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San José, ejemplo de abandono confiado a la Divina Providencia

Francisco Canals Vidal, Catedrático de Metafísica de la Universidad de Barcelona, 
CRISTIANDAD Al Reino de Cristo por la devoción a los Sagrados Corazones de Jesús y María
Año LX, n 860, Barcelona, marzo 2003

Eminentísima dignidad de San José

"No hay duda -afirma León XIII en su encíclica Quamquam pluries de 15 de agosto de 1889- de que San José se acercó más que nadie a la excelentísima dignidad por la que la Madre de Dios es superior a todas las naturalezas creadas".

"La casa que José gobernó con potestad paterna contenía los principios de la Iglesia naciente... de aquí que el bienaventurado Patriarca tenga confiada, por una razón singular, la multitud de los cristianos de que consta la Iglesia, esta familia innumerable extendida por toda la tierra, sobre la que goza como de una autoridad paterna, por ser esposo de María y padre de Jesucristo".

Paulo VI, el que proclamó a María Madre de la Iglesia, contrapuso a Adán y Eva, "fuente del mal que ha inundado al mundo", la pareja humana formada por José y María, "vértice desde el cual la santidad se esparce por toda la tierra". El texto es citado y reafirmado por Juan Pablo II en la Redemptoris custos de 15 de agosto de 1989.

Pío XI habló de la "omnipotencia suplicante" de San José (19 de marzo de 1938) y, comentando el largo silencio que ha rodeado durante siglos la dignidad y la misión de San José, al que ha sucedido el clamor y la voz de la gloria, advertía que "donde es más profundo el misterio, y más espesa la noche que lo cubre, donde es más profundo el silencio, es precisamente allí donde es más alta la misión" y pasa a hablar de la misión de San José en estos términos:

"Esta misión única, grandiosa, la de custodiar al Hijo de Dios y Rey del universo, la misión de custodiar la virginidad, la santidad de María, la misión de cooperar, como único llamado a participar en la conciencia del gran misterio, escondido a los siglos, en la Encarnación divina y en la salvación del género humano" (19 de marzo de 1928).

No tendríamos que extrañarnos, pues, de que Santa Teresita del Niño Jesús afirmara:

"Mi devoción hacia San José, desde mi infancia, se confundía con mi amor a la Santísima Virgen" (Historia de un alma, cap. 16).

"La Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen, María, asunta en cuerpo y alma a los cielos, Reina del universo y Madre de la Iglesia" tiene, en la obra de la salvación de la humanidad, una misión singular y excelsa, por la que cooperó, precisamente por ser la Madre de Dios, a la Encarnación redentora del Hijo de Dios hecho hombre. Dios dispuso que José, como esposo suyo y padre de Jesucristo, participase inseparablemente también en este designio de comunicar la vida divina a los hombres. Por esto, desde siglos, se ha ido extendiendo en la teología, y muy en especial en el sentido de la fe del pueblo cristiano, el reconocimiento de esta dignidad y misión que Suárez llamó "pertenencia al orden hypostático" que contempló como "Trinidad terrena" a Jesús, María y José y llevó a la devoción a la Sagrada Familia de Nazaret, vista como "originaria de la Iglesia".

Santidad universalmente imitable de San José

La afirmación de León XIII de la cercanía de José a la dignidad de María, superior a la de todas las criaturas -es decir, Reina también de los Ángeles- ratifica el progreso, en la conciencia del pueblo cristiano, de la superior excelencia de su misión, más excelente que la de los antiguos Patriarcas, a los que se prometió la salvación de todas las naciones por su descendencia. Superior, también, a la de los Profetas y Apóstoles, sobre cuyo fundamento se edifica la Iglesia, se construye el Cuerpo cuya Cabeza es Jesucristo, Rey del universo.

Nuestro reconocimiento de esta dignidad y nuestra acción de gracias a Dios por la Venida redentora de Su Hijo, y el servicio prestado a ella por María y José, tendrían que ayudarnos a no sentir perplejidad, sino comprender íntimamente el mensaje del Señor al oir a Jesús responder al elogio dirigido a Su Madre, "Bienaventurado el vientre que te llevó, y los pechos que te amamantaron", con la exhortación: "Más bien bienaventurados los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica". Decía Santa Teresita que carece de sentido presentar a María como admirable y no hacerla ver como imitable: "lo más ejemplar para mí es imaginarme su vida del todo corriente" (Novissima verba, 20 de agosto), "lo que más me edifica es la idea de una vida del todo ordinaria" (Consejos y recuerdos, n1 99). La Santa Doctora de la Iglesia nos ilumina con práctica eficacia, a la vez que lleva nuestra contemplación a lo más estimulante para nuestro amor.

Afirma Santo Tomás, comparando los carismas -que tienen los taumaturgos, los Doctores de la Iglesia ...- con la gracia santificante (que tenemos todos desde el Bautismo, y que puede un cristiano que la haya perdido recuperarla al ser absuelto en una buena confesión, y que puede recuperar después de muchos años de perdida, un moribundo con un movimiento sincero de contricción y amor, o recibiendo debidamente la Unción de los enfermos) dice que, aunque los carismas los tengan pocos y la gracia santificante muchos, no hay que pensar que sean aquéllos más excelentes que la gracia santificante. En la naturaleza, lo más numeroso suele ser inferior a lo menos numeroso; así, los animales irracionales no tienen la dignidad de ser personas, que tenemos los hombres. Pero es que, en este orden, todo lo no racional se ordena a lo racional, y en nosotros mismos, el conocimiento sensible que conpartimos con los animales no racionales se ordena al conocimiento racional, que es superior. Pero, en el orden de la gracia, lo que es menos común se ordena a lo más común (S. Th. I-IIae, q. 101, art. 51, ad tertium).

En el Catecismo se afirma que el sacerdocio "ministerial" se ordena al sacerdocio regio de todos los bautizados (n. 1547). La práctica de los consejos en el estado de perfección se ordena al perfecto cumplimiento de los preceptos, porque la santidad, que es vocación universal, no es de consejo, sino de precepto y consiste, principalmente, en el amor a Dios y al prójimo (S. Th. II-IIae, arts. 31-41). Nadie es santo por ninguna cualidad humana eminente, ni por ningún carisma excelente, ni por alguna misión jerárquica elevadísima, sino por la fidelidad con que, por amor, desempeña sus deberes y sirve a su prójimo. También es una vocación universal la del apostolado, como enseña muy clara y fundamentadamente el Concilio Vaticano II, pero el mismo Concilio dice que el apostolado especializado y activo, en asociaciones apostólicas, se ordena al apostolado individual, que consiste, esencialmente, en el mismo ejemplo cotidiano de la vida cristiana. Todo apostolado asociado se ordena al apostolado individual, que no puede ser sustituído por aquél.

Pensando en esta doctrina, comprenderemos a los teólogos que, reconociendo que la Maternidad divina de María es la razón de ser de todos sus privilegios y dignidades, no obstante, podemos pensar en la superioridad eminente del hecho de haber sido concebida sin pecado original. El singularísimo don de ser Madre del Hijo de Dios está providencialmente destinado a la vocación universal de todos los hombres a ser hechos hijos de Dios por Cristo, y María tiene, en forma plena y perfectísima, desde el primer instante de su concepción, aquello que todos estamos llamados a tener.

Esto significa también que la santidad de María y de José, por la que son imitables, es, de alguna manera, más excelente que su singular elección para pertenecer al orden hipostático de la Encarnación redentora.

Ahora vamos a pensar, y es muy rápido y sencillo de hacer, en la santidad de San José, y la vamos a ver por la lectura del Evangelio. Es un falso tópico decir que sabemos poco de San José porque en la Escritura se habla poco de él. Leamos el texto de San Mateo 1, 18-25 y atendamos a los versículos 24 y 25:

"Despertado José del sueño, hizo como le ordenó el Ángel del Señor, y recibió consigo a su mujer"... "Y, nacido el Hijo, él le puso por nombre Jesús".

También en esto cumple literalmente lo que se le había dicho:

"Le pondrás por nombre Jesús, porque Él salvará al pueblo de sus pecados".

Leamos ahora a San Lucas:

"Subió también José desde Galilea de la ciudad de Nazaret, a la Judea, a la ciudad de David que se llama Belén, por ser él del linaje y familia de David, para inscribirse en él, juntamente con María, su esposa" (Luc 2, 4-5).

"Y, cuando se cumplieron los ocho días para circuncidarle le pusieron por nobre Jesús, como había sido llamado por el Ángel antes de que fuese concebido en el seno materno" (Luc. 2, 21). "Y, cuando se les cumplieron los días de la purificación, le subieron a Jerusalén para presentarlo al Señor" (Luc. 2, 22). "Y he aquí que había un hombre en Jerusalén llamado Simeón, temeroso de Dios y justo, que esperaba la consolación de Israel" (Luc. 2, 25-28) "y, cuando sus padres introducían al niño Jesús para cumplir las prescripciones de la Ley, Simeón lo recibió en sus brazos, y bendijo a Dios ... y su padre y su madre estaban admirados por las cosas que les decían. Y los bendijo Simeón y dijo a María, su Madre ... A ti misma una espada te traspasará el alma" (Luc. 2, 33-35).

La profecía de participar en la Pasión se dirige a María, que había de estar al pie de la Cruz. La bendición de Simeón de parte de Dios es para "su padre y su madre". El Evangelista añade después:

"Y así que cumplieron todas las cosas ordenadas en la Ley del Señor, se volvieron a Galilea" (Luc. 2, 39).

Volvamos a San Mateo, quien, después de narrar la Adoración de los Magos, dice:

"Así que partieron, un Ángel del Señor se aparece en sueños a José diciéndole: Levántate, toma contigo al Niño y a Su Madre y huye a Egipto, y estate allí hasta que yo te diga ... Él, levantándose, tomó consigo al Niño y a Su Madre de noche, y huyó a Egipto, y estuvo allí hasta la muerte de Herodes" (Mat. 2, 13.15).

"Habiendo muerto Herodes, he aquí que un Ángel del Señor se aparece en sueños a José: "Levántate y toma al Niño y a Su Madre, y marcha a tierras de Israel, porque han muerto ya los que atentaban contra la vida del Niño" ... Él, levantándose, tomó al Niño y a Su Madre y entró en tierras de Israel. Mas, habiendo oído que reinaba en Judea el hijo de Herodes, temió ir allá; pero, avisado por Dios en sueños, se retiró a la región de Galilea y, llegado allá, se estableció en una ciudad llamada Nazaret" (Mat. 2, 19-23).

Y, en San Lucas, encontraremos el último de los hechos narrados por los Evangelistas, la pérdida en el Templo de Jerusalén, entre los Doctores:

"El Niño crecía y se robustecía, llenándose de sabiduría, y la gracia de Dios estaba sobre Él. Iban sus padres cada año a Jerusalén por la fiesta de Pascua. Y, cuando fue de doce años, habiendo ellos subido, según la costumbre de la fiesta, y acabados los días, al volverse ellos, se quedó el Niño Jesús en Jerusalén sin que lo advirtiesen sus padres. Y, creyendo ellos que él andaría en la comitiva, caminaron una jornada, y le buscaban entre los parientes y conocidos y, no hallándole, se volvieron a Jerusalén para buscarle. Y sucedió que, después de tres días, le hallaron en el Templo. Sus padres, al verle, quedaron atónitos, y le dijo Su Madre: "Hijo, ¿por qué lo hiciste así con nosotros? Mira que tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando". Díjoles Él: "Pues, ¿por qué me buscábais? ¿No sabíais que había Yo de estar en la Casa de Mi Padre?" Y ellos no habían comprendido la palabra que les había dicho. Y bajó en su compañía, y se fue a Nazaret y vivía sometido a ellos, y Su Madre guardaba todas estas cosas en su corazón, y Jesús progresaba en sabiduría, en edad y gracia ante Dios y los hombres" (Luc. 2, 40-51).

De José, al que llama el Evangelista Mateo, narrando las palabras del Ángel, "Hijo de David" (único en todo el Evangelio, con el propio Jesús, en ser llamado con este título mesiánico) leemos en el Evangelio, inequívocamente, que era el esposo de María, que era el padre de Jesús y que era varón justo. Los dos primeros títulos hablan de su dignidad de asociado a la Encarnación redentora. El último define su santidad. "El justo vive por la fe" y la fe se manifiesta en las obras al obedecer a los divinos mandatos (Iac. 2, 21-26; Heb. 11, 1-40).

También en el Evangelio, José es presentado como "el artesano o carpintero" y Jesús como "el hijo del carpintero", lo que se dice expresando la sorpresa de los vecinos de Nazaret de que Jesús pudiese ser tan sabio. Lo que quiere decir que José no tenía prestigio de hombre "enterado" y experto en el conocimiento de las Sagradas Escrituras. José, en el diario trabajo en un ambiente aldeano, nos muestra la santidad en lo cotidiano.

La Liturgia de las Horas de la Solemnidad de San José pone estos textos de la fe como principio de la salvación que viene de Dios, que vive y se manifiesta en la obediencia a la voluntad divina.

De la lectura del Evangelio parece que se nos manifiesta este hecho: José no tomó nunca ninguna iniciativa, no se refieren de él deliberaciones que precedan a propósitos o decisiones. Sólo se nos narran, reiteradamente, hechos en los que le vemos haciendo lo que se la ha dicho de parte del Señor, sin vacilar, sin dudar, una vez conocida la voluntad divina. Con una obediencia heroica, y una fe incondicionada. Aquella imagen que ponía Santa Teresita, que quería ser la "pelotita del Niño Jesús", la vemos cumplida en José, que está siempre en manos de Dios y en su vida patentiza la fe obediente, y el abandono confiado a la providencia paterna de Dios.

María y José fueron destinados por Dios a una misión única en la economía salvífica. Pero la cumplieron en lo oculto y silencioso de la vida cotidiana.

 

OMELIA DI PAOLO VI SANTA MESSA NELLA FESTIVITÀ DI SAN GIUSEPPE. Martedì, 19 marzo 1968 Homilía de Pablo VI en la Misa de la festividad de san José, el martes, 19 de marzo de 1968
http://w2.vatican.va/content/paul-vi/it/homilies/1968/documents/hf_p-vi_hom_19680319.html

LA REDENZIONE SI INIZIA NELLA PIÙ PROFONDA UMILTÀ

San Giuseppe ci si presenta nelle sembianze più inattese. Avremmo potuto supporre in lui un uomo potente, in atto di aprire la strada al Cristo arrivato nel mondo; o forse un profeta, un sapiente, un uomo di attività sacerdotali per accogliere il Figlio di Dio entrato nella generazione umana e nella conversazione nostra. Invece si tratta di quanto di più comune, modesto, umile si possa immaginare.

È bene che noi consideriamo il singolare aspetto della venuta di Cristo sulla terra. Egli ha disposto che il quadro privato, personale, per tale avvenimento, fosse di estrema semplicità.

Giuseppe doveva dare al Signore, diremo, il suo stato civile, cioè la sua inserzione nella società. E qui ancora un altro pensiero. Siccome Giuseppe apparteneva alla discendenza di Davide, si poteva supporre di trovarsi di fronte a chi avesse consuetudine con il trono, o emergesse nel fragore di qualche avvenimento guerresco, oppure nel dramma d’una contesa politica. Siamo, invece, sulle soglie d’una miserrima bottega artigiana di Nazareth. Ecco Giuseppe, il quale appartiene, sì, alla progenie di Davide, ma senza che da ciò derivi un titolo o motivo di gloria, bensì, si direbbe, un contrasto, per cui si trova livellato alla statura di tutti gli altri, senza rinomanza e senza storia.

E qui ancora un altro pensiero. Siccome Giuseppe apparteneva alla discendenza di Davide, si poteva supporre di trovarsi di fronte a chi avesse consuetudine con il trono, o emergesse nel fragore di qualche avvenimento guerresco, oppure nel dramma d’una contesa politica. Siamo, invece, sulle soglie d’una miserrima bottega artigiana di Nazareth.

Ecco Giuseppe, il quale appartiene, sì, alla progenie di Davide, ma senza che da ciò derivi un titolo o motivo di gloria, bensì, si direbbe, un contrasto, per cui si trova livellato alla statura di tutti gli altri, senza rinomanza e senza storia.

Non solo: ma pur nella sua qualità di capo della famiglia umana in cui Gesù si è degnato vivere, nessun particolare il Vangelo ci ha dato di lui. Un uomo silenzioso, povero, ligio al dovere, pur con la sua regale ascendenza. Era giusto, questo l’unico attributo con cui lo indica il Vangelo: ma è sufficiente per darci il quadro sociale scelto da nostro Signore per Sé.

Potremmo quindi ignorare questa figura, non soffermarci dinanzi ad essa? No, affatto: poiché non capiremmo, in tal caso, la dottrina insegnata dal Divino Maestro: la Buona Novella sin dalla prima sua forma caratteristica, quella d’essere annunciata ai poveri, agli umili, a quanti hanno bisogno di essere consolati e redenti. Perciò il Vangelo delle Beatitudini comincia con questo introduttore, chiamato Giuseppe. Ci troviamo di fronte a un quadro incantevole, e che ciascuno di noi, se fosse un artista, potrebbe ideare solo in maniera inadeguata. Ma ecco: proprio Gesù ci presenta questo suo introduttore, questo suo custode e padre putativo, nelle forme le più umane, le meno solenni, quelle a tutti accessibili.

SAPER ASCOLTARE ED ESEGUIRE I PRECETTI DEL SIGNORE

Nondimeno, c’è uno speciale aspetto che merita di essere osservato e compreso. Questa sommessa vita, che si intreccia con quella del Cristo nascente e con quella beatissima della Vergine, ha qualche cosa di caratteristico, di molto bello, di misterioso.

Ricordiamo il brano di San Matteo testé letto: tre volte, nel Vangelo, si parla di colloqui d’un Angelo con Giuseppe nel sonno. Che cosa vuol dire? Significa che Giuseppe era guidato, consigliato nell’intimo dal messaggero celeste. Aveva un dettato della volontà di Dio che si anteponeva alle sue azioni: e quindi il suo comportamento ordinario era mosso da un arcano dialogo che indicava il da farsi: Giuseppe non temere; fa’ questo; parti; ritorna!

Che cosa allora scorgiamo nel nostro caro e modesto personaggio? Vediamo una stupenda docilità, una prontezza eccezionale d’obbedienza ed esecuzione. Egli non discute, non esita, non adduce diritti od aspirazioni. Lancia se stesso nell’ossequio alla parola a lui detta; sa che la sua vita si svolgerà come un dramma, che però si trasfigura ad un livello di purezza e sublimità straordinarie: ben al di sopra d’ogni attesa o calcolo umano. Giuseppe accetta il suo compito, perché gli è stato detto: «Non temere di prendere Maria quale tua sposa, poiché quel che è nato in lei è opera dello Spirito Santo».

LA REDENCIÓN SE INICIA EN LA MÁS PROFUNDA HUMILDAD

San José se nos presenta en la apariencia más inesperada. Hubiéramos podido suponer en él un hombre poderoso, en actitud de abrir el camino a Cristo que llega al mundo; o acaso un profeta, un sabio, un hombre de actividad sacerdotal, para acoger al Hijo de Dios entrado en la generación humana y en medio de nosotros. Por el contrario, se trata de lo más corriente, modesto y humilde que pueda pensarse.

Está bien que meditemos el aspecto singular que revistió la venida de Jesús a la tierra. Fue Él quien dispuso que el cuadro privado y personal para esa su venida fuese de extrema sencillez.

Y ahora otro pensamiento: puesto que José pertenecía a la descendencia de David, podría creerse que se tratara de alguien que estuviera relacionado con los que suelen rodear un trono, y que se levantase en el marco de algún acontecimiento guerrero, o dentro del drama de la contienda política. Por el contrario, nos hallamos en el umbral de un misérrimo taller de artesano de Nazaret.

Éste es José, que pertenece, sí, al linaje de David, pero que, sin que por ello le alcance ningún título o género de gloria, sino que, por verdadero contraste, se halla nivelado con el común de los hombres, sin historia y sin renombre.

No sólo esto: sino que, a pesar de su cualidad de jefe de la familia humana dentro de la cual se dignó vivir Jesús, el Evangelio nada nos dice en particular sobre él: un hombre silencioso, pobre, esclavo del deber a pesar de su ascendencia real. «Fue justo». Es éste el único atributo que le atribuye el Evangelio, pero es suficiente para trazar el cuadro social elegido por Nuestro Señor para sí.

Podríamos, por ello, ignorar su figura y no detenernos ante ella de ninguna manera, pero entonces no comprenderíamos la doctrina que el Divino Maestro nos enseñaba: la Buena Nueva enseñada de una forma característica desde sus principios, la de ser anunciada a los pobres, a los humildes y a cuantos tienen necesidad de ser consolados y redimidos. Por eso, el evangelio de las Bienaventuranzas comienza con un introductor que se llama José. Nos hallamos ante un cuadro encantador y que nosotros, aunque fuéramos artistas, correríamos el riesgo de idealizar inadecuadamente. Por esto es el mismo Señor el que nos presenta a este introductor en las formas más humanas, las menos solemnes y las más accesibles a todos.

SABER ESCUCHAR Y SEGUIR LOS PRECEPTOS DEL SEÑOR

Por otra parte, hay otro aspecto especial que merece ser tratado y comprendido. La modesta vida, que se entrelaza con la de Jesús naciente y con la de la bienaventurada Virgen, tiene cierto colorido característico, más bello y misterioso.

Recordemos el pasaje de san Mateo que hemos leído. Por tres veces en el Evangelio se habla de coloquios de un ángel con José durante el sueño. José era guiado y aconsejado en su intimidad por el mensajero celestial, según un dictado de la voluntad de Dios que se anteponía a sus acciones. Y, por lo mismo, su ordinario comportamiento estaba movido por un diálogo arcano que le señalaba lo que debía hacer: «¡José, no temas, haz esto! ¡Ve! ¡Vuelve!».

¿Qué es, entonces, lo que entrevemos en nuestro querido y modesto personaje? Vemos en él la docilidad, excepcional prontitud en obedecer y en ejecutar, no discute, no duda, no aduce derechos o aspiraciones. Se somete totalmente a la palabra que se le dirige. Sabe que su vida ha de desenvolverse a la manera de un drama, aunque transfigurado a un nivel extraordinario de pureza y de sublimidad, y muy superior al de todo anhelo o cálculo humano. José acepta su destino porque se le ha dicho: «No temas recibir a María como a tu esposa, puesto que el que ha nacido en ella es obra del Espíritu Santo».