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La esperanza cristiana en la liturgia de Adviento
CRISTIANDAD, diciembre 1995
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La salvación viene de los judíos

Francisco Canals Vidal  
Catedrático de Metafísica de la Universidad de Barcelona

CRISTIANDAD Al Reino de Cristo por la devoción a los Sagrados Corazones de Jesús y María
Año XXVI, nº 418, Barcelona, diciembre de 1965

Espíritu y letra; espíritu y carne. Espíritu que vivifica frente a la letra que mata y a la carne que de nada aprovecha. Adoración en espíritu y en verdad, y no en el monte Garizim o en Jerusalén, conforme a la palabra de Jesús a la mujer samaritana, en Sicar, junto al pozo de Jacob, según narra el evangelista Juan. Puesto que a la noche y a la sombra de lo vetusto sucedió la verdad y la luz de lo nuevo, se nos llama a novedad de vida, en la libertad con la que Cristo nos liberó. El cristiano sentirá el peso del hombre viejo, pero el Evangelio le llama siempre a ser nueva criatura. La vuelta al Evangelio nos purifica de lo que hayamos recibido de herencia farisaica en las tradiciones humanas de nuestro cristianismo. Retorno a las fuentes equivale a renovación. Pero entre estas corrientes de tradición humana, se nos viene también encima, con el peso imponente de lo que se presenta como surgido de fuentes evangélicas y apostólicas, la comprensión antitética de la economía de la Antigua y de la Nueva Alianza. Judaico ha venido a ser el epíteto peyorativo por excelencia. Como actitud judaica se señalaría, con la supersticiosa e hipócrita confianza en lo aparente y externo, la politización «tradicional» de la idea de pueblo de Dios; la valoración de la familia cristiana, la conciencia de una elección providencial de las naciones, el recuerdo de una cristiandad sacral; la esperanza en la consumación y plenitud del reino social de Jesucristo. Judaico será en definitiva, el «triunfalismo», al que se acusará de exigir milagros y de escandalizarse ante la cruz. La espiritualidad y «pureza» de esta actitud antijudaica se ha mostrado a lo largo de una historia ya secular con caracteres de ambigüedad e interna contradicción que revelan lo inauténtico de su pretendido origen neotestamentario. En nuestros días esta espiritualidad liberada de fariseísmo muestra su multifacética mundanidad al solidarizarse con los ideales y concepciones del mundo en que se expresa la soberbia autosuficiencia «gentil» de un humanismo antropocéntrico, o también, paradójicamente, con las que plasman en versión antiteística las esperanzas del mesianismo terreno en que incidió el orgullo carnal del fariseísmo judaico. Esta paradoja y ambigüedad late en el fondo del hecho, desconcertante, de que la reivindicación de los judíos frente al recelo tradicional ante el pueblo «reprobado por su incredulidad», se muestre tantas veces en conexión interna con aquella hostilidad hacia el pueblo de la Antigua Alianza. La vocación de Israel, del «Israel de la carne», y el entronque de la vocación cristiana con la providencia misericordiosa sobre el pueblo de los hijos de Jacob, constituye el tema central de la Teología de la Historia. El Vaticano II señala también en esto una dirección de retorno a las fuentes; su declaración sobre los judíos nos lleva hacia algunos de los textos en que el Apóstol de las gentes exhortaba a los cristianos de Roma -a la Iglesia que está en Babilonia, según expresó Pedro- a no gloriarse contra las ramas naturales del buen olivo. Nuestra adoración en espíritu y en verdad conoce en Jesucristo al Dios que en Jerusalén adoraban los judíos.

«Nosotros, dijo Jesús a la mujer samaritana, adoramos lo que conocemos, porque la salud viene de los judíos».

No hay ante Dios acepción de personas, y ante la gracia que se nos da en Jesucristo no hay judío ni griego. La herencia de los hijos de Dios no se vincula a linaje carnal, ni tampoco está atada ni aún a la misma Ley que Dios quiso dar al pueblo que escogió. La elección de los patriarcas, la promesa de bendecir en su descendencia a todas las naciones, el anuncio profético de los bienes mesiánicos, merecen por título único y divino, el título de religión abierta. No se deja Dios acortar su mano en su acción salvadora, ni admite que se le pida cuentas de su voluntad de regenerar a los gentiles en la filiación divina. La salvación viene de nuestro Dios; y la verán todas las naciones. De nuestro Dios, del Dios de Israel. La salvación viene de los judíos; no de la ciencia que los griegos buscaron, ni de la prudencia terrena de los hijos de Agar, ni de los príncipes de las naciones que dominan las fieras de la tierra, ni de los que saben de guerra o atesoran la plata y el oro en que confían los hombres. Nuestro Dios descubrió sus caminos a su siervo Israel. El llama a las cosas que no son como si fueran, para confundir a las que son; el que humilla a los poderosos y ensalza a los pobres, manifestó la omnipotencia de su misericordia en su amor hacia el pueblo «más pequeño de la tierra» (Deuter VII, 7). La salvación viene de los judíos. Yahwe es la gloria de Israel, del pueblo de los pobres de Dios, liberado de la tentación del sabio de gloriarse en su sabiduría, o el rico en su riqueza, o del poderoso de gloriarse en su poder. Bienaventurado el pueblo que tiene a su Dios como Señor, el que el Señor escogió como su herencia propia.

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La ciega soberbia del humanismo «gentil», en su desprecio hacia Dios y hacia los hombres, acusará al mensaje evangélico de las Bienaventuranzas; al suplicante y confiado himno de los salmos y de los profetas al Dios que juzga en justicia a los pobres y arguye con equidad en pro de los mansos de la tierra; al cántico de gratitud por haber derribado de su solio a los poderosos y dejado exhaustos a los ricos, como refinada floración del resentimiento judío; como la impotente envidia del pueblo pequeño y pobre frente a la grandeza de la cultura y el poder de las naciones. Este humanismo «gentil», en diversas formas y pretextos, interpretará la religión como la protesta sublimada de los ineptos y de los ignorantes. Y de poco servirían las más persuasivas palabras de humana sabiduría para esclarecer ante su ciega mirada el misterio del hombre. No podrá conocerlo a la luz de Dios, precisamente porque quien no conoce al hombre es también incapaz de llegar a conocer a Dios. La ciega soberbia de un humanismo farisaico pretenderá gloriarse en su propia justicia ante los hombres y aun ante Dios. Olvidando la exhortación del Profeta: «No desprecies jamás al que es tu carne», afectará hipócritamente desdén hacia el orden natural de los bienes humanos, y ambicionando el poder y la riqueza despreciará sinceramente al pueblo sencillo y pobre de los hijos de Israel.

La hipocresía farisaica se fusiona sutilmente con el orgullo del humanismo gentil en actitudes y estilos mentales siempre inclinados a denunciar el peso de la carne y la inautenticinad externa y legalista en todo lo que en las tradiciones eclesiásticas, o en las costumbres e instituciones de los pueblos cristianos, representa una integración ya ganada de elementos naturales subordinados al imperio de lo teologal, o lo que es equivalente, subordinados sicológica y sociológicamente a una teocracia o gobierno de Dios sobre la sociedad en su devenir histórico. Actitudes así se expresan en una compleja diversidad de direcciones. Podríamos ejemplificarlas diciendo que casi la totalidad de las tendencias contra las que se enfrentan las reglas que «para el sentido verdadero que en la Iglesia militante debemos tener» formula San Ignacio pueden ser así calificadas. A través de una vigencia secular que pasa por la línea del jansenismo son hoy todavía, y tal vez más que nunca, bien palpables entre nosotros. En el campo de la ciencia teológica se denunciará como enseñanza humana, que deforma u oculta el mensaje revelado no sólo la escolástica tradicional sino incluso la catequesis y la terminología de los símbolos y definiciones dogmáticas, ya establecidas oficialmente por la Iglesia jerárquica. En el ámbito social y político el milenario empeño de la Iglesia de mantener la presencia pública de la verdad de Cristo entre las naciones, en beneficio, según ha notado recientemente Daniélou, del pueblo pobre de los hijos de Dios, es presentada como mundanización del mensaje evangélico y anquilosamiento farisaico. La insinceridad radical del conjunto de posiciones, entre sí implicadas y conexas, cuyo sentido hemos tratado de sugerir, se revela en la contradicción y paradoja con que pretenden suplantar las «tradiciones humanas» que recusan como farisaicas y deformadoras de la vida cristiana. A las «supersticiones» del rezo del rosario en familia, del canto litúrgico, o del gesto consuetudinario de recibir los fieles la comunión de rodillas, substituyen, al margen o aun en contra de los mandamientos jerárquicos, un nuevo entusiasmo ritualista que separa y destaca nuevos grupos de definida fisonomía que aspiran a dominar al pueblo fiel. Al «contagio metafísico» de que acusan a los símbolos y fórmulas dogmáticas, se substituyen especulaciones teológicas, en las que se carga el acento sobre nuevos términos y conceptos de bien concreta originación filosófica, y cuya fecundidad pastoral parece lejos de ser comprobada en el grado en que lo ha sido el común lenguaje con el que la Iglesia viene hablando de la consubstancialidad del Verbo, de la unión hipostática o de la transubstanciación eucarística. A la «mundanización» del reino de Dios que se denuncia en lo que se ha venido a llamar, inadecuadamente, la «era constantiniana» se substituye, incluso a pretexto de «despolitización» del cristianismo, una acción temporal que tiende a confundir el advenimiento del reino con el progreso revolucionario y con la misma desacralización de las estructuras sociales.

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En la Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el mundo moderno se recuerda que la economía de la salvación, conforme al plan divino de asunción e integración de los valores terrenos y humanos, llama al hombre en la dimensión social e histórica inherente a su naturaleza. En esta perspectiva el humanismo teocéntrico es consecuencia exigida desde lo más esencial del misterio cristiano. Pero lo más humano no es, ni aun en un plano natural, lo grandioso ni lo potente. Desde la finitud humana la semejanza de Dios, la perfección «como nuestro Padre que está en los cielos», a que el don de Dios nos invita, se dificulta y complica a través de los laboriosos esfuerzos de la fllosofía y de la ciencia, del poder político y de la técnica. El humanismo cristiano lo incorpora todo y de todo se sirve. Todo es salvado e incluso es apto para constituirse en instrumento de la salvación. «Todas las cosas son vuestras y vosotros sois de Cristo». Pero la bendición para todas las naciones fue dada al mundo por la promesa y la gratuita elección por la que el mismo Dios constituyó en instrumento de su encuentro salvífico con la humanidad, con la tradición de un pueblo, los valores y dimensiones humanas de lo sencillo y pobre, lo familiar y pequeño. Los griegos son llamados en Cristo, y las naciones ven la salvación que viene de Dios. La salvación viene de los judíos. Acordándose de su misericordia acogió a Israel su siervo; derribó de su trono a los poderosos y ensalzó a los humildes; a los hambrientos colmó de bienes y dejó exhaustos a los ricos. He aquí la continuidad y armonía entre los dos Testamentos: está expresada en el cántico de María y en el Sermón de la Montaña.

Francisco CANALS VIDAL

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