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Reflexión teológica sobre la situación contemporánea
FRANCISCO CANALS VIDAL Cristiandad. Barcelona. Jul - Ago 1999 (nn. 817 - 818)
Texto de la conferencia que nuestro colaborador Canals pronunció en la XXXVI Reunión de Amigos de la Ciudad Católica publicado en Verbo (núm. 371-372, enero-febrero de 1999)
San Agustín, en «La Ciudad de Dios», después de afirmar que en el origen de la «ciudad terrena» está «el amor de sí mismo que llega hasta el desprecio de Dios» (XIV, cap. 28), una ciudad terrena, que lleva a la miseria eterna (XIX, cap. 28), afirma, no obstante, en el largo desarrollo en que describe las Dos Ciudades -la celeste y la terrena- conviviendo mezcladas entre sí a lo largo de los siglos y en el curso de los sucesivos imperios en que se concreta la vida de la Ciudad terrena, que:
«También nosotros -los cristianos, los ciudadanos de la Ciudad celeste- usamos de la paz de Babilonia» (XIX, cap. 26).
La afirmación parece sorprendente, y para advertir su sentido hay que situarla en el contexto de la comprensión profunda a que llegó San Agustín sobre la naturaleza de la oposición entre el bien y el mal, después de haber superado el error del dualismo maniqueo.
El sentido de la convivencia histórica de los cristianos en la ciudad de Babilonia, como llama San Agustín «apocalípticamente» a la ciudad terrena -Babilonia era la primera Roma y Roma es la segunda Babilonia (XVIII, cap. 2, 2)- Y del uso de su paz terrena por los ciudadanos de la Ciudad de Dios se ilumina si recordamos algo que antes había ya afirmado:
«No se hizo el hombre semejante al diablo por tener carne, de la que el diablo carece, sino por vivir según sí mismo, esto es según el hombre... Cuando el hombre vive según él mismo, es decir, según el hombre, indudablemente vive según la mentira. No porque el hombre sea mentira, puesto que es Dios su autor y su creador, y Dios no es autor y creador de la mentira, sino porque el hombre no fue creado para vivir según sí mismo, sino según su Creador (XIV, cap. 3, 1; cap. IV, 1...2).
Creado a imagen y semejanza de Dios y llamado, por la gracia que le constituye en partícipe de la divina naturaleza, a ser feliz en la plena participación de la vida divina, el hombre imita a Satanás cuando tiende a buscar el fin último de la vida humana y el bien absoluto en la humanidad misma en cuanto tal.
El hombre llega a constituirse prácticamente en último fin y norma de sí mismo por la «conversión a sí mismo» que le conduce a la «aversión de Dios». Así lo afirma Santo Tomás apoyándose en San Agustín:
«Al decir el libro del Eclesiástico, X, 15, que el comienzo de todo pecado es la soberbia, no se refiere a la soberbia en cuanto ya es aversión a Dios, a cuya Ley rehúsa el hombre someterse, sino a la soberbia en cuanto que es apetito desordenado de la propia excelencia».
«En los actos de la voluntad, y por tanto en los pecados que son actos voluntarios, hallamos un doble orden, el orden de la intención y el orden de la ejecución. En el orden de la intención el fin dice razón de principio. Y el fin en la adquisición de todos los bienes temporales y finitos es que el hombre por ellos alcance su perfección y excelencia, y en este sentido la soberbia, que es el apetito desordenado de la propia excelencia, es el principio de todo pecado».
«En el orden de la ejecución es primero aquello que da al hombre la posibilidad de cumplir todos sus deseos desordenados, y esto viene a ser la "raíz", y esto es el deseo de riquezas, y por esto se dice que la codicia de riquezas es el comienzo de todo pecado» (S. Th., 84, art. 2).
Los bienes creados a los que el hombre se «convierte» son bienes, el mal no consiste sino en la privación del orden debido. El hombre se busca a sí mismo, y se le hace dificultoso amar al prójimo como a sí mismo, y si en la complacencia en su propia excelencia llega a considerarla como el bien supremo, puede pasar hacia la aversión a Dios.
Pero por esto mismo hay que reconocer que la «codicia de riqueza» que según San Ignacio, en la Meditación de «Dos banderas», es de ordinario lo primero a que la tentación diabólica trata de llevar al hombre, es precisamente esta «codicia de riqueza», deseo, desordenado por el egoísmo, de los bienes económicos, que en sí mismos son útiles y necesarios para la vida humana. El texto evangélico dice: «Cuán dificilmente entrarán en el Reino de los Cielos los que tienen dinero».
Tanto en San Agustín, clarividente polemista contra el error maniqueo, como en su fiel seguidor Santo Tomás de Aquino, providencial adversario de la renovación de aquel perverso dualismo por el movimiento de los cátharos, el sumo bien humano de la felicidad, último fin a que el hombre se ordena, y todos los bienes humanos que el entendimiento aprehende como tales y a los que la voluntad aspira con natural inclinación, son, precisa y formalmente, buenos.
La pecaminosidad consiste sólo en la privación del bien, del orden al fin último que se constituye en la posesión intuitiva y el amor de Dios en sí mismo. Por esto la culminación de lo pecaminoso en el hombre viador se consuma en su separación respecto de Dios, en la aversio a Deo, pero el hombre llega a esta aversión por la «conversión a sí mismo», a que le dispone la conversión a las criaturas. Por esto la codicia de riquezas, que lleva a la vanagloria, es el más frecuente camino hacia la soberbia, que lleva al hombre a autoconstituirse a sí mismo en su propio fin último y absoluto.
Pero si la conversión a las criaturas privadas del orden a Dios puede llevar al máximo pecado de la aversión de Dios, no por ello hay que atribuir el mal a los mismos bienes naturales y humanos a que por naturaleza tiende el hombre para su perfeccionamiento. Si fuese así acusaríamos a Dios mismo de ser nuestro tentador contra lo que enseña el apóstol Santiago:
«Nadie, cuando es tentado, diga: por Dios soy tentado; porque Dios no es tentador de obras malas, cada cual es tentado al ser arrastrado y alagado por su propia concupiscencia» (St 1, 13-14).
«Concupiscencia» es el deseo de algo para sí mismo. Tampoco este deseo es, en cuanto tal, malo, sino sólo en cuanto es privado del orden a amarse no sólo a sí mismo sino a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismo. El propio Santo Tomás refiere la esperanza teologal al «amor de concupiscencia», es decir, el deseo que tenemos de poseer a Dios como objeto de nuestra propia felicidad.
Que el atractivo de los bienes terrenos sea para nosotros ocasión de instalamos en el «mundo», que San Agustín definía como constituido por «los amadores del mundo», no justifica el que nosotros definiésemos como males a aquellos bienes que el hombre naturalmente apetece.
En esta perspectiva se sitúa admirablemente San Agustín, que como vimos, define «la Ciudad Terrena» como la que se edifica sobre el amor de sí mismo que llega hasta el desprecio hacia Dios, al hablar de «los bienes de la ciudad terrena»:
«No hemos de pensar que no sean bienes aquellos que anhela la Ciudad terrena, la Ciudad terrena que anhela la paz, antes bien hay que reconocer que en el orden de las cosas humanas es la misma Ciudad terrena el bien más excelente» (XV, cap. 4.°).
Resulta estremecedor y misterioso hallar estas afirmaciones en la gran obra de teología de la historia que contrapone la Ciudad terrena a la Ciudad celeste en la que el amor de Dios nos lleva hacia la renuncia y la humildad.
Si en el «mundo» no hay, según el apóstol Juan (Jn1 2,15-16), sino el amor de sí mismo y para sí mismo -la concupiscencia de la carne-, la vanagloria y complacencia en los bienes «mediados» por el conocimiento, el lenguaje y la eficiencia racional del hombre -la concupiscencia de los ojos- y la conversión a sí mismo que lleva hacia la aversión de Dios -la soberbia de la vida-, esto es así porque «el pecado del mundo» priva a los amores humanos del orden que, por el amor a Dios, subordinaría todos aquellos bienes temporales y finitos al bien eterno y divino.
Sólo a la luz de estos principios teológicos, que los grandes doctores hallaron en la propia Sagrada Escritura, podremos comprender la tragedia del «mundo moderno»; este mundo proyectado por el humanismo antropocéntrico que surge en el Renacimiento, y que es sucesiva y «progresivamente» realizado por el imperialismo mercantil, la Ilustración, la Revolución industrial, el despotismo ilustrado y la Revolución francesa; y por las revoluciones nacionales, que pusieron lo divino y absoluto en el «espíritu del pueblo»; y las revoluciones socialistas, nacionalistas o internacionalistas.
«El pecado del mundo», la soberbia colectiva rigiendo la política, la economía y el progreso técnico, que en nuestros días se ha manifestado desde la guerra nuclear hasta la seducción de la ingeniería genética, se ha hecho tanto más grave cuanto más creciente ha sido el atractivo de los bienes, no inmediatos, sino «intencionales», que el Estado y la sociedad internacional presentan a la humanidad contemporánca.
Para comprender el mundo moderno nos conviene atender a la intención profunda del pensamiento hegeliano, del sentido de su «Dialéctica» y de su Filosofía del Absoluto. Leamos unos párrafos del Prefacio de la «Fenomenología del Espíritu» que expresa algo que está en el origen de todo el proceso posterior del «liberalismo religioso», el «modernismo», y toda la carga de divinización de lo humano en cuanto tal, que se ha constituido en el auténtico motor de la política moderna.
«Cuando arraiga la opinión del antagonismo entre lo verdadero y lo falso, dicha opinión suele esperar, ante un sistema dado, el asentimiento o la contradicción. No concibe que la diversidad de los sistemas es el desarrollo progresivo de la verdad, sino que sólo ve en la diversidad la contradicción. El capullo desaparece al abrirse la flor y podría decirse que aquél es refutado por ésta; así como el fruto hace aparecer la flor como un falso ser de la planta, al mostrarse como la verdad de la planta en vez de la flor. Estas formas no sólo se distinguen entre sí, sino que se eliminan unas a otras como incompatibles. Pero, en su fluir, constituyen otros tantos momentos de una unidad orgánica, en la que son todos igualmente necesarios, y esta igual necesidad es cabalmente la que constituye la vida de este todo que es la planta. Pero al contradecir un sistema filosófico, o bien no se concibe así la contradicción o bien la conciencia del que la aprehende no sabe liberarla de unilateralidad, ni sabe alcanzar a ver bajo la figura de lo polémico y lo contradictorio momentos que son entre sí mutuamente necesarios».
«No es dificil, por lo demás, darse cuenta de que vivimos en tiempos de gestación y transición hacia una nueva era. El espíritu ha roto con el mundo anterior de su existencia y de sus representaciones y se dispone a hundirlas en el pasado, entregándose a la tarea de su propia transformación. El espíritu ciertamente no permanece nunca quieto, sino que se halla siempre en movimiento incesantemente progresivo. Pero así como en el niño, tras un largo período de silenciosa nutrición, el primer aliento rompe bruscamente la gradualidad del proceso acumulativo y sobreviene un salto cualitativo, y el niño nace, así también el espíritu que se forma va madurando lenta y silenciosamente hacia la nueva figura, va desprendiéndose de una partícula tras otra de la estructura de su mundo anterior, y los estremecimientos de este mundo se anuncian solamente por medio de síntomas aislados; la frivolidad y el tedio que se apodera de lo existente y el vago presentimiento de lo desconocido son los signos premonitorios de que algo otro se avecina. Estos paulatinos desprendimientos, que no alteran la fisonomía de la totalidad, se ven bruscamente interrumpidos por la aurora que de pronto ilumina como un rayo la imagen del mundo nuevo».
Notó intencionadamente Bloch que estas
palabras fueron contemporáneas del retumbar de los cañones de la
batalla de Jena: el choque del Imperio revolucionario
que conmovió todo el edificio político europeo con el
liberalismo alemán antiimperialista en el que se iniciaban las
futuras revoluciones nacionales y se gestaban remotamente los
futuros segundo y tercer Imperio alemán.
[El de Bismarck fue el II Reich y el de Hitler
fue el III Reich]
Su lectura es una invitación al examen de conciencia. Porque muchos dirigentes y responsables de la orientación de las generaciones nuevas no han reflexionado tal vez nunca seriamente sobre el mensaje profundo de estas páginas protervas y seductoras. Tal vez, por extraño que parezca, muchas personas de influencia y con prestigio de hombres cultos no las han leído nunca.
Por eso no disciernen la tentación más profunda de la vida contemporánea, y por eso son incapaces de comprender la razón de los grandes hombres de Iglesia que tuvieron conciencia clara del deber de apartarse a sí mismos y a los fieles cristianos de la tentación de «conciliarse con el progreso, con el liberalismo y con la civilización moderna» (Proposición 80 del Syllabus de 8 de diciembre de 1864; DS 2980).
En la Encíclica Quanta cura y en los documentos de
los que se tomaron las 80 proposiciones del célebre Syllabus se
contiene a la vez un tesoro doctrinal luminoso y definitivamente
esclarecedor, y un «discernimiento de
espíritus» verdaderamente clarividente y dotado de la
oportunidad de la heroica prudencia de los santos. Recordemos que
acerca de Pío IX fueron ya reconocidas sus
virtudes heroicas, y que también fueron aprobados milagros
atribuidos a su intercesión. Hemos de llamarle Venerable en
espera del día en que se proceda al acto de su beatificación.
[El 3 de septiembre de 2000 fue beatificado en
la misma ceremonia en que lo fue Juan XXIII]
La resistencia y el escándalo producidos entre los dirigentes del que se llamaba a sí mismo «catolicismo liberal», los caracterizaba nuestro maestro el padre Ramón Orlandis, S. l., como los de quienes, situados en el «segundo binario» de los que San Ignacio describe en sus Ejercicios Espirituales, se esfuerzan por convencerse de que eligen según la voluntad de Dios, mientras traen a sus afectos desordenados la que insinceramente quieren tomar por tal voluntad divina.
Uno de los grandes dirigentes del catolicismo liberal francés, Monseñor Dupanloup, obispo de Orleans, pretendió defender la proposición 80 del Syllabus sosteniendo que lo condenable era acusar a la Iglesia de enemiga del progreso, de la civilización y de la libertad, y como consecuencia de ello afirmar su deber de reconciliación con algo que en su autenticidad nunca había sido combatido por la Iglesia. Pío IX dirigió una carta a Dupanloup elogiándole de haber defendido su magisterio de las calumnias de quienes le atribuían afirmaciones que la Iglesia nunca había hecho, y añadía enseguida que esperaba que el obispo, así como había expresado claramente lo que la Iglesia no decía, con la misma claridad explicase a sus fieles qué es lo que verdaderamente había querido decir. Porque en verdad, en aquella encíclica de 1864 y en las 80 proposiciones que la acompañaban, el Magisterio de la Iglesia juzgó la revolución anticristiana, ejercicio consciente y consumado del antropocentrismo egolátrico y antiteístieo, tal vez con la más precisa e intencionada documentación acerca de sus fuentes filosóficas y de los elementos culturales y sociológicos de las diversas dimensiones de la contemporánea apostasía contra la soberanía de Cristo en el mundo. En dos ocasiones, y hablando a dos sucesivos Nuncios de su Santidad en España, afirmé respetuosamente mi convicción de que aquellos documentos expresan probablemente de la forma más rigurosa y exacta la mentalidad filosófica que ha servido como ariete destructor de la concepción teística y sobrenaturalista del universo v de la historia, y de impulso para todas las acciones dirigidas a corromper el orden cristiano en lo polítíco, lo internacional, lo económico-socíal, en todos los ámbitos de la cultura y de la vida. Puede ponerse como ejemplo de esto la proposición primera del Syllabus:
«No existe ser divino alguno, supremo, sapientísimo y providente, distinto de la universalidad de las cosas, y Dios es lo mismo que la naturaleza, y por lo mismo, sujeto a cambios y en realidad, Dios se está realizando en el hombre y en el universo, y todo es Dios y tiene la misma sustancia de Dios; una sola y misma cosa Dios y el mundo, el espíritu y la materia, la necesidad y la libertad, lo verdadero y lo falso, el bien y el mal, lo justo y lo injusto» (DS 2901).
En esta proposición, que sintetiza bien la filosofia vigente entre los que inspiraban el liberalismo político contemporáneo, confluyen en práctica y efectiva identidad el monismo estático del «Tratado teológico-político» y de la «Ética demostrada con método geométrico» de Spinoza, y el monismo dialéctico del idealismo absoluto de Hegel, que atraviesa todas sus obras, y ha sido el decisivo inspirador del estado moderno en todas sus fases: liberal, marxista y fascista.
Desde este inmanentismo, que excluye toda posibilidad de reconocer la acción en el mundo creado de un Dios trascendente, personal y libre, en su acción creadora, y en su economía de elevación divinizante y de redención del linaje humano pecador, queda cortado de raíz el sentido de la polémica secular que expresaba magistralmente Suárez al establecer la alternativa entre la superioridad del magisterio y de la autoridad pontificia sobre el poder de los reyes o, por el contrario, el derecho del poder político a regular y someter al Estado toda autoridad religiosa (Defensio fidei catholicae adversus anglicanae sectae errores).
Los equívocos, tal vez consentidos o encubiertos más o menos conscientemente, entre el pensamiento políticosocial «moderno» y la doctrina católica sobre lo que León XIII llamaba «la constitución cristiana de los Estados», han contribuido al debilitamiento gradual, y cada vez más acelerado, de cualquier actitud coherente con el imperativo de que puedan regir en la vida pública y en la privada «las enseñanzas, los preceptos y los ejemplos de Cristo». Escribía Pío XI en la primera encíclica de su pontificado, la Ubi arcano:
«De modo que, constituida la sociedad humana según el debido orden, pueda la Iglesia, ejerciendo su misión divina, defender finalmente todos los derechos de Dios sobre los individuos y sobre la sociedad».
«Esto es lo que llamamos Reino de Cristo. Ya que Jesucristo reina con sus enseñanzas en las mentes de los individuos, reina en las almas por la caridad y en toda la vida por la observancia de su Ley y por la imitación de sus ejemplos. Reina en la familia, cuando, constituida por el matrimonio cristiano, permanece incólume como una cosa sagrada... reina el Señor Jesús en la sociedad civil, cuando tributados en ella a Dios los supremos honores, se buscan en Dios mismo el origen y los derechos de la autoridad...; y la Iglesia queda colocada en el grado de dignidad en que la puso su divino fundador, es decir, el de sociedad perfecta, maestra y guía de las demás sociedades... de modo que estas mismas sociedades humanas, perfeccionadas por la Iglesia al modo como la gracia perfecciona la naturaleza sean ayuda poderosa para la consecución del fin último que es la bienaventuranza eterna, y más finnemente ayude a la prosperidad de la misma vida temporal de los ciudadanos».
Estas palabras, en continuidad con todo el magisterio anterior, y posteriormente ratificadas en otras muchas ocasiones, especialmente al instituir la fiesta de Cristo Rey, llevan a Pío XI a concluir con aquella afirmación definitiva y capital:
«De todo esto resulta claro que no hay paz de Cristo sino en el Reino de Cristo; ni podemos ciertamente trabajar con más eficacia para establecer la paz que restaurando el Reino de Cristo».
(Pío Xl, Ubi arcano, 23 de diciembre de 1922).
No hace falta decir que en la situación contemporánea respiramos en el ambiente la tentación casi universal de entender que todo esto no puede ser dicho más que como una formulación utópica, de la que no puede derivar ninguna actitud prácticamente eficaz. Pero el lenguaje de Pío XI no dejaba lugar a dudas: mientras preveía como algo cierto que, por el camino del «laicismo», que separaba la vida pública de la revelación cristiana y de la autoridad de la Iglesia, se llegaría a «la total ruina de la paz doméstica, al relajamiento de la unión y de la estabilidad de la familia, y finalmente, a la destrucción de la humana sociedad», presentaba la profesión de la realeza de Cristo sobre las sociedades eomo el criterio orientador práctico adecuado a nuestro tiempo, con adecuación urgente:
«La anual solemnidad de Cristo Rey, que en adelante se ha de celebrar, nos da muy buenas esperanzas de que ésta se apresurará a volver felizmente al amantísimo salvador».
y añadía enseguida una consigna que debería haber sido inolvidable, pero que para muchos es en nuestro tiempo algo literalmente «inaudito», algo que nunca han oído decir:
«Ciertamente sería responsabilidad de los católicos preparar y apresurar con su actividad y su trabajo aquel retorno de la sociedad humana a Cristo; pero las más de las veces no parecen estar presentes en la vida social con aquella autoridad de que no deberían carecer los que tienen en su mano la antorcha de la verdad. Esto hay que atribuirlo a la indolencia y a la timidez de los buenos, que se abstienen de la resistencia, o que resisten blandamente: de donde se sigue necesariamente el que los enemigos de la iglesia actúen con mayor temeridad y audacia».
«Pero si todos los fieles entendiesen su deber de combatir con esfuerzo y constancia bajo la bandera de Cristo Rey, ciertamente se aplicarían con celo apostólico a reconciliar con Dios los espíritus hostiles o ignorantes y se esforzarían por defender incólumes sus derechos».
(Pío XI, Quas primas, 11 de diciembre de 1925).
Hemos vivido desde hace años inmersos en un falso profetismo. «Fragmentos de verdad» -por decirlo con una frase del poeta mallorquín Costa y Llobera que el padre Orlandis gustaba de citar- sirven de ataduras y trabas para hacemos tropezar en la confusión de ideas instrumento de la creciente capacidad de autoengaño. En las actitudes ante la vida pública nos estamos siempre poniendo en la situación descrita por San Ignacio de Loyola al hablar de quienes se engañan a sí mismos afectando elegir lo más prudente y adecuado al servicio divino, mientras procuran traer la voluntad de Dios a la suya propia.
Por este camino, que emprendieron en el pasado siglo, resistiendo las consignas y actitudes de Pío IX, ignorando después las enseñanzas del magisterio de León XIII, y despreciando y silenciando hasta nuestros días las del Santo Pontífice Pío X, y todo cuanto en el magisterio pontificio posterior ha recordado y reafirmado la verdad católica, han caminado los «católicos liberales» y posteriormente cuantos podríamos definir como «cristianos para la democracia» -lo que vienen a ser tantas veces los que se profesan «demócrata-cristianos»- «cristianos para el socialismo», «cristianos para el progresismo», «cristianos para la liberación».
Desde los comienzos de la corriente católico-liberal en el contexto del «movimiento católico», se ha dado reiteradamente la paradoja de que, invocando como principio que «el catolicismo no se puede identificar con un partido político», se ha llegado a la conclusión de la práctica obligatoriedad de la actitud liberal y demócrata-cristiana. En la sorprendente argumentación está oculta una concepción confusionaria e inmanentista de la vida y de la cultura católicas, un equívoco apoyado en falsas concepciones. filosóficas inexpresadas, que ha reducido ya la fe cristiana y católica y la vida de la Iglesia a cierta religiosidad «idealista», en que se olvida la trascendencia de Dios y la sobrenaturalidad divinizante de la vida de Cristo.
El trágico abuso del Concilio Vaticano II, que se ha invocado para negar todo lo que no se ha sabido leer en él, y desde luego todo el Magisterio anterior, a la vez que se explica por aquellos antecedentes, ha servido de acelerador de la espantosa decadencia de la doctrina ortodoxa en la teología y de la seriedad y vigor moral en las costumbres privadas, familiares y políticas.
Atendamos a un ejemplo concreto. Estamos estos días viendo una serie de anuncios en las distintas cadenas de televisión, que con el pretexto, «higiénico» y «sanitario», de la urgencia de combatir la extensión contagiosa del sida, nos presentan imágenes de candorosas y casi angelicales adolescentes, a las que se aconseja que cuiden en sus relaciones de recordar la necesidad del uso de preservativos.
Es un escándalo, una corrupción de menores, es aquel que el Señor en el Evangelio reprendíó diciendo que «más les valdría a aquellos por quienes vienen los escándalos que les fuese atada una rueda de molino al cuello y fuesen arrojados al fondo del abismo». Al decir esto pienso en los Jefes de los gobiernos, central y autonómico, que son los responsables, en definitiva, de la perversa orientación ideológica y moral de los medios de comunicación estatales.
El fruto más amargo de aquel abuso gravísimo del Concilio Vaticano II, por el que no sólo se ha tomado el nombre de Dios en vano, sino que se le ha invocado sacrílegamente para hacer olvidar a grandes multitudes de fieles principios inamovibles que habían sido reiterada y enérgicamente afirmados en el Magisterio Pontificio, y que nunca han sido, ni podían ser, contradichos o deformados, ha sido esta generalizada pérdida de energías cristianas.
La falta de atención a principios obligatorios para la conducta práctica católica en la vida social y política ha privado a los cristianos de la virtud de la fortaleza virtud necesaria en los «confesores de la fe» y en los mártires o testigos de la fe. Las consecuencias han sido descritas con admirable precisión en la ponencia de José María Alsina. Al oírle se reavivó en mí un sentimiento con cuya expresión quiero concluir mis palabras: tenemos que apoyarnos en la intercesión de los mártires españoles de la gran persecución religiosa que se inició en 1934 y duró hasta 1939, para que se vea firme en nosotros la confianza en el Sagrado Corazón de Jesús, y se renueve con eficiencia práctica en nuestra vida la esperanza en su reinado en España y en el mundo.**
** Se refiere a la conferencia que nuestro colaborador José María Alsina Roca pronunció en la misma reunión de Amigos de la Ciudad Católica con el título «El cambio sociológico en España» y que terminó con las siguientes palabras:
«España tiene unos intereses muy especiales en el cielo, todos aquellos que en los años 36 al 39 dieron su vida por la fe. Tenían una conciencia clara, manifestada publicamente en muchos casos en el momento del martirio, de que la ofrenda de su vida era necesaria para que en España llegara a cumplirse lo prometido al P. Hoyos: «Reinaré en España». No podemos pensar que su deseo terminó con su muerte, al contrario sabemos que su deseo es más vivo que nunca. Este es el motivo de nuestra esperanza sobre el futuro de España. La sangre de los mártires es semIlla de cristianos, la sangre de nuestros mártires es prenda de un futuro cristiano para España» (N. de la R.).