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Diálogo y dialéctica
F. C. V. [Francisco Canals Vidal]. CRISTIANDAD. Barcelona. Febrero 1969. Nº. 456, pág. 35
«Cuando arraiga la opinión del antagonismo entre lo verdadero y lo falso, dicha opinión suele esperar, ante un sistema dado, el asentimiento o la contradicción. No concibe que la diversidad de los sistemas es el desarrollo progresivo de la verdad, sino que sólo ve en la diversidad la contradicción. El capullo desaparece al abrirse la flor, y podría decirse que aquél es refutado por ésta; así como el fruto hace aparecer la flor como un falso ser de la planta, al mostrarse como la verdad de la planta en vez de la flor. Estas formas no sólo se distinguen entre sí, sino que se eliminan unas a otras como incompatibles. Pero, en su fluir, constituyen otros tantos momentos de una unidad orgánica, en la que son todos igualmente necesarios, y esta igual necesidad es cabalmente la que constituye la vida de este todo que es la planta. Pero al contradecir un sistema filosófico, o bien no se concibe así la contradicción, o bien la conciencia del que la aprehende no sabe liberarla de unilateralidad, ni sabe alcanzar a ver bajo la figura de lo polémico y lo contradictorio momentos que son entre sí mutuamente necesarios».
«No es difícil, por lo demás, darse cuenta de que vivimos en tiempos de gestación y de transición hacia una nueva era. El espíritu ha roto con el mundo anterior de su existencia y de sus representaciones y se dispone a hundirlas en el pasado, entrclgándose a la tarea de su propia transformación. El espíritu ciertamente, no permanece nunca quieto, sino que se hana siempre en movimiento incesantemente progresivo. Pero, así como en el niño, tras un largo período de silenciosa nutrición, el primer aliento rompe bruscamente la gradualidad del proceso acumulativo y sobreviene un salto cualitativo, y el niño nace, así también el espíritu que se forma va madurando lenta y silenciosamente hacia la nueva figura, va desprendiéndose de una partícula tras otra de la estructura de su mundo anterior, y los estremecimientos de este mundo se anuncian solamente por medio de síntomas aislados; la frivolidad y el tedio que se apoderan de lo existente y el vago presentimiento de lo desconocido son los signos premonitorios de que algo otro se avecina. Estos paulatinos desprendimientos, que no alteran la fisonomía de la totalidad, se ven bruscamente interrumpidos por la aurora que de pronto ilumina como un rayo la imagen del mundo nuevo».
(del Prefacio a la Fenomenología del Espíritu de Hegel).
Como nota intencionadamente Bloch, estas palabras fueron contemporáneas del retumbar de los cañones de la batalla de Jena. El bloque del Imperio revolucionario que conmovió todo el edificio político europeo con el liberalismo alemán antiimperialista en que se iniciaban las futuras revoluciones nacionales.
Las citamos aquí como una invitación al examen de conciencia. Muchos dirigentes y responsables de la orientación de las generaciones nuevas no han reflexionado probablemente nunca sobre estas páginas, protervas y seductoras. Tal vez, por extraño que parezca, muchas personas de influencia y con prestigio de hombres cultos no las han leído nunca.
No disciernen así la tentación más profunda de la vida contemporánea. No comprenden entonces la razón de los grandes hombres de Iglesia que tuvieron conciencia del deber de apartarse a sí mismos y a los fieles cristianos de la tentación de "conciliarse" con el "progreso" y la "modernidad".
Diálogo y progreso tienen -¡cómo podrían no tenerlo!- puesto de honor entre las exigencias de la verdad teológica y metafísica. Lo que hay que saber es discernir del diálogo y del progreso en la verdad, el diálogo dialéctico y el progreso constitutivamente desintegrador de la verdad eterna y divina.
El presupuesto profundo de la exigencia hegeliana y marxista del diálogo es la hostilidad al "dogmatismo". Y si muchas confusiones racionalistas han puesto a veces en mala posición a combatientes, que de este modo parecen destinados a la ruina, también aquí la mejor estrategia se encuentra en el retorno a las fuentes, el retorno a Santo Tomás y a San Agustín.
El torbellino de la dialéctica, que es el "álgebra de la revolución", arremete contra el "ayer, hoy y siempre" de la mismidad de Cristo. Contra el "Amén" eterno, contra el Verbo de Dios que subsiste eternamente.
El estímulo y la creatividad, el dinamismo progresivo pertenecen en la mentalidad dialéctica al momento negativo, antitético: a "lo que se opone", lo satánico. "La luz brilla en las tinieblas", dice la palabra evangélica. Para la mentalidad impulsada por el "misterio del desorden" son las tinieblas las que hacen luminosa la luz.
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Lo "establecido", el "sistema" a que apunta, como pretexto y blanco inmediato, el ataque desintegrador y anárquico, se siente irreversiblemente destinado a hundirse en el pasado. Y lo está, precisamente por cuanto ha sido establecido como síntesis, constitutivamente inestable, de opuestos que se implican al enfrentarse.
Así la monarquía de derecho divino, síntesis de una teocracia reducida con el antropocentrismo del renacimiento, se sintetizó a su vez con la Ilustración en el "despotismo ilustrado".
La monarquía ilustrada realizó su síntesis con la revolución burguesa en el constitucionalismo conservador. Por las ulteriores síntesis liberal-conservadora, liberal-democrática y social-democrática nos sentimos situados "inexorablemente" en el centro-izquierda coexistencialista y a la espera del "socialismo" (comunismo) democrático y "humanista", como se viene a decir confesando así indirectamente la inhumanidad del adversario cuyo triunfo se da en el fondo por inevitable.
El egoísmo conservador de la revolución no puede ofrecer principios trascendentes, ordenadores y unificantes de la multiplicidad rebelde y masificada. Por esto la sedicente fe en el progreso, que es lo mismo que el miedo ante la revolución, impone la "apertura".
Su necesidad es defendida en nombre del proceso irreversible de la historia. Pero no se cae en la cuenta entonces que el álgebra de la revolución, de la que se aceptan los axiomas y los métodos, impone la ruina de todas las síntesis que se intente establecer, el hundimiento urgente también de las "nuevas estructuras", la revolución permanente.
Las concesiones, que permiten a la fuerza destructora de la dialéctica marxista causar la muerte de Dios en el alma de los hombres de nuestro tiempo, expresan una actitud de mala conformidad al siglo. El olvido de que Dios es eterno, y de que no es nunca neutral ante el curso de la historia, deforma la afirmación de la trascendencia de la religión sobre lo político, para implicar en aquélla el desprecio de la consistencia del orden natural. El mismo olvido confunde la misteriosidad del Dios escondido con la negación de la verdad racional y de la firmeza dogmática del misterio, y lleva al hundimiento de la conciencia contemporánea en el dogmatismo de la dialéctica.
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El tema del diálogo queda insuficientemente aclarado y se plantea también de modo inadecuado si se dice sólo que "tiene que mantenerse la unidad en lo necesario" y no conmover algunos principios inmutables. Porque no bastaría que no se pusiese en conmoción el misterio revelado o la ley natural. Ni siquiera sobre lo contingente o sobre lo práctico puede confundirse el diálogo en la verdad y al servicio de la misma, con el que tiene como ley inmanente el imperativo de las tensiones y oposiciones en que se desarrolla el "devenir» en la lucha de los contrarios. Radica aquí la última razón -y no sólo en un problema de táctica- que quita sentido al diálogo con el marxismo, o al que quisieran desarrollar los creyentes con los modernistas y con los "radicales" de la Teología.
F. C. V.