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La esperanza cristiana en la liturgia de Adviento
CRISTIANDAD, diciembre 1995
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El culto al Corazón de Cristo ante la problemática de hoy
Francisco Canals Vidal en Cristiandad de Barcelona

CRISTIANDAD de Barcelona.Año XXVII. Núm. 467, enero de 1970

Publicado también en CRISTIANDAD de Barcelona. Año LXII, nn 887-888, junio-julio 2005, pgs. 27-39

Y en la recopilación de artículos de Canals: «Política española: pasado y futuro» (Ediciones Acervo, Barcelona 1977).

«HOMO HOMINI DEUS»

La pregunta por el hombre, sobre el sentido de su existencia y su puesto en el cosmos, centró en las décadas entre las guerras mundiales la reflexión de pensadores y filósofos. Si quisiera hallarse un punto en que estuviesen de acuerdo los esfuerzos más representativos del tono y mentalidad contemporáneos, no podría señalarse otro que la conciencia de que el ser del hombre había venido a hacerse problemático para el hombre culto occidental. En este no saber qué somos y tener conciencia de que no lo sabemos se expresaba el acceso a la madurez de la conciencia histórica contemporánea.

La autosatisfacción del espíritu científico y el efectivo dogmatismo del materialismo histórico marxista no han modificado la situación. Para aquella conciencia culta, hoy hegemónica sobre el dinamismo técnico, cultural y político de todo el planeta, el ser del hombre es más que nunca un angustioso interrogante.

Al hablar hoy de una problemática humana no se alude sólo a una constelación de problemas que podrían plantearse desde unos supuestos antropológicos firmes, sino a una desorientación radical que afecta desde lo más profundo todas las dimensiones de lo humano en cuanto tal. El misterio, y no ya el problema, está así instalado, pese a la mentalidad neopositivista, en el centro de la conciencia contemporánea.

Y no obstante, las empresas colectivas y los ideales que estimulan las energías más universalmente operantes sobre nuestro mundo, se orientan todas según esta convicción: la marcha histórica progresiva conduce a la toma de conciencia por la que lo humano se patentiza para el hombre como lo supremo.

El proceso de este humanismo, que con más precisión que con el término «ateo» puede ser definido con el de «autodivinizador» del hombre, se desplegó en las diversas fases de la evolución de la «modernidad» desde el Renacimiento, e inspiró tareas e instituciones políticas, educativas y sociales, a partir de la revolución industrial y del despotismo ilustrado.
Pero no hubiera podido decirse, en épocas anteriores a la nuestra, que esta valoración de lo humano como lo absoluto y supremo constituyese el principio unificante según el que se intenta construir todos los ámbitos en que habite la humanidad en su vida colectiva y el núcleo del espíritu objetivo en el horizonte internacional.

Que esto es ahora así se revela en un hecho cuya significación misteriosa sería imposible exagerar. Parece que nada puede darse más opuesto a la fe católica que la autodivinización y la adoración del hombre por sí mismo. Lo «anticristiano» por antonomasia podría definirse por aquella actitud. Y aunque Paulo VI habló del enfrentamiento acaecido en torno al Concilio Vaticano II de la religión del hombre que se hace Dios a la religión de la Encarnación redentora del Dios que se hace hombre, advirtió también que el intento propio de la Iglesia en el Concilio no fue precisamente la de enfrentamiento y condenación. El mensaje conciliar ha tendido a ofrecer misericordiosamente aquella plenitud en cuyo desesperante anhelo se debate la humanidad de hoy.

Que el aggiornamento conciliar haya tomado esta orientación hacia lo humano en tiempos de radical antropocentrismo revela que la pérdida de la consciente orientación hacia Dios por parte del hombre de hoy es compadecida por la Iglesia, no ya como proterva rebeldía de la enloquecida sabiduría secular, sino como miseria agobiante y entristecedora que pesa universalmente sobre los hombres de nuestro tiempo; cuando se agrava y universaliza la crisis de la que el carisma profético de la Iglesia jerárquica juzgó con aquellas palabras bíblicas:

«Esperábamos la paz, y este bien no vino; el tiempo de la curación, y he aquí el terror» [Jer 8,15 y Jer 14,19].

En verdad la dimensión y el sentido mismos -universal por primera vez en la historia, y total y radicalmente orientado por el ideal de la justicia plena sobre la tierra- del fracaso y desengaño de nuestras empresas colectivas, está siendo testimonio para todas las gentes del Evangelio de Cristo, que da el Occidente cristiano y descristianizado a los hombres de todas las culturas, absorbidas hoy en él a modo de «proletariano interno».

«SI CONOCIERAS EL DON DE DIOS»

La evangelización del misterio de Cristo adecuada a nuestra situación histórica ha de insistir evidentemente en su esencial dimensión de llamamiento y don que ofrece al hombre la posibilidad, por la gracia divinizante, de su propia consumación y plenitud humana.

El iluminar esta congruencia no podría por sí mismo arrastrar el peligro de una deformación o minimización del misterio cristiano. Se nos exige en definitiva que insistamos en algo que está en su sentido más esencial e íntimo: el que se expresa, desde el propter nos homines de los antiguos símbolos, en el lenguaje de San Agustín al decirnos que Dios no busca su gloria sino para nosotros -ya que es a nosotros y no a Él a quienes enriquece su conocimiento y alabanza- o en el de San Ignacio al afirmar que «todas las cosas... han sido creadas para el hombre». Más cercana a nosotros, la santa carmelita de Lisieux expresaba su esperanza de «pasar su cielo haciendo bien sobre la tierra».

Es cierto que con demasiada frecuencia una actitud humanista ha llevado al apostolado contemporáneo a silenciar o dejar en segundo término el misterio de la salvación por Cristo. El optimismo sobre las fuerzas humanas y la fe en la bondad del universo vienen a ser un imperativo que reduce al silencio, sobre algunos de sus más centrales temas, a la predicación cristiana. Se teme en el fondo el trágico contraste con una fe en el hombre y en su poder de autorrealización de la que está ausente el sentido de humildad, la compunción del corazón y el sentido del pecado.

Nos sentimos arraigados en la convicción, que nos transmitieron grandes maestros de espíritu, de la oportunidad providencial y psicológica del culto al Corazón de Cristo para el mundo moderno. Conforme a ella orientaremos nuestras reflexiones, de intención y método teológicos, sobre la problemática humana de hoy. Tal intención y método no excluyen evidentemente, antes exigen en virtud del propio tema, que por su contenido se refieran a las experiencias y corrientes de pensamiento o ambientes culturales y sociales característicos de la situación contemporánea, y en los que podemos descubrir, como en signos de los tiempos, la urgente adecuación del mensaje del amor divino y humano del Corazón de Cristo.

PERPLEJIDAD Y CRISIS

Propuesto por el magisterio eclesiástico como síntesis de toda la religión y norma perfecta de vida cristiana, después de su triunfal marcha ascendente en el sentir de los fieles, vino a quedar en situación de crisis y problematismo durante el pontificado de Pío XII, en el mundo que salió de la segunda guerra mundial. En realidad el complejo anudamiento de los problemas remitía a una perplejidad que se sentía ya indudablemente en tiempos de Pío XI, en los años de la postguerra: la perplejidad en torno a la cultura y humanismo cristiano «moderno» recibido de los siglos del renacimiento y del barroco.

El carácter patente y universal de la crisis nos librará de la nota de audaces en nuestro atrevimiento a plantearnos cuestiones que son ineludibles precisamente para poner en claro la congruencia profunda, que creemos deber afirmar, del culto al Corazón de Jesús para el ambiente y situación espiritual posterior al Vaticano II, cuando se han desatado y simplificado aquellas complejidades y nudos.

No parece que pueda negarse que percibían muchos una como indefinible y paradójica dualidad de ambientes y actitudes espirituales en el magisterio y en la profunda y universal tarea de apostolado del Papa Pío XI. Porque queremos sugerir una sutil y casi inefable diferencia de matiz convendrá un lenguaje breve y rápido. La Miserentissimus Redemptor, proponía la síntesis de toda religión y la norma de vida más perfecta y hablaba del común deber de expiación, pero fue pareciendo cada vez más como adscrita a una escuela particular de espiritualidad, que algunos hubieran calificado peyorativamente como «jesuítica». Entre tanto, la espiritualidad de la que fue «la estrella del Pontificado», Santa Teresita del Niño Jesús, aparecía como un «redescubrimiento del Evangelio», como diría Pío XII, y con un signo de universalidad católica y ecuménica.

Reparación y consagración, comprendidas en el contexto del misterio de Cristo, tal como las proponía la enseñanza y la liturgia de la Iglesia, constituyen en verdad el ejercicio más simple y profundo de un culto impulsado y orientado por la caridad. No obstante, y es lícito preguntarse si sólo por causa de una resistencia sectaria, se fueron mostrando cada vez más desde cierto aspecto deformado que causaba reacciones de disgusto y repulsa.

Tal vez los mundanos y los cristianos piadosos hostiles veían a los «reparadores» y «consagrados» no como pecadores penitentes que se ofrecían al amor y a la misericordia, sino como cristianos con conciencia de distinguidos y fieles que se acercaban a consolar a Jesús presentándose ante Él «no siendo como los demás hombres». Tal vez hubiesen muchos dicho de los devotos del Corazón de Jesús, lo que Santa Teresita de cierto tipo de almas menos deseosas de «deshojarse» e inmolarse: Seigneur, sur tes autels plus d'une fraîche rose aime á briller.

Tal vez las acusaciones de naturalismo o de cristología nestorianizante, radicalmente injustas respecto de los grandes apóstoles de la devoción y de la espiritualidad viva en el pueblo fiel y en la liturgia, recibían algún motivo o pretexto de aquellas apariencias.

La Haurietis aquas marca el camino de superación de la crisis y del malentendido. Se muestra con luz nueva y en su plena adecuación al hombre de hoy el culto al Amor de Dios que habita corporalmente en su plenitud en el Corazón de Jesucristo. Es el mensaje del amor misericordioso, es el Evangelio de Juan y de Pablo. Y es el mensaje tradicional del culto «clásico» simplemente entendido en su verdad auténtica y profunda. Porque esto y no otra cosa es lo que presentó Pío XII y lo que ha insistido en mantener la enseñanza postconciliar de Paulo VI.

EL MENSAJE DEL AMOR MISERICORDIOSO

Si nos atrevemos a señalar aquellos contrastes de matiz y la perplejidad por ellos sugerida, tenemos que afirmar también que las superficiales y aparentes escisiones están superadas, y puesta de manifiesto la continuidad del culto moderno estimulado por Paray-le-Monial con el misterio de salvación. Se nos ofrece, tal es nuestra convicción, la síntesis buscada para nuestro tiempo, en la vida y la espiritualidad de Santa Teresita del Niño Jesús o de Juan XXIII, por citar dos ejemplos que hacen intuíble lo que queremos expresar.

Aún reconociendo, pues, las deficiencias que hayan podido darse en la presentación tradicional del culto al Corazón de Cristo, hay que afirmar, nos parece, para moverse en lo esencial y no caer en planteamientos inadecuados y accidentales, que el problematismo suscitado en torno a él se relaciona con la vacilación en proponer al mundo contemporáneo la buena nueva del amor misericordioso. La aceptación de la misericordia y del don implica el reconocimiento de la indigencia y de la miseria. De aquí el recelo a la resistencia humanista a un mensaje que no puede dejar de invitar a la expiación y reparación por el pecado.

Pero la ambigüedad de la universal tentación anticristiana de nuestro tiempo consiste precisamente en que, enfrentada a la autoafirmación de plenitud superadora de alienaciones, y paradójicamente confundida con ella, una corriente de angustia y amargura oprime el ánimo de los hombres de hoy. Un nuevo pesimismo maniqueo que es en cierto sentido más profundamente anticristiano que el propio optimismo antropocéntrico.

Las proféticas advertencias del magisterio eclesiástico sobre el fracaso inevitable de las construcciones emprendidas bajo el signo de la mundanidad secularizadora y arreligiosa, hallan su paralelo antiteístico en las expresiones filosóficas y literarias del inconformismo, la desesperación y la náusea. La dialéctica desintegradora de la revolución anticristiana ha ido pidiendo rápidamente cuentas a los sucesivos proyectos y empresas colectivas en que la ciudad terrena ha concretado sus esperanzas de paz y de felicidad universales.

La herencia cristiana mantiene vigente su exigencia sobre la conciencia social contemporánea. Y ninguna de las actitudes o de las interpretaciones que pretenden rehuir este imperativo cristiano y desoír el clamor trágico con que el acontecer contemporáneo revela el fracaso de la finitud cerrada sobre sí misma pueden pacificar íntimamente al hombre de hoy.

Por esto el supremo esfuerzo de resistencia, el modo contemporáneo de «dar coces contra el aguijón», rehusando aceptar el don de Dios, se realiza en el sobrevalorar la inquietud y la tensión. El mundo, que nos promete la paz que no puede darnos, termina por maldecir la paz como un conformismo estático que quitaría sentido a la vida. Para rehusar el don de Dios decimos a veces: «no hay camino». Ignoramos a Cristo, CAMINO, VERDAD Y VIDA. El mundo se distrae así y evita reconocer que «nos hemos extraviado, y hay que volver al camino» como proclamó Pío XII.

Pero sigue clamando por la paz y gritando la protesta y la desesperación por su inquietud insatisfecha. Si renunciamos a la hipocresía y convencionalismo superficial, casi al nivel de una moda literaria, que tantas veces coarta nuestro testimonio cristiano, nos encontraremos connaturalmente en situación de afirmar con humilde seguridad que sólo en el ambiente de la fe cristiana se puede comprender al hombre de nuestro tiempo.

Nuestro corazón está inquieto con la inquietud que confesó San Agustín; con la indigencia y sed del rocío divino que clamaban los salmos. Para vivir como hombres estamos necesitados de que nuestra cotidianidad, nuestra convivencia doméstica y nuestro cuidado y tarea diaria, nuestra soledad errante entre lo público, sean bajo la mirada y la mano poderosa de nuestro Dios personal y paterno. Tenemos necesidad «de un corazón ardiente de ternura, con el que nos sintamos día y noche, de corazón a corazón, en convivencia y diálogo».

Por esto al plantear en una perspectiva teológica el problema de la oportunidad del culto al Corazón de Cristo para el mundo contemporáneo, sería inadecuado detenerse sólo en constatar las deficiencias de integración y síntesis, las escisiones y tensiones no superadas, que fueron características de los tiempos en que se difundió en el mundo cristiano. No llegaríamos así a tratar del sentido de aquel símbolo y mensaje. Una reflexión teológica adecuada en su método y rectamente orientada mostrará sin duda la virtualidad del culto al Sagrado Corazón para hacer unitaria y simple, auténtica, la vida religiosa del hombre de hoy.

«LA FINITUD CONSTITUYENTE»

«Se estremece la tierra con afán nunca antes sentido, de horror o de esperanza», dijo el excelso poeta Costa y Llobera. Con su doble faz de radical pesimismo y de inaudita expectación de progreso, el dinamismo histórico del hombre moderno, tenso anhelo colectivo de divinización, se ha mostrado como un esfuerzo trágico de «finitud constituyente», para decirlo con las palabras con que Vuillemin quiso significar esta revolución de lo finito contra el Dios trascendente y soberano.

«La muerte de Dios», que permitiría que el hombre viva y reine sólo sobre la tierra, se realiza en la conciencia del hombre masificado de nuestra sociedad urbana a través de la «diversión» respecto de lo eterno. En nuestras jóvenes generaciones se destruye el hambre de inmortalidad -la aburrida idea de la inmortalidad del alma, decía Engels- y con ella el sentimiento y comprensión, la disponibilidad y apertura, para lo eterno e infinito.

Contemplada superficialmente y en el ámbito de lo cotidiano, la pérdida de sentido de lo sagrado y eterno parece sólo una inmersión en el movimiento, monótono en su rapidez, causado por la publicidad planificadora de la agitación y del cambio que la política y la técnica imponen sobre nosotros.

En una perspectiva más universal y que no ignore los impulsos profundos que alientan las fuerzas que ejercen, por aquella publicidad y planificación, su lucha planetaria por la voluntad de poder, reconoceremos que el olvido por el hombre masa de lo absoluto y eterno viene a ser subproducto del inmanentismo y la absolutización de la naturaleza y del hombre en la mentalidad dirigente del mundo de hoy.

En el ámbito mismo del pensamiento científico y filosófico, las corrientes empiristas, positivistas o materialistas - en su doble fase mecanicista y dialéctica - sólo desde una consideración exterior que pierda de vista sus conexiones y condicionamientos profundos se presentan como cerradas en lo inmediato sensible y material. Detrás de Marx está Hegel, y a la ética y política positiva o utilitarista subyace también el Deus sive Natura de Spinoza, aquel en quien «comienza la filosofía» para el propio Hegel.

El enfrentamiento a lo eterno se ejercita por la afirmación del valor absoluto de lo temporal. El devenir dialéctico y el «eterno retorno de lo igual» expresan esta divinización, ante la que en vano se rebela el finitismo que busca en el tiempo el horizonte de comprensión del ser. La finitud constituyente es usurpación por lo finito y terreno de los atributos de lo eterno; es saqueo de lo celeste. Por esto las mismas rebeldías o desconocimientos de lo divino inmanentizado se expresan en la angustia ante la nada o en la afirmación de que lo absoluto es lo contingente, lo que es en definitiva la atribución a lo contingente de la absolutez de lo absoluto.

La modernidad anticristiana se ha desplegado filosóficamente como una progresiva toma de conciencia en la que los atributos de la divinidad han venido a ser puestos en lo humano. La inflexión decisiva, más que en la proclamación nietzcheana de la necesidad de la muerte de Dios para la vida del hombre, había tenido lugar en el tránsito al hegelianismo de izquierda en la obra de Feuerbach.

Sus palabras suenan a «extrañas profecías» cargadas de sentido revelador de las nuevas coordenadas de la contemporánea visión del mundo secularizada y desacralizada. La política es nuestra religión. Lo humano es lo divino. El Estado es la providencia del hombre. Se pone en la humanidad, ya divinizada, lo que «todavía» ponía Hegel en el Espíritu absoluto, o Spinoza y Giordano Bruno en la Naturaleza o en el Universo.

El movimiento que pretende expresar el pleno humanismo en la superación de todas las alienaciones, el marxismo, encontraría aún fundamento para acusar de contaminación teológica a la propia afirmación de la divinidad en lo humano. Lo que quiere afirmar es la supremacía de lo humano en cuanto tal. El proceso antropocéntrico culmina así en una actitud que entronca con el antiteísmo postulativo, para el que Dios es el ser que no debe existir y que en todo caso debe ser rechazado.

El radical antropocentrismo en que se consumó el proceso de la modernidad separada de Dios ejerció su máxima influencia sobre la conciencia contemporánea a través de un nuevo sentido u orientación. Aquel que se expresa en el marxismo, frente a la atribución especulativa de un carácter divino a la humanidad en su esencia universal, afirmando que no se trata ya de conocer la realidad, sino de transformarla.

La autorrealización del hombre como lo supremo se ejercita en todas las dimensiones privadas y públicas de la vida contemporánea, con inspiración marxista o pragmatista, en cuanto se desenvuelve como un vivir constituido desde sí mismo por la primacía de la praxis humana.

«EN EL PRINCIPIO ERA LA ACCIÓN»

Al plantearse la pregunta sobre las relaciones entre la prudencia y la sabiduría, sostiene Aristóteles que sólo podría atribuirse a la prudencia el primado sobre la sabiduría si se afirmase que el hombre ocupa el primer lugar en el universo del ente. Fundamenta así que la virtud de la razón práctica, que gobierna la acción en el orden al fin humano, tenga que regirse por el supremo saber contemplativo, el que conoce en sí mismo el fin y bien.

«En el principio era la acción» hace decir Goethe al Doctor Fausto. Al poner la acción humana como fundamento creador de sentido del universo y de la vida hace patente su disponibilidad para el pacto mefistofélico.

El hombre fáustico busca la sabiduría, pero rehúye la contemplación que retendría y aniquilaría su vida, y se rebela contra la patencia y el don de la verdad. Si el hombre moderno prefiere con Lessing la «mano izquierda» que le ofrece la búsqueda y el anhelo, y no acepta la riqueza de la verdad venida de la «mano derecha» divina, es porque quiere sentir el goce creador de una acción sin otro objeto que el ejercicio mismo de la libre creatividad.

Las múltiples expresiones literarias o filosóficas, pedagógicas y políticas, de este primado de la acción y de la voluntad, no hacen sino traducir conceptualmente actitudes que, desde la época romántica, vienen a constituir tal vez la más seductora y profunda tentación de cuantas nos arrastran engañosamente fuera del orden y de la concepción cristiana del mundo.

Para la secular sabiduría cristiana el «deber ser» incondicionado se fundaba y constituía desde la destinación del hombre a su fin último trascendente a su finitud. La Bondad eterna e infinita, el amor que Dios es, se nos propone por la fe para ser recibido y abrazado en contemplación y amor eterno. Por esto advertía Santo Tomás que el bien divino, en orden al cual se pone en tensión por la caridad el íntegro dinamismo de la vida cristiana, no es objeto de entendimiento práctico, sino el supremo fin saciativo y beatificante para la mente contemplativa.

Y toda la obligatoriedad de la ley se funda en la necesidad del fin a que se ordena. En el plano mismo de la sindéresis natural la conciencia del deber presupone la fundamentación del bien ético en el «verdadero bien» ontológico. Por esto una ética de fines da por supuesta la sumisión del hombre a un orden universal que le trasciende y le llama con exigencias absolutas de las que no es él mismo fundamento ni autor. La libertad del hombre se constituye desde esta destinación natural a un fin entitativo y «verdadero».

Aunque todavía el formalismo de la ética autónoma de Kant mantuvo como postulado práctico la idea de Dios y el alma espiritual e inmortal, la primacía de la razón práctica que se afirmaba para huir del carácter heterónomo del imperativo moral expresaba un hecho nuevo en la historia del mundo cristiano, que tenía no obstante sus precedentes en las posiciones éticas racionalistas: ya no eran los «libertinos» los que se enfrentaban a la fe revelada; por el contrario se podía ya ser «no creyente» en la fe sobrenatural y «positiva», porque se era «honesto» y en virtud de la misma fe moral. En el mejor de los casos se vino a negar importancia teorética al contenido de la fe, para reducir la fuerza de lo religioso a la profundidad del sentimiento.

La religiosidad romántica que va de Schleiermacher al modernismo en todas sus fases, no ha hecho sino reforzar el impacto deletéreo de los «pragmatismos». Una misma actitud en el fondo alienta la fe en la creatividad fundante y originaria de la acción humana. La roca firme de Dios eterno no sería sino el obstáculo supremo, una «naturaleza» no-yo, algo absoluto «en-sí», que no podría ser ya estímulo a superar, sino condición y límite supremo de la libertad y de la praxis del hombre.

El postulado antiteístico de una moral que, en virtud de su radical antropocentrismo, ha de negar toda esencia o valor anteriores al ejercicio de la libre opción, no se ha formulado en toda su crudeza sino en contados casos. Lo que interesa, sin embargo, es advertir el impacto en una filosofía no de sentido académico sino «mundano», y que ha consistido mucho más en una penetración «práctica» que en una difusión literaria o conceptual.

Las ilusiones de la autenticidad y la autorrealización, la creatividad y originalidad radicales, debilitan máximamente la capacidad de comprensión del mensaje de la fe. Todo profesor de teología que ha visto discutir el interés actual y práctico, la conducencia para la vida y para la eficacia, de los tratados dogmáticos trinitario y cristológico, puede dar testimonio de lo que queremos sugerir.

Si esto es así en quienes viven insertos en las instituciones eclesiales, el hecho acaece cotidianamente afectando todos los sentimientos e ideas del hombre masificado de nuestros días.

El prestigio de la investigación científica conseguido en la rápida transformación del horizonte vital de quienes estamos ya inmersos en un mundo «creado por los hombres», que oculta y aún presenta como triviales y primitivas las dimensiones del universo natural o del que es herencia de la técnica y el arte de anteriores generaciones, parece conmover las esencias y el sentido de las cosas y del hombre mismo, e invita con enérgico desafío a la lucha por la vida y a la vertiginosa carrera de llegar a hacerse algo por sí mismo.

Tendemos así a apoyarnos en nosotros y a no afirmarnos más que desde nuestra propia autorrealización. Pero es aquí precisamente donde la constitutiva destinación del hombre a no hallar el sentido de su vida sino en una felicidad que le trasciende y exige la ordenación a ella de su entero dinamismo, se pone de manifiesto en una situación límite en la que se halla hoy el hombre, en proporción a su progreso y dominio técnico sobre la naturaleza.

La praxis humana no puede ser el lugar originario de su propio valor y sentido. La voluntad y la acción carecen de consistencia si no se reconoce que una «voluntad constituyente» está impresa en la naturaleza del hombre y entitativamente la destina, con anterioridad radical a toda opción, hacia fines existentes en el universo real y en el fundamento último del hombre y del universo. Es decir, la praxis en cuanto tal no se pone en movimiento sino supuesto el hombre ya constituido en su posibilidad radical como sujeto libre y activo.

Y en verdad la afirmación especulativa de la primacía de la acción, y la entrega práctica a la búsqueda de un sentido de la vida que fuese independiente de todo valor o fin anteriores al ejercicio de la libertad, no han hecho sino lanzar al hombre culto de la modernidad a un círculo en el que la misma dimensión ética viene a ser olvidada en su esencia, para ser asumida sólo como eficacia técnica a través del desarrollo, por la educación científica, de las posibilidades creadoras entendidas como capacidades de dominio y de producción.

EL HOMBRE MOVILIZADO COMO SERVIDOR DE LA EFICACIA TÉCNICA

La primacía de la voluntad y de la acción deforma antropocéntricamente aquella esencial dimensión de la vida cristiana que la discierne de cualquier frío y orgulloso intelectualismo teorético: si poseyese toda la ciencia y conociese todos los misterios, si no tuviese caridad nada soy. La secularización, de espaldas al don del amor de Dios, del imperativo de que la fe obre por la caridad, explica la fuerza, desintegradora del orden cristiano, de los voluntarismos y pragmatismos.

Pero esta misma desviación antropocéntrica del dinamismo práctico, del que desaparece con la contemplación «final», también el amor, convierte el «dominar la tierra» bíblico, ejercicio por el hombre de un aspecto esencial de su carácter de imagen de Dios, en el babélico esfuerzo de dominio autónomo y cerrado a la trascendencia, que pretende su reinado exclusivo y soberano sobre el mundo.

Un nuevo concepto del saber alentó desde la scienza nuova y ya decisivamente en el empirismo de Bacon de Verulan las progresivas conquistas del hombre moderno. Se trata de un saber del que ha desaparecido toda finalidad contemplativa y, por ello, todo orden a la aceptación de aquel «amor que mueve al sol y a las estrellas» cuyo gusto tuvieron los medievales. Hay que saber, para dominar la naturaleza.

Y para dominarla, obedecerla. La praxis humana, ya desde entonces radicalmente transformada en técnica, tiene que reconocer desde su punto de partida fuerzas y leyes naturales. Pero la preocupación de inmediatez, que se tradujo en la vigencia de una noética empirista, lleva al abandono de cualquier consideración de un orden esencial. No se atiende ya más que a las reglas constantes de conexión de los hechos, cuyo conocimiento posibilite la previsión, el proyecto y la planificación.

Desde las primeras fases de la filosofía moderna se recorre así, en el orden de la fundamentación de la ciencia, el destino por el que ha avanzado cada vez con mayor universalidad la cultura occidental; hasta culminar en la hegemonía planetaria de su ciencia tecnificada sobre todas las dimensiones de la vida contemporánea.

La revolución industrial y la revolución política de signo positivista dieron a la vida social el dinamismo y orientación que condicionan todavía hoy su sentido. El empirismo gnoseológico, la concepción materialista del mundo y la ética utilitarista se implican y autofundamentan. Se cierra un círculo en el que el único proyecto que puede constituirse en fin de la acción humana es el desarrollo y progreso económico y técnico.

Las guerras mundiales y la fuerza creciente de la antítesis marxista han situado a la sociedad occidental, regida por aquel progresismo, ante una crisis cuya trágica paradoja se manifiesta en un fenómeno desconcertante: las mismas corrientes y movimientos de rebeldía en que se consuma la esperanza ilusoria en la omnipotencia de la técnica, y que exigen en su nombre «el final de la utopía», estallan contra el sistema opresivo establecido por la hegemonía de lo técnico sobre las estructuras y el ambiente de la sociedad moderna.

La tecnocracia viene a definir en sentido muy esencial el impulso directivo de nuestra vida. Porque el antropocentrismo, ejercido en la primacía de la acción transformada en eficacia técnica, impone la necesidad –según ha puesto en claro el agudo análisis heideggeriano— de que la voluntad de poder se identifique con el instinto calculador que somete la libertad humana y transforma el animal racional en mano de obra o equipo de trabajo al servicio del consumo del ente. Cuando ya el ente ha perdido todo otro sentido que no sea el de estar destinado a ser desgastado por la planificada voluntad de dominio.

Del obedecer para dominar, y como cogido de nuestras propias redes, hemos caído en servidumbre respecto al mecanismo de nuestras propias planificaciones y proyectos.

Para la propaganda de la política o de la guerra total, o para la que asume la tarea de producir en serie la opinión democrática, la opción política y su expresión está condicionada al asesoramiento del reflexólogo o del psicólogo conductista. El acierto en el ritmo de un slogan o en la sugerencia que en el mecanismo de asociación de imágenes puede tener un gesto o una frase lanzada a través de los grandes medios de comunicación de masas pueden representar millones de votos para la designación de los más influyentes poderes en el mundo de hoy.

La acción humana tecnificada, desarraigada de toda orientación a lo eterno por el impulso de autorrealización del hombre como lo absoluto y supremo, consuma en la vida colectiva la caída de la libertad y mismidad en la dependencia respecto de lo anónimo y lo público.

Resulta coherente que en este «mundo feliz» se disperse y pierda la intimidad personal, por cuanto el presupuesto profundo que sostiene la negación de la apertura de la finitud y subjetividad humana hacia lo eterno y divino implica de raíz el desconocimiento del libre albedrío como atributo de la esencia del hombre, en que se despliega su acción, desde la perspectiva de la fe cristiana, como espíritu e imagen de Dios.

LA PARADOJA DEL ESPÍRITU LIBERAL

Ninguna demasía y exageración hay en el reconocer que la humanidad de hoy ha accedido a madurez y plenitud apenas entrevistas en anteriores siglos, y que el progreso, a pesar y a través de sus trágicas crisis, ha llevado a la exigencia de realizar algunas de las posibilidades más profundamente constitutivas de la existencia humana.

Las concepciones de filosofía de la historia que han querido establecer la tesis de la decadencia como el sino fatal de nuestra cultura habrían de olvidar que en el Occidente postrevolucionario ha alcanzado su plenitud una dimensión esencial de lo humano en cuanto tal: la conciencia histórica. Esto equivale a decir: la toma de conciencia de la libertad como formadora de sentidos y estructuras del espíritu objetivo en su devenir temporal.

Bastaría esta maduración de la toma de conciencia histórica para justificar la aplicación a nuestro mundo contemporáneo de una afirmación misteriosa y espléndidamente «humanista» de San Agustín. Después de haber definido la ciudad terrena como originada por el amor del hombre a sí mismo llevado hasta el desprecio de Dios, que le enfrenta a la ciudad celeste, advierte que «no es acertado decir que los bienes que desea la ciudad terrena no son bienes, puesto que ella misma es tanto mayor bien, cuanto mejor sea en el orden de lo humano».

Si, orientados por la sugerencia agustiniana, nos libramos de todo maniqueísmo, podremos comprender que los males de nuestro tiempo no son sino privaciones de orden e integridad, ausencia de orientación hacia Dios. Por lo mismo, y puesto que el mal no es eficaz y operante sino por virtud del bien que corrompe y en el que radica, admitiremos sin escándalo, con el Papa Juan XXIII, que el progreso mismo haya sido la fuerza que ha transformado el olvido de Dios de hecho individual en fenómeno universalmente difundido en la conciencia social. Todavía Balmes pensaba que, mientras el individuo puede ser ateo, la familia y la sociedad no lo serán jamás. Pero el desarrollo técnico y económico, que opera universal e inmediatamente sobre la sensibilidad del hombre, ha sido el factor eficaz en la «diversión» respecto del eterno y final destino en Dios.

Precisamente el llamamiento de la ciudad celeste a este mundo muestra en esto su congruencia: los bienes que busca la ciudad terrena se invierten y desintegran por la privación de su orden a Dios. El cerrarse de la finitud sobre sí misma no sólo impide que se consume la indigencia de apertura a lo absoluto e infinito, sino que corrompe y deshace los elementos más nucleares del bien en el orden de las cosas humanas.

La autodivinización de lo humano, que ha enfrentado al hombre moderno a la trascendencia y personalidad de Dios, ha tenido su impulso nuclear en la voluntad de autoafirmación como sujeto libre y creador. Pero el enfrentamiento a la trascendencia se ha consumado en la negación teorética y práctica de aquella libertad.

De los dirigentes más exaltados del liberalismo español comentó con extrañeza Menéndez Pelayo que su ardiente amor a la libertad contrastaba con un pensamiento filosófico crasamente materialista. No hay fundamento para la extrañeza del insigne polígrafo, que podría compararse con la que se sintiera ante el hecho de que «todos los niños de Francia» sepan hablar francés. Los grandes dirigentes, los representantes más geniales del espíritu liberal, han profesado siempre filosofías incompatibles con la afirmación, espiritualista y teocéntrica, «agustiniana», del libre albedrío.

La corriente central de la Ilustración del siglo XVIII, la que nutrió la fuerza de las revoluciones que dieron nacimiento al contemporáneo Occidente liberal, se explica sólo desde la poderosa influencia de la filosofía íntegramente naturalista de Spinoza.

Su monismo subyace como fundamento oculto, pese a las transformaciones «espiritualizantes» y dialécticas, en los grandes sistemas del idealismo alemán, o en la visión del mundo de Goethe. Es su implicación en la filosofía hegeliana la que posibilita la «puesta sobre los pies» marxista de la dialéctica, en la que de nuevo el entendimiento formador de ideas aparece como natura naturata, o según la nueva terminología, como determinado por la realidad de las fuerzas materiales.

La divinización de la materia sigue presidiendo todos los paralelismos psicofísicos, y también las antropologías implicadas en las más difundidas escuelas de psicoanálisis. Si oímos hablar de «mentalidad liberal», no debemos nunca olvidar la hegemónica fuerza de las doctrinas «conductistas», para las que el concepto tradicional del libre albedrío se explica cómo una laguna en el conocimiento científico de las conexiones necesarias entre estímulos y respuestas.

Esta trágica paradoja del espíritu liberal puede ser comprendida únicamente si no se quiere ignorar la intención que orientó sus primeras y más influyentes formulaciones. Esta intención se hace patente si contrastamos hoy los fundamentos de la enseñanza de Juan XXIII en la Pacem in terris sobre el derecho al libre ejercicio de la religión, con la doctrina spinoziana expuesta en el Tractatus theologico politicus, la más profunda y originaria fuente del pensamiento liberal de la Ilustración.

Para el magisterio pontificio se trata del derecho a ejercitar el deber de religión según la propia conciencia, que, en virtud de su constitutiva religación a Dios, es libre frente a las potestades humanas. Para Spinoza: «los que poseen el imperio supremo son los intérpretes no sólo del derecho civil sino también del sagrado; y sólo ellos tienen el derecho de discernir qué sea lo justo, y qué lo injusto, qué lo piadoso y qué lo impío; de aquí se concluye que podrán conservar este derecho del mejor modo y el Estado en seguridad, sólo si conceden que cada uno sienta lo que quiera y diga lo que siente».

Con acierto magistral advirtió León XIII en la Libertas que, las libertades de conciencia, culto y pensamiento propugnadas por el liberalismo eran la puesta en práctica en lo social y político de la emancipación naturalista del hombre respecto a Dios.

Pero esta liberación frente a la trascendencia, que lo es también respecto a la conciencia de culpa y de responsabilidad, tenía su fundamento doctrinal en una filosofía que niega la subsistencia personal del individuo humano.

Para liberarse de la religación y del orden a una trascendencia infinita y eterna hubo que realizar en el plano del pensamiento el suicidio del hombre como sujeto libre, como espíritu creado a imagen y semejanza de Dios.

AUTENTICISMO Y DESPERSONALIZACIÓN

«Cualquiera ve que la mente no es corpórea, y que es substancia», escribió San Agustín. La metafísica del espíritu hipostático y personal, imagen del Dios viviente, Padre, Hijo y Espíritu Santo, legada al pensamiento cristiano medieval, y todavía transmitida al Occidente postrenacentista por el cartesianismo, seguiría siendo la única base que podría dar coherencia a la aspiración humanística de la modernidad: dignidad y derechos naturales de la persona, igualdad de todos los hombres, y exigencia de aquél respecto al hombre como fin y no como medio de que habló Manuel Kant.

Pero las orientaciones del pensamiento que han pesado sobre el dinamismo cultural y político europeo y han regido los ideales sociales y el sentido de la educación y de la vida conmueven de raíz aquel concepto del hombre como ser personal y libre.

Por los diversos tipos de materialismo, desde Hobbes a Marx pasando por la Enciclopedia, y por las gnoseologías empiristas que inspiraron el liberalismo inglés; por el monismo naturalista y posteriormente por el criticismo y el idealismo alemán, desde muy diversos supuestos doctrinales, se ha persistido en negar la unidad entitativa del hombre como sujeto personal.

Los malentendidos, fundados en la necesidad de «descosificar» la persona o de liberarse de este término y concepto al pensar en el ser del hombre, se radicalizaron en las corrientes antropológicas más influyentes en nuestro siglo. Y así nos hemos encontrado con que al tiempo que la existencia auténtica se situaba como tema de primer plano se hundían las bases para una posible caracterización de la unidad y mismidad del hombre.

No alcanza a escamotear este obscurecimiento de la conciencia personal el convencionalismo de nuestro lenguaje literario y político proyectado sobre una eticidad de horizonte culturalista y sociológico; lenguaje cargado de la exigente indignación moral que es la dimensión más característica tal vez de la mentalidad revolucionaria moderna.

Porque la hipócrita escisión entre la razón práctica y el saber teorético sobre el fundamento último de la realidad ha llevado al hombre moderno a emprender el intento de liberarse del sentido del mérito y del demérito ante Dios, del pecado personal y de la necesidad de la gracia y de la Redención - a través de «nuevas astrologías» deterministas - a la vez que proyectaba su orgullosa actitud moralizante contra instituciones y clases sociales, tradiciones del pasado, estilos y criterios establecidos, estructuras superadas, naciones, culturas o partidos políticos.

Pero, así como la «engañifa del monismo» de que habló Unamuno es un sucedáneo inadecuado para el hambre de inmortalidad personal arraigada en el corazón del hombre, así la eticidad que tiene como presupuesto un determinismo dialéctico o positivista es incapaz de fructificar en la serenidad interior, la sencillez y el confiado gozo, que podrían hallarse sólo en la humildad cristiana y en la aceptación de la gracia redentora.

Aquel suicidio ontológico del hombre deja sin sentido la vida personal. De aquí el dramatismo y la tensión, la pseudoprofética energía que alienta las tareas educativas, los reformismos y progresismos sociales que intentan suplantar las esperanzas proporcionadas a la vocación divina y eterna del hombre por redenciones inmanentes «según los elementos del mundo» y por el esfuerzo de hallar una satisfacción absoluta en los proyectos del futuro, en el propio advenir temporal e histórico.

ESCATOLOGÍAS Y ESPERANZAS TERRENAS

Federico Engels, en un estremecedor pasaje de su «Dialéctica de la naturaleza», con lenguaje que revela el entronque heraclitiano del materialismo dialéctico marxista, nos habla de los ciclos en que se despliega en eterno retorno el movimiento de las fuerzas materiales.

Ante ellos la historia humana y geológica no es sino un breve instante. Nada permanece, más que la materia eterna y las leyes en su incesante devenir, que imponen férreamente la necesidad de la destrucción también de lo que representa el supremo florecer de la materia: la conciencia y el espíritu. Pero esta misma férrea necesidad, nos dice Engels alentándonos a la esperanza, nos asegura su resurgir en otros planetas, en otros sistemas y constelaciones en el seno del universo infinito y eterno.

Y el propio Carlos Marx, nada menos que en el prefacio de «El Capital», nos advierte que sus apasionadas diatribas contra los burgueses y capitalistas, indispensables para la crítica de la economía política y la acción revolucionaria, no han de hacernos olvidar que los burgueses no son sino personificaciones de las fuerzas materiales que en su choque cumplen inexorablemente un destino dialécticamente determinado.

El marxismo representa en esto la culminación doctrinal de aquel proceso de absolutización de lo inmanente en que sucumbe todo reconocimiento de la libre personalidad del individuo humano. Y no obstante, también en él se consuma aquella misteriosa dimensión del espíritu moderno que señaló Vögelin al definirlo como secularización y racionalización de las escatologías milenaristas y de las redenciones gnóstico-maniqueas.

El impacto del marxismo sobre la conciencia de nuestros días no podría explicarse sólo desde su dimensión filosófica de hegelianismo de izquierda; es decir, en cuanto prolonga, en una nueva fase de la filosofía del devenir universal, una concepción monista del mundo. Muchas veces se ha notado la inconfundible herencia profética y mesiánica que alienta, bajo las apariencias científicas y filosóficas, en el mensaje revolucionario y marxista.

El proletariado es el nuevo pueblo escogido, enfrentado a la burguesía, la nueva gentilidad. La revolución es el juicio de las naciones. La sociedad sin clases, síntesis final en el horizonte histórico, substituye el «milenio» de los ebionitas. Pero hay que recordar que este mismo esquema había regido ya en momentos anteriores, cuando la burguesía representaba frente a la aristocracia el elemento redentor y escogido, el que llevaba en sí la luz y la libertad. Y condiciona de nuevo hoy los movimientos de rebeldía en los que el «conflicto de generaciones» constituye el nuevo advenimiento mesiánico: los «jóvenes» nos redimen del anquilosamiento y putrefacción de los «mayores», los instalados en lo establecido.

Esta escatología inmanente inspira la idolatría de los tiempos nuevos que conmueve tan profundamente desde sus bases la visión cristiana y el contenido dogmático de la fe en la conciencia contemporánea.

Es obvio, no obstante, que el torbellino que arrastra la «cronolatría», cada vez más ampliamente difundida desde el Humanismo y la Ilustración, devora sucesivamente sus propios ídolos. La aceleración de la historia, en que se ejercita su triunfo, no hace sino más inestable y desalentador el culto del hombre, en el que hay que quemar cada vez con mayor rapidez lo que poco antes se adoró.

En verdad, el anhelo de ser feliz personalmente, que constituye el dinamismo central, la voluntad constituyente del hombre como sujeto activo, así como no puede descansar en su inmersión en la impersonal unidad desoladora de un universo en el que con la muerte de Dios ha muerto también el hombre como persona, tampoco puede descansar, a pretexto de engañosos altruismos, en la «procesión de fantasmas» de las generaciones que tienden al mundo futuro justo y feliz.

SOLEDAD EN LA SOCIALIZACIÓN

La eticidad de las redenciones inmanentes desintegra y «reduce» el sentido auténtico del amor. El dinamismo de comunicación y don de la plenitud de una vida espiritual y personal queda radicalmente imposibilitado; y hay que buscar un sucedáneo en la unidad para la lucha impulsada por la indignación moral en que fructifica el «resentimiento».

Al removerse, teórica y prácticamente, la idea cristiana del hombre, imagen de Dios, llamado a la filiación divina, el término amor ha venido a perder su sentido para invertirse y no ser sino lema de combate.

Vindican con airada tensión igualdades de derechos, y claman indignadamente contra discriminaciones por la raza, la nación, la edad, el sexo o la confesión religiosa, quienes no distinguen ontológicamente el hombre de la naturaleza y sólo ven en él un superior nivel de progreso evolutivo que se consuma en la técnica y en la cultura.

Prolongando sugerencias de Max Scheler, podría decirse que el «amor» socialista, más que «horizontal» o antropocéntrico, es un impulso de unión contra las potestades o valores que en alguna línea aparezcan como en un orden más elevado. Por esto el «amor», en este contexto ideológico y social, juega siempre como estímulo y factor de oposición y se enfrenta a aquel acatamiento a lo superior de que habló el Apóstol en la carta a los romanos.

Elemento de la lucha por el poder, tal «amor» se impulsa siempre de un modo u otro desde la «providencia del hombre» que es el Estado, y a través de las tensiones antitéticas entre lo «establecido» y lo que «se opone».

Quedamos así inmersos en lo público y anónimo, y perdidos en la soledad mientras se acelera el ritmo del proceso socializante. Nos sentimos solos, e incluso decimos querer estarlo: «el infierno son los otros».

Porque la rebeldía, anonadante de lo que es en-sí, que define la libertad para el existencialismo antiteístico, siente la mirada del prójimo como objetivadora supresión de la autenticidad de lo «para-sí», del sujeto libre. Al mirarme me cosifican. De aquí que el antiteísmo postulativo tiene su razón más intrínseca para que «no deba ser» Dios, en el hecho de que sería el «inspector» supremo. Si estamos desnudos y patentes ante sus ojos, hasta lo más medular de nuestro espíritu, hemos de rebelarnos ante la más plenaria personificación de la autoridad.

La anarquizante rebeldía expresada en el «prohibido prohibir» de la revolución universitaria sentiría la providencia paterna y regia de Dios como la absolutización de todas las opresiones.
Estamos una vez más en un juego dialéctico en que la antítesis triunfa porque se enfrenta contra una tesis en la que pesa toda la aplastante opresión de un monismo unívocamente pensado. Porque en este caso el honor de Dios queda comprometido por la carga de lo que en la vida política moderna había sido ya edificado precisamente también con sentido antiteocrático.

A las amargas razones del corazón del ateísmo que se arraiga como en sentimiento fundamental en la náusea ante lo existente y culmina en la rebelión ante lo concebido como supremo «en-sí y para-sí», contemplador infinito que nos aplasta con su mirada, podría replicarse con la pregunta sobre el sentido que podría tener la vida de un hombre hipotético que definiésemos como «aquel a quien nadie miró». Si este personaje hallase su autor tendríamos el protagonista de la narración más estremecedora entre las más trágicas expresiones literarias del existencialismo del absurdo.

Y no obstante, tal vez participan de aquella imaginaria tragedia quienes entre los jóvenes de hoy son vanguardia y fuerza de choque de las fuerzas desintegradoras. Cuando se trata de justificar y explicar el fenómeno de la revolución de la juventud y el conflicto de generaciones se olvidan a veces dos aspectos decisivos del problema. Estamos ante la primera promoción, probablemente, que no siente ya amparada en su vida por la mirada paterna de un Dios personal; y a la que ha faltado, más que a ninguna de las anteriores, y especialmente en los más altos sectores sociales de nuestro mundo industrializado y urbano, la vigilante «represión» del amoroso mirar de sus padres.

Los hombres de esta generación, a quienes se ha defraudado por una parte lo que durante siglos no faltó en épocas de menores posibilidades y de menos profunda conciencia histórica, son empujados, por otra parte, a la rebeldía contra la tradición y la autoridad, por las fuerzas que luchan al servicio de la voluntad de poder. Porque el tema de nuestro tiempo es esta crítica implacable contra toda autoridad y superioridad establecidas, es congruente la fructificación de aquella lucha en el uniforme y obligado «no conformismo» en que parece consistir el imperativo incondicionado de nuestro tiempo.

Precisamente por esto, esta juventud víctima del desamor y de la violencia del odio, podría sentirse expresada, en un plano más profundo que el de los tópicos que le reconocen las motivaciones de su rebeldía impuesta y sugerida, en la airada reacción del príncipe Segismundo: «acciones vanas, querer que tenga yo respeto a canas... porque aún no estoy vengado, del modo injusto con que me has criado».

EL DESENGAÑO DEL PACIFISMO. EL MENSAJE DE LA PAZ DE CRISTO

En un horizonte de universalidad planetaria, el dinamismo social del mundo culturalmente unificado en su absorción por el Occidente cristiano y apóstata, patentiza que el mal no es operante sino por virtud del bien. En el fondo de las tendencias que enfrentan a los hombres de nuestra generación al mensaje sobrenatural de la fe late todavía, deformado y reducido por el inmanentismo y la cerrazón de la finitud, un llamamiento cristiano, sagrado y divinizante.

La máxima fuerza desintegradora del orden cristiano, la que suplanta y se opone al Evangelio, consiste en el atractivo de ideales desviados en sentido antropocéntrico y antiteístico, pero cuya presencia y dinamismo histórico sólo puede explicarse a modo de testimonio ante todas las naciones del mensaje de la esperanza mesiánica.

Justicia y paz. Estos anhelos agitan movimientos de rebeldía implacable, de ciega injusticia, sostienen inquietudes y tensiones que son estímulo de la permanente inestabilidad de una época que fue caracterizada con acierto como la del pacifismo y las guerras mundiales.

En todas las esferas de la sociabilidad humana, desde la doméstica hasta la internacional, y en la intimidad de nuestra vida personal, se revela como el argumento del acontecer diario aquel que fue anunciado, a la entrada de nuestra época histórica, en el extraordinario documento que es la Ubi arcano de Pío XI: La paz que el mundo anhela, la justicia que exige, sólo en el Reino de Cristo puede obtenerla.

Sería engañoso entender esta actualidad y adecuación del ideal del Reino de Cristo para nuestro tiempo, cual si pudiéramos esperar que se le acepte con fácil popularidad; o que sintonice cómodamente con la sensibilidad masificada por la propaganda, vertida hedonísticamente hacia lo inmediato, o torturada por la soberbia y endurecida rebeldía de los justicialismos y pacifismos «mundanos».

Este malentendido llevaría a confundir con la eficacia y fructificación del apostolado cristiano y de la consecratio mundi los éxitos equívocos que se apoyan en tácticas de adulación, instrumento de influencias de grupo o de secta, que ponen a su servicio las energías cristianas, a las que deforman por la renuncia al escándalo de la Cruz. En este tipo de éxito, con el que triunfan hoy las nuevas gnosis pseudocristianas y las teologías «modernistas», el apóstol y el dirigente cristiano sucumben en el fondo a aquellas tentaciones que planteó Satanás en el desierto al ofrecer a Jesús el dominio sobre todos los reinos del mundo.

No afirmamos con seductor naturalismo que la espiritualidad y doctrina del Reino de Cristo por su Corazón se armonice con el sentir de los amadores del mundo de nuestro humanismo secular. Tenemos que reconocer, por el contrario, la estridencia y la tragedia inevitable del choque y de la hostilidad. Pero debemos arraigarnos en la convicción de la oportunidad y armonía del evangelio del Amor misericordioso, que llama al acatamiento de la soberanía de Dios, respecto de las necesidades y aspiraciones de la humanidad frustrada en su desarrollo y progreso, y fracasada en sus esperanzas terrenas, en la medida en que se cierra y vuelve de espaldas a lo único que podría traerle la paz.

La espiritualidad del Corazón de Cristo propone con divina simplicidad y autenticidad el mensaje de salvación. Cuando se plantea el problema de la actual situación humana y, de la puesta al día de la pastoral y de la vida cristiana, hay que advertir siempre la unilateralidad de las deformadas concepciones teológicas que escinden el misterio con el intento de satisfacer por modo fácil e inmediato exigencias surgidas a partir de tensiones y antítesis.

Lo carismático frente a lo jurídico; lo histórico y social frente a lo eterno y trascendente; el amor y la libertad frente a la ley y al acatamiento de la soberanía divina; amor horizontal y antropocéntrico frente a la caridad teologal, correspondencia al don divino; esperanza «hacia adelante» y orientada hacia el futuro, que hace olvidar lo eterno y las «cosas de arriba»; «sobrenaturalismo» que desdeña la historia de la salvación en su realidad concreta; religiosidad sin sobrenaturalismo ni trascendencia, reducida a un horizonte inmanentista; cristianismo arreligioso; «Dios» no espiritual ni personal; teología sin Dios.

El éxito, publicitario y mundano, políticamente afectado, de los autores y obras representativos de aquellas corrientes, no ha de ocultar su inconsistencia y desarraigo en el verdadero sentido de la fe del pueblo de Dios. Son corrientes infecundas y esterilizantes, que, en el ámbito mismo de la doctrina, desintegran y anulan las mismas dimensiones en que pretenden insistir y apoyarse: de una teología sin Dios no puede derivar sino un personalismo sin persona humana, un evangelio social sin consumación y plenitud del reino mesiánico; una filantropía horizontal sin amor.

El culto al Corazón de Cristo es en nuestra situación histórica llamamiento a la verdad y profundidad de la fe y del amor cristianos. Y es un imperativo ineludible el anunciarlo desde la fuerza y pureza de la misma fe. Con frecuencia nuestros esfuerzos de adaptación humanista no han sido sino obstáculo y complicación. Ciertamente todo lo humano está destinado a ser asumido y salvado por el don de la gracia, y a servir a la gracia misma como instrumento de salvación; pero sólo cabe que lo humano sea instaurado y elevado por la fuerza del propio don del Espíritu. En otro caso nuestros medios e instrumentos de «encarnación» son los que nos hacen llegar precisamente tarde «para nuestros tiempos». Es oportuno insistir en el reconocimiento de que las adaptaciones barrocas o románticas se han contado entre las dificultades de ambiente al evangelizar las riquezas del Corazón de Cristo a los hombres de nuestro siglo.

En el horizonte y perspectiva de la fe, la doctrina y espiritualidad centradas en el símbolo del Corazón de Jesucristo concretan para el hombre de hoy la síntesis que muestra el íntegro misterio de la economía redentora y la visión cristiana del universo y de la historia en unidad no escindida, superación radical de escisiones y tensiones antitéticas.

El Corazón de Cristo nos propone: la religión, como acatamiento y honor debidos a la excelencia y soberanía de Dios, fundida con el amor, unión y entrega; la dimensión teocéntrica o vertical de la vida cristiana y la efusión del amor a los hombres «como Cristo nos amó»; sin antinomia entre encarnación y escatologismo, la esperanza del Reino del Sagrado Corazón, orientando unitariamente la concepción de la historia, en marcha hacia la instauración de todas las cosas en Cristo.

CULTO AL AMOR

«Cuando el hombre estará perfectamente sometido a Dios», dice el Doctor Angélico refiriéndose a la eterna bienaventuranza en la patria celeste. «El servir a Dios... es fin», escribe San Ignacio en los Ejercicios Espirituales: «el hombre es criado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios Nuestro Señor».

Este lenguaje de los grandes doctores de la espiritualidad cristiana no es sobrevivencia de una supuesta ley antigua a la que se entiende a veces antitéticamente enfrentada la nueva alianza del amor y de la filiación divina.

El Evangelio del Reino, que anuncia la final sumisión de todas las cosas a Dios Padre, no cancela la religión: el deber de justicia, fundado en la dependencia del hombre como criatura respecto de su Creador y Señor.

Pero la religión no es virtud teologal; no tiene a Dios como objeto sino sólo como término de la relación debida por parte del hombre. Obediencia a la ley, culto a la majestad divina, son relaciones de respeto que miran a Dios en su excelencia infinita y en su dominio omnipotente. Por esto la religión no deifica al hombre. El respeto y la justicia no superan la alteridad, y mantienen la distancia infinita entre Dios y su criatura.

La economía de la gracia llama a la felicidad, consumación última de nuestra perfección personal, en la comunicación de la vida misma de Dios. De aquí que podamos preguntarnos en qué sentido pueda todavía el lenguaje teológico mencionar el servicio y la reverencia, la perfecta sumisión y el culto que proclama el honor de Dios, como dimensiones que se integran en el fin último del hombre.

Planteada por autores insignes, consideramos ahora esta cuestión desde nuestra concreta perspectiva y ambiente. El nexo íntimo entre religión y caridad teologal, y la posible antinomia en que podamos caer al ser incapaces de pensarlas en síntesis, nos sugiere tentaciones de rebeldía frente a la «divinidad celosa», o de exigencia de que se abdique la soberanía y omnipotencia para que no repudiemos como insoportable la ofrenda del Amor. Para el nuevo cristianismo arreligioso «Dios es Amor» significa que se da por superado el concepto de Dios omnipotente y paterno.

Pero lo que la enseñanza de la fe católica nos presenta, y precisamente lo que se concreta y simboliza en el Corazón de Cristo, es el auténtico evangelio del Reino de Dios que es Amor. El culto y la adoración, el conocimiento de alabanza en el que consiste la divina gloria es fin para nosotros, es decir, nuestro bien y perfección.

Dios crea el mundo para su gloria, lo que significa: no para utilidad y beneficio suyos, sino por efusión liberal y comunicativa del bien infinito. La gloria de Dios es la manifestación de su bondad que constituye el fin que estamos ordenados a poseer, y en orden al cual somos llamados a asemejarnos y participar a Dios mismo.

Para el ser personal finito, creado a la imagen y semejanza de Dios, y destinado a participar de su misma vida, la sujeción de culto y obediencia se exige como dimensión constitutiva para consumar su apertura a la vida divina a la que le llama la economía sobrenatural.

Pero el culto y la obediencia que integran la religión no consumarían, en cuanto orden debido de la criatura al Creador, de siervo al Señor, la plenitud a que nos destina la dispensación del don divino. Es en la fe y la esperanza teologales en que se ejercita el dinamismo intelectual y voluntario del corazón al que ha sido enviado el Espíritu de Dios hacia Dios mismo al que abraza desde ahora ya la caridad, amor de correspondencia al Amor que nos invita a la vida eterna, contemplación cara a cara de Dios que es Amor.

El acatamiento y sumisión humilde, el culto a la gloria divina, no se dirigen a un Dios celoso. Son la simplicidad y autenticidad de nuestra apertura a la convivencia con Dios infinitamente bueno. La religión es exigida también por razón de correspondencia al amor. El pecado y la desobediencia a la ley son repudio y cerrazón hacia quien nos ama.

«Si me amáis guardad mis mandamientos», y la caridad es debida a quien nos amó primero y nos dio a su Hijo, propiciación por nuestros pecados. El desamor es la máxima injusticia. El amor a Dios, y a nuestros hermanos desde el amor de Dios, que nos amó primero y nos exige que les amemos como Él nos ha amado, es el primer precepto de la ley.

La caridad exige la religión. Y la religión exige la caridad. A esta subjetiva e íntima vinculación de las dimensiones de justicia y amor en nuestra vida personal, corresponde la eterna y trascendente unidad del amor y la misericordia y el señorío y la justicia. El objeto del culto es lo excelente y poderoso, pero Dios es, por decirlo así, máximamente adorable y digno de ser obedecido, porque es Amor.

Lo más honorable y excelente, lo más poderoso y respetable es el amor. En el culto al Corazón de Cristo, en el que habita corporalmente la plenitud de Dios, se alaba a Dios porque es bueno y su misericordia es eterna. Y se nos llama a reparación por el pecado, al invitarnos a corresponder a su amor, a reparar la injusticia del desamor hacia quien es justo y misericordioso.

Misericordioso, porque es justo y conoce nuestra pequeñez, Dios nos envió a su Hijo, nacido de mujer, hecho en todo semejante a nosotros, para sensibilizar en su Corazón su eterno amor misericordioso. El clamor y gemido del Corazón que tanto ha amado a los hombres nos libera del riesgo de rebelarnos contra un imaginario Dios frío e indiferente «que no necesita de nosotros». La efusión del amor divino para llevarnos su gozo eterno, ha querido excitarnos a compasión hacia el Hijo del Hombre, vulnerado por nuestro desamor.

Consagración y reparación, el doble elemento del culto al Corazón de Cristo conforme a la enseñanza del magisterio de la Iglesia, sintetizan amor y religión en unidad inseparable. La entrega al Amor es acatamiento a la soberanía de Dios; la reparación a la justicia es voluntad de «consolar» el Amor no correspondido.

«COMO YO OS HE AMADO»

Síntesis de obediencia y de comunión de vida en el amor, el mensaje del Corazón de Cristo revela también con unidad y sencillez lo que nuestras tentaciones mundanas contraponen y escinden. El amor a Dios y el amor a nuestros hermanos.

En la tensa polémica que divide los ánimos y confunde la fe de los cristianos de hoy insisten algunos exclusivamente en una «horizontalidad». La entrega del cristiano, «hombre para los demás», al servicio fraterno de su prójimo es lo «único necesario», e invalida como hipocresía y fariseísmo la religiosidad y el amor a Dios. «¿Quién no ama al prójimo a quien ve, cómo podrá amar a Dios a quien no ve?» -insisten en recordar.

Al enfrentarse a este nuevo cristianismo antropocéntrico y arreligioso, para vindicar la trascendencia y personalidad de Dios, y la verticalidad religiosa de la auténtica caridad cristiana, se insiste de otra parte en recordar polémicamente que el amor cristiano a nuestro prójimo sólo tiene fuerza y sentido «por amor de Dios».

A quienes vindican el amor horizontal e inmanente tales palabras suenan a su vez cual desprecio y falta de solidaridad hacia los hombres como tales. Les parece que el cristiano no sentiría así todo lo humano como suyo, y sería éticamente inferior a los gentiles que se sabían hombres y nada humano pensaban como ajeno. La religiosidad y teocentrismo serían olvido de la palabra profética que nos exhorta a «no despreciar jamás al que es nuestra carne».

Y en verdad que en la urgente defensa y proclamación del primer precepto de amar a Dios con toda nuestra mente, con todo nuestro corazón, y con todas nuestras fuerzas, podría caerse en una visión sutilmente deformada que ofrecería blanco a las acusaciones formuladas por el cristianismo humanista y arreligioso frente a la ortodoxia tradicional. Porque podríamos caer, paradójicamente, a pretexto de radical teocentrismo en el orgullo secreto de una «religiosidad» egocéntrica.

No podemos partir de nuestro yo y ascender «cartesianamente» a Dios para considerar después «sólo por Dios» a nuestro prójimo como digno de ser amado como nosotros mismos. Lo que en definitiva importa es tener presente que no somos nosotros los que hemos amado a Dios, sino que en esto consiste el amor: en que Él nos amó primero a nosotros, siendo miserables y enemigos, hasta darnos a su Hijo para redención de nuestros pecados. La auténtica «verticalidad» no es farisaica ni ascendente, sino humilde aceptación del don que desciende misericordiosamente desde el amor eterno con que Dios nos ha amado.

«Desde Dios» que es amor, podemos amar al prójimo «como Él nos ha amado». Esto es amar al prójimo por Dios. No podemos «tener» la caridad teologal desde nosotros y centrada en nosotros. Somos llamados a «permanecer en el amor» que nace de Dios. No hay amor cristiano sin la fe. Por esa fe creemos en el Amor que Dios nos ha mostrado en su Hijo: y si alguno no ama, no conoce a Dios, porque Dios es Amor.

La palabra del evangelista del amor nos ilumina y nos hace comprender que es en verdad impotente y engañoso el amor a los hombres que pretendiese brotar sólo del hombre mismo. Sólo la aceptación del don puede hacernos ser «para los demás», en entrega cual la de Aquel que no nos ha amado por egoísmo o indigencia, sino desde la efusión infinitamente generosa por la que Dios Padre revela en el Corazón de su Hijo los tesoros infinitos de su amor.

EL REINO DEL CORAZÓN DE CRISTO

La contemporánea apostasía de la fe cristiana, en un mundo heredero de los valores espirituales y culturales de la Cristiandad, se ha producido por la hegemónica influencia de una praxis social y política que ha suplantado las vivencias cristianas por la fuerza de un mesianismo redentor de horizonte histórico y terreno.

Ninguna de las herejías dogmáticas ni de los errores especulativos habían podido borrar tan eficazmente de la conciencia social de Occidente la fe en el Evangelio de nuestra filiación divina y el anhelo de la vida eterna en el gozo del Señor.

Por esto mismo cualquier proposición fragmentaria, o desarraigada del misterio de salvación, de una «doctrina social católica» o de un «cristianismo social» resulta insuficiente y tardía frente al ateísmo que lleva en sí el vigor de su mesianismo antiteístico.

Se tiene en muchos casos la impresión de hallarse ante un intento defensivo y una apologética concesión, en la que el mérito y la fuerza de la iniciativa y del anhelo de justicia parecen estar de parte exclusivamente del llamamiento revolucionario anticristiano.

La máxima urgencia para la teología de nuestro tiempo radica, nos parece, en la tarea de fundamentar una interpretación teológica del sentido de la historia. Debemos convencernos en primer lugar que la fuerza desintegradora de los errores sociales de la modernidad anticristiana consiste en aquel su carácter de reducción secularizada, gnóstico-ebionita, de la esperanza mesiánica enunciada por los dos Testamentos.

Ante una humanidad universalmente impulsada por el anhelo de conseguir en la inmanencia y en la historia la plena racionalidad de lo real y el sentido absoluto de la vida, se anunciaría estéril y fragmentariamente el mensaje del Corazón de Cristo, síntesis del evangelio del Reino, si se olvidase su constitutiva inserción en el dinamismo de anhelo y esperanza hacia el reinado del amor de Cristo sobre la universal sociedad humana.

El sensus fidei del pueblo cristiano, sintonizado con la liturgia, la enseñanza del Magisterio, y la doctrina de los grandes apóstoles del Corazón de Cristo, en la línea que se expresó característicamente en la tarea no superada del padre Enrique Ramière, ofrecen las más preciosas posibilidades de anuncio al mundo de hoy del evangelio del Reino de Cristo.

Esta perspectiva exige el más decidido retorno a las fuentes. Hay que anunciar con el lenguaje de la Escritura y de los grandes doctores de la Encarnación, y según la letra y el espíritu de los antiguos concilios, a Jesucristo, el Verbo de Dios encarnado, el Hijo de David, el Rey de Israel, el Hijo de Dios que no asumió naturaleza angélica, sino el linaje de Abraham.

El Corazón que nos patentiza a Dios que es Amor, y cuyo clamor divino y humano, espiritual y sensible, expresa en universalidad concreta el argumento de la historia entera de la humanidad, es el del Hijo del Hombre, en quien Dios Padre ha querido consumar lo prometido a los Patriarcas y Profetas del pueblo que eligió para que en él fuesen bendecidas todas las naciones.

Los que hemos sido admitidos por la gracia de Cristo a la filiación de Abraham y a la dignidad israelítica somos llamados a no ignorar el misterio de la «salvación por los judíos». Es decir, precisamente por la promesa con la que Dios con gratuita misericordia, con independencia de toda obra y mérito humano, con anterioridad a toda justicia por la ley, y con soberana liberalidad frente a la grandeza y sabiduría de los hombres quiso formarse un pueblo según sus designios.

El Israel de Dios de la nueva alianza es también el pueblo de los pobres de Dios, para los que es bueno Yahwe. La satánica deformación ebionita que nutre la más tremenda tentación contemporánea, no podrá, con toda la fuerza de su engaño, sustituir el anhelo de los que confían en el Dios de Israel. De los que «compadecen» el gemido de Aquel cuya tragedia que traspasa los siglos, y por la que es contemporánea de todas las generaciones y protagonista de la historia universal, contiene en sí todos los dolores de la humillación y del sufrimiento, de la opresión y de la injusticia.

El apostolado del Corazón de Cristo Rey, simplemente ejercido en su verdad, no deformado ni minimizado por nuestra incomprensión de los designios del Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, podría tener en sí el signo de «preparación de los caminos del Señor», rectificación de las sendas, por las que se colme todo valle y todo monte y collado se abaje. Porque, ejercido en aquella verdad y autenticidad, tendría más que nunca el sello y el signo del advenimiento del Reino de Dios: «la evangelización de los pobres».

Francisco Canals Vidal en Cristiandad de Barcelona