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Monismo y pluralismo en la vida social
La soberanía de Dios, único principio que puede asegurar en lo político la armonía sintética y ordenada de la unidad y de la multiplicidad ... una unidad que salve potencie y lleve a su perfección consumada toda pluralidad ordenada. Y esto sólo se encuentra en el Reinado de Cristo.
Francisco Canals Vidal. Cristiandad. Barcelona, nº 444, febrero de 1968
Conferencia pronunciada en el Congreso de la CIUDAD CATOLlCA (Madrid, octubre de 1967) por Francisco Canals Vidal.
Se me había propuesto inicialmente que hablase en este Congreso sobre el principio de totalidad y subsidiariedad. La reflexión sobre el tema propuesto, sobre su sentido, intención, su "estado de la cuestión" en el contexto de las ideologías políticas, me hizo caer en la cuenta de que también en este tema ocurría algo, que no puede decirse que sea una particularidad, ya que nos hallamos en el mismo caso en todos los que se tratan en este Congreso y de algún modo en cualquier tema con que queramos enfrentarnos hoy.
Nos encontramos con la paradoja de que los que nos profesamos contrarrevolucionarios tenemos conciencia de la sinceridad y cariño con que defendemos la doctrina de los cuerpos intermedios, de nuestra convicción de que en la realidad de tales cuerpos intermedios -que han sido en gran parte destruidos por la moderna revolución- hay la garantía de la libertad del hombre. Pero también sabemos que ningún liberal, demócrata, socialista o comunista, nos reconocería como defensores de la libertad, ni siquiera de la autonomía de la enseñanza o de la familia, no obstante que tal vez sostengan ellos las tesis más opresoras en torno a ellas. Es decir, mientras nosotros acusamos, con razón, a la revolución, desde su fase jacobina, de haber aniquilado todas las libertades reales, somos nosotros mismos acusados como enemigos de la libertad, totalitarios, etc.
Sucede esto cotidianamente, hasta el punto de que al plantearse cualquier cuestión conexa con algo que haya sido alcanzado por el fenómeno revolucionario -y ya no queda ahora casi ninguna dimensión de la vida humana que no haya sido alcanzada por ella- se comienza en seguida, si no se adopta la consabida actitud que se dice exigida por el movimiento irreversible de la historia, a ser calificado con algún ismo de este signo extremo-derechista, ultra, retrógrado, conservador. Hay que hacer innumerables esfuerzos de superación de equívocos y acumular sutilezas para explicar que no es uno reaccionario en el sentido en que se le acusa, aunque tampoco sea de "izquierda", aunque tampoco sea de "derecha" en el sentido de la difundida caricatura, aunque tampoco sea "ni de derecha ni de izquierda" en otro sentido que también está en la mente de todos.
Con todo esto es frecuente la perplejidad de quienes no saben dónde situarse, porque se encuentran sumergidos en un vertiginoso torbellino de tensiones, que tiene ciertamente algo de "preternatural".
Es preciso afrontar el problema de estas tensiones, de esta confusión que impide cualquier planteamiento sereno. Parece obligado reflexionar y tratar de orientarse, aunque estemos en este maremágnum de corrientes encontradas, cuando los "ultramontanos" pasan por ser "fascistas", aunque los "fascistas" verdaderos acusasen, en un momento que todos recordarán, a los "ul_ tramontanos" como aliados de los masones o de los comunistas...
Pensando en esta problemática se desplazó mi atención desde el tema de la totalidad y la subsidiariedad en la vida social al más radical de la unidad y la pluralidad, y en conexión con éste al del monismo y pluralismo como actitudes influyentes en el proceso de la historia contemporánea.
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Me parece que estarán de acuerdo todos en que, cuando leemos a Santa Teresa de Jesús o a Santo Tomás de Aquino, se nos muestran como muy diversos de lo que sería un cristiano de izquierda de nuestros tiempos. Pero tengo también la convicción de que no hallaremos en ellos tampoco el "ismo", por decirlo así, integrista o contrarrevolucionario en el sentido en que lo viviríamos hoy. No tienen "ismos". Comentábamos con Elías de Tejada el hecho de que encontramos en la Summa Teológica la afirmación de que es lícito que la Iglesia confíe al poder secular cristiano el castigo de la herejía; y, pocas páginas más adelante, la tesis de que la conversión a la fe cristiana de los súbditos de un poder civil legítimo ejercido por un infiel no es título que emancipe al súbdito de su deber de obedecer a aquella autoridad legítima, ya que la potestad civil es de orden natural, que no es derogado por el hecho sobrenatural de la fe del súbdito; y no muy lejos, al afirmar que no es lícito, antes del uso de razón, bautizar al hijo de un judío contra la voluntad de su padre, se responde a la objeción de que la omisión del bautismo puede poner en peligro la eterna salud del niño, advirtiendo que el orden de la gracia no obra sus fines actuando contra el orden de la naturaleza, y que en el orden natural el hijo, antes de alcanzar el propio albedrío, depende de la potestad del padre.
Muchos no sabrían a qué carta quedarse si se les preguntase sobre la calificación de la tendencia a que pertenece Santo Tomás: se defiende "la Inquisición", se defiende la obligación de los cristianos de obedecer a poderes gentiles -aunque también, como es sabido, la licitud de la rebeldía de una sociedad cristiana en el caso de que el príncipe caído en la herejía oprima la fe-, se niega a los príncipes cristianos y a la jerarquía de la Iglesia el derecho a contradecir la voluntad del padre de familia judío. Y todo ello en pocas páginas. Hay que reconocer, pues, que aquí no hay "ismo"; y no lo hay tampoco en San Agustín, ni en los Santos Padres. Pero es claro también que los Padres y los grandes teólogos no podrían ser situados en una posición "centrista". No son neutrales entre una ortodoxia íntegra y el error herético; no fueron los Padres semiarrianos ni semipelagianos.
Me he preguntado muchas veces qué ha ocurrido en el mundo de hoy para que la verdad quede convertida, en la perspectiva de su apariencia en el plano sociológico, en un ismo" parcial; para que la ortodoxia íntegra se presente como una posición extremista; para que la doctrina verdadera parezca la opción caprichosa de un grupo; y para que no haya manera de afirmar la verdad sin ser al punto acusado de enfrentamiento hostil a toda una serie de dimensiones de la realidad. Mi convicción es de que el torbellino "dialéctico" en que estamos inmersos se constituye por una tensión preternatural, de inspiración satánica, para decirlo en la forma más explícita.
He afirmado ya que no se dieron tales tensiones en los grandes momentos de plenitud de la historia cristiana. Pero si no encontramos estas tensiones en la "cristiandad" en cuanto tal, sí las hallamos en la política moderna a partir de los Wighs y Tories del XVII. A partir de la Revolución francesa, el juego de tensiones se proyecta progresivamente sobre todas las dimensiones de la sociedad. Y en las últimas décadas, y cada vez más, sobre todas las actividades y actitudes artísticas, pedagógicas, técnicas, de medios de comunicación social, de costumbres y en el propio ámbito doméstico y familiar. Hoy no se pueda ya ni siquiera escoger menú o elegir vestido o calzado sin correr el riesgo, según sea la opción, de mostrarse como conservador o progresista.
Pero antes que tal polaridad se manifestase en la política inglesa del siglo XVII, podemos hallarla, si todavía no dominando el mundo como hoy, sí actuando en ciertas corrientes filosóficas y teológicas a lo largo de los siglos.
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Constituye en nuestro tiempo una auténtica revelación el estudio de Marción, en cuyo sistema gnóstico se dio el precedente más vigoroso del dualismo maniqueo como herejía cristiana.
Marción afirmó la existencia de dos dioses: de una parte, el Dios de Israel, creador del mundo, poderoso, legislador, justiciero y "belicoso"; y, de otra, el Padre de Jesucristo, no autoritario ni legislador, ni poderoso, cuya obra no es crear y regir el mundo; Dios de bondad y amor cuya obra es la liberación del hombre frente a la esclavitud de la ley. Enfrentado al "Dios de los fariseos", el Dios de los cristianos es, diríamos hoy, un Dios de "izquierda" (podríamos pensar en algo así como en la antítesis que se ha formado en la mente de algunos entre el Dios de Pío XII y el de Juan XXIII).
Quien siga investigando a partir del descubrimiento de las "antítesis" marcionitas hallará, desde luego, el hilo conductor de los posteriores "catarismos", pero podrá también comprobar que la mitología de la dialéctica de las tensiones y de la polaridad de los contrarios antitéticos, con la misma malicia que tiene en la modernidad, no sólo estuvo vigente en las gnosis, sino que a través de ellas remonta a las fuentes más antiguas del saber filosófico griego, en aquello que la filosofía griega recibió muy probablemente del esoterismo mágico y sacerdotal del Oriente.
Ya algunos pitagóricos, según refiere Aristóteles, entendieron la realidad como estructurada y fundamentada no en un principio unitario, sino en una dualidad polar de coelementos antitéticos que a la vez se exigen y se contraponen.
Si la esencia de todas las cosas es el número, según la característica doctrina pitagórica, se descubrió en los mismos números el enfrentamiento de los "pares y nones". Algo así como una derecha y una izquierda en los números, ya que la divisibilidad de los pares los constituye en fuente de indeterminación. Y así los números, como esencia de la realidad, exigían también explicar ésta no sólo desde el principio de determinación y límite, sino también desde lo "indeterminado", principio coelemental y antitético al que establece en la realidad la determinación de la figura y de la consistencia.
Y a partir de aquí se sigue toda una cadena de tensiones. Después de lo determinado y lo indeterminado, de lo impar y lo par siguen, con el mismo ritmo de polaridad antitética y coelemental: lo uno y lo múltiple, la derecha y la izquierda, lo masculino y lo femenino, lo estático y lo móvil, lo recto y lo curvo, la luz y las tinieblas, el bien y el mal, lo cuadrado y lo oblongo. O si leemos como serie continua cada una de las "parcialidades" contrapuestas, hallamos en la línea de lo determinado, de lo uno, lo impar, la derecha, lo masculino, lo recto, lo estático, la luz, el bien y lo cuadrado, y en la serie de lo indeterminado y de lo múltiple, lo par, la izquierda, lo femenino, lo curvo, lo móvil, lo tenebroso, el mal y lo oblongo.
Esta década de parejas, que atribuye Aristóteles a los pitagóricos del siglo IV, puede ser utilizada por nosotros hoy para una reflexión sutil, de actualidad sorprendente. El bien y el mal son ya en la tabla pitagórica principios de la realidad, como lo son para la vida humana lo masculino y lo femenino; es decir, el mal es interpretado como algo consistente y sustantivo, exigido por el ser mismo, y en tal caso leemos en la tabla el dualismo maniqueo o el de las religiones de tipo semejante al mazdeísmo. De otra parte, si nos centramos en la polaridad bien y mal e interpretamos el mal, como es obvio, como mal, es decir, como advirtió San Agustín, no como algo que es; en este caso leeremos en la tabla la tesis de que es malo y tenebroso lo femenino, lo en movimiento ("la donna e móbile"), lo indeterminado, lo múltiple, lo curvo y lo rectangular.
Tal observación puede resultar desconcertante, pero no cabe duda que malentendidos de este tipo han regido en gran manera las escisiones y antítesis de los movimientos filosóficos o de las actitudes culturales o sociales. En la década de contrarios coelementales a que nos referimos encontramos expresado lo que llamaríamos un maniqueísmo "de derecha": monista y enemigo de la pluralidad, antifeminista, inmovilista, partidario de lo cuadrado y lo determinado (lo "figurativo"). Se trata realmente de un "maniqueísmo" porque se ha dado consistencia al mal y porque a la vez se han puesto en la línea de lo malo elementos de la realidad que son integrantes y exigidos por el mismo ser y bien del Universo: como lo femenino, lo móvil, lo múltiple o lo rectangular. Y en esto consiste el maniqueísmo. El mal adquiere consistencia y, a la vez, dimensiones positivas de la realidad pasan a ser interpretadas como malas.
¿Y qué ha ocurrido, frente a esto, en la "modernidad"? Si como hombres de nuestro tiempo hemos de ser "izquierdistas", atravesaremos la línea divisoria de las parcialidades y pasaremos nuestra simpatía al otro lado de la tabla pitagórica. Consideraremos malo lo unitario y unificante (la autoridad, la monarquía, el papado), o tal vez, y sin cambiar el bien y el mal de sus lugares en la tabla, hablaremos gustosamente de "las flores del mal" o de "los malhechores del bien"; en todo caso, estaremos de parte de lo abstracto contra lo figurativo y de la multitud enfrentada al principio de unidad (el "pueblo" contra la "monarquía", el "colegio" frente al "papado"); profesaremos una pedagogía de espontaneidad e intuición y tendremos como la más peyorativa calificación la de "inmovilista"; con Wagner, en su Tristán e Isolda, simpatizaremos con los valores morales indeterminados y nocturnos frente a la fijeza y conformismo de la ética diurna; con tantos partidos de izquierda simpatizaremos con los movimientos "feministas", tendentes a emancipar a la mujer de la tiranía "con que lo masculino la ha sometido durante siglos".
Pocas veces nos habremos tomado la molestia de esforzarnos por definir qué entendemos como "derecha" e "izquierda" en la tensión dialéctica de la política moderna. Quisiera sugerir que no sería posible dar razón de lo que entendemos y sentimos por tales términos sin referirnos a un misterio de iniquidad que obra en la historia desde las religiones hostiles al Dios de Israel y en el que se halla el hilo conductor que conexiona una serie de actitudes que van desde las sectas gnósticas, pasan por el esoterismo cabalístico y llegan hasta lo "femenino unitivo" de Teilhard de Chardin. Si todo esto venía operando secularmente, es a partir del Renacimiento y especialmente desde la ilustración del siglo XVIII, con su comprensión de las "luces", característica de lo que nosotros llamamos "maniqueísmo de izquierda", que se difunde sobre todas las dimensiones de la vida cultural y social.
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Orientemos ahora nuestra reflexión hacia una síntesis metafísica y teológica y hacia una visión del universo regida por la fe.
Dios es uno. "Oye, Israel, el Señor tu Dios es el Señor uno". Dios, que es uno, ha creado el mundo; "y vio Dios todas las cosas que había creado, y eran muy buenas". Toda pluralidad y diversidad entitativa es efecto de la generosidad de Dios, del plan efusivo de su amor que comunica el bien. Por la bondad de Dios uno existen miríadas de espíritus angélicos, de hombres y animales de toda especie y toda variedad de linajes de pueblos. Por la bondad de Dios -"no es bueno que el hombre esté solo"- existe la mujer.
Incluso en la permisión divina la misma contrariedad antitética de lo malo se subordina al bien del universo. Pero el mal es privación y desorden y no consistencia ni sustantividad; ni es un elemento del mundo. Y ningún elemento ni dimensión de la realidad en cuanto tal es malo. La diversidad, la complejidad, la multiplicidad queridas por el "pluralismo" divino, manifiestan la generosidad de Dios bueno y omnipotente. No hay un Dios malo: el ángel creado bueno falta al orden debido al no someterse a Dios. La caída de los espíritus angélicos y la acción del tentador sobre la humanidad pone en marcha la lucha de las "dos ciudades". Pero la ciudad del mal no tiene nada que aportar a la historia: todo lo que en ella es entidad y eficacia tiene su soporte en la obra creadora de Dios y en las potencias dadas por Dios al hombre y al mundo. El mal no obra sino por virtud del bien, como enseñaron San Agustín y Santo Tomás.
Y así sorprendemos al mal actuando a través del bien, de las dimensiones y elementos del mundo y de la vida, y buscando razones para el enfrentamiento contra el orden divino.
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Si afirmamos la autoridad en el sentido en que ha sido ordenada por Dios toda potestad, diremos que ella procede de Dios para ordenar a su fin, a su bien, a aquellos a quienes el gobernante rige; el gobernante como tal, y en cuanto es un hombre como los otros, no es un fin en sí mismo, sino quien rige al servicio de Dios, y al de los hombres a quien rige, para el bien de éstos. No hay por qué entonces enfrentar la libertad del súbdito a la autoridad del que gobierna. Pero si se defiende la autoridad sin atender a su origen y finalidad divinos, viene a ponerse algo "divino" en un elemento finito de la vida social; y así ya no se respeta la multitud, y se suscita, en virtud del mismo principio de orgullo humano con que la autoridad se ejerce, la antítesis multitudinaria contra el principio de autoridad.
El principio revolucionario de la multitud como fuente del poder se enfrenta antitéticamente a un monismo unilateral y autoritario negador del legítimo pluralismo. La reacción contra el absolutismo posibilita así el atractivo liberador del principio "democrático".
Y toda la revolución moderna funciona ya en la extraña situación dialéctica a que antes aludíamos. El "contrarrevolucionario" auténtico -el que defendía el orden legítimo frente a la revolución y no realizaba una revolución en sentido contrario-, el "vendeano", no estaba defendiendo el estado de Luis XIV, ni mucho menos la monarquía del despotismo ilustrado. Pero el jacobinismo, que iba a consumar la obra monista y aplastante del racionalismo cartesiano, que había regido ya el estado de Luis XIV, le acusaba como absolutista.
Recordemos también el planteamiento erróneo y trágico desde el que hemos considerado los españoles nuestras guerras civiles: aquella "gran masa católica del país", de que habló el propio Menéndez Pelayo para caracterizar a los defensores de la dinastía carlista, es decir, el pueblo alzado contra el estado liberal, en modo alguno defendía el despotismo ilustrado ni el absolutismo del "partido fernandino". Pero en la tensión dialéctica de que estamos hablando parece llegarse siempre tarde en la tarea de aclarar las posiciones. El tradicional y contrarrevolucionario pasa por ser absolutista, e incluso mucho más tarde tal vez sea considerado como "conservador"; aunque los conservadores no fuesen sino los revolucionarios en cuanto "conservadores de la revolución" según el concepto balmesiano.
Y es hoy acusado, al defender el orden cristiano frente al ataque marxista, de defender el imperialismo capitalista; o, en otro caso, si quiere defenderse frente a esta acusación, se encuentra situado en un "neutralismo", o tal vez a algunos se les ocurra entonces presentarse como en una posición de "tercera fuerza", lo que prácticamente viene a ser lo mismo que una actitud neutralista.
Consideremos el mismo juego dialéctico en una dimensión más inmediata. Si defendiésemos la primacía del varón en la vida humana y familiar desde una perspectiva de "derecha" maniquea de tipo pitagórico, se suscitaría una antítesis feminista. Una vez puestos en aquella primera posición, o bien en el caso de ser acusados de estar en ella por el "feminista", nos encontraremos, al enfrentarnos con esto, con que ya no es posible en el diálogo polémico la claridad y la armonía en las posiciones. Toda afirmación de reconocimiento de la función de lo femenino parecerá ser una síntesis de contrarios, una inestable conciliación de lo antitético.
Esto puede servir como ejemplo para comprender lo que ha venido ocurriendo en la política. Ignorando toda síntesis armónica, la política se presenta regida por la imposición de opciones dualistas que se sintetizan ulteriormente en un movimiento· inestable que define para muchos el ritmo mismo del progreso. Liberales frente a conservadores. Posteriormente, demócratas o radicales frente a liberal-conservadores. La síntesis es ya ahora tesis que suscita la nueva antítesis. Después, socialistas frente a liberal-demócratas o liberal-radicales, que tal vez gustan de llamarse incluso radical-socialistas. Posteriormente, comunistas frente a social-demócratas. Y hoy, comunistas populares frente a comunistas democráticos.
Frente a tales opciones debería poder mantenerse una actitud íntegra, sintética, sin escisiones y sin superación de errores y parcialidades contrarias. Por eso, cuando me preguntan si soy de derecha o izquierda, si pienso que quien lo pregunta entiende la "derecha" y la "izquierda", teniendo en su mente a Cánovas o Sagasta, Maura o Canale;as, Churchill o Atlee, Eisenhower o Kennedy, creo deber responder que no soy, en este sentido, ni de derecha ni de izquierda, ni "ni de derecha ni izquierda". Lo que hay que procurar no olvidar, según decía mi maestro Ramón Orlandis, es que lo que importa es la esperanza de estar a la derecha del Hijo del Hombre el día del juicio del Señor.
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Pensemos ahora en la unidad y en la pluralidad. Sólo la unidad está en el principio. Dios es uno; no hay otra multiplicidad que la que procede de Dios como de principio, pero todo bien finito se constituye como participación de la bondad divina difunsiva. Por eso toda la creación está cruzada por un régimen de unidad de orden y de finalidad, que exige -entiéndase bien que no se trata de "admisión", de compatibiliad, de transigencia con algo opuesto- constitutivamente multiplicidades y diversidades y correlaciones complementarias que el aristotelismo interpretó ontológicamente según la pareja acto-potencia, síntesis sin antítesis: varón y hembra, autoridad y comunidad, materia y forma, alma y cuerpo, razón y sensibilidad, son elementos complementarios, y es maniqueo pensarlos como antitéticos.
El bien finito no consiste en lo cuadrado o en lo recto o en lo impar. Según San Agustín, tiene como sus dimensiones el modo, la especie y el orden; la especie, es decir, determinación esencial, consistencia; el modo, es decir, la concreción individual, existencialidad, conmensuración subjetiva y receptividad material, eficiencia; el orden, aspiración y dinamismo comunicativo, referencialidad y exigencia de dependencia y trabazón teleológica. Y así, no son buenos los proletarios y los malos los burgueses, como para la revolución marxista, ni son buenos los burgueses y malos los aristócratas, como para la Revolución francesa, ni son buenos los hijos o los curas jóvenes y malos los padres y los obispos; ni son buenas las esposas y malos los maridos, como en el teatro de lbsen.
El bien finito exige "orden", y el orden exige distinción y diversidades graduadas y polaridades correlativas.
Así entendida, la unidad de la vida social exige que no sea suprimida la pluralidad. Si quisiéramos hablar de un legítimo "pluralismo", habría que entenderlo como no enfrentado antitéticamente a la unidad de orden y de fin.
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Pensemos, según esta síntesis armónica y analógica de lo uno y de lo múltiple, el tema de la libertad religiosa en la vida civil. Parecen haber entendido algunos la declaración conciliar como si proclamase la legitimidad de un pluralismo religioso. Claro está que, entendida así, aquella declaración se opondría no ya al "Syllabus" o a la "Libertas" de León XIII, sino que implicaría la renuncia por la Iglesia a su intrínseco carácter de apostolicidad. Pero advirtamos que la intención formal del texto es, según se expresa claramente, la no coactividad del acto de fe. En función de esto se dice todo lo que se contiene en la "Dignitatis humanae".
No se conmueve la unidad de la verdad religiosa, lo que equivale a decir que no se niega a Dios. Allí se trata no de la "especie", del objeto o contenido verdadero de la fe, sino del "modo". De la recepción por el sujeto y de la causación por la palabra que propone el mensaje revelado. El modo exigido para que el acto de fe sea es la libertad en su ejercicio, exento de coacción, y con las condiciones que posibilitan el cumplimiento libre y meritorio del asenso a la fe; asenso que se afirma, por otra parte, ser moralmente obligatorio y de suyo necesario para la salvación.
No se deroga la enseñanza de Pío XII. Nadie tiene propiamente derecho a enseñar lo erróneo como tal; lo que se afirma por el Vaticano II es que ninguna autoridad tiene competencia para violentar o coaccionar en materia religiosa, ya que, por lo demás, sería constitutivamente imposible causar un auténtico acto de fe por la coacción o la violencia. Pluralidad, pues, en la recepción subjetiva, en el "modo" como concreción individual. La unidad de la verdad se mantiene firme, y es claro que no podría ser de otra manera. Pero el "monismo" divino no es un totalitarismo, sino que participa de las condiciones de congruencia y suavidad de la acción del gobierno de Dios sobre el mundo.
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Si pasamos al plano político, podremos hallar, según notábamos, un unilateralismo monista, destructor de la pluralidad ordenada, en el absolutismo de la monarquía postrenacentista. Afirmó el "derecho divino de los reyes" por inspiración de un humanismo antropocéntrico, aunque tomase a veces el nombre de Dios en vano, y pretendiese revestir el orgullo del hombre con títulos derivados de la Sagrada Escritura.
El absolutismo afirmó la unidad en un sentido unívoco o racionalista. Configurado así, el estado pudo violentar y destruir con el despotismo ilustrado muchos elementos y dimensiones de la vida social. Y entonces la necesidad misma que tiene el hombre de la libertad sirve de argumento y da fuerza a la antítesis que viene a consumar el aplastamiento de las libertades. El estado jacobino agrava los defectos del estado absoluto, precisamente porque es posibilitado en cuanto antítesis a aquél. Porque ya no invoca el derecho divino de los reyes, sino el de los pueblos; y con ello mucho más abiertamente quiere poner el principio de unidad en donde no puede residir: en la multitud en cuanto tal. Es inevitable que sea todavía mucho más "uno e indivisible", mucho más opresor de los cuerpos sociales, precisamente por ser, mucho más que el estado absoluto, un régimen de inspiración y orientación no teocéntrica, sino panteísta.
Por esto, Donoso Cortés afirmó genialmente que la "república" y el "socialismo" son la práctica política de la filosofía panteísta. Si comprendemos su pensamiento en su verdad profunda, se nos hará patente la exigencia de afirmar un principio de unidad en la vida política, trascendente a la multitud y pluralidad humanas, y sólo desde el cual puede la pluralidad tener sentido jerarquizado y ordenado. El dinamismo natural del hombre a la felicidad, sin el que no se daría historia ni progreso, y todos los fines del hombre y de la sociedad, no podrían constituirse desde un contrato, desde una voluntad general o una ley positiva. Como estamos experimentando en el mundo de hoy, no puede haber vida política ordenada sin la fe en Dios legislador del Universo.
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Si descendemos a algunas reflexiones prácticas sobre la vida contemporánea, podríamos preguntarnos sobre las posibilidades de construir en el mundo de hoy una unidad de orden que no sea destructora de la pluralidad o que no pretenda fundarse pluralísticamente en lo múltiple para concluir, de hecho, en un destructor monismo. Hay que reflexionar sobre el fenómeno del "partido único": ¡extraña paradoja! Un partido único. Se comienza por reconocer que se ha escindido nuestra visión de la sociedad y de la historia, que nos movemos en una dirección unilateral -que defendemos el proletariado y condenamos la burguesía; que nos apoyamos en una dimensión de la vida social ignorando o negando otros muchos-, y ésta, que es constitutivamente una visión parcial, se impone después como unitaria y principio unificante y totalizador de la vida social.
Y en las opciones actuales parece a muchos que no hay sino escoger entre un pluralismo de partidos -"todo reino dividido en partidos contrarios quedará destruido"- y la absorción del poder por uno de los partidos contrarios que suprima a los otros -lo cual es, obviamente, mayor destrucción-.
El hombre de mentalidad liberal-demócrata siente entusiasmo por la constitución política inglesa. ¿Qué ha ocurrido en Inglaterra? También allí se ha desplegado la dialéctica de las tensiones contrarias. los tories del reinado de Jorge III habían ya realizado la síntesis entre los tories y los wighs del siglo XVII. los conservadores del tiempo de Disraeli eran ya síntesis entre los tories de Wellington y los wighs de la primera reforma electoral. los conservadores de Winston Churchill sintetizaban el conservadurismo y el liberalismo del último período de la era victoriana. En la izquierda ya no está el liberalismo, sino, hoy por hoy, el laborismo.
Pero muchas cosas parecen sostenerse en Inglaterra que proceden de los tiempos de Guillermo el Conquistador -lo cual suele ser muy elogiado por los liberal-demócratas de otros países, aunque no transigen con tales instituciones en su propia patria-. Pero lo que en Inglaterra se ha podido salvar de la destrucción revolucionaria no ha podido salvarse en virtud del pluralismo, ni por las tensiones y polaridades maniqueas de la revolución misma. Lo que en Inglaterra se ha salvado ha sido mantenido porque, siquiera sea formalmente, ha afirmado un principio de unidad por encima del pluralismo y de las oposiciones. Y no sólo con la corona, la cámara alta o la Iglesia establecida, sino porque la vigencia del principio de unidad ha posibilitado la vida de la pluralidad de organismos municipales, de corporaciones e instituciones que el despotismo ilustrado destruyó en otros países. Se pondera siempre que en Inglaterra no ha habido inmovilismo, sino flexible adaptación y evolución a los tiempos; pero se olvida a veces que, si el movimiento dialéctico revolucionario no ha tenido allí sus efectos destructores, ha sido por la permanencia en la afirmación de elementos unitarios que han posibilitado correlativamente las pluralidades orgánicas y legítimas con el respeto a los cuerpos intermedios.
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Tenemos que situarnos ante lo político-social manteniendo firme el principio de la primacía de la unidad, que se funda, en definitiva, en la soberanía de Dios, y, por lo mismo, también en la firme convicción de que el orden divino exige la jerarquización de todas las causas segundas en sus funciones según sus propios órdenes. He querido con esto sugerir algunas líneas centrales para una metafísica y teología sobre la unidad y la pluralidad en la vida social y para una revisión crítica de un equivocado "monismo" o "pluralismo". Podríamos terminar apuntando una reflexión actual.
No es conducente para el orden un estado totalitario. En el caso de ser un fascismo de derechas, tendríamos exactamente lo que De Maistre denunciaba como una revolución de signo contrario, lo que no debe ser la contrarrevolución si no quiere contribuir a la misma obra desintegradora que pretende combatir.
¿Qué otra opción resta? ¿Acaso una "solución pluralista"? El pluralismo legítimo, incluso en aquella medida en que comporta y aun exige la tolerancia de males y de riesgos, tiene que reconocer su fundamento en esto: es bueno el respeto no al desorden, sino a la espontaneidad y libertad legítima de los sujetos individuales y colectivos del dinamismo social. Todo el mundo está de acuerdo en que una Cámara legislativa cuyas votaciones se produjesen siempre por unanimidad sería considerada como sospechosa; y que un tribunal en donde no se diesen nunca votos discrepantes no daría garantías de independencia ni de competencia iurídica.
Es exigido, sí, el funcionamiento de esta espontánea pluralidad, pero no hay que prejuzgar que no pueda producirse sino entrando en la corriente de las polaridades y de las síntesis dialécticas de una política de partidos. Quien quisiese resolver el problema de una nación pensando que, después de unos años de derecha, ha de realizarse necesariamente una apertura a la izquierda y una nueva síntesis, tendría que reconocer que no podría nadie prever dónde se situaría finalmente la última de las síntesis que cortase finalmente, en un monismo totalitario, la cascada de tesis y antítesis.
No podemos, pues, entender como pluralismo legítimo el sistema de tensiones por el que se avanzaría, probablemente, hacia un más completo aplastamiento de toda real libertad en nombre de la revolución popular. Nuestro problema es éste: cómo mantener, sin totalitarismo, sin una revolución reaccionaria, sin partido único, y con la legítima pluralidad y libertad, la unidad del cuerpo social.
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Quede dicho esto como un planteamiento. Antes de terminar afirmaré que la posibilidad práctica de que esto se realice requiere que se mantenga firme en la sociedad, como principio a respetar en la vida colectiva, no diré ya meramente el derecho natural, que, desde luego, debe ser respetado siempre, sino, y hoy más que nunca, dada la situación histórica de la humanidad, el de la soberanía de Dios, único principio que puede asegurar en lo político la armonía sintética y ordenada de la unidad y de la multiplicidad. Nuestra misión es contribuir a mantener prácticamente vigente en la sociedad una unidad que salve potencie y lleve a su perfección consumada toda pluralidad ordenada. y esto sólo se encuentra en el Reinado de Cristo. Podremos terminar con esta profesión de fe que todos compartimos.