Textos ...Textos sobre la Cruzada de 1936....HISTORIA DE ESPAÑA..INDEX
Textos de Historia
Las Capitulaciones de Santa Fe
Carta de Colón desde Jamaica sobre su cuarto viaje (7 de julio de 1503)
Testamento de Isabel la Católica, fallecida el 26 de noviembre de 1504..
Los mal llamados pleitos colombinos en un nuevo estudio de 2016
«Los hombres grandes son aquellos que saben
conservar, en una sociedad intangible, la herencia de la
tradición;
o los que no sólo la conservan, sino que la corrigen,
o los que, no satidfechos con conservarla y corregirla, la
perfeccionan y aumentan.
Y el más tradicionalista no es el que sólo conserva, ni
el que además de conservar corrige, sino el que añade y
acrecienta,
porque sigue mejor el ejemplo de los fundadores, no limitándose
a mantener el caudal, sino haciendo lo que ellos hicieron:
producir y prolongar con el progreso sus obras».
(Vázquez Mella: Discurso del Parque de la
Salud de Barcelona, 17 de mayo de 1903) LA TRADICIÓN Y EL TRADICIONALISMO.....
-------------------
En 1937, con motivo del mensaje de apoyo a la República, enviado por Einstein al Congreso Internacional de Escritores celebrado en España, Ortega escribió:"Hace unos días, Alberto Einstein se ha creído con 'derecho' a opinar sobre la guerra civil española y tomar posición ante ella. Ahora bien, Alberto Einstein usufructúa una ignorancia radical sobre lo que ha pasado en España ahora, hace siglos y siempre. El espíritu que le lleva a esta insolente intervención es el mismo que desde hace mucho tiempo viene causando el desprestigio universal del hombre intelectual, el cual, a su vez, hace que hoy vaya el mundo a la deriva, falto de pouvoir spirituel" (Ortega y Gasset 1937).
Manuel Rubio Cabeza, Los intelectuales españoles y el 18 de julio, Barcelona, 1975
Vicente Marrero Suárez, La guerra española y el trust de los cerebros, Madrid, 1961
Fernando Díaz -Plaja, Si mi pluma valiera tu pistola. Los escritores españoles en la guerra civil, Barcelona, Plaza y Janés, 1979
-------------------------------
Tanto Queipo de Llano en Sevilla como Cabanellas terminaban su proclama con una referencia a la República. El mismo Franco invocaba el 18 de julio la Fraternidad, la Libertad y la Igualdad y Yagüe terminaba su arenga después de la toma de Badajoz, el 14 de agosto, invitando a los legionarios: " Gritad conmigo: ¡Viva España! ¡Viva la República! ¡Viva el Ejército!"
---------------------------
Decía Paul Johnson que nuestra guerra civil es uno de los acontecimientos del siglo XX sobre los que se han contado más mentiras. El aserto puede extenderse a la República y al franquismo. Y a la misma Transición... La guerra civil no se dio entre franquistas y republicanos, sino entre el bando nacional y el del Frente Popular (Pío Moa 16 de Febrero de 2011 LD).
-------------------------
Ortega y el franquismo - Por Pío Moa LD 18 de Noviembre de 2009
22/04/09 http://vrf-larebeliondelasmasas.blogspot.com/2009/11/ortega-y-el-franquismo-por-pio-moa.html
Ortega integró, con Pérez de Ayala y
Marañón, el grupo de los llamados "padres espirituales de
la República", y lo hizo sobre todo con su famoso artículo
"El error Berenguer" , uno de los más influyentes y también más absurdos
del siglo XX español. En él aplicaba su extravagante concepto
histórico de la "anormalidad" histórica de España
para criticar ferozmente a la dictadura, ciertamente muy ligera,
que había dado al país una tranquilidad que apenas existía en
Europa por entonces, un progreso económico desusado, que había
superado las plagas que habían derrumbado la Restauración, y
permitido una vida cultural libre y muy fructífera. Fue,
realmente, El error Ortega,como él
y los demás padres espirituales reconocerían pocos años
después, tras la experiencia histórica.
Pérez de Ayala se sumó con entusiasmo al franquismo, y la
posición de Ortega equivale a la expuesta por Marañón y
Besteiro: ante "la estupidez y la canallería criminal"
del Frente Popular, "¿cómo poner peros, aunque los haya, a
los del otro lado?". La amargura del filósofo no se debía
al nuevo régimen, con el cual no podía simpatizar mucho, pero
al que reconocía el enorme mérito de haber salvado al país de
una pesadilla mucho peor. Su amargura nacía del fracaso sin
paliativos de muchas de sus ideas políticas. No se exilió por
el régimen de Franco, sino por huir del Frente Popular, como
tantos otros hecho que los historiadores lisenkianos suelen
confundir deliberadamente. Y en Buenos Aires rehusó
condenar a Franco, lo que le valió el ostracismo profesional. En
cambio, después de volver a España pronunció en 1946 su
célebre conferencia del Ateneo de Madrid:
Por primera vez, tras enormes angustias y tártagos, España tiene suerte. Pese a ciertas menudas apariencias, a breves nubarrones que no pasan de ser meteorológicas anécdotas, el horizonte de España está despejado. Mientras los demás pueblos se hallan enfermos, el nuestro, lleno sin duda de defectos y pésimos hábitos, da la casualidad de que ha salido de esta turbia y turbulenta época con una sorprendente, casi indecente salud.
La conferencia fue radiada a todo el país.
----------------------------------
Ortega
EPÍLOGO PARA INGLESES
París y abril, 1938
Pronto se cumple el año desde que en un paisaje holandés, a donde el destino me había centrifugado, escribí el «Prólogo para franceses» antepuesto a la primera edición popular de este libro. En aquella fecha comenzaba para Inglaterra una de las etapas más problemáticas de su historia y había muy pocas personas en Europa que confiasen en sus virtudes latentes.
Durante los últimos tiempos han fallado tantas cosas, que, por inercia mental, se tiende a dudar de todo, hasta de Inglaterra. Se decía que era un pueblo en decadencia. No obstante -y aun arrostrando ciertos riesgos de que no quiero hablar ahora-, yo señalaba con robusta fe la misión europea del pueblo inglés, la que ha tenido durante dos siglos y que en forma superlativa estaba llamado a ejercer hoy. Lo que no imaginaba entonces es que tan rápidamente viniesen los hechos a confirmar mi pronóstico y a incorporar mi esperanza. Mucho menos que se complaciesen con tal precisión en ajustarse al papel determinadísimo que, usando un símil humorístico, atribuía yo a Inglaterra frente al continente. La maniobra de saneamiento histórico que intenta Inglaterra, por lo pronto, en su interior, es portentosa. En medio de la más atroz tormenta, el navío inglés cambia todas sus velas, vira dos cuadrantes, se ciñe al viento y el guiño de su timón modifica el destino del mundo. Todo ello sin una gesticulación y más allá de todas las frases, incluso de las que acabo de proferir. Es evidente que hay muchas maneras de hacer historia, casi tantas como de deshacerla.
Desde hace varias centurias acontece periódicamente que los continentales se despiertan una mañana y, rascándose la cabeza, exclaman: «¡Esta Inglaterra...!» Es una expresión que significa sorpresa, azoramiento y la conciencia de tener delante algo admirable, pero incomprensible. El pueblo inglés es, en efecto, el hecho más extraño que hay en el planeta. No me refiero al inglés individual, sino al cuerpo social, a la colectividad de los ingleses. Lo extraño, lo maravilloso, no pertenece, pues, al orden psicológico, sino al orden sociológico. Y como la sociología es una de las disciplinas sobre que las gentes tienen en todas partes menos ideas claras, no sería posible, sin muchas preparaciones, decir por qué es extraña y por qué es maravillosa Inglaterra. Todavía menos intentar la explicación de cómo ha llegado a ser esa extraña cosa que es. Mientras se crea que un pueblo posee un «carácter» previo y que su historia es una emanación de este carácter, no habrá manera ni siquiera de iniciar la conversación. El «carácter nacional», como todo lo humano, no es un don innato, sino una fabricación. El carácter nacional se va haciendo y deshaciendo y rehaciendo en la historia. Pese esta vez a la etimología, la nación no nace, sino que se hace. Es una empresa que sale bien o mal, que se inicia tras un período de ensayos, que se desarrolla, que se corrige, que «pierde el hilo» una o varias veces, y tiene que volver a empezar o, al menos, reanudar. Lo interesante sería precisar cuáles son los atributos sorprendentes, por insólitos, de la vida inglesa en los últimos cien años. Luego vendría el intento de mostrar cómo ha adquirido Inglaterra esas cualidades sociológicas. Insisto en emplear esta palabra, a pesar de lo pedante que es, porque tras ella está lo verdaderamente esencial y fértil. Es preciso extirpar de la historia el psicologismo, que ha sido ya espantado de otros conocimientos. Lo excepcional de Inglaterra no yace en el tipo de individuo humano que ha sabido crear. Es sobremanera discutible que el inglés individual valga más que otras formas de individualidad aparecidas en Oriente y Occidente. Pero aun aquel que estime el modo de ser de los hombres ingleses por encima de todos los demás, reduce el asunto a una cuestión de más o de menos. Yo sostengo, en cambio, que lo excepcional, que la originalidad extrema del pueblo inglés radica en su manera de tomar el lado social o colectivo de la vida humana, en el modo como sabe ser una sociedad. En esto sí que se contrapone a todos los demás pueblos y no es cuestión de más o de menos. Tal vez en el tiempo próximo se me ofrezca ocasión para hacer ver todo lo que quiero decir con esto.
Respeto tal hacia Inglaterra no nos exime de la irritación ante sus defectos. No hay pueblo que, mirado desde otro, no resulte insoportable. Y por este lado acaso son los ingleses, en grado especial, exasperantes. Y es que las virtudes de un pueblo, como las de un hombre, van montadas y, en cierta manera, consolidadas sobre sus defectos y limitaciones. Cuando llegamos a ese pueblo, lo primero que vemos son sus fronteras, que, en lo moral como en lo físico, son sus límites. La nervosidad de los últimos meses ha hecho que casi todas las naciones hayan vivido encaramadas en sus fronteras; es decir, dando un espectáculo exagerado de sus más congénitos defectos. Si a esto se añade que uno de los principales temas de disputa ha sido España, se comprenderá hasta qué punto he sufrido de cuanto en Inglaterra, en Francia, en Norteamérica representa manquedad, torpeza, vicio y falla. Lo que más me ha sorprendido es la decidida voluntad de no enterarse bien de las cosas que hay en la opinión pública de esos países; y lo que más he echado de menos, con respecto a España, ha sido algún gesto de gracia generosa, que es, a mi juicio, lo más estimable que hay en el mundo. En el anglosajón -no en sus gobiernos, pero sí en los países ha dejado correr la intriga, la frivolidad, la cerrazón de mollera, el prejuicio arcaico y la hipocresía nueva sin ponerlas coto. Se han escuchado en serio las mayores estupideces con tal que fuesen indígenas, y, en cambio, ha habido la radical decisión de no querer oír ninguna voz española capaz de aclarar las cosas, o de oírla sólo después de deformarla.
Esto me llevó, aun convencido de que forzaba un poco la coyuntura, a aprovechar el primer pretexto para hablar sobre España y -ya que la suspicacia del público inglés no toleraba otra cosa- hablar sin parecer que de ella hablaba en las páginas tituladas «En cuanto al pacifismo...», agregadas a continuación. Si es benévolo, el lector no olvidará el destinatario. Dirigidas a ingleses, representan un esfuerzo de acomodación a sus usos. Se ha renunciado en ellas a toda «brillantez» y van escritas en estilo bastante pickwickiano, compuesto de cautelas y eufemismos.
Téngase presente que Inglaterra no es un pueblo de escritores, sino de comerciantes, de ingenieros y de hombres piadosos. Por eso supo forjarse una lengua y una elocución en que se trata principalmente de no decir lo que se dice, de insinuarlo más bien y como eludirlo. El inglés no ha venido al mundo para decirse, sino al contrario, para silenciarse. Con faces impasibles, puestos detrás de sus pipas, veían los ingleses alerta sobre sus propios secretos para que no se escape ninguno. Esto es una fuerza magnífica, e importa sobremanera a la especie humana que se conserven intactos ese tesoro y esa energía de taciturnidad. Mas al mismo tiempo dificultan enormemente la inteligencia con otros pueblos, sobre todo con los nuestros. El hombre del Sur propende a ser gárrulo. Grecia, que nos educó, nos soltó las lenguas y nos hizo indiscretos a nativitate. El aticismo había triunfado sobre el laconismo, y para el ateniense vivir era hablar, decir, desgañitarse dando al viento en formas claras y eufónicas la más arcana intimidad. Por eso divinizaron el decir, el logos, al que atribuían mágica potencia, y la retórica acabó siendo para la civilización antigua lo que ha sido la física para nosotros en estos últimos siglos. Bajo esta disciplina, los pueblos románicos han forjado lenguas complicadas, pero deliciosas, de una sonoridad, una plasticidad y un garbo incomparables; lenguas hechas a fuerza de charlas sin fin -en ágora y plazuela, en estrado, taberna y tertulia-. De aquí que nos sintamos azorados cuando, acercándonos a estos espléndidos ingleses, les oímos emitir la serie de leves maullidos displicentes en que su idioma consiste.
El tema del ensayo que sigue es la incomprensión mutua en que han caído los pueblos de Occidente; es decir, pueblos que conviven desde su infancia. El hecho es estupefaciente. Porque Europa fue siempre como una casa de vecindad, donde las familias no viven nunca separadas, sino que mezclan a toda hora su doméstica existencia. Estos pueblos que ahora se ignoran tan gravemente han jugado juntos cuando eran niños en los corredores de la gran mansión común. ¿Cómo han podido llegar a malentenderse tan radicalmente? La génesis de tan fea situación es larga y compleja. Para enunciar sólo uno de los mil hilos que en aquel hecho se anudan, adviértase que el uso de convertirse unos pueblos en jueces de los otros, de despreciarse y denostarse porque son diferentes, en fin, de permitirse creer las naciones hoy poderosas que el estilo o el «carácter» de un pueblo menor es absurdo porque es bélicamente o económicamente débil, son fenómenos que, si no yerro, jamás se habían producido hasta los últimos cincuenta años. Al enciclopedista francés del siglo XVIII, no obstante su petulancia y su escasa ductilidad intelectual, a pesar de creerse en posesión de la verdad absoluta, no se le ocurría desdeñar a un pueblo «inculto» y depauperado como España. Cuando alguien lo hacía, el escándalo que provocaba era prueba de que el hombre normal de entonces no veía, como un parvenu, en las diferencias de poderío diferencia de rango humano. Al contrario: es el siglo de los viajes llenos de curiosidad amable y gozosa por la divergencia del prójimo. Este fue el sentido del cosmopolitismo que cuaja hacia su último tercio. El cosmopolitismo de Fergusson, Herder, Goethe es lo contrario del actual «internacionalismo». Se nutre no de la exclusión de las diferencias nacionales, sino, al revés, de entusiasmo hacia ellas. Busca la pluralidad de formas vitales con vistas no a su anulación, sino a su integración. Lema de él fueron estas palabras de Goethe: «Sólo todos los hombres viven lo humano.» El romanticismo que le sucedió no es sino su exaltación. El romántico se enamoraba de los otros pueblos precisamente porque eran otros, y en el uso más exótico e incomprensible recelaba misterios de gran sabiduría. Y el caso es que -en principio tenía razón. Es, por ejemplo, indudable que el inglés de hoy, hermetizado por la conciencia de su poder político, no es muy capaz de ver lo que hay de cultura refinada, sutilísima y de alta alcurnia en esa ocupación -que a él le parece la ejemplar desocupación- de «tomar el sol» a que el castizo español suele dedicarse concienzudamente. Él cree acaso que lo únicamente civilizado es ponerse unos bombachos y dar golpes a una bolita con una vara, operación que suele dignifícarse llamándola «golf».
El asunto es, pues, de enorme arrastre, y las páginas que siguen no hacen sino tomarlo por el lado más urgente. Ese mutuo desconocimiento ha hecho posible que el pueblo inglés, tan parco en errores históricos graves, cometiera el gigantesco de su pacifismo. De todas las causas que han generado los presentes tártagos del mundo, la que tal vez puede concretarse más es el desarme de Inglaterra. Su genio político le ha permitido en estos meses corregir con un esfuerzo increíble de self-control lo más extreme del mal. Acaso. Ha contribuido a que adopte esta resolución la conciencia de la responsabilidad contraída.
Sobre todo esto se razona tranquilamente en las paginas inmediatas, sin excesiva presuntuosidad, pero con el entrañable deseo de colaborar con la reconstitución de Europa. Debo advertir al lector que todas las notas han sido agregadas ahora y sus alusiones cronológicas han de ser referidas al mes corriente.
París y abril, 1938
---------------------------------------------------------------
El crimen que reanudó la guerra
Por Pío Moa
21 de Septiembre de 2006
Los datos del crimen, en la noche del 12 al 13 de julio de 1936, son también sobradamente conocidos, de modo que los pasaré aquí por alto. Simplemente testimoniaban la extrema disolución de la legalidad y del propio aparato del Estado, hechos confirmados por la represión inmediatamente posterior del Gobierno contra las derechas y no contra los autores del atentado. Casi todo el mundo interpretó el hecho como la apertura final de las hostilidades, y sin duda fue diseñado con esa intención. "Sentí la impresión de que todas las treguas estaban terminadas y disipadas todas las esperanzas de concordia. Las Españas irreconciliadas e irreconciliables se colocaban frente a frente, con las pistolas en la mano", resume Martínez Barrio.
El día 15 se reunió la Diputación Permanente de las Cortes. Se prefirió eludir una reunión del pleno, porque todos temían que la sesión terminase a tiros o a golpes. Abierta la sesión,
Suárez de Tangil, dirigente monárquico, declaró:
Este crimen sin precedentes en nuestra historia política ha podido realizarse merced al ambiente creado por las incitaciones a la violencia y al atentado personal contra los diputados de derecha que a diario se profieren en el Parlamento. Nosotros no podemos convivir un momento más con los amparadores y cómplices morales de este acto, aceptando un papel en la farsa de fingir la existencia de un Estado civilizado y normal. Quien quiera salvar a España, a su patrimonio moral como pueblo civilizado, nos encontrará en el camino del deber y el sacrificio.
Gil-Robles expuso las cifras de la violencia en menos de un mes (61 muertos y 224 heridos, 74 bombas, más las habituales invasiones de fincas, arrasamiento de iglesias y centros derechistas, etcétera), y advirtió:
Cuando la vida de los ciudadanos está a merced del primer pistolero, cuando el Gobierno es incapaz de poner fin a este estado de cosas, no pretendáis que las gentes crean ni en la legalidad ni en la democracia. Tened la seguridad de que derivarán cada vez más por los caminos de la violencia, y los hombres que no somos capaces de predicar la violencia seremos lentamente desplazados por otros más audaces o más violentos que vendrán a recoger ese hondo sentir nacional. Vais a hacer una política de persecución, de exterminio y de violencia de todo lo que signifique derechas. Os engañáis profundamente: cuanto mayor sea la violencia, mayor será la reacción. Vosotros, que estáis fraguando la violencia, seréis las primeras víctimas de ella Ahora estáis muy tranquilos porque veis que cae el adversario. ¡Ya llegará el día en que la misma violencia que habéis desatado se volverá contra vosotros!
Prieto:
La réplica de Prieto, extraordinariamente significativa, contiene una verdadera confesión implícita. Al nombrar a la víctima la llamó Gil-Robles en lugar de Calvo Sotelo, lapso freudiano, posiblemente: ¡Gil-Robles había sido uno de los objetivos de los asesinos! Y trató de poner en el mismo plano el asesinato del teniente Castillo, de la Guardia de Asalto, con el del jefe de la oposición, testimoniando involuntariamente que las fuerzas de seguridad del Estado actuaban como grupos terroristas. Asimismo, recurrió a las supuestas atrocidades derechistas en la represión de Asturias en octubre del 34: precisamente con la campaña, básicamente falsa, sobre esas atrocidades, habían logrado las izquierdas crear en España un clima de enfrentamiento guerracivilista antes inexistente. Equiparó luego el caso de Calvo Sotelo con el de Sirval, un periodista asesinado durante la rebelión de Asturias por unos legionarios. Pero este crimen había ocurrido en situación de guerra abierta ¡organizada y dirigida en parte por el mismo Prieto! Las palabras de Prieto en aquella ocasión constituyen otro importante indicio sobre su implicación en la muerte de Calvo Sotelo: eran exactamente las argucias o pretextos con que los pistoleros justificaban su acción.
El líder comunista José Díaz se encaró violentamente a los derechistas:
Hemos preparado una proposición de ley para que el Gobierno pueda declarar ilegales todas las organizaciones que no acaten el régimen en que vivimos, entre ellas la CEDA, que es una de las más responsables de la situación. Los responsables de los atentados sois vosotros, los de la derecha, con vuestro dinero y con vuestras organizaciones. Por tales actos, vuestro puesto no debiera estar aquí, sino en la cárcel. Tengo la seguridad de que el 90 por ciento de los españoles arrollará cuanto intentáis hacer.
El representante de la Esquerra abogó por intensificar el izquierdismo gubernamental, llevando las cosas más allá del programa del Frente Popular. A esa política, practicada en Cataluña, la llamaba Companys "democracia expeditiva". Azaña, en un momento de lucidez, la definiría como "despotismo demagógico".
Portela Valladares lanzó un desesperado llamamiento a la tregua. Dirigiéndose a las derechas, les dijo:
"Vosotros tenéis el fervor de la patria. ¿No os preocupa la patria? ¿No la habéis de poner, en estos momentos de gravedad y de preocupación, por encima del apasionamiento político? Por el bien de todos, hasta por egoísmo personal, estamos obligados unos y otros a decir: ¡alto el fuego!".
Una invocación puramente patética en tales circunstancias.
Gil-Robles le replicó:
Ha estado muy en su punto que hiciera el señor Portela una invocación al sentido patriótico y al sentido de colaboración. Pero nosotros no lo hemos roto. En las filas de los republicanos de izquierda, si no en las declaraciones en el Parlamento, sí en los pasillos, se habla constantemente de intentos o conatos dictatoriales; los partidos obreros están diciendo que la meta de sus aspiraciones es la dictadura del proletariado. ¿Qué os extraña que las gentes oprimidas estén pensando en la violencia? Vosotros sois los únicos responsables de que ese movimiento se produzca en España.
Un artículo de Solidaridad Obrera, órgano anarquista, proponía que, después de su discurso en la Diputación Permanente, "no debía permanecer Gil-Robles ni un minuto más con vida". Tras el atentado contra Calvo Sotelo, Gil-Robles dormía atrincherado en su casa con un verdadero arsenal a mano, y, según comenta en sus memorias, hubo un intento frustrado de asesinarle en los pasillos de las Cortes.
Prieto hizo su célebre diagnóstico:
"Será una batalla a muerte, porque cada uno de los bandos sabe que el adversario, si triunfa, no le dará cuartel. Aun habiendo de ocurrir así, sería preferible un combate decisivo que esta continua sangría".
Las izquierdas se sentían optimistas. Un diputado del PSOE comentó a Zugazagoitia:
"Las consecuencias de las que ahora se habla, no creo que debamos temerlas. Si las derechas levantan la bandera de la rebeldía, será llegado el momento de ejemplarizarlas con una lección implacable".
El diario Claridad, del PSOE de Largo Caballero, analizaba:
La lógica histórica aconseja soluciones drásticas. Si el estado de alarma no puede someter a las derechas, venga cuanto antes la dictadura del Frente Popular. Es la consecuencia lógica e histórica del discurso de Gil-Robles. Dictadura por dictadura, la de izquierdas. ¿No quiere el Gobierno? Pues sustitúyalo un Gobierno dictatorial de izquierdas. ¿No quiere la paz civil? Pues sea la guerra civil a fondo.
De hecho, el PSOE venía pregonando la guerra civil, a menudo abiertamente, desde hacía dos años. Y, como observa Stanley Payne, "iban a tener pronto más guerra civil a fondo de la que esperaban".
Las derechas y los militares, ya quedó indicado, eran remisos a rebelarse, a pesar de su extrema indignación, porque las posibilidades de triunfar parecían lejanas, y un fracaso podía resultar definitivo. Algunos criticaban no haber aprovechado la insurrección izquierdista de octubre para contragolpear, en lugar de haber defendido la República. Pero el asesinato de Calvo decidió a la mayoría.
Siguieron dos días de calma engañosa.
"La mañana del 16 estaba todo en calma recuerda Martínez Barrio. Los periódicos, en sus comentarios a la sesión de la Diputación Permanente, daban una impresión optimista y tranquilizadora. Además, brillaba el sol y la multitud bullanguera, sorbiendo el aire estival, parecía muy lejana y apartada de las luchas políticas de turno De un momento a otro, el doctor Pangloss de turno diría campanudo y sonriente: 'Este es un pueblo feliz '".
El 17 empezaba, algo precipitadamente, la rebelión en Marruecos.
--------------------------------------
Alfredo Semprún: La memoria oculta del PSOE en la Guerra Civil (LibrosLibres, 2006)
Según el análisis pormenorizado de los documentos, memorias y diferentes testimonios de la época, Alfredo Semprún detalla como los militares socialistas de la UMRA (Unión Militar Republicana Antifascista), los mismos que habían organizado el asesinato del diputado José Calvo Sotelo, comienzan a ocupar los puestos clave en los ministerios de Guerra, Gobernación y Marina, no ven en el golpe militar un problema sino una oportunidad. Una situación truncada por el afán de protagonismo de los diferentes sectores del PSOE, que aprovechando el caos y la crisis que provoca el levantamiento militar en un Gabinete de Gobierno débil e incapaz, no son capaces de llevar a cabo el fin último del PSOE del momento: implantar en España el estado marxista.
La memoria oculta del PSOE en la Guerra Civil Por Alfredo Semprún, jueves, 4 de enero de 2007
El lector no tiene en sus manos un libro de historia, sino un reportaje. El autor, por lo tanto, toma de la realidad los fragmentos que considera necesarios para reflejar una verdad objetiva; es decir, ni neutra ni absoluta. Este trabajo puede considerarse la continuación de su anterior reportaje largo: El crimen que desató la guerra civil (LibrosLibres, 2005). Pero, por supuesto, no es preciso haber leído el primero. A lo largo de las páginas que siguen se recogen hechos y testimonios. Con respecto a estos últimos, se ha establecido la precaución elemental de si se prestaron antes o después de la guerra, puesto que es inevitable que los protagonistas de un proceso histórico en marcha modifiquen sus recuerdos de acuerdo al devenir de la peripecia.
«YA NO PODEMOS DOMINAR A NUESTRAS MASAS. ES
TARDE. MUY TARDE»
La noche del 18 de julio de 1936, Santiago Casares Quiroga, ya
dimitido como jefe de Gobierno y ministro de Guerra, había,
simplemente, desaparecido. No le encontraban en
su casa, ni en la presidencia del Consejo, ni en el Palacio
Nacional, ni en el enrevesado caserón del Ministerio de Guerra.
El diputado Bernardo Giner de los Ríos y varios de los ayudantes
militares de Casares decidieron movilizar a la Guardia y revisar,
uno por uno, todos los despachos del caserón. «Se ha debido de
pegar un tiro», decían. Y en el fondo de sus corazones, quien
más o quien menos consideraba que el suicidio del político
masón sería la salida más digna para el hombre que no
había sabido ni imponer el orden público a las izquierdas, ni
oponerse a la sublevación militar de las derechas. El
diputado socialista, y también masón, Simeón Vidarte
participó activamente en la búsqueda del expresidente. Noche
febril en Madrid, preñada de rumores: «Ha caído Sevilla en
manos de Queipo», «Franco está en Melilla», «Se escuchan
disparos en Getafe»
Abrimos y cerramos puertas recordaría años más tarde
Vidarte. En el antiguo despacho de Casares encontramos al
general Miaja, paseando, como enjaulado, de un extremo a otro de
la habitación. Hablaba solo. «No, no quiero ser ministro de
Guerra decía el general. No quiero ser ministro».
Nos cruzamos con varios oficiales que también estaban buscando
el cuerpo del presidente. De pronto se oyen voces de júbilo. Uno
de los oficiales ha encontrado a Casares en una de
las más remotas habitaciones. Tendido en un diván, durmiendo
Santiago Casares Quiroga, sin duda el político más
odiado por todos en aquella noche de la tragedia,
descansaba, por fin. Para él habían transcurrido cinco días
atroces desde que el comando policiaco que
mandaba el capitán de la Guardia Civil y militante socialista
Fernando Condés había dejado tirado a las puertas del
cementerio del Este el cadáver de José Calvo Sotelo, líder de
la derecha monárquica y una de las bestias negras de la
izquierda. Cinco días atroces que habían terminado con la
sublevación del Ejército de África y su negativa firme
y rotunda a «armar al pueblo». Pero Casares ya no
podía más. La tuberculosis, que le provocaba
momentos de exaltación y las más negras depresiones, jugaba en
su contra, tanto como las maniobras de sus «aliados»
socialistas. Dimitió y se echó a dormir.
No muy lejos de allí, calle Mayor abajo, en el Palacio Nacional,
el presidente de la República, Manuel Azaña, intentaba parar lo
inevitable. A última hora, ante los hechos consumados, iba a buscar
una transacción con la derecha y con los militares, que
impidiera la catástrofe. Había dispuesto de cinco días, pero
fiado en las garantías que le daba Casares de que cualquier
sublevación estaba condenada al fracaso, se limitó a esperar
los acontecimientos. Y ahora, ¿era demasiado tarde?
Azaña conocía perfectamente el dilema que había paralizado la
voluntad de Casares Quiroga: cómo hacer frente a la
rebelión militar sin desencadenar la revolución proletaria.
Era preciso un pacto, un auténtico acto patriótico, pero que
dejara en manos del gobierno los resortes del poder. Y eligió a
su viejo correligionario Diego Martínez Barrio, presidente del
Parlamento, gran maestre de la masonería, republicano y conservador,
aunque enemigo implacable de la derecha católica,
para una misión desesperada: formar un gobierno de
concentración nacional, lo más amplio posible, para
hacer frente a la rebelión. Quedarían excluidos los
comunistas y las derechas no republicanas; es decir,
medio país, pero a cambio se prometía un gobierno fuerte que
recondujera la situación del Orden Público y acabara con las
provocaciones revolucionarias.
Y, como garantía, ofrecía nada menos que la cartera de Guerra y
la de Gobernación a los militares que dieran más confianza a
las asustadas e indignadas derechas.
Después de la guerra, Martínez Barrio le escribió a Salvador
de Madariaga su versión de lo sucedido, para culpar directamente
de su fracasado gobierno a los socialistas de Largo Caballero:
Empecé las gestiones hablando con Marcelino Domingo y
Sánchez Román. Ambos me ofrecieron su cooperación. En el
intervalo tuve una conversación telefónica con el presidente [Azaña],
que me dijo que no hiciera requerimiento alguno al señor Maura,
porque este se negaba a formar parte del gobierno proyectado.
Seguí entonces las conversaciones dirigiéndome a los
socialistas. Estos, que horas antes habían ofrecido su
colaboración directa y personal a Santiago Casares Quiroga, me
la negaron a mí. El gobierno murió a manos de los socialistas
de Caballero y de los comunistas. Y de algunos republicanos
irresponsables.
Sin embargo, la diputada radical Clara Campoamor, una política
adelantada a su tiempo, precursora del feminismo y artífice de
la concesión del derecho al voto de las mujeres, cargó
sobre las espaldas de Indalecio Prieto la responsabilidad
principal del fracaso. A la Campoamor, socialistas como Prieto
y Margarita Nelken, le eran especialmente repulsivos;
políticos, a su juicio, que primaban los intereses electorales
sobre los derechos fundamentales. En Prieto y la Nelken había
tenido a dos furibundos opositores al voto femenino
porque afirmaban que las mujeres en España se dejaban dirigir
por sus confesores y le habían de dar el triunfo a las derechas.
Hay que tomar, pues, con cierta prevención la diatriba de Clara
Campoamor en cuanto a las responsabilidades personales, pero en
lo que se refiere a las generales de la ley, estamos totalmente
de acuerdo. Dice la diputada radical sobre aquella noche:
Por desgracia [Martínez Barrio] no gobernó. (
) Una de
las condiciones planteadas por su presidente era que se
detendría la distribución de armas al pueblo. Los socialistas y
los comunistas se opusieron violentamente a que ese gabinete de
conciliación tomara las riendas del gobierno. Una manifestación
pública que protestaba contra Martínez Barrio y pedía
continuar la lucha «hasta el aplastamiento del fascismo» fue
organizada por los marxistas en la Puerta del Sol y marchó al
Palacio Nacional. En su interior, el señor Azaña escuchaba,
cabizbajo, las amonestaciones de los socialistas Largo Caballero
y Prieto. Este último calificó el nuevo gobierno de «Gabinete
de catafalcos». (
) El gobierno Martínez
Barrio murió antes de nacer. En
su lugar se nombró un gabinete compuesto por los mismos miembros
que el gabinete anterior, pero con una sensible modificación: el
presidente Casares Quiroga, que en razón de sus actividades
resultaba poco popular, era sustituido por el
señor Giral, miembro también de Izquierda
Republicana y todavía más títere de Azaña que
su predecesor. El primer acto de aquel gobierno
fue el de seguir distribuyendo
armas al pueblo. El gobierno republicano que, sin embargo, desde
hacía cinco meses se sentía desbordado por los extremistas,
tomaba deliberadamente la decisión más grave por
sus consecuencias para el país. Dejándose
arrastrar así por los socialistas quienes siempre han
afirmado que no querían ceder sin lucha como los alemanes el
gobierno entregó la España gubernamental a la anarquía.
(
) Así, cupo al señor Prieto dar el finiquito a un
régimen que, entre las manos de Martínez Barrio, podía haberse
salvado. Pero Prieto esperaba sacar sus cualidades
de estratega a la luz del día, y, merced a un
rápido triunfo sobre los alzados, imponerse a sus enemigos
internos, los socialistas revolucionarios de Largo Caballero.
La acusación de Clara Campoamor tiene mucho de veraz: de hecho,
y sin nombramiento alguno, Indalecio Prieto ocupó, aunque sería
mejor escribir «okupó», el Ministerio de Marina y Aire
y puso allí su oficinilla. El asunto es que su rival
Largo Caballero, el «Lenin español» y líder
indiscutible de la poderosa UGT, maniobraba con los ojos
puestos en la inminente revolución. Porque en el ánimo de los
movimientos obreros, el golpe militar no era un problema;
era una oportunidad. Así, durante esa madrugada
agitada, mientras Martínez Barrio intenta reconducir la
situación, los militares socialistas de la UMRA (Unión Militar
Republicana Antifascista), los mismos que habían organizado el
asesinato de Calvo Sotelo, comenzaban a ocupar los puestos clave
de los ministerios de Guerra, Gobernación y Marina. Simeón
Vidarte, el diputado socialista que buscaba el supuesto cadáver
de Casares, nos ha revelado parte del complot:
Llegamos a las traseras del Ministerio de la Guerra. Pregunto
por el capitán Barceló.
¿Es usted el diputado Vidarte, del Frente Popular?
Yo mismo.
Le está esperando a usted.
Traspaso la puerta. Espero, espero
Aparece el capitán
Barceló con varios soldados que vienen transportando unos
pesados cajones que cargan en los tres automóviles (son un
millar de pistolas reglamentarias con su
munición). Barceló habla con los conductores de los vehículos
y le da a cada uno un salvoconducto. Echo la vista por encima del
hombro del capitán. Veo que llevan el sello del Ministerio de la
Guerra.
Si les detienen, ustedes no saben nada. Es un traslado de
armas del Ministerio a Campamento. ¿Van lejos de aquí?
No, muy cerca.
Ojalá tengan suerte.
Las armas llegaron diez minutos después a la Casa del
Pueblo del PSOE, en la calle Piamonte. Se estaba
gestionando la salida clandestina de otro cargamento de armas en
Gobernación y en Campamento. Al mismo tiempo, los
anarquistas desempolvaban los alijos escondidos desde Octubre.
Y en la calle, al correrse el rumor de que Martínez Barrio y
Azaña querían organizar un «gobierno de paz», algunos cientos
de personas se concentraron frente al Palacio gritando «¡traición!»
y «¡armas para el pueblo!», como ya ha
contado Clara Campoamor.
El rumor del nuevo gobierno había puesto de los nervios a los
militares antifascistas más comprometidos. Por ejemplo, al
capitán Barceló que, en pleno trasiego de las pistolas, se
queja a Vidarte:
Conozco a Martínez Barrio y estoy seguro de que será
enemigo de repartir armas al pueblo. ¡Mañana me forman consejo
de guerra!
No tema usted nada. Yo también conozco desde hace muchos
años a nuestro gran maestre.
Duerma tranquilo, yo le respondo de que no le pasará nada.
En La Granja, en Segovia, Miguel Maura, el viejo
monárquico reconvertido en el ala derecha de la República,
esperaba la resolución de la crisis para acudir a Madrid. Había
puesto una sola condición para participar en el gobierno de
salvación nacional: que este ejerciera un periodo
dictatorial, Dictadura Republicana, hasta que
revolucionarios y rebeldes fueran metidos en cintura. Pero no
habría ocasión. Azaña, desalentado, toma el teléfono cuando
empieza a rayar el alba del día 19 de julio.
¿Don Miguel Maura? Le llama de nuevo el presidente de
la República.
Diga, diga, amigo Azaña.
Sí, soy yo mismo
Buenas noches, le he hecho esperar la respuesta pues
deseaba hablarle sin testigos. A su propuesta se han adherido la
mayoría: Martínez Barrio, Giral, Prieto, Besteiro, Viñuales,
Amós Salvador, Fernando de los Ríos, Sánchez Román
Pero,
amigo Maura, Largo Caballero ha
manifestado que él se oponía, y que
desencadenaría la revolución social. Una
amenaza que no sé si puede calificarse siquiera de velada
En ese caso, señor Presidente, es completamente inútil
que vaya a Madrid.
Hemos de esforzarnos todos, amigo Maura;
con la oposición decidida de las masas obreras
con que Largo Caballero nos ha amenazado, no
podíamos intentar nada. Amigos y enemigos nos hacen la jornada
difícil.
Lo comprendo, pero no puedo ni quiero intervenir en lo que
venga. No me alcanza la menor responsabilidad en el actual estado
de las cosas. No pienso mezclarme en el desenlace. Adiós,
amigo Azaña, le deseo buena suerte.
Martínez Barrio tiró la toalla cuando
comprendió que su gobierno iba a nacer muerto. Tampoco había
conseguido convencer a los del otro bando, a los jefes rebeldes.
De todas las versiones que existen de su conversación
con el general Mola, ya sublevado en Pamplona, esta,
debida a los recuerdos del ayudante de Mola y a los del propio
Martínez Barrio, parece la más fiable:
En este momento, los socialistas están dispuestos a
armar al pueblo. Con ello desaparecerán la
República y la democracia. Debemos pensar en
España. Hay que evitar a toda costa la guerra
civil. Estoy dispuesto a ofrecerles a ustedes,
los militares, las carteras que quieran y en las
condiciones que quieran. Exigiremos
responsabilidades por todo lo ocurrido hasta ahora y repararemos
los daños causados.
Con la misma cortesía y nobleza que usted me habla voy a
contestarle. El gobierno que usted tiene encargo de formar no
pasará de intento; si llega a constituirse, durará poco; y
antes que de remedio, habrá servido para empeorar
la situación.
Habría de tener las mismas desconfianzas de usted, que no
las tengo, y la conveniencia general me
impondría el deber de aceptar la tarea. Lo que yo pido a todos
es que como yo cumplo el mío, cumplan el suyo. España quiere
tranquilidad, orden, concordia. Pasadas que sean las horas de
fiebre, el país agradecerá a sus hombres representativos que le
hayan evitado un largo periodo de horror.
No lo dudo. Pero yo veo el porvenir de distinta manera. Con
el Frente Popular vigente, con los partidos activos, con las
Cortes abiertas, no hay, no puede haber, no habrá gobierno
alguno capaz de restablecer la paz social, de garantizar el orden
público, de reintegrar a España a su tranquilidad.
Con las Cortes abiertas y el funcionamiento normal de todas
las instituciones de la República estoy yo dispuesto a conseguir
lo que cree usted imposible. Pero el intento
necesita de la obediencia de los cuerpos armados.
Esa es la que pido, antes de ser poder, y la que impondré e
intentaré imponer cuando lo sea. Espero que en este camino no me
falte su concurso.
Lo que usted me propone es ya imposible. Las
calles de Pamplona están llenas de requetés. Desde
mi balcón no veo más que boinas rojas. Todo el
mundo está preparado para la lucha. Si yo digo ahora a estos
hombres que he llegado a un acuerdo con usted, la
primera cabeza que rueda es la mía. Y lo mismo le ocurrirá a
usted en Madrid. Ninguno de los
dos podemos dominar a nuestras masas. Es tarde, muy tarde.
Después de la guerra, en el exilio, Martínez Barrio se
lamentaría de no haberle ofrecido la cartera de Guerra al
coronel Aranda, en lugar de perder el tiempo con Mola.
«Por lo menos decía, hubiéramos despejado el
enigma de si estaba con ellos o con nosotros y no se hubiera
perdido Oviedo».
El último intento de evitar la guerra, quizá tardío e
incompleto al no contar con el principal partido de la
derecha, la CEDA de Gil Robles; había fracasado. El
nuevo gobierno, el de José Giral, abrió los polvorines y
repartió las armas que la revolución precisaba. Un año
después, en agosto de 1937, Azaña, consciente, aun en
fecha tan temprana, de que la República no iba a poder ganar la
guerra, reflexionaba con el propio Martínez Barrio
sobre aquel desafortunado intento. Y afirmaba:
Se me dirá (yo me lo digo a mí mismo) que una solución tan
prudente, tan razonable, no lo sería tanto, cuando no pudo
realizarse. Para ser realizable la solución, era menester que
fuese comprendida la necesidad que la dictaba (
). Que la
solución pensada en las horas difíciles del 17 de julio fuese
posible o imposible dependía de que comprendiesen
la situación unas docenas de personas. Ya sé yo
que los partidos no iban a entrar de súbito en la percepción
cabal de la necesidad, ni que las masas invitadas, asustadas, enfurecidas
por la traición, iban a formar como quintos a la
voz de mando. Estas dificultades había que afrontarlas. Aunque
se hubiese fracasado, nunca hubiera sido peor, desde el punto de
vista de la autoridad, que lo ocurrido después.
(
) Pero más urgente que combatir a los rebeldes pareció
combatir a los burgueses y al capitalismo. Ahora bien: todo lo
que se ha hecho eficaz en el orden de la guerra, desde entonces
acá, ha sido precisamente en contra de aquel estallido. En
Madrid no quisieron comprenderlo, y menos aún en Barcelona,
donde se lanzaron a toda clase de improvisaciones demoledoras, de
las que aún no nos hemos repuesto. Sé muy bien cuál era el
ánimo de las gentes. Hasta en el partido de Izquierda
Republicana (
) cuando supieron el conato de gobierno,
comenzaron a gritar contra el presidente de la República, llamándome
traidor. ¡Ya usted ve: traidor!
Sí, el gobierno de Martínez Barrio tenía pocas posibilidades y
él siempre fue consciente de ello, aunque, como señalará
malignamente Azaña, con el correr del tiempo pudiera fabular
sobre hechos y conversaciones de dudosa interpretación.
El gobierno que logré formar aquella noche nacía sin
fuerza, y para ser aplastado de un lado por los rebeldes y de
otro por las masas revolucionarias. Tuvimos noticias ciertas
aquella madrugada de que, pocas horas después, nadie nos
obedecería. Veinticuatro horas antes, quizás un gobierno así
hubiera podido desarmar, contener la revolución en algunas
capitales. El mismo Aranda, que estuvo hasta el
final jugando con dos barajas
Es lo
ocurrido en Valencia. ¿Usted
no conoce el discurso que ha pronunciado Franco el 18 de julio [de
1937]?
No, señor.
Pues ha dicho que yo cometí en Valencia una miserable
traición, porque vine a impedir la sublevación, prometiendo que
se formaría un gobierno de orden, y luego entregué a los
oficiales a las iras revolucionarias.
Pese al rechazo irónico con que Azaña despacha esa
argumentación de su viejo correligionario («Estas opiniones de
Martínez Barrio me parecen un poco embarulladas con la
realidad»), lo cierto es que el conato de gobierno hizo
vacilar a algunos de los militares sublevados. En
Valencia, por supuesto, pero el caso de Málaga es el
más claro y bastaría para esterilizar la puya de don
Manuel Azaña. En la capital andaluza, el general
Francisco Patxot Madoz se sumó al Movimiento, aunque
con un entusiasmo perfectamente descriptible,
empujado por sus oficiales. Sacó las tropas a la calle y formó
una columna que, al mando del capitán Huelín, ocupó el centro
de la ciudad y rodeó el gobierno civil. En combate reñido
contra las fuerzas de la Guardia de Asalto, los hombres de
Huelín, bastante más entusiasta que su general, llevaban la
mejor parte cuando recibieron la orden de regresar a los
cuarteles. Su general había hablado minutos antes con
Martínez Barrio, aunque este último, en sus memorias, no lo
cite por su nombre.
Ramón Salas Larrazábal, autor del mejor estudio militar
sobre la guerra civil, cree que ese contacto fue
decisivo:
La causa determinante del cambio de criterio del general fue
doble: de un lado, la conversación telefónica que mantuvo con
Martínez Barrio en la que este le dio cuenta de la constitución
del gobierno pacificador y, de otro, la presencia ante el puerto
del destructor Sánchez
Barcáiztegui, amotinado y en manos de la
tripulación, que había detenido a su comandante,
el capitán de fragata Basterreche.
Martínez Barrio, sin embargo, sí recuerda sus conversaciones de
aquella tarde con el general Miguel Cabanellas, jefe de
la 5.ª División de Zaragoza, quien le da largas; con
el general Batet, en Burgos, que ya había
perdido el mando y la autoridad a manos de sus sublevados
subordinados, «Aquí ya no soy nada»; con el general
Martínez Monge, en Valencia, progubernamental decidido,
aunque fue incapaz de hacerse obedecer por todos sus hombres,
muchos de los cuales permanecieron acuartelados y en actitud
«neutral» hasta ¡el 3 de agosto!; con el general Martínez
Cabrera, en Cartagena, artífice de que la importantísima base
naval quedara en poder de la República; con el general Castelló,
que no sólo le asegura la lealtad de la guarnición de Badajoz,
sino que será ministro de la Guerra en el gobierno de Giral; y,
finalmente, con el ya citado general Emilio Mola Vidal, el
«director» del Movimiento.
De estas conversaciones, Martínez Barrio extrajo la conclusión
de que «había posibilidades de arreglar las cosas» y nombró
un ejecutivo «moderado», en el que figuraba nada menos que
Felipe Sánchez Román, jefe del Partido Nacional Republicano,
que no había querido adherirse al Frente Popular tras las
elecciones de febrero. Su figura y la del general Miaja,
como ministro de Guerra, debían tranquilizar a los militares.
Pero ya sabemos que el PSOE y los comunistas se opusieron y que
Barrio tiró la toalla. «No paró de correr hasta Valencia», le
reprocharía, injustamente, Azaña.
¿Fue también injusta la acusación directa que le hizo
Francisco Franco en su discurso del 18 de julio de 1937?
Ciertamente. Pero el ya jefe del Estado buscaba una
justificación plausible a la improvisación de un golpe
que había degenerado en una tremenda guerra civil sin cuartel,
sin piedad y sin perdón. Y, además, Martínez Barrio
era nada menos que gran maestre de la masonería, uno de los
temas preferidos del general: «Las logias, entonces pujantes,
llaman a sus afiliados, y es Martínez Barrio, el gran Oriente,
quien consuma la traición». Y sigue el general:
Se apela a los jefes militares masones, a los tibios
vacilantes, se da la razón al Ejército y a su conducta
patriótica, se les pone gobierno de orden, se les instiga a
retirar las tropas a los cuarteles, y cuando algunos jefes, con candidez
punible, se dejan convencer, son también
víctimas de las turbas de criminales que el gobierno había
armado. El gobierno del Frente Popular abre las cárceles,
entrega las armas de los parques militares a los asesinos y
ladrones, excita sus bajos instintos e impulsa al crimen y al
saqueo. Y en tal forma, un gobierno, llamándose legal, entregó
a España a la más terrible de las revoluciones que registra la
Historia.
En puridad, Francisco Franco debía haber explicado a su público
que a muchos de los «vacilantes» se encargó él mismo de
encarcelarles o de hacerles fusilar. A la gestión de Martínez
Barrio cabría «reprocharle», si se quiere, el caso de Alicante
y el de Málaga.
El primero lo relata Ramón Salas:
En Alicante se encontraba el cuartel general de la sexta
brigada de Infantería que mandaba el general García Aldave.
Este general intentó mantenerse en situación semejante a la de
Valencia y su absurda pretensión de neutralidad
llegó hasta el punto de pretender elevarla al plano jurídico.
En su relación con la junta delegada del gobierno en Valencia,
cuyo presidente [Martínez Barrio] se desplazó a Alicante para
entrevistarse con él, ofreció que se mantendría en absoluta
obediencia al gobierno con la condición de que no se le obligara
a enviar sus unidades para luchar contra sus compañeros
militares sublevados, condición que al parecer le
fue aceptada por Martínez Barrio, pero que
naturalmente no fue cumplida. El
día 24 de julio de 1936 recibía el general García Aldave la
orden de constituir una columna que debía dirigirse a Albacete
donde todavía no había sido reducida la rebelión. El
general se negó a cumplir la orden aduciendo el
compromiso anterior y fue arrestado, reducido a prisión y más
tarde fusilado.
«Pagó con su vida su inconcebible ingenuidad», se asombra
Ramón Salas. Respecto al caso de Málaga, ya tratado, terminó
cuando el general Patxot fue herido y detenido
por las turbas, que asaltaron los cuarteles el día siguiente de
su retirada; y asesinado en el barco-prisión J.J.
Síster junto a otros oficiales y paisanos un mes
después. Fue uno de las 2.761 «fascistas» víctimas
de la ola revolucionaria malagueña, una de la más sanguinarias,
tras Madrid (16.449), Barcelona (10.226), Valencia (5.347) y
Jaén (3.509); pese a que la mayor parte de la provincia costera
andaluza cayó en poder de los rebeldes a principios de 1937. La
venganza tampoco ahorró sangre: desde la conquista, y hasta
1945, fueron ejecutados o, simplemente, asesinados 3.864
«rojos», lo que hizo de Málaga el principal punto
negro de la represión franquista.
Ciertamente, el tiempo de las palabras y los acuerdos había
pasado. Para Manuel Azaña empezaba el de la «impotencia y
barullo».
«¿A QUIÉN VAN A IR A PARAR ESAS ARMAS? ¿QUÉ USO SE VA A
HACER DE ELLAS?»
«Geografía poco extensa». Con esta frase encriptada,
bastante sencilla, por cierto, el general Francisco Franco
indicaba al general Emilio Mola el 12 de julio de 1936 su
opinión de que convenía aplazar, una vez más, la sublevación
militar. Franco consideraba que la conspiración
carecía de los suficientes apoyos y que en lugares clave, como
Madrid o Barcelona, estaba prácticamente en mantillas. Desde el
gobierno, en muchos casos a golpe de simple intuición, se estaba
llevando a cabo una operación preventiva con destituciones,
traslados y cambios de mando de jefes y oficiales que hacían
demasiado azarosa la aventura. Por supuesto que el general Franco
estaba comprometido con la rebelión, pero era consciente de que
la división interna del Ejército y de las fuerzas de Orden
Público exigían una coordinación perfecta de los conjurados,
que estaba muy, pero que muy lejos de haberse conseguido. Emilio
Mola, sin embargo, creía que su tiempo se acababa y que los
sucesivos retrasos sólo habían servido para mejorar la
posición del gobierno. Si Casares Quiroga daba «una
vuelta de tuerca más» a la reorganización de la cúpula
militar, Mola consideraba que sería imposible el triunfo.
El dilema se resolvería gracias a un factor externo: el
asesinato del diputado de la minoría monárquica José Calvo
Sotelo, en la madrugada del 13 de julio. El crimen
había sido organizado por elementos socialistas de la
UMRA (Unión Militar Republicana Antifascista), y tenía
como objetivo, precisamente, provocar la sublevación en
marcha, a la que se consideraba, con mucho fundamento, en
condiciones precarias de organización.
Los militares afiliados a la UMRA, que se contaban por varios
millares aunque muchos de ellos en situación de reserva
o retiro, habían hecho su propia planificación para cuando
«llegara lo que tenía que llegar». Y una vez puesto
en marcha el mecanismo «acción, reacción, acción»,
no dudaron un momento y actuaron con decisión. Allí donde eran
fuertes y tenían suficientes apoyos, triunfaron; donde
eran débiles, fracasaron. Pero las consecuencias para
la República fueron trágicas y, de hecho, supuso la
liquidación del régimen establecido. Otra cuestión es
que este objetivo también estuviera en sus planes. Para un
amplio sector de la izquierda, la República había dado de sí
todo lo que podía y, ahora, tocaba la Revolución.
Pero una vez abierta la caja de Pandora, la tempestad se
volvería incontrolable. El Frente Popular, salvo en su
determinación de acabar con las derechas católicas,
estaba profundamente escindido. Luis Español Bouché, en su
estudio sobre Clara Campoamor, lo sintetiza:
Mientras que los republicanos amanecieron
divididos, lucharon divididos, perdieron divididos y divididos,
también, marcharon al exilio; el bando nacional
fue paulatinamente alcanzando una unidad basada en el acatamiento
al general Franco.
En una de esas ironías tan frecuentes de la historia, la
UMRA había hecho más por la unidad de sus enemigos que todas
las admoniciones de los prohombres de la derecha. El
asesinato de Calvo Sotelo fue la amalgama donde se fundió la
media España que no tenía más aspiraciones que el respeto
al orden público, la propiedad individual, la libertad religiosa
y la unidad de la patria. Convirtió el golpe militar en
un movimiento y, sobre todo, despejó las dudas de muchos
comprometidos que, como Francisco Franco, creían que era mejor
esperar a tenerlo todo más organizado. El propio
general, en su discurso pronunciado el 18 de julio de 1937,
primer aniversario del Alzamiento, del que ya hemos tomado un
párrafo en el capítulo anterior, reconoce que ese
factor fue determinante:
En la madrugada del 13 de julio sale del Ministerio de
Gobernación una camioneta que ocupan agentes de la autoridad,
llega a la calle Velázquez, aquellos arrancan de su hogar a un
señalado patriota, al que dan muerte, y cuyo cadáver abandonan
en un cementerio. Este crimen de Estado conmovió a España; no
cabían las sumisiones, acatamientos ni esperanzas. La
revolución comunista, fomentada desde las alturas del poder,
había estallado, y el Ejército, haciéndose intérprete del
sentir de todos los españoles honrados, en cumplimiento de un
sagrado deber para Dios y para España, decidió
lanzarse a su salvación. Unas semanas, unos
días más tarde, todo hubiera sido inútil ante el avasallador
ímpetu de un comunista [sic] triunfante.
Hay que hacer algunas precisiones a este párrafo. Primero, que
no se trató de un crimen de Estado; es decir, ejecutado por
orden del gobierno, sino de una rebelión de los
militares socialistas, los «pretorianos» del partido,
que actuaron al margen de un gobierno que, ciertamente, ya era
incapaz de controlar a sus fuerzas de Orden Público. Segundo,
aunque los comunistas intentaban en aquellos momentos, julio del
37, reconducir la revolución para acaparar el poder, su papel en
el estallido de los acontecimientos fue muy secundario, en
especial si lo comparamos con el representado por el PSOE.
Respecto al Ejército, este estaba dividido en dos bandos.
Unos militares «se lanzaron a la salvación de España»; y,
otros, varios miles, pues no.
Pero volvamos a la UMRA. Los testimonios sobre el protagonismo
que tomó la organización «clandestina» socialista,
trufada, como veremos, de militares adheridos a la masonería,
en los prolegómenos del golpe y el desarrollo de la
contrainsurgencia son lo suficientemente explícitos y numerosos
como para desmentir de una vez por todas la existencia de
un «movimiento revolucionario espontáneo». Otra
cuestión es que los acontecimientos acabaran por desbordarlos.
Así, tras la sublevación del Ejército de África, en la tarde
del 17de julio, los jefes de la UMRA, con el teniente
coronel Hernández Sarabia a la cabeza, tomaron
literalmente el Ministerio de Guerra y llevaron a cabo su
pequeña revolución militar. Lo mismo reza para las fuerzas de
Seguridad, aunque estas habían quedado prácticamente
bajo obediencia socialista desde la noche del asesinato de Calvo
Sotelo. Esta, y no otra, fue la causa directa de la
dimisión del presidente del Gobierno, Santiago Casares Quiroga.
El político gallego, miembro de la masonería, descubrió
pronto que existía una organización paralela que dominaba los
centros neurálgicos del poder: Guerra, Marina, Comunicaciones y
Gobernación. Tuvo un acceso de furia, seguido de una
depresión y, por fin, dimitió. Ya sabemos que se echó a dormir,
mientras Azaña y Martínez Barrio se enfrentaban a socialistas,
anarquistas, comunistas y, por supuesto, a los sublevados para
intentar parar la tragedia.
Francisco Largo Caballero escribió el 10 de junio de
1945, en Berlín, en el Cuartel General de la Comandancia del
Ejército Ruso de Ocupación, unas justificaciones de su
proceder en aquellos días de julio de 1936. Acababan de
liberarlo del campo de concentración alemán donde había pasado
tres años, y es de suponer que su memoria sufría alguna
confusión, ya que, frente a todos los testimonios conocidos,
cargó contra Casares Quiroga la responsabilidad de una guerra, a
cuyo estallido él había contribuido notablemente.
Y Casares Quiroga ¿dónde estaba? ¿Qué había hecho de las
fanfarronadas expelidas en el Parlamento cuando alguien le
insinuaba los manejos de los militares? Con ademanes de actor,
entonces trágico, decía: «El que quiera puede salir a la calle:
el gobierno tiene fuerzas y medios suficientes para aplastarlo».
¿Dónde estaba? Iniciada la revolución el que decía
enfáticamente: «El Ejército está con la República» se
derrumbó física y moralmente. Le faltó valor para hacer frente
a una situación creada por su incapacidad, negligencia y falta
de celo en el cumplimiento de un deber superior a sus fuerzas.
Había procedido como un inconsciente e insensato. La historia no
le perdonará su falta de comprensión para la defensa de los
intereses nacionales que le habían encomendado. Por su culpa
España cayó en el abismo.
Algo de culpa, sin duda, le cabe a un presidente
de Gobierno que se declaró «beligerante» contra la mitad de
sus gobernados, los que estaban a la derecha, amenazó en el
Parlamento al jefe de la oposición monárquica y que, además,
aplicaba escrupulosamente la política de «doble rasero» en la
represión de la violencia. Pero, Casares sabía que, junto a las
derechas levantiscas, el otro gran peligro era la
revolución marxista que profetizaba, entre otros, Largo
Caballero por pueblos y ciudades.
De esos días, es interesante y revelador este diálogo del que
fue testigo y coprotagonista Simeón Vidarte.
Participan dos miembros de la Ejecutiva del PSOE, Cordero y
Vidarte, y el todavía presidente del Gobierno y ministro de
Guerra, Casares Quiroga. Es la mañana del 18 de julio de
1936 y no tiene desperdicio:
Casares. Ya me han dicho que ayer estuvieron buscándome
en la Presidencia y aquí y supongo para lo que vienen ustedes.
Cordero. En primer lugar para ofrecernos a usted, en todo
lo que necesite, en estos momentos difíciles. Aunque no es
necesario que se lo digamos, cuente usted incondicionalmente con
el Partido Socialista. Venimos a pedirle que se nos marque
nuestro trabajo.
Casares. En estos momentos me basta con saber que cuento
incondicionalmente con ustedes. Ya por las noticias de la radio y
lo que ustedes sepan por sus organizaciones, están al corriente
de lo que ocurre. Está sublevado el Ejército de África; el
gobierno tiene adoptadas las medidas necesarias para evitar el
paso de los sublevados a la Península y la
Escuadra ha salido a bombardear Ceuta y Melilla e impedir el paso
por el Estrecho.
Cordero. Ya suponemos que el gobierno estará actuando,
pero es de pensar que una sublevación de esta importancia no se
puede realizar aisladamente en África, tiene que haber y usted
lo sabe mejor que nosotros concomitancia y compromisos con
guarniciones
de la Península.
Casares (exaltándose). Ya lo creo que lo sé y varias
veces les he dicho que esto es precisamente lo que
estaba esperando, para acabar con ellos; que se
echen a la calle, que no nos puedan decir como en el 10 de agosto
que no teníamos pruebas para fusilarlos o mandarlos a un
castillo.
Vidarte. Estamos seguros de que usted tendrá tomadas sus
providencias, pero no queremos que puedan encontrar desprevenidos
a nuestros compañeros. El objetivo principal de
nuestra visita, a más de ofrecernos a usted, en
nombre del partido, es el de pedirle que se arme
al pueblo. Armas es lo que nos piden de todas
partes, lo demás es cuenta nuestra
y le aseguro a usted que serán bien utilizadas en defensa de la
República.
Casares (muy nervioso). Yo
no puedo dar órdenes de que se arme al pueblo.
Es muy sencillo eso de repartir armas. Me bastaría llamar ahora
a los gobernadores y decir que las entreguen, ya que en todos los
gobiernos civiles las hay en abundancia, pero ¿a quiénes van a
ir a parar esas armas?, ¿qué uso se va a hacer de ellas? Más
de una vez he dicho pública y privadamente que yo
no sería el Kerenski español. El Gobierno tiene
medios suficientes para afrontar esta situación.
Vidarte. Perdone usted si le insistimos,
incluso le declaramos que nos parece mal que no esté informando
al pueblo de la verdad. Hay muchísima gente que está confiada
en la nota radiada por el gobierno a las ocho de la mañana y
creen que la situación está dominada y que no es todo el
Ejército de África el que está sublevado. Usted sabe las veces
que hemos venido a denunciarles los hechos concretos de la
conspiración y tenemos la seguridad de que ni siquiera en Madrid
puede el gobierno responder de los regimientos que tiene a sus
órdenes. Nosotros respondemos de que las armas
que usted nos entregue han de ir a compañeros socialistas
conscientes de sus deberes, y que servirán para
utilizarlas en defensa de la República.
Casares (interrumpiendo). ¿Y es que puede
usted responderme de los anarquistas, de los comunistas, de las
juventudes unificadas? ¿Es que usted puede
asegurarme que toda España no se va a convertir
en lo que fue Asturias en el mes de octubre?
Vidarte. Eso dependerá en gran parte de la coordinación
con que se actúe entre el gobierno y nosotros. En
el Ejército hay miles de oficiales que pertenecen a la UMRA
y en los que puede usted tener una absoluta confianza. Nos consta
que las listas de toda esa oficialidad, que son millares, las
tiene el gobierno y ellos pueden encuadrar a las milicias
republicanas y socialistas que nosotros le estamos pidiendo se
constituyan y hablen.
Casares. Es inútil. Mientras yo sea
presidente del Consejo, no se armará al pueblo.
El gobierno tiene medios suficientes para controlar la
sublevación. Las noticias que hemos autorizado a dar a la radio
son aquellas que la más elemental prudencia aconsejan; otra cosa
sería alarmar al pueblo.
Cordero. Es que la situación es más grave que como usted
la describe y esto se presta a toda clase de bulos, y la
incertidumbre es mala consejera. Queremos que, no para nosotros,
sino para el Frente Popular, habilite usted un local cerca de su
despacho, para que podamos estar en contacto constantemente, y
que al pueblo se le esté informando continuamente de la verdad
sea cualquiera la gravedad de la misma. Podíamos nosotros
ayudarle a usted utilizando la radio oficial de Gobernación
Casares. Ya esta mañana, me habló Amos Salvador para
hacerme la petición de un local en el Ministerio de la Guerra y
he dado instrucciones de que lo habiliten; así podemos estar en
contacto constantemente. Respecto a que ustedes
utilicen oficialmente la radio para dirigirse al pueblo, no puedo
acceder a ello. (
) Respecto a
armar al pueblo, no sólo me niego a ello, sino
que he dado instrucciones de que si algún jefe pretende abrir
las puertas de los cuarteles al pueblo o entregarle armas, se
le fusile.
Cordero. ¡Entonces usted pretende que se nos vaya a cazar
como a conejos, si es que, igual que se han sublevado las
guarniciones de África, empiezan a sublevarse también en
España!
Casares. Creo que ya les dije a ustedes que el gobierno
cuenta con medios para dominar la sublevación, sin necesidad de hacer
locuras, ni de que arda el país; seguiremos
hablando.
La conversación transcrita, que hemos tomado de las
memorias del mismo Juan-Simeón Vidarte (Todos
fuimos culpables, Fondo de Cultura Económica,
México, 1973), contiene dos afirmaciones categóricas, que los
hechos posteriores convirtieron en temerarias. La primera, cuando
los socialistas de la Ejecutiva garantizan a Casares Quiroga que
las armas que les entregue «han de ir a compañeros socialistas
conscientes de sus deberes, y que servirán para utilizarlas en
defensa de la República». La segunda, cuando Casares afirma que
el gobierno «cuenta con medios para dominar la sublevación, sin
necesidad de hacer locuras, ni de que arda el país».
Poco hay que explicar de adónde fueron a parar las garantías de
Cordero y Vidarte, a menos que consideremos como «compañeros
socialistas conscientes de sus deberes» a tipos de la calaña
del tipógrafo socialista Agapito García Atadell,
organizador de las Brigadas del Amanecer y chequista de
pro, o al teniente coronel Julio Mangada, bajo cuyo mando
miliciano se empezó a fusilar «fascistas» sin juicio el mismo
18 de julio. El propio Juan-Simeón Vidarte
sería testigo directo de las matanzas de la cárcel Modelo, en
el mes de agosto, mientras el director de Seguridad del
Estado lloraba de impotencia en la mesa de un bar próximo.
Pero la afirmación de Casares Quiroga sí presenta algunos
elementos controvertibles. Y el primero de todos es saber si
realmente contaba el gobierno con medios para hacer abortar la
sublevación.
El hecho de que Emilio Mola Vidal hubiera planificado una rebelión
escalonada, para desorientar al gobierno, tenía, como
en el aforismo militar sobre el combate nocturno, ventajas
y desventajas: «ventaja: de noche, el enemigo no nos ve;
desventaja: de noche, no vemos al enemigo». Bromas aparte, la
ventaja era que, en efecto, el gobierno se vio inundado desde la
madrugada del 18 de julio de una marea de bulos, rumores y
consejos alarmistas que ahogaban y desvirtuaban las noticias e
informes ciertos. Fueron esas horas las que, como ya hemos
apuntado y trataremos en profundidad, aprovecharon las
organizaciones paramilitares socialistas para
infiltrarse indisimuladamente en la maquinaria operacional del
Ejército. Esta confusión permitió, por ejemplo, la maniobra de
distracción del coronel Antonio Aranda en Oviedo. La
desventaja fue que anuló el factor sorpresa, alentó
las vacilaciones de muchos jefes y oficiales que miraban
de reojo lo que hacían sus compañeros, con la esperanza de
apostar a caballo ganador, y, en definitiva, dio tiempo a
organizar la reacción defensiva en lugares como
Barcelona, Valencia, Bilbao y, especialmente, Madrid.
Se aducirá que tanto Madrid como Barcelona habían sido dadas
por perdidas en los planes de Mola, pero no es cierto.
En el primer caso, no se esperaba, desde luego, una repetición
de lo ocurrido el 6 de octubre de 1934, cuando las tropas del
general Batet ocuparon y derrotaron sin dificultad a las fuerzas
de la Generalidad sublevada, pero se creía posible mantener una
situación en tablas, con la ocupación de los principales puntos
de la ciudad por los rebeldes, en tanto se despejaba el resto de
España. En la capital, se consideraba como una opción realista
que los sublevados se hicieran fuertes en el centro de la ciudad,
en espera de enlazar con las columnas de socorro que debían
venir de Valencia y el norte. Los fracasos rebeldes sin
paliativos en Madrid, Barcelona y Valencia condenaron al país a
la guerra larga, pero en su mayor parte no se deben
atribuir a la «reacción popular», sino a las sabias medidas
preventivas adoptadas por el gobierno de Casares Quiroga y a la
fidelidad que mantuvieron la mayor parte de las fuerzas de Orden
Público, numerosas, aguerridas, entrenadas y muy bien armadas,
en las principales ciudades españolas.
En el caso barcelonés, cuenta el falangista
José María Fontana (Los catalanes en la guerra de España,
Grafite Ediciones, Baracaldo, 2005):
A principios de 1936, la totalidad de la guarnición estaba
dispuesta a actuar, e incluso se firmó un documento de
compromiso por parte de la Guardia Civil. Las fuerzas de Asalto
tenían más de setenta oficiales juramentados, constituyendo la
participación más clara y segura. Después de las elecciones [de
febrero] y victoria, manu militari, de la izquierda, se
perdió bastante fuerza por sustituciones y traslados de los
jefes y oficiales comprometidos.
El 19 julio de 1936, con la situación militar barcelonesa en
tablas, mientras la mayor parte del resto de Cataluña había
caído en manos de los sublevados, sin casi oposición, fue
la intervención decisiva de la Guardia Civil al mando del
coronel Escobar la que dio la victoria al gobierno.
Bien es verdad [relata José María Fontana] que el
absurdo estaba en alza en aquellos días, pues de
otro modo no podría concebirse por quien, como yo, había
conspirado abiertamente en los cuarteles de la Guardia Civil, que
los jefes del benemérito instituto jugaran la carta contraria al
Alzamiento, alineándose al lado de la FAI. (
)
Ahora bien: en medio de tanta locura individual y colectiva hay
que reconocer que Companys, desde su ángulo inmediato y corto de
vista, procedió, en apariencia, habilidosamente, aun a costa de
millares de cadáveres, ya que su alianza con la
FAI le hizo ganar la partida del 18 de julio, y
a los dos años él había aplastado a la FAI. Ni
siquiera, al sentarse, triunfante, sobre el enorme montón de
víctimas, ni él ni su Generalidad eran nada, ni
nadie les hacía caso. ¡Triste y bochornoso
final, para haber llegado a él a través de océanos de sangre!
En Barcelona, como en Madrid o en Bilbao, fueron
decisivas las fuerzas de Orden Público. En todo caso,
es legítima la afirmación de las izquierdas al argüir que sin
la colaboración de las milicias armadas, las fuerzas del
gobierno por sí solas hubieran sido incapaces de vencer. Es
legítima, pero, como ocurre en sentido contrario, indemostrable.
Pura historia ficción. No es ficción, sin embargo, que mientras
se mantuvo una cierta organización militar en aquellos
regimientos que habían permanecido fieles a la República, esas
unidades se mostraron decisivas a la hora de impedir nuevos
avances rebeldes. Y eso fue así, pese a la resistencia pasiva o,
incluso, activa de muchos oficiales que simpatizaban con los
sublevados. Es el caso de Albacete, por ejemplo.
La escasa guarnición de la ciudad manchega se sublevó el 20 de
julio. Apenas un centenar de efectivos, entre
soldados en funciones de ordenanzas, adscritos a la Caja de
Recluta número 23, sus oficiales y varios militares en
situación de reserva. Contaron con el apoyo inestimable del cuerpo
de Seguridad de la capital, que no pasaba del centenar
de hombres entre agentes de Policía y guardias de Asalto; y con
el tercio de la Guardia Civil, unos trescientos hombres,
desperdigados por los distintos pueblos de la provincia.
También unas docenas de voluntarios civiles,
pero casi sin armas largas. Aun con tan escasa fuerza, la
sublevación se impuso sin resistencia digna de reseña no sólo
en la capital, sino en los pueblos principales:
Villarrobledo, La Roda, Hellín, Chinchilla y Almansa.
La reacción del gobierno se produce el día 21 de julio y cuenta
con la ayuda de la recién fundada Junta Gubernamental Delegada
en Valencia que, como sabemos, presidía Martínez Barrio,
después de su «huida» de Madrid. De Alicante, Alcoy, Cartagena
y Murcia parten dos columnas republicanas. La
primera, la de Alicante, llevaba como delegado político al
diputado de Izquierda Republicana Vicente Sol, que actuaba como
representante de Martínez Barrio. También al comandante de
Estado Mayor Sintes, de dudosa lealtad
gubernamental, tanto que fue detenido tras la toma de Almansa,
remitido a Alicante y fusilado. Pero lo que
importa aquí es la composición de esa fuerza: guardias de
asalto de Alcoy y Alicante, dos compañías de carabineros,
guardias civiles, soldados de los regimientos Tarifa y
Guadalajara; y sí, también, algunos milicianos.
La otra columna, la organizada con fuerzas de Cartagena y Murcia,
constaba de unidades de Infantería del regimiento Sevilla, una
compañía de Infantería de Marina, unidades de Asalto y
carabineros, y el grupo de baterías de artillería de Murcia,
que mandaba el comandante Berdonces. Es decir, el noventa por
ciento de las unidades volcadas sobre Albacete eran tropa
regular o profesional y estaba mandado por oficiales de carrera.
En Hellín, el comandante Berdonces y los tenientes Arcas
y Vayo se pasaron al enemigo con parte de los cañones y
se replegaron a Albacete para colaborar en la defensa. Pero a
pesar de este golpe bajo, las unidades republicanas mantuvieron
su cohesión y reforzadas con varias compañías de Marinería y
con nuevas baterías procedentes de la unidad que había ganado
el aeródromo de Los Alcázares, tomaron al asalto la
capital el día 25. Poco pudieron hacer los defensores
ante esa abrumadora superioridad de fuerzas profesionales y bien
equipadas, apoyadas además por media docena de aviones. Los
regimientos y las fuerzas de Orden Público habían actuado como
un Ejército regular y el resultado no podía ser otro. Luego, de
la limpieza de «fascistas» de la provincia,
casi todos sus habitantes a tenor de la nula oposición local al
Alzamiento, ya se encargarían unidades milicianas.
Concedámosle, pues, a Casares Quiroga un punto de razón
cuando afirmaba que el gobierno disponía de bazas, aun
en medio de todo el lío, para dominar a los sublevados. El
reparto de las tropas y oficiales del Ejército de Tierra entre
los dos bandos había quedado en tablas y lo
mismo reza para la Guardia Civil. Pero la superioridad de
los gubernamentales en fuerzas de Asalto, Carabineros, Marina y
Aire era absoluta. Además contaba con los principales
centros de organización y reclutamiento, y los servicios
centrales, desde Veterinaria a Cartografía, pasando por Oficinas
militares y Automóviles. La resolución del problema consistía,
desde el punto de vista de Casares, en actuar sobre la base leal
del Ejército y, fundamentalmente, las fuerzas de Orden Público
una vez que se tuviera una comprensión cabal del alcance de la
rebelión en la Península y, lo más importante de todo,
mantener el bloqueo del Estrecho para impedir el paso de las
fuerzas de África. A partir de ahí, tras la
depuración de los jefes y oficiales sospechosos, se llevaría a
cabo la apelación al reclutamiento y llamamiento de quintas.
Pero sus compañeros socialistas del Frente Popular, que no del
gobierno, tenían otros planes. Como ya hemos
apuntado, en cuanto Casares comprendió que sus órdenes eran
desobedecidas y que se le había instalado dentro del propio
andamiaje gubernamental una estructura paralela,
dimitió.
«¿NO LE PARECE QUE FUIMOS UNOS BÁRBAROS?»
En las escasas treinta y seis horas que Casares Quiroga
retuvo el poder tras el alzamiento de las guarniciones
africanas dictó varias medidas sagaces que, cuando menos,
indican la existencia de una cierta planificación previa.
Así, ordenó la destitución y detención de los
coroneles Valcázar, González Badía y Romero de Tejada; del
teniente coronel Julio Ríos, de los comandantes Muñoz
Valcárcel, Écija Villen y Barrera Campos; de los capitanes
Cordoncillo y de la Gándara, y de los tenientes López Benito y
Dorado Ríos. Todos ellos estaban ciertamente
comprometidos en la conspiración de Mola en Madrid y su
neutralización tuvo efectos decisivos en el fracaso de los
sublevados madrileños. Su segunda medida fue ordenar la concentración
de medios aéreos y navales en el área del Estrecho y,
la tercera, reforzar las fuerzas de Orden Público de la
capital de España llamando a las unidades de Asalto de
varias provincias limítrofes. De esta manera, consiguió reunir
a sus órdenes directas a más de cinco mil hombres de
Seguridad, profesionales; fuerza sobrada para hacer
frente a cualquier contingencia. La febril actividad de Casares
no terminaba allí: decretó nada menos que cuatro
cambios sucesivos en la Jefatura de la Primera División
madrileña, destituyó y nombró nuevos jefes de las
fuerzas de Orden Público y Carabineros, y de la Inspección
Central del Ejército.
Sin embargo, la descripción que nos han dejado las fuentes
socialistas de la actividad del presidente del Gobierno durante
esas horas no parece tener otro motivo que el de justificar una
actuación claramente desleal. Veamos a Julián Zugazagoitia, director
de El Socialista y en aquellos momentos amigo incondicional de
Indalecio Prieto:
Casares pasó por unas crisis rayanas en la pérdida del
juicio. Sus reacciones ante la noticia de nuevas adversidades
estaban tan faltas de serenidad como sobradas de violencia. La
persona que me proporcionaba los informes de lo que sucedía en
el Palacio de Buenavista estaba atribulada: «Aquel Ministerio
me decía es una casa de locos, y el más furioso de
todos es el ministro. No duerme, no come. Grita y vocifera como un
poseído. Su aspecto da miedo, y no me
sorprendería que en uno de los accesos de furor se cayese muerto,
con el rostro crispado por una última rabia no manifestada. No
quiere oír nada en relación con el armamento del pueblo
y ha dicho, en los términos más enérgicos, que quien se
propase a armarlo por su cuenta será fusilado».
En lo único que podríamos estar de acuerdo con Zugazagoitia es
en que aquel Ministerio era, efectivamente, «una casa», pero no
precisamente de locos.
El mismo día 18 de julio, por la mañana, se reintegraba al
servicio activo el teniente coronel Hernández Saravia,
uno de los jefes de la UMRA, estrechamente relacionado con Largo
Caballero. De inmediato, como cuenta Ramón Salas, se
hizo el amo del Ministerio, hasta el punto de que llegó
a ejercer simultáneamente los cargos de ministro y de
jefe del Estado Mayor. Sus «indicaciones» eran
asumidas como órdenes hasta por generales como Manuel de la Cruz
Boullosa, efímero subsecretario, uno de cuyos hijos, José de la
Cruz Presa, alférez, se había encerrado voluntariamente en el
Cuartel de la Montaña con el general Fanjul, donde moriría con
la mayor parte de sus compañeros.
Los jefes y oficiales afiliados a la UMRA, entre los que se
encontraban casi todos los destinados en la Guardia Presidencial
y en el grupo de Infantería del Ministerio, se apoderaron de
todos los puestos neurálgicos del mando y de las comunicaciones,
en estrecha coordinación con los delegados especiales que el
PSOE y la UGT, como ya hemos visto, habían conseguido instalar
físicamente en los propios edificios oficiales.
Desde el principio, la obsesión de todos fue conseguir
armamento para las milicias propias, que habían sido
concentradas y puestas en alerta desde el asesinato de Calvo
Sotelo. No es de extrañar, por lo tanto, que Hernández Saravia
hiciera firmar al subsecretario Cruz Boullosa una serie de
órdenes por las que se mandaba concentrar en el Parque Central
de Artillería todos los medios de movilización disponibles en
Madrid. El Parque estaba al mando del teniente coronel
Rodrigo Gil, miembro de la UMRA y también estrecho colaborador
de Largo Caballero.
Los jefes de los distintos acuartelamientos y depósitos,
desconcertados, intentaron retrasar el cumplimiento de la orden,
exigiendo una confirmación escrita que, por supuesto, les llegó
con la firma del general Cruz Boullosa. Es decir, mientras
Casares Quiroga amenazaba con fusilar a quien repartiera armas a
las milicias, su subsecretario, Cruz Boullosa, ordenaba
la entrega de las reservas de fusiles, granadas de mano
y munición a disposición de un teniente coronel dirigente de la
UMRA. El mismo día 18 de julio, el teniente coronel Gil entregó
unos doscientos fusiles, con alguna dotación de cartuchos, a
una delegación de la Casa del Pueblo, sede de la UGT, encabezada
por la diputada socialista Margarita Nelken, tal y como
ella misma le confesó al historiador Burnett Bolloten, en 1940. Otro
lote lo recibió el comunista Juan Modesto, y ya sabemos
que en el Ministerio de Guerra, el capitán Luis Barceló,
jefe del Grupo de Infantería, había cedido un millar de
pistolas reglamentarias, con su munición, al diputado socialista
Vidarte, que fueron a parar a la sede del PSOE de la calle de
Piamonte. Pero una tercera expedición en busca de armas,
también socialista, acabaría por precipitar la sublevación
militar en Madrid
Aunque en el Parque Central de Artillería el teniente coronel Rodrigo
Gil disponía de unos sesenta mil fusiles, estos carecían de los
imprescindibles cerrojos. Era una medida de precaución
adoptada por el general Virgilio Cabanellas a raíz de los
sucesos de octubre del 1934. Los cerrojos se encontraban
almacenados en el Cuartel de la Montaña, bajo el mando
del coronel Sierra, que estaba comprometido con los sublevados.
El día 18 de julio, tras un tira y afloja con los ayudantes de
Hernández Saravia, Serra había remitido unos cinco mil
cerrojos al Parque de Artillería, «para limpiar y
engrasar»; pero cuando al día siguiente se le exigieron
los cincuenta y cinco mil restantes, se negó de plano y se
colocó, por fin, en franca rebelión.
Existían, sin embargo, varios millares de fusiles
completos en las unidades regimentales de Campamento, en
Carabanchel, y daba la casualidad de que el jefe de una de las
unidades allí destacadas, el batallón de Zapadores, era el
teniente coronel Ernesto Carratalá, militante socialista,
colaborador de Indalecio Prieto, masón y miembro, cómo
no, de la UMRA. Prieto había quedado con él en que se
entregarían un millar de fusiles para las milicias socialistas.
En la madrugada del 18 al 19 de julio:
se presentaron en el cuartel cuenta Simeón
Vidarte Enrique Puente, jefe de la
Motorizada, y varios jóvenes socialistas.
Llevaban tres camiones para cargar los fusiles. El teniente
coronel Carratalá había dado ya las
instrucciones de entregar el millar de fusiles
cuando varios capitanes y tenientes complicados en la
sublevación se opusieron a la entrega de las armas. Aunque
Carratalá quiso imponerse como jefe del regimiento [sic] y
responsable del mismo y les increpó llamándoles traidores y
ordenando a los soldados que les detuvieran, aquellos no se
arredraron y sacando las pistolas dispararon
contra el teniente coronel y lo mataron.
Naturalmente que los jóvenes socialistas salieron del cuartel
más que deprisa. La muerte del querido hermano
Carratalá me apenó profundamente.
En la refriega, que fue mucho más amplia de lo que deja entrever
Vidarte, no sólo cayó muerto Carratalá; también lo fueron el
alférez Marcial Gil Gómez, el brigada Francisco Leal y Leal, y
el sargento Valentín González Martínez. Los tres habían
intentado apoyar al teniente coronel. De sus contrarios,
resultaron heridos graves los capitanes Pelegrí y Herraiz. No
hubo bajas entre la tropa, porque los soldados no intervinieron
en un problema que, hasta el momento, sólo atañía a los mandos.
Pero, mientras, la cuestión política había hecho crisis en la
dirección que más podía interesar a las izquierdas: Martínez
Barrio había renunciado y su sustituto, el doctor José Giral
Pereira, ministro de Marina en el gobierno de Casares Quiroga y
contertulio de Manuel Azaña, había aceptado el encargo del
presidente de la República de formar gobierno. Iba a ser un
gobierno de guerra y, por supuesto, su primera orden fue
para autorizar el reparto de armas.
De todas formas, varios cientos de milicianos socialistas,
comunistas y anarquistas ya habían sido armados
«extraoficialmente» y se dispersaron por Madrid y sus
alrededores en misiones de vigilancia y control.
Patrullaban por las calles grupos de obreros que empezaban a
detener los coches. No se veía un soldado y, lo que me pareció
más sorprendente, un solo guardián del Orden Público. La
ausencia de los poderes coactivos del Estado era notoria.
(Testimonio de Martínez Barrio)
Al punto de la media noche quedan guardadas todas las salidas
de la Puerta del Sol. Los alrededores de los cuarteles, los
centros obreros, los barrios populares y las entradas de la
ciudad. Los obreros armados controlan el tráfico de vehículos.
Coches y tranvías son minuciosamente registrados. Patrullas
volantes recorren en automóviles los distintos barrios, llevando
órdenes, revistando puestos de guardia.
(Testimonio del dirigente comunista César Falcón)
Al llegar a la capital vimos que tenía un aspecto muy
distinto del de unas pocas horas antes: disparos en cada esquina,
iglesias ardiendo y grupos de milicianos haciendo fuego sin orden
ni concierto contra los «pacos», tiradores desconocidos que con
un disparo de pistola desde una azotea, creaban una conmoción
terrible en todo un barrio, y eran contestados por miles de
fusiles y decenas de ametralladoras que acribillaban todo. Junto
a un templo, cerca de la calle de Toledo, el camino estaba
cortado. En la torre, rodeada ya del humo del incendio, decían
que alguien se había refugiado, aunque nada se veía y el
tiroteo desde los alrededores era muy intenso. (
) La
situación real, que podía observar el que mirase a la calle, es
que había terminado la II República. La sublevación militar,
paradójicamente, había desencadenado la revolución que
pretendía impedir y el poder efectivo estaba en manos de los
grupos armados, de anarquistas, socialistas y comunistas, aunque
se mantuviera formalmente el gobierno como símbolo de la
legalidad republicana ante la opinión internacional.
(Testimonio de Manuel Tagueña Lacorte, dirigente de las
Juventudes Socialistas Unificadas)
En la mañana del lunes 21 de julio [sic] me desperté, por
primera vez en mi vida, al son de un insistente cañoneo. Algo se
me encogía en el estómago al constatar que aquello ya no era el
ruido de algún disparo de fusil que tantas veces me había
perturbado el sueño en los últimos cuatro o cinco años de
agitada vida madrileña. Aquello que oía desde mi cama en la
cálida mañana de julio era evidentemente otra cosa. Me levanté
y salí a la calle. Madrid parecía transformado. De la noche a
la mañana, jóvenes de ambos sexos que pertenecían a diferentes
organizaciones sindicales parecían haber adoptado un uniforme
común: el mono azul. Habían confiscado gran cantidad de coches
y se dedicaban a patrullar las calles de Madrid, sacando
escopetas y pistolas por las ventanillas. (
) Uno tenía que
tomar sus precauciones cuando salía de casa. En aquella mañana
del mes de julio me costó bastante llegar hasta la esquina.
Allí me di cuenta de que la parroquia del barrio estaba en
llamas. Le pregunté a un obrero quién la había incendiado. El
obrero dio un repaso a mi traje burgués de americana y corbata
antes de contestarme: «Camarada, los curas se han hecho fuertes
en el interior y nos han disparado desde dentro
Pensamos
que había llegado la hora de darles un escarmiento». Es
difícil saber si fueron los curas o los obreros los que
empezaron aquella refriega. Durante aquel día ardieron cinco o
seis iglesias en Madrid.
(Testimonio de Henry Buckley, corresponsal de The Daily
Telegraph)
En la sede de la CNT le recibieron con abrazos. La sede del
sindicato, como la Casa del Pueblo de los socialistas, era un
hervidero de gentes que buscaban armas, se presentaban para la
«batalla» y salían a cumplir diversas misiones. Pronto le
asignaron a Cipriano Mera un cometido. Con un grupo de hombres,
tenía que tomar un palacio de la Castellana donde se decía que
se habían depositado las armas fascistas. Cuando él y su grupo
llegaron al palacio no hallaron armas, pero descubrieron que
saqueadores civiles se llevaban un botín completo: sillas,
vasijas, vajillas de plata
(Tomado de Guerra, exilio y cárcel de un anarcosindicalista.
Cipriano Mera)
Sí, la II República había terminado. La gran operación contra
la República burguesa llevada a cabo por el sector socialista de
Largo Caballero había tenido éxito. Mucho tiempo después, en
el exilio, Luis Araquistain, consejero áulico de Largo Caballero,
director del semanario de la UGT Claridad y adversario sin
contemplaciones de Indalecio Prieto, explicaba a Juan Marichal,
el compilador y exegeta de la obra de Manuel Azaña, cómo
habían llevado a buen término esa «maniobra de gran estilo»
para acabar con la República burguesa.
Tiendo a dar considerable peso de verdad escribe Juan
Marichal al siguiente relato que me hizo don Luis
Araquistain poco antes de su muerte en París. Según Araquistain,
el grupo extremista del Partido Socialista, en el cual él mismo
era la cabeza más «pensante», quería eliminar a Azaña de
toda posición gubernamental de carácter ejecutivo, e impedir
asimismo que Prieto fuera nombrado primer ministro. De ese modo,
el gobierno estaría en manos sobradamente incapaces para frenar
a las masas o para calmar a las derechas y se precipitaría el
paso a un gobierno francamente revolucionario. La maniobra,
según Araquistain, fue muy sencilla de realizar: se «empujó»
a Azaña hacia la presidencia de la República y cuando este (como
era de esperar) pensó en Prieto para sustituirle a la cabeza del
gobierno, se encontró con un veto absoluto de su propio partido,
el Socialista. «Así los inutilizamos a los dos», me dijo el
antiguo dirigente socialista, añadiendo: «¿No le parece a
usted que fuimos unos bárbaros?».
Araquistain no era ya, por supuesto, el mismo hombre que, imbuido
de un mesianismo revolucionario de vocación tardía, escribía
en agosto de 1936 a su esposa Trudi que «las cosas no pueden ir
mejor dentro de la desorganización militar que creó la
sedición de los rebeldes. (
) En suma, que la victoria es
indudable, aunque todavía pasará algún tiempo en barrer de
todo el país a los sediciosos. La limpia va a ser tremenda. Lo
está siendo ya. No va a quedar un fascista ni para un remedio,
sobre todo los más significados. No hay quien contenga a la
gente».
El historiador Burnett Bolloten, autor de la conocida y
monumental historia de la revolución de 1936, también da
crédito al relato que le hizo Araquistain a Marichal y, además,
cita una fuente concordante:
El relato de Marichal ha sido confirmado por Mariano Ansó,
ministro durante la guerra civil (titular de Justicia, en
noviembre de 1938) quien, a pesar de sus diferencias políticas,
siguió manteniendo relaciones cordiales con Araquistain. Según
Ansó, durante una conversación mantenida con el dirigente
socialista varios años después, este no omitió ni el más
mínimo detalle sobre la «maniobra de gran estilo concebida por
él y puesta en práctica por el largocaballerismo dueño de los
resortes del Partido Socialista». «Coincido con Marichal afirma
Ansó, en que en el relato de Araquistain había algo de
asombro y quizás de remordimiento por las inmensas consecuencias
de su actuación.»
Indalecio Prieto debía de ser consciente de aquella maniobra o,
cuando menos, intuirla. Su actuación a partir de aquel episodio
(abril de 1936) en el que no se decidió a gobernar con el apoyo
de la derecha republicana, «para no fracturar irremediablemente
el partido», fue siempre tormentosa y en muchas ocasiones
inexplicable. Conviene recordar la cita de Clara Campoamor:
«Prieto esperaba sacar sus cualidades de estratega a la luz del
día y, merced a un rápido triunfo sobre los alzados, imponerse
a sus enemigos internos, los socialistas revolucionarios de Largo
Caballero».
De momento, en aquellos primeros dos días de guerra la
situación de las izquierdas evolucionaba favorablemente dentro
de la gravedad. En Barcelona, la sublevación había sido
aplastada y el general Goded, llegado a la Ciudad Condal desde
Mallorca para hacerse cargo del mando cuando ya estaba todo
decidido, capturado vivo. El presidente de la Generalidad, Luis
Companys, le hizo hablar por la radio anunciando su derrota y
desligando a sus hombres del compromiso contraído con él y con
la sublevación.
Aquí sería preciso hablar también del general Goded [escribe
José María Fontana en su ya citada obra Los catalanes en la
guerra de España]; pero preferimos no hacerlo. Al fin y al
cabo murió por España. A pesar de las cortinas de humo y de los
silencios, no podemos olvidar aquella voz difundida por la radio
(
). El Alzamiento había triunfado en Lérida, Seo de
Urgell, Gerona, Mataró y no tenía enemigo serio en Tarragona.
En toda Cataluña no se movieron las fuerzas de izquierda hasta
que no oyeron al general, y aun en muchos sitios hasta el lunes (día
20 de julio) o el martes, pues la verdad es que los contingentes
comunistas y anarquistas eran muy escasos y los núcleos
importantes de la Ezquerra no hicieron acto de presencia militar
ni en Barcelona ni en el resto de Cataluña. Sólo la victoria
inesperada las reanimó algo. Leamos el juicio del enemigo:
«¿Quién puede desconocer el inconmensurable valor político de
las declaraciones que nuestro Presidente, Luis Companys, obtuvo
del jefe faccioso, al declarar delante del micrófono a todas las
fuerzas insurrectas y a todo el mundo su fracaso?». Si esto
escribió un hombre tan frío como Tarradellas, por algo será. A
pesar de todo, el recuerdo de aquella sonrisa despectiva y de
aquel cigarrillo humeante frente a la chusma de políticos y
milicianos, en el quieto amanecer del foso de Montjuich, nos
llena de simpatías y de dolor por aquel general valiente que
supo morir como vivió.
La batalla de Barcelona había sido brutal. Prácticamente todas
las unidades militares de la Guarnición, apoyadas por un
centenar de falangistas y doscientos voluntarios tradicionalistas,
salieron a las calles para ocupar los centros neurálgicos de la
ciudad. Pero la tropa era muy escasa, a causa de los permisos de
verano, y se registraron bastantes deserciones, incluso de
oficiales y jefes progubernamentales, que consiguieron retener al
escuadrón de Alcántara y a la fundamental Brigada de
Infantería dentro de los cuarteles. Aun así, los escuadrones de
Caballería de Montesa y Santiago; la Artillería ligera y el
grupo de Montaña, con otras unidades, comenzaron su marcha
convergente por las avenidas de Barcelona desde sus
acuartelamientos en la periferia.
Enfrente, cerca de un millar de milicianos anarquistas; unos
armados el día anterior por la Generalidad, y otros, los más,
provistos de las armas incautadas en los barcos mercantes
atracados en el puerto y en las armerías de la ciudad. Junto a
ellos los mozos de Escuadra, los carabineros y, sobre todo, las
fuerzas de la Guardia de Asalto. Si los sublevados creyeron
contar con la colaboración de algunos de estos últimos, se
equivocaron. En tres meses, se habían producido sesenta y un
cambios de destino y destituciones entre los oficiales de Asalto,
garantizando para la República la fidelidad de una fuerza eficaz
cercana a los dos mil hombres.
La incógnita residía en el comportamiento de la Guardia Civil.
Y fue un factor determinante, a su vez, en la decisión de
entregar armamento a la CNT y la FAI. Veamos. Con las fuerzas de
Orden Público al servicio de la Generalidad, su jefe, el
capitán de Caballería Federico Escofet Alsina, consideraba que
se podía hacer frente a la inminente sublevación sin necesidad
de armar a los anarquistas. Escofet, que había participado
activamente en la revolución de Octubre de 1934 y fue condenado
a muerte y amnistiado, no sólo guardaba una manifiesta
antipatía a los anarcos, sino que temía, y con razón, las
consecuencias de armar a aquellos bárbaros. Desde el asesinato
de Calvo Sotelo, el 13 de julio, el capitán Escofet había
llevado a cabo una previsora política de acercamiento con los
jefes de la Guardia Civil, el general José Aranguren y el
coronel Antonio Escobar, y consideraba, con fundamento, que la
Benemérita se mantendría fiel al gobierno. Pero, desde luego,
no podía tener una seguridad absoluta del comportamiento de
aquel millar de hombres, que veía en los anarquistas y los de la
Ezquerra a sus «enemigos naturales». En la duda, hizo lo que
pudo: limitar la entrega de armas a unos mil fusiles y otras
tantas pistolas.
El avance hacia sus objetivos de las fuerzas sublevadas fue
penoso. En duros combates callejeros, en medio de emboscadas y
francotiradores, las columnas tuvieron que detenerse y pasar a la
defensiva en plena calle o buscando refugio en los edificios más
sólidos. De cualquier forma, la situación estaba en tablas. El
general Goded, recién llegado en avión, trataba afanosamente de
reorganizar la ofensiva y pedía refuerzos a Mataró, Gerona y
Palma de Mallorca. En el bando contrario, el peso de la lucha
había recaído hasta entonces en la Guardia de Asalto,
tremendamente desgastada a causa de las bajas. También las
milicias anarquistas, con menos experiencia, habían sufrido
mucho: casi seiscientos muertos se contarían al acabar todo.
Situación confusa, de espera en tensión, cuando
Corre la voz de que viene la Guardia Civil; desde el lugar que
ocupa Felipe Villaró, junto al chiringuito situado frente al
edificio de la Universidad, no se les ve. Por un instante se
detiene el tiroteo. El comandante Gibert de la Cuesta está cerca
de una ametralladora manejada por un brigada. La expectación y
la incertidumbre les dominan a todos.
Comienza a estar cansado y desalentado; las emociones han sido
excesivas para un muchacho de su edad. Ha disparado, ha visto
caer muertos y heridos a compañeros suyos; a su vez también
ellos han matado y herido a numerosos enemigos: paisanos y
guardias de Asalto. Por efecto del calor, de que no ha comido y
de la emoción, nota un ligero aturdimiento. A primera hora
detuvieron a un diputado sindicalista, Ángel Pestaña, muy
conocido en los medios obreros barceloneses. Le han retenido
algún tiempo en el interior de la Universidad, donde se ha
establecido el puesto de mando de este sector; después ha sido
enviado al cuartel de Montesa. Requetés de paisano han venido a
ofrecerse; les han destacado en la parte trasera del edificio
para que lo defiendan por ese lado.
Está cundiendo el desánimo. Advierten que desde hace unas horas
se han colocado a la defensiva y que los guardias y los
anarquistas se comportan como dueños de la ciudad. Por la parte
del casco antiguo, se alzan columnas de humo negro; están
quemando las iglesias.
Aparecen los primeros guardias civiles con un jefe al frente.
¿Habrán decidido intervenir a su favor? ¿O vendrán a
atacarles? En la aparición de estos guardias, seguros de sí
mismos, revestidos del prestigio que el uniforme les da ante la
gente de orden, hay como una incitación al fatalismo que anula
cualquier decisión de tomar iniciativas. Si se han puesto por
fin a favor del Ejército, vencerán; si por el contrario vienen
a atacarles, resulta inútil resistirse.
La maniobra es rápida, en pocos minutos la plaza se ha llenado
de uniformes que han desbordado las primeras líneas de defensa.
Imposible contarlos, son muchísimos; ni los oficiales ni los
soldados han disparado un tiro.
El jefe, que lleva en la mano un bastón de mando, se aproxima al
comandante Gibert de la Cuesta.
Mi coronel, sin novedad en la plaza de la Universidad.
El coronel que manda a los guardias civiles se le queda mirando
con fijeza; no sonríe, no aprueba, no hay en su mirada un
destello de camaradería o solidaridad.
¿Qué hace usted aquí, comandante, con esta gente? ¿Por
orden de quién han disparado ustedes?
El comandante, cuya fatiga se acusa en los trazos del rostro,
parece perplejo.
Por orden del coronel de mi regimiento y al servicio del
movimiento salvador de España.
El rostro del coronel de la Guardia Civil se contrae; echa el
brazo atrás y en gesto rapidísimo golpea con el pomo del
bastón en el estómago del comandante. El dolor le dobla un
instante. El coronel de la Guardia Civil se vuelve hacia sus
subordinados.
¡Detenedle, es un rebelde!
Se produce un movimiento de desconcierto. Los guardias apresan al
comandante; otros se abalanzan sobre el brigada de la
ametralladora y sobre los servidores. Todo ocurre muy aprisa. Oye
la voz enérgica del coronel:
¡Todos presos! (
)
Uno de los oficiales, a quien sacan los guardias de Asalto del
casino militar, se vuelve hacia la Guardia Civil y grita
desaforadamente.
¡Canallas, traidores!
Al oficial lo arrastran a empellones hasta una camioneta
descubierta aparcada en la calle de Fontanella. En la camioneta,
unos muchachos detenidos también, contemplan tristemente la
escena.
(Tomado de Luis Romero, Tres días de julio, editorial
Ariel. Edición definitiva de 1994)
Dos cazas rojos ametrallaron repetidas veces las torres del
edificio y la plaza de la Universidad. En los primeros momentos
hubo una pequeña confusión porque creímos que dichos aviones
eran afectos a la causa nacional (
). Hasta las catorce
horas llevábamos cogidos al enemigo unos treinta o cuarenta
coches y más de quinientos prisioneros. Estos estaban integrados
por una pequeña parte de guardias de Asalto y un gran número de
militantes de los partidos marxistas como podía verse por los
carnés que les fueron ocupados. La inmensa mayoría de estos
detenidos iba provista de pistolas, y otros de escopetas.
Alrededor de las 14:30 horas, vimos venir hacia nosotros unos
destacamentos de la Guardia Civil, con visibles señales de paz,
haciendo señales con pañuelos blancos, a los que con la mayor
alegría viendo en ellos a unos hermanos de lucha, hicimos paso
confiando en su lealtad al pacto que voluntariamente habíamos
contraído. (
) Seguidamente fueron liberados los
prisioneros que habíamos tomado al enemigo y nosotros desarmados
y detenidos, siendo conducidos a la calle Aribau, frente a la
horchatería Valencia. Allí procuramos quitarnos la ropa militar
y nos evadimos la mayoría de los requetés, contando con la
complicidad benévola de algún elemento sano de la Guardia Civil,
descontentos de la traición de sus jefes.
(Informe del requeté Juan Correa, tomado de La represión
política en Cataluña, de César Alcalá, Grafite Ediciones,
2005)
Con el correr de los meses, y tras la feroz represión de
Barcelona y la ocupación del poder por los libertarios ocupación
completa que dejó a la Generalidad convertida en una simple
fachada hasta el punto de que un anarquista, Barriobero,
privatizó para sí el Palacio de Justicia, con sus rentables
juzgados de lo Civil casi medio millar de los guardias
civiles del Tercio de Barcelona se pasarían a las filas de
Franco o morirían en el intento. Pero la sensación
interiorizada por los rebeldes de que la Guardia Civil de
Barcelona había cometido un acto deliberado de traición no se
extinguiría hasta la muerte, ya por razones biológicas, de los
supervivientes. Tras la guerra, la represión de los jefes y
oficiales del Tercio de Barcelona fue tremenda. Entre los meses
de marzo y noviembre de 1939 murieron fusilados el general José
Aranguren, el coronel Antonio Escobar Huertas, el coronel
Francisco Brotons, el teniente coronel Modesto Lara Molina, el
teniente coronel Juan Aliaga Crespi, el teniente coronel Antonio
Moreno Suero, el teniente coronel Juan Colinos Suevo, el
comandante Mariano Aznar Monfort y el teniente Pedro Garrido
Martínez.
Pero si en el otro bando, el republicano, las inmediatas y duras
represalias barcelonesas sobre los alzados y sus supuestos, o
reales, colaboradores tenían su razón en la dureza de la lucha,
no se entienden otras venganzas catalanas como las de Lérida o
Gerona, donde los sublevados depusieron las armas prácticamente
sin combatir. En esta última provincia, por ejemplo, fueron
asesinados 165 sacerdotes, 69 religiosos y cuatro monjas. La
brutalidad desatada hizo que los delegados de la Generalidad
Layret y Amadeo Oliva, este último jefe, además, de la
Comisaría de Orden Público, abandonaran sus puestos y aun la
región; lo que haría preguntarse a José María Fontana: ¿por
qué los sembradores de vientos no quieren saber luego de las
tempestades?
En Madrid, las noticias del fracaso de la sublevación en
Cataluña se recibieron con el lógico alborozo pese a que, por
fin, la rebelión había dado la cara en la capital de España y
la situación seguía siendo confusa y volátil.
Mientras todas las diligencias, previsiones y precauciones
tomadas con acierto por los militares socialistas de la UMRA
empezaban a dar réditos, la organización hacía agua en el
campo rebelde madrileño. Los escalones de mando altos de la
guarnición más numerosa de España y la mejor dotada estaban
desempeñados por generales y jefes cuidadosamente escogidos por
su lealtad republicana. Por el contrario, los encargados de
llevar a cabo la sublevación, los generales Villegas, Fanjul y
García de la Herrán, no tenían mando efectivo alguno. Contaban
con apoyos notables entre algunos coroneles y tenientes coroneles
y, sobre todo, entre la oficialidad más joven; pero, perseguidos
implacablemente por la Policía y los hombres de la UMRA,
tuvieron que cambiar frecuentemente de alojamiento durante los
días clave. De hecho, el papel de Villegas, encargado de tomar
el Ministerio, se perdió en la confusión reinante; Fanjul, que
debía hacerse cargo del Cuartel General de la 1.ª División,
acabó por incorporarse al Cuartel de la Montaña, una vez que el
coronel Serra, como vimos, se declaró en rebeldía, negándose a
entregar los cincuenta y cinco mil cerrojos de fusil que restaban.
Sólo García de la Herrán cumplió con el cometido previsto,
haciéndose con el mando del cuartel de Campamento, en
Carabanchel.
Había que actuar rápido, pero no se hizo. Mientras se preparaba
en Campamento la salida de las unidades, retrasada una y mil
veces por las resistencias de los militares leales al gobierno,
otro de los acuartelamientos comprometidos, el de artillería de
Getafe, sacó algunas piezas e hizo fuego sobre el aeródromo,
pero los rebeldes fueron pronto reducidos por una combinación de
ataque exterior (con fuerzas de Aviación, Asalto y las primeras
unidades milicianas socialistas armadas la tarde anterior) y una
contrasublevación interna a cargo del comandante Enrique Jurado
Barrio. Este oficial, jefe de uno de los grupos del regimiento,
había sido arrestado por los rebeldes en los primeros momentos,
pero en la confusión y el desánimo se liberó y recuperó el
mando. En Campamento de Carabanchel ocurrió algo similar. Una
reacción interior acabó con el mando y la vida del general
García de la Herrán. Bombardeados por la Aviación, que se
había puesto, salvo algunas excepciones, del lado del gobierno,
rotos los lazos de disciplina, el general murió a manos de sus
propios soldados. Otros acuartelamientos de Madrid, como
Pacífico, Remonta o Vicálvaro, apenas ofrecieron conatos de
rebelión. El regimiento de Trasmisiones de El Pardo optó por la
fuga: abandonó el cuartel en formación motorizada y cruzó la
sierra de Guadarrama a tiros para unirse a los rebeldes. Entre
los soldados figuraba un hijo de Largo
Caballero.
Sólo quedaba, a primeras horas de la tarde del día 20, como
sublevado, el Cuartel de la Montaña, enorme recinto en el que se
acuartelaban diversos regimientos y dependencias. En total, un
millar de hombres, incluidos unos ciento cuarenta falangistas y
sesenta cadetes que estaban de permiso en Madrid, pero minados,
como en todas partes, por las disensiones y por las resistencias
internas de los partidarios de la República.
Además, la UMRA se había movido con precisión y, ya en la
tarde anterior, sin seguir el cauce oficial, el coronel Rodrigo
Gil, el mismo que empezó a repartir armas contra las órdenes
explícitas de Casares Quiroga y Martínez Barrio, había hecho
emplazar en la plaza de España dos piezas de artillería del 105
y una más del 155, único calibre capaz de atravesar los muros
del caserón. Los cañones estaban mandados por el capitán
Urbano Orad de la Torre, uno de los oficiales de la UMRA,
también masón, complicado en la organización del asesinato de
Calvo Sotelo.
Técnicamente no se puede hablar de asalto en regla al Cuartel de
la Montaña. Acompañados de una gran multitud de paisanos
curiosos, la mayoría desarmados, los guardias de Asalto
organizaron el cerco y entró en juego la Aviación de Getafe y
la Artillería del capitán Orad de la Torre. En medio del
desconcierto, algunos soldados del cuartel abrieron el portón y
otros enarbolaron una bandera blanca desde una ventana. La
multitud se abalanzó sobre el edificio y fue barrida por las
ametralladoras de los sublevados a quienes nadie había dado la
orden de rendición y que, además, no habían podido ver la
bandera blanca. Nuevos cañonazos, más deserciones, fuego de
fusilería y ametralladoras por ambas partes y, por fin, sin que
los historiadores se pongan de acuerdo en la sucesión de los
hechos, una compañía de la Guardia Civil penetraba en el patio
principal desde el parque del Oeste, al tiempo que se abrían las
puertas que daban a la plaza de España.
El asalto popular sí fue, entonces, masivo. La izquierda siempre
ha justificado la matanza que siguió en que se trataba de un
movimiento espontáneo llevado a cabo por una población
indignada. Y se arguye con el asunto de la bandera blanca como
argumento incontestable. Sin embargo, los relatos de los testigos
no suelen concordar y explican mal cómo fue posible que los
jefes más caracterizados, como Sierra o Fanjul, fueran cogidos
vivos para ser juzgados y fusilados ejemplarmente. Más parece
que se trató de un movimiento «espontáneo», pero
perfectamente controlado.
_______________________________________________
(*) NOTA DE LA REDACCIÓN: Este texto corresponde a los tres
primeros capítulos del libro de Alfredo Semprún, La
memoria oculta del PSOE en la Guerra Civil (LibrosLibres,
2006). Queremos agradecer tanto al autor como al director de la
editorial LibrosLibres, Álex Rosal, su gentileza
por facilitar la publicación de dicho texto en Ojos de Papel.
--------------------------------------------
-------------------------------
http://www.abc.es/sociedad/20140417/abci-testimonios-cristianos-existencia-jesus-201403101319.html
Flavio Josefo
En aquel tiempo apareció Jesús, un hombre sabio, (si es lícito llamarlo hombre); porque fue autor de hechos asombrosos, maestro de gente que recibe con gusto la verdad. Y atrajo a muchos judíos y a muchos de origen griego. (Él era el Mesías) Y cuando Pilato, a causa de una acusación hecha por los principales de entre nosotros lo condenó a la cruz, los que antes le habían amado, no dejaron de hacerlo. (Porque él se les apareció al tercer día de nuevo vivo: los profestas habían anunciado éste y mil otros hechos maravillosos acerca de él) Y hasta este mismo día la tribu de los cristianos, llamados así a causa de él, no ha desaparecido (Flavio Josefo: Testimonium flavianum en Antigüedades judías (91-94) ).
Entre paréntesis aparecen los fragmentos que los expertos debaten si pudieron ser o no añadidos posteriormente.
En otra parte de su obra, Josefo explica el martirio de Santiago haciendo referencia a
Jesús, que es llamado Mesías
Tácito (56-118 d.C.)
Tácito (56-118 d.C.), Anales, habla del incendio de Roma en el año 64 en tiempos del emperador Nerón e informa de las sospechas existentes acerca de que había sido el propio Nerón el que habría ordenado prender fuego a la ciudad y recoge cómo
para acallar el rumor, Nerón creó chivos expiatorios y sometió a las torturas más refinadas a aquellos a los que el vulgo llamaba crestianos, [un grupo] odiado por sus abominables crímenes. Su nombre proviene de Cristo, quien bajo el reinado de Tiberio, fue ejecutado por el procurador Poncio Pilato. Sofocada momentáneamente, la nociva superstición se extendió de nuevo, no sólo en Judea, la tierra que originó este mal, sino también en la ciudad de Roma, donde convergen y se cultivan fervientemente prácticas horrendas y vergonzosas de todas clases y de todas partes del mundo.
Plinio el Joven (112 d.C) siendo procónsul en Bitinia escribió una carta al emperador Trajano, que se conserva en la actualidad, para preguntarle que debía hacer con los cristianos.
Decidí dejar marcharse a los que negasen haber sido cristianos, cuando repitieron conmigo una fórmula invocando a los dioses e hicieron la ofrenda de vino e incienso a tu imagen, que a este efecto y por orden mía había sido traída al tribunal junto con las imágenes de los dioses, y cuando renegaron de Cristo, (Christo male dicere). Otras gentes cuyos nombres me fueron comunicados por delatores dijeron primero que eran cristianos y luego lo negaron. Dijeron que habían dejado de ser cristianos dos o tres años antes, y algunos más de veinte. Todos ellos adoraron tu imagen y las imágenes de los dioses lo mismo que los otros y renegaron de Cristo. Mantenían que la sustancia de su culpa consistía sólo en lo siguiente: haberse reunido regularmente antes de la aurora en un día determinado y haber cantado antifonalmente un himno a Cristo como a un dios, (Carmenque Christo quasi deo dicere secum invicem). Hacían voto también no de crímenes, sino de guardarse del robo, la violencia y el adulterio, de no romper ninguna promesa, y de no retener un depósito cuando se lo reclamen.
Trajano le contestó a Plinio diciéndole que no buscara a los cristianos pero cuando se les acusara debían ser castigados a no ser que se retractaran.
Suetonio (70 -140), en su libro Sobre la vida de los césares, dice a propósito de la expulsión de los judíos de Roma ordenada por el emperador Claudio, que
andaban siempre organizando tumultos por instigación de un tal Chrestus.
Los Hechos de los Apóstoles traen el dato de la expulsión de los judíos de Roma al dar cuenta de que Aquila y Priscila acababan de llegar (a Corinto) desde Italia por haber decretado Claudio que todos los judíos saliesen de Roma.
El escritor griego Luciano de Samosata escribió en el año 165 una sátira sobre los cristianos en su obra La muerte de Peregrino.
Consideraron a Peregrino un dios, un legislador y le escogieron como patrón , sólo inferior al hombre de Palestina que fue crucificado por haber introducido esta nueva religión en la vida de los hombres (...) Su primer legislador les convenció de que eran inmortales y que serían todos hermanos si negaban los dioses griegos y daban culto a aquel sofista crucificado, viviendo según sus leyes, escribía el griego.
----------------------------------------------
Andrés Fernández de Andrada (Sevilla 1575 - México 1648)
La Epístola Moral a Fabio
según Agapito Maestre es la principal obra de filosofía
española de todos los tiempos.
(http://revista.libertaddigital.com/einstein-y-ortega-1276230226.html).
La Epístola Moral a Fabio se atribuyó a poetas como Bartolomé Leonardo de Argensola o Francisco de Rioja. Adolfo de Castro demostró en 1875 que el verdadero autor es Andrés Fernández de Andrada (La Epístola Moral a Fabio no es de Rioja. Cádiz. 1875)
Epístola Moral a Fabio
Fabio, las esperanzas cortesanas
prisiones son do el ambicioso muere
y donde al más astuto nacen canas.
El que no las limare o las rompiere,
ni el nombre de varón ha merecido,
ni subir al honor que pretendiere.
El ánimo plebeyo y abatido
elija, en sus intentos temeroso,
primero estar suspenso que caído;
que el corazón entero y generoso
al caso adverso inclinará la frente
antes que la rodilla al poderoso.
Más triunfos, más coronas dio al prudente
que supo retirarse, la fortuna,
que al que esperó obstinada y locamente.
Esta invasión terrible e importuna
de contrarios sucesos nos espera
desde el primer sollozo de la cuna.
Dejémosla pasar como a la fiera
corriente del gran Betis cuando airado
dilata hasta los montes su ribera.
Aquel entre los héroes es contado,
que el premio mereció, no quien le alcanza
por vanas consecuencias del estado.
Peculio propio es ya de la privanza
cuanto de Astrea fue, cuando regía
con su temida espada y su balanza.
El oro, la maldad, la tiranía
del inicuo procede y pasa al bueno.
¿Qué espera la virtud o qué confía?
Ven y reposa en el materno seno
de la antigua Romúlea, cuyo clima
te será más humano y más sereno.
Adonde por lo menos, cuando oprima
nuestro cuerpo la tierra, dirá alguno:
«Blanda le sea», al derramarla encima;
donde no dejarás la mesa ayuno
cuando te falte en ella el pece raro
o cuando su pavón nos niegue Juno.
Busca, pues el sosiego dulce y caro,
como en la oscura noche del Egeo
busca el piloto el eminente faro;
que si acortas y ciñes tu deseo
dirás: «Lo que desprecio he conseguido,
que la opinión vulgar es devaneo».
Más precia el ruiseñor su pobre nido
de pluma y leves pajas, más sus quejas
en el bosque repuesto y escondido,
que agradar lisonjero las orejas
de algún príncipe insigne, aprisionado
en el metal de las doradas rejas.
Triste de aquel que vive destinado
a esa antigua colonia de los vicios,
augur de los semblantes del privado.
Cese el ansia y la sed de los oficios,
que acepta el don y burla del intento
el ídolo a quien haces sacrificios.
Iguala con la vida el pensamiento,
y no le pasarás de hoy a mañana,
ni quizá de un momento a otro momento.
Casi no tienes ni una sombra vana
de nuestra antigua Itálica, ¿y esperas?
¡Oh error perpetuo de la suerte humana!
Las enseñas grecianas, las banderas
del senado y romana monarquía
murieron, y pasaron sus carreras.
¿Qué es nuestra vida más que breve día
do apenas sale el sol cuando se pierde
en las tinieblas de la noche fría?
¿Qué más que el heno, a la mañana verde,
seco a la tarde? ¡Oh ciego desvarío!
¿Será que de este sueño se recuerde?
¿Será que pueda ver que me desvío
de la vida viviendo, y que está unida
la cauta muerte al simple vivir mío?
Como los ríos, que en veloz corrida
se llevan a la mar, tal soy llevado
al último suspiro de mi vida.
De la pasada edad, ¿qué me ha quedado?
¿O qué tengo yo, a dicha, en la que espero
sin ninguna noticia de mi hado?
¡Oh, si acabase, viendo cómo muero,
de aprender a morir antes que llegue
aquel forzoso término postrero:
antes que aquesta mies inútil siegue
de la severa muerte dura mano,
y a la común materia se la entregue!
Pasáronse las flores del verano,
el otoño pasó con sus racimos,
pasó el invierno con sus nieves cano;
las hojas que en las altas selvas vimos
cayeron, ¡y nosotros a porfía
en nuestro engaño inmóviles vivimos!
Temamos al Señor, que nos envía
las espigas del año y la hartura
y la temprana pluvia y la tardía.
No imitemos la tierra siempre dura
a la aguas del cielo y al arado,
ni la vid cuyo fruto no madura.
¿Piensas acaso tú que fue criado
el varón para rayo de la guerra,
para surcar el piélago salado,
para medir el orbe de la tierra
y el cerco donde el sol siempre camina?
¡Oh, quien así lo entendiese cuánto yerra!
Esta nuestra porción, alta y divina,
a mayores acciones es llamada
y en más nobles objetos se termina.
Así, aquella que al hombre sólo es dada,
sacra razón y pura, me despierta,
de esplendor y de rayos coronada;
y en la fría región dura y desierta
de aqueste pecho enciende nueva llama,
y la luz vuelve a arder, que estaba muerta.
Quiero, Fabio, seguir a quien me llama
y callado pasar entre la gente,
que no afecto los nombres ni la fama.
El soberbio tirano del Oriente,
que maciza las torres de cien codos
del cándido metal puro y luciente,
apenas puede ya comprar los modos
del pecar; la virtud es más barata,
ella consigo misma ruega a todos.
¡Pobre de aquel que corre y se dilata
por cuantos son los climas y los mares,
perseguidor del oro y de la plata!
Un ángulo me basta entre mis lares,
un libro y un amigo, un sueño breve,
que no perturben deudas ni pesares.
Esto tan solamente es cuanto debe
naturaleza al simple y al discreto,
y algún manjar común, honesto y leve.
No, porque así te escribo, hagas conceto
que pongo la virtud en ejercicio;
que aun esto fue difícil a Epicteto.
Basta al que empieza aborrecer el vicio
y el ánimo enseñar a ser modesto;
después le será el cielo más propicio.
Despreciar el deleite no es supuesto
de sólida virtud, que aun el vicioso
en sí propio le nota de molesto.
Mas no podrás negarme cuán forzoso
este camino sea al alto asiento,
morada de la paz y del reposo.
No sazona la fruta en un momento
aquella inteligencia que mensura
la duración de todo su talento.
Flor la vimos primero hermosa y pura,
luego materia acerba y desabrida,
y perfecta después, dulce y madura.
Tal la humana prudencia es bien que mida
y dispense y comparta las acciones
que han de ser compañeras de la vida.
No quiera Dios que siga los varones
que moran nuestras plazas, macilentos,
de la virtud infames histrïones;
esos inmundos, trágicos, atentos
al aplauso común, cuyas entrañas
son infaustos y oscuros monumentos.
¡Cuán callada que pasa las montañas
el aura, respirando mansamente!
¡Qué gárrula y sonante por las cañas!
¡Qué muda la virtud por el prudente!
¡Qué redundante y llena de ruido
por el vano, ambicioso y aparente!
Quiero imitar al pueblo en el vestido,
en las costumbres sólo a los mejores,
sin presumir de roto y mal ceñido.
No resplandezca el oro y los colores
en nuestro traje, ni tampoco sea
igual al de los dóricos cantores.
Una mediana vida yo posea,
un estilo común y moderado,
que no note nadie que lo vea.
En el plebeyo barro mal tostado
hubo ya quien bebió tan ambicioso
como en el vaso múrrino preciado;
y alguno tan ilustre y generoso
que usó, como si fuera plata neta,
del cristal transparente y luminosos.
Sin la templanza, ¿viste tú perfeta
alguna cosa? ¡Oh muere!, ven callada,
como sueles venir en la saeta;
no en la tonante máquina preñada
de fuego y de rumor, que no es mi puerta
de doblados metales fabricada.
Así, Fabio, me muestra descubierta
su esencia la verdad, y mi albedrío
con ella se compone y se concierta.
No te burles de ver cuánto confío,
ni al arte de decir, vana y pomposa,
el ardor atribuyas de este brío.
¿Es, por ventura, menos poderosa
que el vicio la virtud? ¿Es menos fuerte?
No la arguyas de flaca y temerosa.
La codicia en las manos de la suerte
se arroja al mar, la ira a las espadas,
y la ambición se ríe de la muerte.
¿Y no serán siquiera tan osadas
las opuestas acciones si las miro
de más ilustres genios ayudadas?
Ya, dulce amigo, huyo y me retiro
de cuanto simple amé; rompí los lazos.
Ven y verás al alto fin que aspiro
antes que el tiempo muera en nuestros brazos.
--------------------------------------
Rodrigo Caro (Utrera, Sevilla, 1573 - Sevilla, 10 de agosto de 1647)
Estos, Fabio, ¡ay dolor!, que ves ahora
campos de soledad, mustio collado,
fueron un tiempo Itálica famosa.
Aquí de Cipión la vencedora
colonia fue; por tierra derribado
yace el temido honor de la espantosa
muralla, y lastimosa
reliquia es solamente
de su invencible gente.
Sólo quedan memorias funerales
donde erraron ya sombras de alto ejemplo
este llano fue plaza, allí fue templo;
de todo apenas quedan las señales.
Del gimnasio y las termas regaladas
leves vuelas cenizas desdichadas;
las torres que desprecio al aire fueron
a su gran pesadumbre se rindieron.
Este despedazado anfiteatro,
impío honor de los dioses, cuya afrenta
publica el amarillo jaramago,
ya reducido a trágico teatro,
¡oh fábula del tiempo, representa
cuánta fue su grandeza y es su estrago!
¿Cómo en el cerco vago
de su desierta arena
el gran pueblo no suena?
¿Dónde, pues fieras hay, está, el desnudo
luchador? ¿Dónde está el atleta fuerte?
Todo desapareció, cambió la suerte
voces alegres en silencio mudo;
mas aun el tiempo da en estos despojos
espectáculos fieros a los ojos,
y miran tan confusos lo presente,
que voces de dolor el alma siente,
Aquí nació aquel rayo de la guerra,
gran padre de la patria, honor de España,
pío, felice, triunfador Trajano,
ante quien muda se postró la tierra
que ve del sol la cuna y la que baña
el mar, también vencido, gaditano.
Aquí de Elio Adriano,
de Teodosio divino,
de Silo peregrino,
rodaron de marfil y oro las cunas;
aquí, ya de laurel, ya de jazmines,
coronados los vieron los jardines,
que ahora son zarzales y lagunas.
La casa para el César fabricada
¡ay!, yace de lagartos vil morada;
casas, jardines, césares murieron,
y aun las piedras que de ellos se escribieron.
Fabio, si tú no lloras, pon atenta
la vista en luengas calles destruidas;
mira mármoles y arcos destrozados,
mira estatuas soberbias que violenta
Némesis derribó, yacer tendidas,
y ya en alto silencio sepultados
sus dueños celebrados.
Así a Troya figuro,
así a su antiguo muro,
y a ti, Roma, a quien queda el nombre apenas,
¡oh patria de los dioses y los reyes!
Y a ti, a quien no valieron justas leyes,
fábrica de Minerva, sabia Atenas,
emulación ayer de las edades,
hoy cenizas, hoy vastas soledades,
que no os respetó el hado, no la muerte,
¡ay!, ni por sabia a ti, ni a ti por fuerte.
Mas ¿para qué la mente se derrama
en buscar al dolor nuevo argumento?
Basta ejemplo menor, basta el presente,
que aún se ve el humo aquí, se ve la llama,
aun se oyen llantos hoy, hoy ronco acento;
tal genio o religión fuerza la mente
de la vecina gente,
que refiere admirada
que en la noche callada
una voz triste se oye que llorando,
«Cayó Itálica», dice, y lastimosa,
eco reclama «Itálica» en la hojosa
selva que se le opone, resonando
«Itálica», y el claro nombre oído
de Itálica, renuevan el gemido
mil sombras nobles de su gran ruina:
¡tanto aún la plebe a sentimiento inclina!
Esta corta piedad que, agradecido
huésped, a tus sagrados manes debo,
les do y consagro, Itálica famosa.
Tú, si llorosa don han admitido
las ingratas cenizas, de que llevo
dulce noticia asaz, si lastimosa,
permíteme, piadosa
usura a tierno llanto,
que vea el cuerpo santo
de Geroncio, tu mártir y prelado.
Muestra de su sepulcro algunas señas,
y cavaré con lágrimas las peñas
que ocultan su sarcófago sagrado;
pero mal pido el único consuelo
de todo el bien que airado quitó el cielo
Goza en las tuyas sus reliquias bellas
para envidia del mundo y sus estrellas.