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Un Concilio en la era mariana bajo la protección de María y José

F.C.V [Francisco CanalsVidal]. Editorial en Cristiandad, Barcelona, abril-mayo-junio 1988

El misterio de la Iglesia sólo puede ser comprendido y sentido en una perspectiva de fe, por la que veamos a Cristo, viviendo en ella como a su Cabeza y Esposo, y sintamos que el Espíri,tu Santo la anima como su alma.

Siempre a lo largo de la historia, y en nuestros días según las particulares circunstancias que derivan del influjo hegemónico de los grandes medios de comunicación modernos, se ha corrido el riesgo de que incluso los hijos de la Iglesia perdamos de vista el sentido verdadero de los grandes acontecimientos que en ella, como cuerpo social visible encarnado en la historia humana, se van sucediendo.

La verdadera perspectiva para comprenderlos no es otra que la «sobrenatural», la de la fe. Quien fue el inspirador de esta Revi'sta insistía en decir que "la necesidad más urgente de nuestros tiempos es la de sobrenaturalizarlo todo, incluso el Romano Pontífice". Sobrenaturalizarlo, es decir, respetar 'la verdadera naturaleza de una realidad puesta por Dios en el mundo para Salvación y divinización de la humanidad.

Para «sobrenaturalizar el Condlio Vaticano II», esto es, para verlo tal cual es como un Concilio de la Igllesia Católica, puede contribuir sin duda, de la forma más íntima y radicail,el tener siempre presente uno de los caracteres más específicos y singulares de este Concilio de nuestro tiempo, y por el que se presenta ciertamente como llevando en sí una dimensión «nueva» y «sin precedentes», aunque profundamente arraigada en la Tradición Apostólica y eclesiástica.

E:l Concilio Vaticano II se desenvolvió, desde su convocatoria hasta su clausura oficial, y según se reiteró en todas sus sesiones por los Papas Juan XXIII y Paulo VI:

«Bajo la protección de la Bienaventurada Virgen María proclamada Madre de la Iglesia, y de San José su ínclito Esposo».

Juan XXIII lo convocó

«confiando en el auxilio del Divino Redentor, principio y fin de todas las cosas, y en la intercesión de su Augusta Madre la Bienaventurada Virgen María, y de San José, a cuya tutela confiamos desde el principio tan importante acontecimiento».

En su carta Apostólica de 19 de marzo de 1961 invocaba a San José como

«PROTECTOR DEL CONCILIO ECUMENICO VATICANO II», «PROTECTOR DE LA IGLESIA UNIVERSAL».

Aquella «deformación naturalista» que tantas veces rige la versión «publicitaria» de los acontecimientos eclesiales, ha sido causa del casi general desconocimiento de este misterioso aspecto del Concilio. La gran asamblea ecuménica, que contiene en el capítulo mariológico de su Constitución Dogmática sobre la Iglesia, el texto conciliar más importante después de Efeso sobre María, la Virgen Madre de Dios, se desenvolvió por voluntad pontificia bajo la expresa protección y Patrocinio de San José, el ínclito Patriarca, cabeza de la Famillia Sagrada de Nazaret, reconocido desde Pío IX por Patrono de la Iglesia.

En otras ocasiones en la historia había ocurrido que un Concilio se utilizase capciosamente para hacer olvidar la doctrina de los anteriores. Es ésta siempre una posición equivocada. La Iglesia avanza progresivamente en la comprensión del misterio revelado, pero como notó el Concilio Vaticano I, lo hace manteniéndose en la misma doctrina y en el mismo significado, cada vez mejor expresado y más expilicitado, y por lo mismo nunca minimizado o alterado.

Pocas semanas después del Concilio Vaticano II señalaba Pablo VI el riesgo de ignorar que en él no se desarrollaba la totalidad del dogma y de la doctrina católica, sino que sólo se desenvolvían algunas dimensiones y aspectos, mientras había que considerar inalterada y reafirmada toda la enseñanza anterior del Magisterio eclesiástico a lo largo de los siglos.

Las tentaciones de algunos de alegar el hecho del Vaticano II como un punto de partida en una dirección tal, que les permite dejar de lado prácticamente el contenido de sus documentos, y la totalidad del magisterio anterior y posterior al mismo, calificando como «involutivas» y «preconciliares» todas las afirmaciones coherentes con la Tradición de la Iglesia; o las de otros que niegan en nombre del Concilio Vaticano II la vigencia de doctrinas que fueron enseñadas por los Papas, y que ellos entienden retractadas por el Concilio mismo, aunque éste afirme explícitamente su vigencia; o las tentaciones de quienes descalifican el Concilio Vaticano II porque entienden también que ha ignorado o ha destruido la doctrina católica en puntos importantes; parece cierto que podrían ser más fácilmente superadas teniendo siempre presentes, en la realidad del Concilio, aquellas enseñanzas y actitudes en que más directamente brilla el mensaje sobrenatural de la sa:lvación.

Como Paulo VI y Juan XXIII durante los años del Concilio Vaticano II, y con Juan Pablo II, en el presente Año Mariano y su Magisterio, nos conviene ver siempre el Concilio como un acontecimiento de la Iglesia inserto en esta Era de María, la que comenzó del modo más patente y luminoso en el año de la definición de la Inmaculada Concepción de María en 1854.

La presencia, en nuestra plegaria y en nuestra doctrina, en las tareas apostólicas y en la catequesis, de María, Madre de la Iglesia, y del Patriarca San José, Protector de la Iglesia y del Concilio Vaticano II sería remedio suave y alentador, fácil e invencible, contra los riesgos y desviaciones que han caracterizado las crisis de nuestro tiempo. Hay que poner el postconcilio en la misma perspectiva y ambiente en que las palabras pontificias pusieron el Concilio: BAJO LA PROTECCION DE MARIA Y JOSE.

F.C.V.

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«La raíz del impulso de evangelización y de todo el dinamismo misionero no puede ser otro que una madura "conciencia de verdad", o sea, la convicción, fuertemente presente en el ánimo de los evangelizadores y de los catequistas, de que la verdad de Cristo, confiada a la Iglesia como a intérprete fiel y anunciadora incansable, es la única verdad en la que se da la salvación, para los hombres de hoy y de mañana como para las primeras generaciones de creyentes».

JUAN PABLO II a los obispos italianos, 3·V·88

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«Para gloria de la Virgen y consuelo nuestro, Nos proclamamos a María Santísima Madre de la Iglesia, es ,decir, Madre de todo el pueblo de Dios, tanto de 'los fieles, como de los pastores que la llaman Madre amorosa, y queremos que de ahora en adelante sea honrada e invocada por todo el pueblo cristiano con este gratísimo títuilo».

Pablo VI, Concilio Vaticano II, 1965