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Teoría y Praxis en la perspectiva de la dignidad del ser personal

FRANCISCO CANALS VIDAL ESPIRITU XXV (1976) 12H27

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«En el principio era la Acción». En la pretendida interpretación del texto evangélico que expresa Fausto en el momento anterior a la aceptación del pacto con Mefistófeles, podríamos ver expresada una actitud que define para muchos la del hombre occidental moderno: el hombre fáustico.

«Nadie os traza el camino que debéis seguir ... ; mi único consejo es: lo que te propongas, óbralo sin temor», dice Mefistófeles. «No trato de buscar la felicidad» responde Fausto. La quietud es contraria a la vida. «La medida óptima del temple de un hombre es la más agitada actividad».

El conocimiento de la naturaleza como instrumento del dominio del hombre sobre ella, de Bacon de Verulamio; la opción, de que habla Lessing, por la búsqueda, ofrecida por la mano izquierda de Dios, con preferencia a la verdad; el desplazamiento de la filosofía como contemplación del mundo por la praxis que se ocupa en transformarlo, del marxismo; la voluntad de voluntad nietzscheana; en todas estas actitudes, la primacía de la acción, no condicionada en sí misma y en cuanto tal por fines que la trasciendan, no legislada por una normatividad natural -para la libertad de la acción no hay naturaleza sino a modo de obstáculo a superar u ocasión en que ejercerse, al modo del no-yo en el sistema de Fichte- ni por una teología que la ordene a un bien absoluto, es siempre la expresión de un antropocentrismo que quiere alcanzar su radicalidad última.

Ya Aristóteles había afirmado que la superioridad de la prudencia y de la política sobre la sabiduría sólo tendría sentido si se afirmara también que el hombre es lo supremo en el ente. Hablaba así a modo de argumento por reducción al absurdo. Para él la praxis sería constitutivamente imposible, y la tendencia que la impulsa inconsistente y vacía, si no tuviese sus principios en los fines a que aspira. No se daría lo elegible si no fuese como tal lo ordenable al fin; un fin últimamente no elegible sino por sí atractivo y corno tal querido. La voluntad del fin precede y fundamenta a la elegibilidad de lo práctico.

A la intención, que considera prácticamente el fin corno término del obrar, que hay que conseguir a través de los medios elegibles, precede la estimación y conocimiento de lo que es en sí mismo bueno. La subordinación de la prudencia y la política a la sabiduría se funda en el carácter teorético del juicio sobre el bien. La contemplación del bien óptimo y fin último universal «en gracia del cual se ha de obrar todo lo que se obra», pertenece a la filosofía primera, a la sabiduría especulativa.

Contra este carácter de la contemplación del bien como fundante y orientadora de la vida humana a sus fines, se rebela precisamente el radical antropocentrismo que quiere ejercerse en la primacía incondicionada de la acción. Todo fin que sea «aquello a que la acción tiende» ha de quedar excluido si la acción no puede tener otro principio que ella misma. Por esto Fausto, declara que no busca la felicidad, para dar así garantía de su compromiso, de su entrega al movimiento sin descanso.

No podría negarse que en nuestra sociedad contemporánea occidental este ideal actúa, llenando paradójicamente el ambiente y viniendo a ser el programa común y uniforme de los movimientos de no-conformismo e inquietud que orientan los sectores de «vanguardia» en la política, en el arte, en la cultura y en la teología. Y no podría negarse que esto ocurre en un mundo en que se ejerce a escala planetaria la planificación, la programación, la objetivación, la racionalización, es decir, en el que impera esta «metafísica» de nuestros días que es para Heidegger la tecnología como ejercicio de la voluntad de voluntad. Ocurre también que es de un modo progresivamente uniforme y «propagado», en el que se dice que «cada uno» se niega a ser alienado, cada joven se niega a ser manipulado, cada mujer se niega a ser «objeto».

Podría interpretarse este proceso, con el triunfalismo filisteo de los tecnólogos de una política educadora y conformadora de la sociedad, corno el impacto de las tareas progresivas de los dirigentes de la planificación en el progreso de la toma de conciencia de las nuevas generaciones. Las alienaciones, las opresiones y manipulaciones, la reducción a «objeto», pertenecerían constitutivamente a la tradición y al pasado; sería sólo un lastimoso malentendido el que haría que algunos las atribuyesen a la evolución progresiva de la sociedad industrializada y tecnificada, es decir, regida por una ciencia puesta al servicio de la rápida transformación de las condiciones de la vida humana.

Tengo la convicción de que los que piensan así no han alcanzado a una reflexión profunda sobre los problemas de la existencia del hombre contemporáneo, y que influidos por las propagandas y arrastrados por lo que públicamente se dice cada día, no han caído en la cuenta de que el antropocentrismo expresado en la primacía absoluta de la praxis se ha constituido a sí mismo en una metafísica absoluta y aún en una religión, que al adorar la libertad y la historia, la acción y el progreso, no tiene nada serio y último que decir sobre el «pobre» individuo humano, el que está en la naturaleza de las cosas, el hombre empírico y «fenoménico», sobre el Cayo o Sempronio que tritura Fichte en nombre del carácter absoluto, activo y libre, del espíritu, sobre el «quien» que no puede dar razón de sí mismo en el contexto del lenguaje verdadero, en el duro diálogo de la fenomenología del espíritu hegeliana.

El mito del hombre como puro sujeto activo, libre e incondicionado, sin naturaleza ni ley natural, sin subordinación a fines a los que aspire por una inclinación impresa en su ser substancial, se refiere a un «para-sí» inexistente en la realidad natural. Cada uno de nosotros, considerado en sí mismo, queda reducido al plano de lo objetivo y natural, que en definitiva sólo es para la libertad campo de acción, resistencia a vencer, y también destinatario de la propaganda de la rebeldía y del movimiento permanente.

De aquí la paradoja de la situación contemporánea, en la que se produce un uniforme no-conformismo como triunfo de la hegemonía de una filosofía de movimiento universal y permanente, pero en la que la conciencia de opresión y aplastamiento por parte de esta sociedad progresiva es, en un sentido mucho más profundo, verdadera y auténtica.

El hombre concreto e individual, la persona, la substancia individual de naturaleza racional, el espíritu subsistente «en carne y hueso», es totalmente heterogéneo respecto de la nebulosa de la ilimitada y absoluta acción postulada por la metafísica de la primacía de la praxis.

«Sois lo que sois», responde Mefistófeles con ironía trágica a Fausto, al darse cuenta éste de que lo que busca sólo puede alcanzarlo un dios, y de que está tan distante del infinito como lo estuvo siempre antes de su compromiso de movimiento permanente. «Sois lo que sois», visto como objeto, como «en-sí», como ente de la naturaleza, como parte del absurdo y nauseabundo existente, se os continúa viendo sometido a la necesidad ciega y compacta. Al ser mirados no somos sino cosas, y las cosas son como son.

En verdad que, cancelada la primacía de la contemplación y con ella la verdad y el bien en lo que es, deja de tener sentido final el «ver», aunque fuese reconocido, o más bien precisamente si fuese reconocido, como aquello a que todos los hombres tienden por su naturaleza. Deja de tener sentido la admiración y la teoría, la actitud de detenerse a mirar, que sería anulación de la vida para el que así se detiene. ·

Al cancelar la primacía de la contemplación, el antropocentrismo radical expresado en la primacía absoluta de la praxis cancela el reconocimiento de aquello que es dignissimum in tota natura. Persona es nomen dignitatis, pero esta dignidad entitativa no puede ser admitida, ni en sí mismo ni en el prójimo, por el hombre endiosado y suicida entregado al mito de la acción sin fin.

Demasiados hombres concretos y reales habrán sido víctimas de esta seducción de desprecio al ser y a la verdad por la afirmación del para-si como pura actividad y libertad, para que no reconozcamos que ha podido tomar fundamento la acerba fenomenología sartriana sobre el «ser mirado». Porque desde la incondicionada afirmación de la voluntad y de la praxis la mirada es sólo dominadora, y por esto ofensivamente «inspectora» y aplastante.

Esta fenomenología del mirar pretende apoyar con un argumento existencial el antiteísmo postulativo del existencialismo ateo. Dios sería el «inspector» infinito, cuya mirada eterna y omnipresente anula toda posible libertad.

Ahora bien, esta argumentación antiteística y la fenomenología de la mirada humana en que se apoya hacen patente el drama del humanismo ateo. Y nos invitan a dar una respuesta ad hominem al sin sentido de un antropocentrismo que recusa la verdad y el bien en el ser y la contemplación y el amor en la felicidad del hombre.

Atendamos con sinceridad a la situación del hombre contemporáneo, en la sociedad regida por una voluntad planificadora al servicio de sí misma y sin fines «especulativos». Lejos de ser aplastado por la mirada del prójimo, hallaremos tal vez que en su trágica soledad, perdido en lo público y sumergido en la socialización impersonal de pretendidas «relaciones humanas», este hombre podría ser caracterizado con el título de: «el hombre a quien nadie miró».

El lenguaje de una ciencia que sirve a la efectividad técnica utiliza cada vez más un extraño modo de significar: llama fenómeno sociológico al paro obrero, experiencia patológica a la enfermedad, y problema psicológico al que debería llamar mental o psíquico o tal vez espiritual. La estadística y la encuesta se formalizan matemáticamente en una sociología que no contempla esencias en los grupos o relaciones sociales, pero cuya concreción y aplicabilidad exige, como a la reflexología y a la psicología de la conducta, no detenerse a contemplar sino aquello que puede ser, por el cálculo, dominable.

En los medios de comunicación social se utiliza a veces la expresión «es noticia» para atribuirla a personas o acontecimientos. Se pone así de manifiesto su inclinación a ocuparse y a hablar de «aquello de que se ocupan y hablan» aquellos mismos medios de comunicación. Aparece un extraño mundo nuevo de entidades como de «secunda intentio» que podría definirse como el del «ente es noticia», lo que tiene ser en el mundo de la noticia y cuya entidad o esencia consiste en la noticiosidad.

Hemos podido hacer muchas veces la experiencia desconcertante de ver hasta qué punto son los hombres distintos de su traducción en «ser de noticia». Valores y deficiencias, carácter y aptitudes, y no sólo su vida personal y familiar sino incluso la profesional y política, difieren, a veces con radical heterogeneidad, de lo que ha alcanzado a traspasar la misteriosa frontera que separa la desconocida realidad de la prestigiosa noticia. El hecho responde a la utilización dominadora, a la finalidad política y no teorética, de los medios de comunicación social. El hecho sena menos grave si el hombre continuase siendo conocido a nivel doméstico por sus familiares y amigos; pero ahora que la «tercera edad» es también un «tema sociológico» y de programación sociopolítica, está ocurriendo cotidianamente en las grandes ciudades la vida y la muerte solitaria de los ancianos, mientras la infancia parece estar destinada por el progreso y por la emancipación de la mujer a ser atendida por el Estado por personal especializado, o entregado en los niveles económicamente más altos a la atención mercenaria y utilitaria de los baby seekers.

Un literato conocedor del mundo de hoy podría fingir, con fundamento en la realidad, la biografía novelesca de este «hombre a quien nadie miró», que podría haber sido reiteradamente fotografiado, radiografiado, sometido a análisis clínicos y test psicológicos, y cuyos datos podrían estar archivados en abundantes ficheros y memorias electrónicas. Este hombre podría haber vivido constantemente inmerso en grupos multitudinarios. ¿Podríamos imaginar el tipo de «problema psicológico» que se daría en un hombre así desde su infancia y en su adolescencia y al acercarse a la juventud y a la madurez? ¿O acaso no es un problema así el que afecta a compañeros o convecinos o familiares nuestros? ¿No tiene que ver con esto la difusión de las drogas y el suicidio juvenil?

El «ser mirado», con mirada desinteresada, contemplativa y amorosa, lejos de ser destructor y anonadante, es una exigencia radical de la existencia y de la vida humana personal. Kant habla del imperativo de considerar al hombre siempre como fin y nunca como medio, pero el formalismo ético enlazado a la primacía de la razón práctica no puede dar fundamentación a tal exigencia. Sólo si se reconoce teoréticamente el ser personal como lo que es dignissimum in tota natura y -puesto que el ente se convierte con el bien- como lo bueno «honesto» máximamente, como el único término posible del amor de amistad, queda fundamentada la comprensión del ser personal como el fin y bien propiamente y por sí mismo amado, ya que todo lo demás sólo puede ser deseado, querido, para la persona. Por esto la vida personal quedaría negada si se diese a la mirada sentido instrumental o útil en orden a la efectuación de resultados proyectados «sin temor» por una acción no radicalmente exigida y atraída por lo bueno en sí. Un hombre podría haber sido muchas veces mirado en este sentido -quizá para diagnosticar y dictaminar sobre la oportunidad y procedencia de su eutanasia- y sentirse íntimamente en la situación trágica del hombre a quien nadie miró. La fenomenología sartriana, en su proterva unilateralidad, no considera sino aquella situación que es precisamente la creada en el orden de las relaciones sociales por la pretendida autarquía de una subjetividad que quiere ser libertad incondicionada, y que es por ello mismo ceguedad soberbia y arbitrariedad anárquica e implacable.

De aquí que en el mundo en que se quieren proclamar los derechos humanos desde una perspectiva de antropocentrismo radical, se pueda palpar en el ambiente el advenimiento del temor. La opción de la voluntad imperante y planificadora puede hacer suceder la decisión eutanásica al apremio de la atención hacia los subnormales o hacia a la lucha contra el cáncer. Se optará en su momento, según lo que se quiera conseguir y según parezca útil, supuestos los datos que ofrezca la pirámide demográfica, y el equilibrio entre la producción y el consumo. No es anecdótico que sea desde presupuestos doctrinales y actitudes ideológicas desde las que se combate la pena de muerte, donde se comience a proclamar también como derecho humano, como derecho de la mujer, el aborto.

Si creemos ver en esto una inconsecuencia es porque está presente todavía de un modo amplio y profundo, más de lo que se admite expresamente, la concepción cristiana del hombre y la elaboración teorética sobre la misma que fue principalmente obra de San Agustín, y que es parte nuclear del patrimonio espiritual y cultural de Occidente. Pero aquella paradoja no es inconsecuencia para quien se sitúe en la perspectiva de las concepciones filosóficas para las que son ilusión el yo personal, su libertad y albedrío y su responsabilidad moral.

La soledad y opresión del 'hombre contemporáneo son efectos connaturales de la hegemonía creciente de la metafísica del idealismo de la voluntad y de la acción, en Za que hay que incluir, pese a cuestiones de palabras, el marxismo. Primacía incondicionada de una praxis «sin temor», y también sin respeto ni amor hacia lo que es en sí fin y bien.

Desaparecido el reconocimiento contemplativo de la verdad y del bien, queda sin fundamento una distinción que fue fundamental para el pensamiento griego, y que el pensamiento occidental cristiano mantuvo en lo profundo aunque con terminología menos rica y precisa.

Me refiero a la dicotomía praxis-poiesis. La praxis es la acción humana deliberada y elegida, en cuanto orientada a la perfección del hombre, al bien humano como dice Aristóteles. Sus hábitos perfectivos son las virtudes éticas y la prudencia, que perfecciona el entendimiento práctico para la recta elección. La poiesis es la eficiencia humana en cuanto causativa racionalmente de perfección y bien en lo efectuado por el hombre; su hábito perfectivo es la tejne, que se tradujo al latín por ars, y que es la virtud de la razón en su función poiética, regulativa de la poiesis humana en cuanto productiva de efectos.

Praxis y poiesis se entrecruzan constitutivamente, pero para el pensamiento helénico se mantenía precisa la distinción entre el sentido y finalidad de una y otra, que en cuanto tales son distintas e irreductibles. Mientras en el plano ético es reprobable el que yerra o causa un efecto deficiente por voluntad consciente, en el orden técnico será deficiente el que yerra cuando quiere acertar, mientras que el que produce de intento e! efecto deficiente muestra con ello el dominio que tiene sobre los efectos que produce. Lo que en el lenguaje ordinario llamamos un hombre práctico sería llamado correctamente, en esta terminología griega, un hombre capacitado o hábil en el plano poietico o técnico. La perfección del hombre práctico se entiende, desde aquella misma terminología helénica, como definida por la prudencia y las virtudes morales.

Para una praxis no normada en sí misma por una ley natural, y para la que las leyes «de la naturaleza» no son sino la condición según la que ejercer su dominio, que en cuanto praxis es autárquico e incondicionado, carece de sentido la distinción entre la rectitud moral y la eficacia técnica.

Si el antropocentrismo radical de la primacía de la praxis reduce lo teorético al constituirse la acción en algo absoluto, con ello sucumbe la praxis misma y la moralidad, que quedan identificadas con el poder activo y eficiente de la razón. La que quiere ser libertad suprema, viene a ser sumisión del hombre a una actividad transformada en control tecnológico y planificado, al servicio de su utilización como instrumento de ·procesos de producción-consumo.

Si tenemos presente aquel desprecio «filosófico» por la substancialidad espiritual y personal del hombre y por su libre albedrío, que inspira las concepciones ideológicas dominantes en el Occidente contemporáneo -en lucha con su tradición cristiana- comprenderemos que no es un contrasentido, sino algo fundado en el dinamismo propio de una política constituida en religión y que concibe el Estado como providente del hombre, el que la comunicación de las ideas sea técnica de propaganda y publicidad, la educación se transforme en manipulación o en amaestramiento para causar técnicamente un aprendizaje, y la reflexología y el conductismo sean los métodos de este modo de comprender el gobierno de los hombres.

La inhumanidad y unidimensionalidad no son accidente o anécdotas, sino que brotan de la raíz del humanismo ateo y ponen de manifiesto su trágico sinsentido. Esto nos lleva también a constatar la impotencia ante esta situación de todo intelectualismo teoreticista, que será estéril e impotente, y que es radicalmente opuesto a lo que es más nuclear y decisivo para un pensamiento cristiano auténtico sobre la persona humana. El hombre no soportaría tampoco ser mirado únicamente como dato para un estudio científico universal sobre la naturaleza humana.

Frente a las escisiones entre la teoría y la praxis y frente a la autosuficiencia inhumana de una acción ciega para el bien y despiadada en su ignorancia del amor, nos urge comprender un aspecto fundamental de la filosofía cristiana. Sólo en el conocimiento del bien adquiere su culminación sapiencial lo teorético; sólo en la mutua inclusión del entendimiento que conoce lo bueno y la voluntad que lo ama se ejerce plenamente el acto por el que se definre la nobleza suprema del entendimiento; sólo la criatura racional, la persona creada a imagen de Dios, puede ser amada por cuanto sólo ella en el Universo creado, dice razón de bien propia y plenamente y de fin; toda ciencia y toda filosofía desconectada de la contemplación, entendida como comunicación de vida personal, sería vacía y sin valor perfectivo del hombre. Quiero añadir aquí una palabra de homenaje a Jaime Bofill, el que fue catedrático de Metafísica de la Universidad de Barcelona, que tuvo este punto como preocupación central de su tarea filosófica.

Toda ley tiende, afirma Santo Tomás, a constituir la amistad de los hombres entre sí o de los hombres con Dios como fin íntimo. El fin de la ley es el amor. El amor, en su exigencia incondicionada, pone en marcha toda praxis y la rige y ordena. El amor no cae, de suyo y en cuanto tal, en el contenido elegible y prudencial de la praxis humana, antes la trasciende y sostiene -la caridad teologal no está bajo sino sobre la prudencia infusa o sobrenatural- a la vez que es como el núcleo y el corazón más íntimo de lo contemplativo o teorético.

La primacía final de la contemplación, que es compatible y que exige el reconocimiento de una primacía dinámica de la acción en el hombre viador, la no escisión ni antítesis entre lo teorético y lo práctico, se comprenden sólo si no se ignora la implantación del amor en el orden de lo contemplativo, de la que deriva la exigencia y el imperio del amor sobre la praxis. Si no comprendemos el supremo acto contemplativo como comunicación de vida y la inserción del amor en la contemplación como felicidad del hombre, no habremos comprendido tampoco lo que es la sabiduría humana y cristiana. «No se entra en la verdad sino por la caridad.» «El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor».

FRANCISCO CANALS VIDAL Génova, 10 de septiembre de 1976