y hace discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos»  (Mt 28,1920). Esta confesión de fe en Jesucristo es urgida gravemente por Pablo VI para que la evangelización sea real y avance entre los pueblos con la fuerza del Espíritu Santo.

«La Buena Nueva proclamada por el testimonio de vida deberá ser pues, tarde o temprano, proclamada por la palabra de vidaNo hay evangelización verdadera, mientras no se anuncie el nombre, la doctrina, la vida, las promesas, el reino, el misterio de Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios» (22).

«La evangelización debe contener siempre –como base, centro y a la vez culmen de su dinamismo– una clara proclamación de que en Jesucristo, Hijo de Dios hecho hombre, muerto y resucitado, se ofrece la salvación a todos los hombres, como don de la gracia y de la misericordia de Dios (cf. Ef 2,8; Rm. 1,16)». (27)

«A lo largo de veinte siglos de historia, las generaciones cristianas han afrontado periódicamente diversos obstáculos a esta misión de universalidad. Por una parte, la tentación de los mismos evangelizadores de estrechar bajo distintos pretextos su campo de acción misionera. Por otra, las resistencias, muchas veces humanamente insuperables de aquellos a quienes el evangelizador se dirige. Además, debemos constatar con tristeza que la obra evangelizadora de la Iglesia es gravemente dificultada, si no impedida, por los poderes públicos. Sucede, incluso en nuestros días, que a los anunciadores de la palabra de Dios se les priva de sus derechos, son perseguidos, amenazados, eliminados sólo por el hecho de predicar a Jesucristo y su Evangelio. Pero abrigamos la confianza de que finalmente, a pesar de estas pruebas dolorosas, la obra de estos apóstoles no faltará en ninguna región del mundo. No obstante estas adversidades, la Iglesia reaviva siempre su inspiración más profunda, la que le viene directamente del Maestro: ¡A todo el mundo! ¡A toda criatura! ¡Hasta los confines de la tierra! (50).

José María Iraburu, sacerdote

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2 Lecciones de San Eulogio para nuestros días, por Jorge Soley, en InfoCatólica el 21.03.2017 https://www.infocatolica.com/blog/archipielago.php/1703211105-lecciones-de-san-eulogio-para

Al-Andalus y la Cruz, el libro de Rafael Sánchez Saus sobre los avatares de los cristianos mozárabes, es una obra que encierra lecciones inesperadas. El libro, que recorre un amplio periodo comprendido entre los inicios del siglo VIII y el fin de la cristiandad andalusí en el siglo XII, destaca por su rigor y documentación, sin por ello caer en academicismos, por lo que su lectura es altamente provechosa para cualquiera que desee tener un criterio sólido sobre el periodo objeto del estudio, algo especialmente necesario dado el alud de distorsiones que sobre la presencia musulmana en España se abalanza sobre nosotros.

Entre las cuestiones abordadas por Sánchez Saus no podía faltar la controvertida de San Eulogio y los mártires de Córdoba. Sin embargo, señala atinadamente el autor, para comprender esos sucesos es importante retroceder y entender bien cómo funcionaba el sistema de «dimma», ese sometimiento al que los cristianos mozárabes estaban sujetos por la ley islámica. Aplicado con cierta laxitud y flexibilidad inicialmente, actitud en la que influyó sin duda el pequeño porcentaje que la élite dirigente musulmana representaba en la España recientemente conquistada, se fue imponiendo lentamente cada vez con más rigor, acompañando el cambio demográfico y las corrientes de mayor pureza islámica que cuajaron en la península. En cualquier caso, el mito de la convivencia y tolerancia entre religiones en Al-Andalus se desmorona con un estudio serio que, por el contrario, desvela que la dimma actuó “como medio de control y explotación de las poblaciones sometidas, a las que prepara para la progresiva islamización”. Todos los bienes de los dimmíes, los cristianos en tierra musulmana, pasaban a formar parte del fay, es decir, pasaban a pertenecer a la comunidad musulmana y solo se podía reclamar su usufructo, tras el pago del impuesto correspondiente, que podía llegar a alcanzar la mitad de la cosecha. La jizya o capitación, por su parte, representaba “la compra del derecho a la vida en el seno de la comunidad islámica”. A estos impuestos se sumaban otras restricciones sobre los derechos y libertades, como por ejemplo la prohibición de montar a caballo, de llevar vestidos distinguidos o de poseer armas, así como la preeminencia del testimonio en juicio de cualquier musulmán sobre cualesquiera cristianos, estableciendo así un estado de sujeción y humillación que iba restringiendo el espacio vital de los cristianos y que se ha revelado siempre como un eficaz instrumento de islamización.

Llegamos así hasta el siglo IX, momento crítico para la cristiandad mozárabe que vivía en Al-Ándalus: debilitada por las apostasías provocadas por la dimma y por las migraciones a los territorios cristianos del norte, la arabización de estas comunidades es fuerte y, en muchos casos, un primer paso para la islamización completa. ¿Por qué no asumir el lenguaje de quien detenta el poder? ¿Por qué no asumir también su vestimenta? Son detalles que no afectan a lo esencial. ¿Por qué no, incluso, evitar las cuestiones polémicas que provocan desunión y represalias por parte del poder político, en aquel entonces musulmán?

En este contexto aparece lo que Sánchez Saus llama «movimiento martirial», en el que destaca San Eulogio de Córdoba. Los primeros episodios martiriales fueron ajenos a Eulogio: un sacerdote, llamado Perfecto, expresó lo que la Iglesia enseña sobre Mahoma en una conversación y, a pesar de negarlo ante el cadí, fue condenado a muerte precisamente por el valor de la palabra de los musulmanes que lo acusaban. Fue entonces cuando se reafirmó en sus palabras sobre Mahoma, siendo martirizado en 850. Seguirán, como un goteo, los casos: los primeros involuntarios, para después llegar a quienes se presentaban voluntariamente ante las autoridades musulmanas para expresar la doctrina católica y la falsedad de la musulmana. Pero “en la Córdoba omeya de mediados del siglo IX era ya imposible una conversación que abordara los principios de las religiones presentes”: existía una religión, la musulmana, que era la que el poder establecía como única legítima y quienes no la compartían debían someterse a una precaria tolerancia que, como hemos visto, estaba diseñada para presionar y favorecer a favor de la apostasía (que era el camino que muchos tomaban, quizás con bastante que perder en términos materiales y por tanto descartada la emigración a los reinos cristianos). Como señala Sánchez Saus, las acciones de los mártires ponían de relieve “la imposibilidad que la dimma impone de evangelizar, de defender las ideas propias con la palabra”. El Memorial de los Santos, escrito por San Eulogio, insiste en defender a los mártires de las acusaciones de algunos de sus correligionarios que los acusaban de provocadores y de poner en peligro las migajas de las que aún disfrutaban. Escribe el autor que “denota la tibieza en la que desde hacía tiempo había caído buena parte del clero mozárabe, que no sólo daba por buena la situación de indigna opresión, también la imposibilidad de defender la fe ante sus enemigos y proclamar la Verdad en momentos en que se articulaba una enorme ofensiva contra ella para procurar la islamización de la población”. Aún así, fue Recafredo, en ese momento arzobispo de Sevilla, quien insta el encarcelamiento de Eulogio y del obispo de Córdoba, Saúl. El goteo de mártires, no obstante, no cesará, llegando hasta el propio Eulogio, el año 859, y continuando hasta bien entrado el siglo X. No faltaron los críticos, los que se desmarcaron con horror de esa medida extrema (que el propio San Eulogio afirma que no es para todos), pero la Iglesia reconoció la santidad de esos mártires.

Estamos pues ante un momento histórico caracterizado por un poder que quiere imponer su credo y que restringe cada vez más derechos y libertades con el fin de que toda la población lo abrace, un lento declinar de quienes no comulgan con ese credo precisamente por la enorme presión ejercida, unos actos a la desesperada que ponen en evidencia la injusticia de las pretensiones de ese poder, su carácter tiránico, y que hacen reaccionar a muchos de quienes se resisten a someterse, y por último, la crítica despiadada de quienes han encontrado su hueco, miserable pero hueco al fin, en el entramado que ha ido tejiendo ese poder y que observan con pánico cómo aquellos mártires lo ponían en riesgo.

Uno no puede dejar de pensar que si, en el credo que el poder político busca imponer, sustituimos “islam” por “ideología de género”, los paralelismos son altamente reveladores.”

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Extracto de un artículo de Alberto Royo Mejía, publicado en InfoCatólica el 5.08.2009 https://www.infocatolica.com/blog/historiaiglesia.php/el-mito-de-la-tolerancia-religiosa-en-la

Vamos a tratar el tema de la supuesta “tolerancia religiosa”, sobre la que hay que decir que no existió, sino que en ambos regímenes cordobeses se buscó el sometimiento político, cultural y religioso de los cristianos, aunque es verdad que en el califato se usaron métodos más refinados que en el Emirato, cuando las sentencias de muerte a los cristianos fueron bastante habituales: Paralelamente al afianzamiento del Islam, una aguda conciencia del declive del cristianismo, debilitado numéricamente por las conversiones y culturalmente por la arabización y la presión creciente del Islam, se desarrolló en un sector de la opinión mozárabe, lo que llevó a los cristianos a resistir a dicha presión, a veces silenciosamente y otras con acciones desesperadas de carácter público [buscar el martirio voluntario], que provocaron automáticamente condenas a muerte.

Las fuentes mozárabes registraron estas actuaciones individuales que tuvieron gran repercusión a partir del año 825, al dar noticia de dos mártires. Recordemos que fue en esta misma época (828) cuando Luis el Piadoso mandó una carta a los cristianos de Mérida para incitarles a la resistencia. Pero la ola de condenas a muerte en Córdoba se sitúa entre los años 850 y 860. Las autoridades religiosas y políticas reaccionaron: un concilio celebrado en el 852, en presencia de un funcionario mozárabe de la administración de las finanzas que desempeñó la función de comisario del gobierno, impidió a los cristianos buscar el martirio voluntario. Al no resultar esta medida suficiente para detener el movimiento, algunos años más tarde, en el 859, su principal animador, San Eulogio, fue sometido a su vez a juicio y ejecutado (en la imagen), hecho que según parece puso fin esta vez a la sangrienta serie de martirios voluntarios. La fase crítica del movimiento sólo había durado una decena de años, pero demostraba con claridad el malestar profundo de un grupo etnocultural irremediablemente amenazado en su existencia.

Los últimos acontecimientos relacionados con los mártires de Córdoba ocurrieron tras la muerte del emir Abd al-Rahman II en el 852 y el acceso al poder de su hijo Muhamad I. Durante casi un cuarto de siglo, éste siguió reinando sobre un Estado relativamente tranquilo, excepción hecha de la tenaz disidencia toledana. En efecto, la ciudad entró de nuevo en una fase de rebelión en el momento de acceso del nuevo emir y, entre el 850 y 853, bandas o ejércitos toledanos se aventuraron bastante lejos hacia el sur para hacer razias en las zonas fieles al poder de Córdoba, forzando a los elementos árabes que controlaban Calatrava a evacuar el sitio fortificado, e intentando saquear las explotaciones agrícolas situadas en el valle del Jándula, un afluente del Guadalquivir que desemboca en el río cerca de Andújar, en una región cuya población era sobre todo beréber. En esta ocasión, pusieron en apuros a un contingente militar omeya cerca de esta última ciudad.

Muhammad I, después de haber mandado poblar Calatrava de nuevo y fortificarla sólidamente, dirigió una importante expedición en el 854 contra Toledo, que había pedido auxilio al rey de Asturias, Ordoño I. El emir obtuvo una importante victoria en el Guazalete sobre los toledanos y sobre un gran ejército asturiano llegado como refuerzo. Las fuentes cristianas y árabes concuerdan en cuanto a las cifras de las pérdidas de los vencidos: ocho mil hombres entre los asturianos y doce mil entre los toledanos. Sin embargo este desastre no puso fin a la agresividad de los toledanos, rodeados de poblaciones árabes y beréberes hostiles y asediados en vano en el 856. Una vez más los toledanos atacaron Talavera, ciudad de población predominantemente beréber, pero en el año 858 un nuevo asedio, dirigido por el mismo emir, logró someter temporalmente el foco de resistencia toledano.

Algo distinta en las formas fue la actuación del Califato de Córdoba, también conocido como Califato Omeya de Córdoba o Califato de Occidente, estado musulmán andalusí proclamado por Abderramán III en el 929. El Califato puso fin al Emirato Independiente instaurado por Abderramán I y perduró oficialmente hasta el año 1031, en que fue abolido dando lugar a la fragmentación del estado omeya en multitud de reinos conocidos como Taifas. Como es bien sabido, el Califato de Córdoba fue la época de máximo esplendor político, cultural y comercial de Al-Ándalus.

A partir de 912, el nuevo emir Abd al-Rahman emprendió la tarea de reducir la multitud de focos rebeldes que habían surgido en el Emirato desde mediados del siglo IX. En 913 inició la campaña de Monteleón que logró recuperar numerosos castillos y sofocar la rebelión en Andalucía Oriental. Durante los años siguientes recuperó Sevilla y llevó a cabo las primeras aceifas contra los reinos cristianos del norte. Derrotó a un ejército de León y Navarra en la batalla de Valdejunquera (920); saqueó Pamplona en 924 y sometió a los Banu Qasi ese mismo año. Finalmente en 928 ocupó la fortaleza de Bobastro a través de una serie de campañas iniciadas en 917, terminando así con la rebelión iniciada por Omar ibn Hafsún y el último foco de rebeldía en Al-Ándalus. En 929 tomó el título de califa con el sobrenombre al Nasir li-din Allah, aquel que hace triunfar la religión de Dios.

Abderramán III consideró adecuada su autoproclamación como califa, es decir, como jefe político y religioso de los musulmanes y sucesor de Mahoma, basándose en cuatro hechos: ser miembro de la tribu de Quraysh a la que pertenecía Mahoma, haber liquidado las revueltas internas, frenar las ambiciones de los núcleos cristianos del norte peninsular y la creación del califato fatimí en África del Norte opuesto a los califas Abbasíes de Bagdad. La proclamación tenía un doble propósito. Por un lado, en el interior, los Omeyas querían reforzar su posición. Por otro, en el exterior, al objeto de consolidar las rutas marítimas para el comercio en el Mediterráneo, garantizando las relaciones económicas con Bizancio y asegurar el suministro de oro. La proclamación del califato cordobés supuso la segunda ruptura de la unidad islámica tras la proclamación del fatimí Mahdi Ubayd Allah como Emir de los Creyentes en el Magreb. Los reinados de Abderramán III (929-961) y su hijo al-Hákam II (961-976) constituyen el periodo de apogeo del califato omeya, en el que se consolida el aparato estatal cordobés.

Para afianzar el aparato estatal los soberanos recurrieron a oficiales fieles a la dinastía Omeya, lo cual configuró una aristocracia palatina de fata’ls (esclavos y libertos de origen europeo), que fue progresivamente aumentando su poder civil y militar, suplantando así a la aristocracia de origen árabe. En el ejército se incrementó especialmente la presencia de contingentes beréberes, debido a la intensa política del Califato en el Magreb. Abderramán III sometió a los señores feudales, los cuales pagaban tributos o servían en el ejército, contribuyendo al control fiscal del Califato.

Las empresas militares consolidaron el prestigio de los omeyas fuera de Al-Ándalus y estaban orientadas a garantizar la seguridad de las rutas comerciales. La política exterior se canalizó en tres direcciones: los reinos cristianos del norte peninsular, el norte de África y el Mediterráneo. Durante los primeros años del califato, la alianza del rey leonés Ramiro II con Navarra y el conde Fernán González ocasionaron el desastre del ejército califal en la batalla de Simancas. Pero a la muerte de Ramiro II, Córdoba pudo desarrollar una política de intervención y arbitraje en las querellas internas de leoneses, castellanos y navarros, enviando frecuentemente contingentes armados para hostigar a los reinos cristianos. La influencia del Califato sobre los reinos cristianos del norte llego a ser tal que entre 951 y 961, los reinos de León, Navarra y Castilla y el Condado de Barcelona le rendían tributo. Las relaciones diplomáticas fueron intensas. A Córdoba llegaron embajadores del conde de Barcelona Borrell, de Sancho Garcés II de Navarra, de Elvira Ramírez de León, de García Fernández de Castilla y el conde Fernando Ansúrez entre otros. Estas relaciones no estuvieron faltas de enfrentamiéntos bélicos, como el cerco de Gormaz de 975, donde un ejército de cristianos se enfrentó al general Galib. Alfonso III por el norte de Portugal y los saqueos a Évora y Alange por Ordoño II y de Sancho Garcés a Nájera, Tudela y Valtierra, no impidieron que el emir, en 920, consiguiese la victoria de Valdejunquera.

El califa practicó una política interesada con respecto a los problemas entre los cristianos. Por una parte, a la muerte de Ramiro II castellanos y navarros con el apoyo de Córdoba sostienen la candidatura de Sancho frente a Ordoño III y cuando Ordoño es sustituido por Sancho, el califa apoya a un nuevo candidato para de nuevo dar su apoyo a Sancho el Craso cuando es expulsado del reino y acude a Córdoba en busca de ayuda militar y personal. Por tanto, las tropas cordobesas unidas a las navarras repondrán en el trono a Sancho el Craso, después de exigirle la entrega de 10 fortalezas en la frontera del Duero.

Con al-Hákam II (961-976) León, Castilla, Navarra y los condados catalanes tratan de reunificarse para eludir el yugo musulmán, pero el intento es desbaratado por al-Hákam. No piden ayuda los rebeldes cristianos y de esta forma se someten. Según las fuentes musulmanas esta sumisión parece exagerada si atendemos a una observación profunda, pero encierran parte de verdad a tenor del diálogo entre el califa y el rey leonés Ordoño IV, destronado por Sancho el Craso. Por tanto, Abd al-Rahmán y Al-Hakán II lograron la sumisión de los cristianos a través de una hábil política intervencionista consistente en la división interna de los cristianos y ambos califas pacifican Al-Ándalus.

Con Hisham II, Almanzor alternó la diplomacia con las campañas de castigo que tenían objetivos religiosos y económicos. Enriquecido con la administración califal, Almanzor pasa al primer plano político tras una brillante campaña contra los cristianos en 977 que le permite sustituir al Hachib o primer ministro de Hisham III, pero su triunfo no se consolida hasta que derrota al general de mayor prestigio en Al-Ándalus, Galib, al que apoyan tropas castellanas y pamplonesas en su lucha contra Almanzor. Como los alfaquíes le acusan de usurpar el poder del califa, Almanzor se hace perdonar dando muestras de extremado celo religioso, depura la biblioteca de Al-Hakán II, amplía la mezquita de Córdoba y realiza continuas campañas contra los cristianos.

Durante su reinado las tropas cordobesas intervienen en León para apoyar a Vermudo II frente a Ramiro III, saqueando León, Barcelona y Santiago de Compostela. Para ello contó con el apoyo de algunos nobles leoneses que se oponían a las pretensiones de Vermudo II, o del heredero de Castilla Sancho García contra su padre García Fernández. La tradición cristiana pretende que la Batalla de Calatañazor les fue favorable, la realidad es que fue una victoria de Almanzor sobre los cristianos, que sufrirán nuevas derrotas a manos de Abd al-Malik, hijo del anterior entre los años 1002 y 1008. Sólo cuando se rompe la colaboración entre los árabes andaluces y los mercenarios beréberes y eslavos, 1008, los cristianos, castellanos y catalanes podrán perturbar las fronteras árabes y llevar sus tropas hasta Córdoba en apoyo de las facciones musulmanas enfrentadas.

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