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La doctrina escatológica del Vaticano II en el Catecismo de la Iglesia católica

Francisco Canals Vidal, CRISTIANDAD. Barcelona. Año L, nn. 743-745, abril-junio 1993  

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Canals: La teología de la historia del Padre Orlandis, S. I. y el problema del milenarismo
CRISTIANDAD. Marzo-Abril, 1998. Págs. 23-28

Canals: Mis recuerdos del padre Orlandis. Acerca de su milenarismo
CRISTIANDAD, mayo-junio de 1999

Canals: Mis recuerdos del Padre Orlandis: Pensando hoy su teología de la historia
CRISTIANDAD, nº 861 Abril 2003

Canals: Recuerdos y reflexiones actuales sobre la teología de la historia del padre Ramón Orlandis,
CRISTIANDAD
, enero-marzo de 1992, págs. 19 a 23
(Conferencia pronunciada en la clausura de la XXIX Reunión de amigos de la Ciudad Católica.
Poblet, 14 de octubre de 1990. Publicada en
la revista Verbo, núm. 301-302 (1992), págs. 191-201)

Canals: La esperanza cristiana en la liturgia de Adviento
CRISTIANDAD, diciembre 1995

Canals: La Iglesia consumada en la escatología intrahistórica de San Buenaventura
CRISTIANDAD, julio-octubre 1983

Canals: La salvación viene de los judíos
CRISTIANDAD, diciembre 1965

Canals: El reino mesiánico
CRISTIANDAD, diciembre 1969

Fco. de Paula Solà SI.: «El Padre Ramón Orlandis Despuig» (1873-1958)
CRISTIANDAD, abril 1990, pág. 5).

Karol Wojtyla, Signo de contradicción, Madrid, 1979, pág. 33

San Justino el Filósofo. Diálogo con el judío Tryfón

Catecismo de la Iglesia Católica de 1992: Primera parte. Cap. 2º art. 7º, 1-11, nn 671, 674, 675, 677...

San Ireneo de Lyon: Adversus Haereses, V, c. 1º, nn. 292-293

Juan Rovira S.I.: De regno Christi in terris consummato

Enrique Ramiere, SI.: Las Esperanzas de la Iglesia

La plenitud terrena del Reino de Dios en la historia de la teología, tesis doctoral de Javier Pueyo Velasco

San Agustín: La Ciudad de Dios, 20, 7, 1

San Jerónimo: Sobre Isaías, 60, 1 y Lib 18 (Prefacio)

"": Sobre Jeremías, 19, 10-12

Cornelio a Lápide. Comentario sobre Jeremías, Cap. 31, 34-40

Comelio a Lápide, Comentario sobre Daniel, cap. 8º, 27

 

En los umbrales de una nueva escatología

Hablando ante el Papa Pablo VI, en marzo de 1976, el entonces cardenal arzobispo de Cracovia, Karol Wojtyla, en unos ejercicios espirituales después publicados bajo el título de Signo de contradicción, afirmaba que «nos encontramos hoy en los umbrales de una nueva escatología».
(1. Karol Wojtyla, Signo de contradicción, Madrid, 1979, pág. 33).

En aquella misma ocasión expresó en qué puntos el Concilio Vaticano II aportaba un nuevo desarrollo y perspectiva, que venía a perfeccionar los temas hasta ahora tratados usualmente en relación a los «novísimos».

«El Concilio habla de la índole escatológica de la Iglesia peregrinante y de su unión con la iglesia celestial (Lumen Gentium 48-51). Esta escatología de la Iglesia es, por tanto sui generis».
»Por esto se le añaden otros temas y otras connotaciones, que no encontramos en la escatología tradicional del hombre. En los tratados De novissimis o en los catecismos, el tema escatológico se reducía ante todo a las siguientes verdades: la muerte, el juicio, el cielo, el infierno, el purgatorio; en cambio, en la escatología conciliar de la Iglesia y del mundo predomina la verdad de la renovación de todas las cosas en Cristo (cf. Ef 1, 10), de los nuevos cielos y de la nueva tierra (cf. Is 65, 17; Ap 21, 1), anticipada en cierto modo en el misterio pascual de Jesucristo (cf. 1 Cor 5, 7). Es esta verdad sobre el carácter de la Iglesia la que prepara el mundo a la renovación ya iniciada en Cristo (cf. Col 3, 10; Ap 21, 2-5). Con la Encarnación del Verbo eterno, el mundo y la humanidad llevan en sí el germen de la plenitud de los tiempos (cf. Ef 1, 10). He aquí la concepción esencial de la escatología conciliar.
»La plenitud de los tiempos ha llegado, pues, a nosotros (cf. 1 Cor 10, 11), y la renovación del mundo está irrevocablemente decretada y en cierta manera se anticipa realmente en este siglo» (Lumen gentium, 48).
(2. Karol Wojtyla, Signo de contradicción, Madrid, 1979, págs. 196-197).

La nueva escatología en el Catecismo de la Iglesia católica: «El glorioso advenimiento de Cristo, esperanza de Israel»

En el desarrollo y crecimiento de la doctrina católica y de su mismo núcleo dogmático, esta «evolución homogénea» implica siempre el mantenimiento, «en el mismo significado y en la misma sentencia» de lo que anteriormente fue enseñado «siempre por todos y en todos los lugares». Los temas tradicionales de los catecismos y de los tratados teológicos sobre la escatología del hombre, son fielmente reafirmados en el Catecismo aprobado y publicado el 11 de octubre de 1992 por Juan Pablo II.

Pero aquel crecimiento a que aludía el Concilio Vaticano I (3) hace posible también que, en coherencia con lo ya antes declarado y propuesto, temas todavía no plenamente expuestos o explicitados en anteriores épocas, sean con posterioridad asumidos y anunciados por la Iglesia ante todos los fieles, de modo que vengan a ser ya desde entonces patrimonio doctrinal común y universal.

3. «Crezca, pues, la inteligencia, ciencia y sabiduría, ya sea de cada uno ya sea de toda la Iglesia universal...; pero sólo en su propio género, es decir, en el mismo dogma, en el mismo sentido, y en la misma sentencia» (Concilio Vaticano I. Constitución sobre la Fe Católica, cap. 4. DS. 3020).

Parece que esto ha comenzado a producirse, en cuanto a la «nueva escatología» en cuyos umbrales estábamos, y que con el nuevo Catecismo habrá recibido un nuevo impulso e iluminación.

Para comenzar una reflexión sobre el progreso doctrinal que indudablemente será el resultado de las aportaciones escatológicas contenidas en el nuevo catecismo, atendamos a sus afirmaciones en algunos puntos que podríamos llamar, en cierto sentido, más renovadoras, y que habrán de tener abundante fecundidad en la vida de la Iglesia y en la iluminación de la conciencia del pueblo cristiano.
(4. Catecismo de la Iglesia católica. 1992. Primera parte. Cap. 2º art. 7º, 1-11).

671. «El Reino de Cristo, presente ya en su Iglesia, sin embargo, no está todavía acabado 'con gran poder y gloria' (Lc 21, 27; cf. Mt 25, 31) con el advenimiento del Rey a la tierra… por esta razón los cristianos piden, sobre todo en la Eucaristía (cf. 1 Cor 11, 26) que se apresure el retorno de Cristo (cf. 2 P 3, 11-12) cuando suplican: «Ven, Señor Jesús» (cf. 1 Cor 16, 22; Ap 22, 17.20)».

674. «La venida del Mesías glorioso en un momento determinado de la historia (cf. Rm 11, 31), se vincula al reconocimiento del Mesías por "todo Israel"... »San Pedro dice a los judíos de Jerusalén después de Pentecostés: "Arrepentíos, pues, y convertíos para que vuestros pecados sean borrados, a fin de que del Señor venga el tiempo de la consolación y envíe al Cristo que os había sido destinado, a Jesús, a quien debe retener el cielo hasta el tiempo de la restauración universal, de que Dios habló por boca de sus profetas" (Hch 3, 19-21). Y san Pablo le hace eco... La entrada de "la plenitud de los judíos" (Rm 11, 12) en la salvación mesiánica..., hará al pueblo de Dios "llegar a la plenitud de Cristo" (Ef 4, 13).

675. «Antes del Advenimiento de Cristo, la Iglesia deberá pasar por una prueba final que sacudirá la fe de numerosos creyentes (cf. Lc 18, 8; Mt 24, 12). La persecución que acompaña a su peregrinación sobre la tierra (cf. Lc 21, 12; Jn 15, 19-20) desvelará el ''Misterio de iniquidad' bajo la forma de una impostura religiosa… la impostura religiosa suprema es la del Anticristo, es decir, la de un seudomesianismo en que el hombre se glorifica a sí mismo colocándose en el lugar de Dios y de su Mesías

677 … «el Reino no se realizará mediante un triunfo histórico de la Iglesia (cf. Ap 13, 8) en forma de un proceso creciente, sino por una victoria de Dios… que hará descender desde el cielo a su esposa (cf. Ap 21, 2-4). El triunfo de Dios sobre la rebelión del mal tomará la forma de juicio final (cf. Ap 20, 12) después de la última sacudida cósmica de este mundo que pasa (cf. 2 P 3, 12-13)».

He extractado algunas palabras, sobre las que se concentrará esta inicial reflexión, de unos pasajes del Catecismo cuyo contexto íntegro el lector hará bien en leer. La reflexión que sugiero se realizará más adecuadamente si atendemos a un multisecular «estado de la cuestión», ya presente desde tiempos cercanos a la edad apostólica en el diálogo polémico entre judíos y cristianos.

La pregunta del judío Tryfón a San Justino: ¿Reconocéis vosotros que Jerusalén será restaurada y nuestro pueblo de nuevo reunido?

San Justino, llamado el Filósofo, mártir de la fe cristiana, y cuyo nombre destaca entre los llamados «Padres apologistas» del siglo II, escribió, hacia el año 152, su «Diálogo con Tryfón, judío». Su interlocutor -que no sólo acusa a los cristianos de idólatras, por adorar como Dios a un hombre, es decir a Jesús, sino también de enemigos del Dios de Israel- le exige que aclare con sinceridad su verdadero pensamiento sobre el futuro del Pueblo judío. San Justino expone una posición que ha sido siempre considerada como uno de los testimonios más insignes de un modo de interpretar la esperanza escatológica que sería, después del siglo IV, casi generalmente abandonada por los escritores eclesiásticos, y, como veremos, calificada como «milenarista».

«Vamos a ver, dime --exige Tryfón a Justino- ¿Reconocéis vosotros que Jerusalén será restaurada, que nuestro pueblo será nuevamente reunido, y esperáis vosotros triunfar junto con los Patriarcas y los profetas y con los que fueron de nuestro linaje? ¿O más bien, y para aparentar que nos vencéis en la controversia, os refugiáis en la aceptación de todo esto?».

El judíoTryfón quiere, pues, saber si en verdad, como San Justino afirma, los cristianos se sienten por Cristo herederos de la revelación de Dios a los Patriarcas y Profetas de Israel, y si esperan una futura unidad entre ellos y los descendientes de Abraham, de Isaac y de Jacob, en el tiempo en que «Jerusalén será restaurada y el pueblo judío nuevamente reunido».

San Justino, a la vez que se indigna de la sospecha de hipocresía que se contiene en la pregunta de Tryfón, es plenamente sincero en poner en claro las distintas actitudes que se hallan entre los cristianos, y a la vez la necesidad de distinguir entre éstos y los que, con nombre cristiano, son verdaderamente enemigos del Dios verdadero, y no sólo herejes, sino impíos y ateos.

Así responde:

«No soy tan miserable para decir una cosa, sintiendo otra. Ya te he dicho que yo, y muchos otros cristianos pensamos así, de manera que tenemos como absolutamente cierto que así ocurrirá.

»He reconocido también que otros muchos, incluso del género de aquellos cristianos que siguen doctrina pura y piadosa, no reconocen ésto.

Así pues yo, y los cristianos que en todo sienten rectamente, sabemos ésto: creemos en la resurrección de la came, en la restauración de Jerusalén, que profetizaron Ezequiel, Isaías y todos los profetas.

»Pero si te encuentras con algunos que se dan a sí mismos el nombre de cristianos, pero que blasfeman del Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, y niegan la resurrección de la carne, ya te he dicho que te has de guardar de tenerlos por cristianos, porque son herejes, impíos y ateos».
(5. San Justino el Filósofo. Diálogo con el judío Tryfón, nº 80. M. G. 6, 663).

Un estudioso de san Justino escribió:

«Para Justino, la resurrección y el 'milenarismo' son dos dogmas ligados uno al otro» (6. Dicc. Th. Cath. Tomo 8º, col. 2270, París 1925. Art. de G. Bardy).

Los negadores de la restauración de Israel anunciada por los Profetas son, desde su perspectiva, también hostiles al reconocimiento de la futura resurrección de la carne.

Es también importante que advirtamos que San Justino, al afirmar, con escándalo del judío Tryfón, que Jesús es el Hijo de Dios, encuentra oportuno advertir que ya sabe que «algunos de nuestra raza» le reconocen como el Mesías, pero declarando que es «un hombre entre los otros hombres»; para añadir enseguida que él mismo y la gran multitud de los cristianos rechazan esta posición porque saben que Cristo no nos ha transmitido enseñanzas humanas sino que nos ha hablado enviado por Dios. Este Dios, de quien Jesús el Cristo es Hijo, no es otro Dios que el Dios de Israel, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob (7. Diálogo con el judío Tryfón, núm. 48. M. G., 6, col. 581).

El testimonio de san Justino es plenamente clarificador de la situación de su tiempo, y concuerda con el que dará después san Ireneo. Con el nombre cristiano rechazan algunos al Dios de Israel, blasfeman de los Patriarcas y de la Ley antigua, niegan la resurrección. Son los que pertenecen a la corriente que va desde las primeras gnosis hacia el «marcionismo» y el «maniqueísmo»; una corriente que perdurando a lo largo de los siglos obligará a la Iglesia a condenar reiteradamente a los que niegan el carácter de revelación divina al Antiguo Testamento (8. Véase DS núms. 198, 790, 854, 1334, 1336).

Entre los cristianos «de pensamiento puro y piadoso», algunos, entre los que se cuenta san Justino, esperan que en el futuro Jerusalén será restaurada, y que los cristianos formarán una unidad con los judíos, nuevamente reunidos en la tierra de sus padres; y así pueden con sinceridad afirmar que comparten con los judíos las esperanzas del cumplimiento de los anuncios proféticos, que se realizarán por Cristo, al que también los judíos reconocerán entonces. Otros cristianos, en cambio, no reconocen esto, y al decir de san Justino, «no sienten en todo rectamente», ya que este elogio lo reserva para los que profesan lo que él mismo afirma y otros muchos con él; lo que no sostiene sólo para satisfacer en la controversia a los judíos, sino porque tal es su convicción.

También, como argumento de su sinceridad y coherencia, promete san Justino:

«Para que sepáis yo no predico estas cosas sólo ante vosotros, trabajaré en componer un libro en que todas las cosas que entre nosotros hemos tratado estas mismas públicamente profesaré».

Y es muy de advertir que añade a estas palabras:

«Pues no me he hecho el propósito de seguir a hombres o a doctrinas humanas, sino a Dios y a las cosas que por Él nos han sido transmitidas» (9. Diálogo con el judío Tryfón, núm. 80. M.G. 6, col. 663).

De las palabras de San Justino podemos sacar algunas conclusiones:

1ª Que la doctrina que él profesa ante el judío Tryfón considera que es seguida por los que «en todo piensan rectamente», y que al seguirla no hace sino adherirse a «doctrinas recibidas de Dios y no de hombres».

2ª Esto no es profesado por todos los cristianos, pues hay algunos, seguidores de sentencias rectas y piadosas, que no admiten esta restauración de Israel ni la unidad de los cristianos con el Pueblo judío al tiempo de cumplirse lo anunciado por los Profetas.

3ª Otros, con el nombre de cristianos, no sólo niegan ésto sino que maldicen el Dios de Abraham, Isaac y Jacob, y niegan la resurrección de la carne, a los que califica de blasfemos, impíos y ateos.

4ª Algunos judíos dicen reconocer a Jesús como el Mesías, pero afirman que es un hombre entre los hombres, y tienen que ser también distinguidos de los que le reconocen como Hijo de Dios.

San Ireneo de Lyon frente a los «Ebionitas» y las falsamente llamadas «gnosis»

Con San Justino, San Ireneo de Lyon, que recibe a través de San Policarpo la tradición del Apóstol San Juan, es reconocido universalmente como el gran testimonio favorable a la escatología de la «dispensación» del Reino de Cristo en el mundo, que ha dado en llamarse confusamente «milenarista». Precisaremos después los significados diversos y equívocos de este término, que se generalizaría sólo a partir del siglo IV, para subrayar el sentido preciso de la doctrina del santo obispo en su obra polémica contra las falsas «gnosis» que conocemos en su texto latino en los cinco libros Adversus haereses.

(10. El tratado Contra haereses en M.G., 7, cols. 424-1224).

San Ireneo se enfrenta, a la vez, a los que acusa de rechazar el vino de la divinidad comunicada a los hombres por la Encarnación del Verbo, y a los que, en dirección opuesta, «desprecian lo que Dios ha creado, no admiten la carne y la sangre que el Verbo asumió para salvamos, y en consecuencia niegan el Reino».

En su polémica con los que destruyen así la divina economía, san Ireneo centra su pensamiento en el designio divino de la «recapitulación» en Cristo de todo aquello que Dios había creado en Adán. Por Cristo creó también Dios los siglos, y todas las cosas, «no sólo las celestes sino también las terrenas», han de ser en Cristo reinstauradas.

«No sería Jesús, el Cristo, aquél que tiene carne y sangre por las que nos redime, si no recapitulase en sí todo lo que Dios había creado en Adán. Son pues vanos los de Valentín, que dogmatizan excluyendo la salvación de la carne y desprecian lo que Dios ha creado. Vanos son también los ebionitas, que no aceptan la unión de Dios con el hombre, sino que perseveran en la vieja levadura. Rechazan la mezcla del vino celeste y no quieren ser sino agua secular. No aceptan que Dios venga a unirse con ellos, y así perseveran con Adán que cayó y fue desterrado del Paraíso».
(11. Contra haereses, Lib. V C. 1º, núm. 292-293. Migne Griego, 7, cols. 112-1123).

Los «ebionitas», que perseveran en la vieja levadura, son inequívocamente los «judíos» que no han admitido la economía de la gracia redentora. San Ireneo los presenta como rechazando el don divino, en la carne heredada de Adán pecador. Por no comprender el designio de la venida de Dios Salvador que nos comunica el vino de la vida divina, se cierran en el horizonte del agua secular.

«Los de Valentín» son caracterizados como despreciadores de lo que Dios ha creado: no comprendiendo la carne y la sangre como obra divina, que Cristo ha sumido en sí para salvamos, rechazan que en Cristo se recapitulen por la gracia redentora todas las realidades del mundo creado, y de los siglos, también por Cristo creados.

De aquí que en San Ireneo se atribuya la negación del designio divino de reinstauración de todas las cosas celestes y terrenas en Cristo, a los «sentimientos heréticos» de quienes desconocen así, con la creación divina, también el sentido de la dispensación redentora y recapituladora.

Se ha querido a veces invalidar la autoridad de San Ireneo de Lyon en favor de la escatología de la «dispensación» del Reino, observando que en una obra posterior, de carácter más propiamente catequético, a diferencia del sentido polémico de los libros contra las herejías, no desarrolla la doctrina de la dispensación, sino que sólo alude a ella en algún momento atribuyéndola a los «ancianos» que así lo creen.
(12. «Epideixis» o «Demostración de la predicación apostólica» nº 41-42 y 61. Patrología oriental XII, 776-777 Y 786).

En mi opinión, el hecho mismo de esta alusión, y de que San Ireneo no la descalifique al referirse a aquella doctrina, más bien prueba que no la retractó, aunque no la incluyese en una exposición catequética. En definitiva, si San Ireneo es, todavía con mayor significación que San Justino, un testigo de la presencia en la Iglesia de la escatología de «la dispensación» y de «la recapitulación en Cristo de todas las cosas», y de su referencia a enseñanzas apostólicas, también él mismo viene a ser, como hemos notado en San Justino, testigo de que tal doctrina no era propuesta universalmente en la Iglesia como formando parte del núcleo doctrinal por todos y en todas partes enseñado (13).

(13. Juan Rovira S.I., en su obra inédita De regno Christi in terris consummato, sostiene documentadamente que la doctrina sobre la consumación del Reino en la tierra en el Segundo Advenimiento, aunque fue predominante durante los primeros siglos, no alcanzó nunca a ser universalmente propuesta o proclamada dogmáticamente: «La Iglesia toda, jerárquica y docente, nunca la abrazó de modo positivo y expreso». Constata también a su vez que en los siglos posteriores al V, «nunca aquella misma doctrina fue expresa y positivamente rechazada por la Iglesia». Introductio. Disp. II).

El término «ebionita» y el equívoco de su significado en Orígenes

Los judíos que afirman que Jesús es el Mesías, pero no le tienen por verdadero Hijo de Dios, según la alusión de San Justino, son aquellos mismos que San Ireneo define como «los que perseveran en la vieja levadura», rechazan el don Divino, y quieren ser sólo agua secular. Son los llamados «ebionitas», de los que San Agustín hablaba, subrayando la doble dimensión de su error diciendo: «Los ebionitas dicen que Cristo es sólo hombre. Observan los mandatos carnales de la Ley, a saber la circuncisión de la carne, y todas las demás cosas, de cuyo peso hemos sido librados por el nuevo testamento» (14. San Agustín. De haeresibus. lib. unic. nº X).

Un tercer error, íntimamente conexo con el desconocimiento de la economía de la gracia y de la naturaleza divina del salvador, caracterizó también a los «ebionitas». Lo hallamos aludido por Santo Tomás de Aquino, y expresamente relacionado con la negación de la divinidad de Jesús, al escribir: «hay que confesar que la Madre de Cristo concibió siendo Virgen. Porque lo contrario pertenece a la herejía de los «ebionitas»... que pensaban que Cristo era puro hombre y le consideraban nacido de la unión de los sexos» (15. Santo Tomás de Aquino. S. Th. IIIª qu. 28 in c).

«Ebionita», palabra derivada del término hebreo que designa los «pobres», tal vez nombraba originariamente la comunidad cristiana formada por los judíos. El hecho es que en Orígenes, tal vez movido por su tendencia unilateralmente enfrentada al Israel histórico «según la carne», es empleado el término de un modo equívoco:

«Hay algunos que porque reciben a Jesús, se glorían del nombre cristiano, pero quieren vivir todavía según la Ley judaica, como la multitud de los judíos. Tales son los «ebionitas», tanto aquellos que confiesan con nosotros a Jesús nacido de la Virgen, como los que rechazan ésto y afirman que nació como los demás hombres» (16. Orígenes. Contra Celso, 5,61 (M.G. 11, 1272).

Al no distinguir entre aquellos «judeo-cristianos» creyentes en la concepción virginal, reconocedores de la divinidad de Jesús, y aquéllos otros que con aquella concepción por obra del Espíritu Santo desconocían también que el Salvador es verdaderamente el Hijo de Dios, Orígenes procede evidentemente de un modo inadecuado y desenfocado en su perspectiva. Parece confirmar ésto un desconcertante comentario sobre el pasaje del Evangelio de San Mateo referente a la curación del ciego en Jericó:

«Después que hayas comprendido cómo es la fe de los judíos que creen que Jesús es el Salvador, quienes lo consideran a veces como nacido de María y de José, y otras como nacido de María y del Espíritu Santo, pero que en ningún caso juzgan acerca de Él con conocimiento teológico, comprenderás fácilmente por qué dice aquel ciego: Hijo de David, ten misericordia de mí, al cual por cierto los más increpan».
(17. Orígenes «Sobre el Evangelio de Mateo», 16, 12; M.G. 13 1815).

Desde la perspectiva en que se sitúa Orígenes se aprobaría el gesto de los Apóstoles al apartar a los niños que Jesús afirmó desear que se acercarsen a Él, y también la actitud de los que reprobaban las aclamaciones con que le reconocían como Hijo de David, que traía el Reino que viene de nuestro padre David, las multitudes que le aclamaron en su entrada en Jerusalén.

El testimonio «antimilenarista» de San Jerónimo: «Los judíos y los herederos del error judío, los ebionitas»

San Jerónimo, al que la plegaria litúrgica llama «doctor máximo en la exposición de las Sagradas Escrituras», es entre todos los Santos Padres, el que más extensamente nos aporta el testimonio polémico frente a los que llama «Milliarii» o «Chyliastai», y que caracteriza como «nuestros semijudíos», «los herederos del error judío, los ebionitas».
(18. San Jerónimo. «Sobre Isaías» 60, I. (M. L. 25, 587-589; ibid. 672).

Sus palabras, a la vez que dan el testimonio más documentado de los caracteres propios del «ebionismo», muestran también la tensión y perplejidad con la que, a fines del siglo IV y primeros años del siglo V, se entrecruzaban y confundían las posiciones.

En el prefacio del libro décimo octavo de sus comentarios sobre el Profeta Isaías hallamos:

«No ignoro cuánta sea entre los hombres la diversidad de opiniones. No hablo del misterio de la Trinidad, sino de otros dogmas eclesiásticos..., de las promesas de lo que ha de venir, y cómo deban entenderse, y cómo debe ser entendido el Apocalipsis de Juan, el cual, si lo tomamos según la letra, nos será necesario judaizar, y si lo interpretamos espiritualmente, según que está escrito, tendremos que contradecir la opinión de muchos de los antiguos: entre los latinos, Tertuliano, Victorino, Lactancio: entre los griegos, por no mencionar a otros, citaré sólo a Ireneo, Obispo de Lyon..., contra el cual el varón elocuentísimo Dionisio de Alejandría escribió un elegante libro, ridiculizando la fábula de los mil años, la Jerusalén de oro y piedras preciosas en la tierra, la instauración del templo, la sangre de las víctimas, el descanso del sábado, la circuncisión, las nupcias y partos, las delicias de los banquetes, y la servidumbre de todas las naciones... al cual respondió con dos volúmenes Apolinar, al que siguen no sólo los hombres de su secta, sino que, en este punto por lo menos, muchos de los nuestros...».

»A los que no envidio si tanto aman la tierra que desean en el Reino de Cristo las cosas terrenas... pero al decir esto no excluyo la verdad de los cuerpos que confieso que resucitarán incorruptos e inmortales, cambiando su gloria y no su naturaleza» (19. Ibidem. Lib. XVIII. Prefacio (M.L. 24, 627).

El hecho mismo de que san Jerónimo habla de Dionisio de Alejandría como polemizando contra Ireneo, cuando en realidad escribió contra el egipcio Nepos, parece tener relación con que crea poder atribuir el mismo espíritu terrenal que denuncia en los que llama «nuestros milenaristas», también a una gran multitud de cristianos, que no son sólo los sectarios del «apolinarismo». Por otra parte, hallamos también que se encuentra en el caso de afirmar que no por ello niega la resurrección de los cuerpos, sobre lo cual formula una interesante precisión, paralela a la que vimos en san Ireneo:

«Hay que caminar por el camino recto, y no inclinarse ni a la izquierda ni a la derecha, no seguir ni el error judaico ni el herético. Los que son de la carne sólo aman la carne, pero otros son ingratos a los beneficios de Dios y rechazan tener lo que Cristo tuvo al nacer y al resucitar...» (20. Ibidem (M.L. 24, 624-628).

San Jerónimo insiste repetidamente en describir el «error de los judíos» como conteniendo, con su visión meramente terrena del Reino de Dios, una tal doctrina sobre la resurrección en la que se supone a los resucitados deleitándose en los manjares y continuando, como durante la vida presente, en las nupcias y la generación de los hijos.

La autenticidad indudable del testimonio de San Jerónimo en cuanto a su denuncia del «error judío» y de su continuación entre los «ebionitas», «nuestros semijudíos, o mejor, no nuestros porque judíos» se confirma por el comentario de San Agustín acerca del diálogo de Jesús con los saduceos. Negaban éstos la resurrección, y polemizaban contra los fariseos, los cuales de tal modo la afirmaban que habían de reconocer la continuidad de los matrimonios terrenos entre los resucitados (21. San Agustín. «Enarrationes in Psalmos». 65).

Podríamos decir que aquella triple dimensión del sedicente y aparente cristianismo de los ebionitas, la negación de la divinidad de Jesús, el modo ordinario de su generación, y la perseverancia en la economía de la Ley antigua, se conexionaba también con el carácter terreno de su esperanza mesiánica. Algunos que decían conocer a Jesús como Mesías, no le reconocían resucitado, sino que le esperaban en un advenimiento que creían corporal y visible, glorioso y triunfador, en el que también los suyos resucitarían a aquella vida de horizonte terreno y carnal que deformaba su pretendida fe en Jesús.

El ebionismo propiamente dicho era una «teología de la liberación» de Israel, en la que se suplantaba la fe en el Salvador del pueblo de sus pecados, y se desconocía correlativamente que el Emmanuel fuese verdaderamente «Dios con nosotros».
(22. El texto del Evangelio de San Mateo 1, 21, que contiene el llamado «Anuncio a José», ha podido ser interpretado como revelación de la divinidad de Jesús (así en el Abad Ruperto de Deutz comentando el pasaje evangélico) con el argumento de que «sólo Dios tiene el poder de perdonar pecados». La suplantación de la esperanza de una salvación que sólo de Dios puede venir, por una liberación del pueblo de la dominación gentil, hacía posible el desconocimiento de que el profetizado «Emmanuel» fuese en verdad «Dios con nosotros»).

La complejidad de la situación creada por la necesidad de reaccionar frente a aquella contaminación terrena de la esperanza cristiana, de la que es testimonio insigne el propio san Jerónimo, explica tal vez que podamos hallar en él, con el enfrentamiento de su supuesta presencia entre «los nuestros».

Sobre el texto de Jeremías 19, 10-12

[ Yahveh dijo a Jeremías: "Ve y compra un jarro de cerámica... Luego rompe el jarro a la vista de los hombres que vayan contigo y les dices: Así dice Yahveh Sebaot":

«Así mismo quebrantaré yo a este pueblo y a esta ciudad, como quien rompe un cacharro de alfarería, que ya no tiene arreglo. Y se harán enterramientos en Tófet, hasta que falte sitio para enterrar. Así haré con este lugar -oráculo de Yahveh- y con sus habitantes, hasta dejar a esta ciudad lo mismo que Tófet, y que sean las casas de Jerusalén y las de los reyes de Judá como el lugar de Tófet: una inmundicia; todas las casas en cuyas azoteas incensaron a toda la tropa celeste y libaron libación a otros dioses».

Partió Jeremías de Tófet a donde le había enviado Yahveh a profetizar y, parándose en el atrio de la Casa de Yahveh, dijo a todo el pueblo:

«Así dice Yahveh Sebaot, el Dios de Israel: He aquí que yo traigo a esta ciudad y a todos sus aledaños toda la calamidad que he pronunciado contra ella, porque ha atiesado su cerviz, desoyendo mis palabras».
(Jer 19,1,10-15)].

escribió San Jerónimo:

«Claramente no se habla aquí de la cautividad babilónica sino de la Romana. Ciertamente después de la cautividad babilónica la ciudad de Jerusalén fue restaurada y el pueblo vuelto a reunir en Judea. Después de la cautividad acaecida bajo Vespasiano y Tito y después bajo Adriano, las ruinas de Jerusalén permanecerán hasta la consumación de los siglos, aunque los judíos se prometen la restitución de Jerusalén de oro y piedras preciosas, y que de nuevo se harán los sacrificios y las víctimas, y habrá matrimonios de los santos, y el Reino del Señor Salvador en la tierra. Las cuales cosas, aunque no las sigamos, sin embargo no podemos condenarlas, porque muchos de los varones eclesiásticos y de los mártires dijeron estas cosas. Y que cada uno abunde en su sentimiento y sean todas las cosas reservadas para el juicio de Dios» (23. San Jerónimo: Sobre Jeremías, 19, 10-12 (M.L? 24, 802).

Notemos que san Jerónimo niega la reunión del pueblo judío y la reinstauración de Jerusalén, y refiere la posición opuesta a la esperanza carnal y terrena que combate en los herederos del error judío, los «ebionitas». Pero, dando a este término, y a los que utiliza, en latín y en griego, para designar a los «milenarios» o «milenaristas», un sentido muy amplio, al modo como hemos visto lo hacía Orígenes, concluye por afirmar la imposibilidad de condenar las posiciones que no sigue, «ya que muchos varones eclesiásticos y mártires las afirmaron».

Nos encontramos, pues, con la paradoja de que los más duros y decisivos textos del testimonio «antimilenarista» del gran Doctor nos llevarían a encontrar en él un reconocimiento del carácter no condenable de doctrinas, como la del matrimonio de los resucitados, o la restauración de la Ley antigua en el Reino de Cristo, que no son siquiera propias de una «herejía» cristiana, sino pertenecientes a un «error judío», con sólo una apariencia verbal de cristianismo, derivada de la afirmación de Jesús como el Mesías.

Insistamos en que este «Jesús», «Mesías» del ebionismo propiamente tal, según lo define San Agustín, es un mero hombre, nacido de la unión sexual, que traerá un reino terreno como el que Jesús refutaba en la esperanza farisea de la resurrección, y que no tiene el carácter de «salvador del pueblo de sus pecados», puesto que al ebionismo pertenece también «la perseverancia en la vieja levadura», ciegamente hostil al Evangelio de la salvación por la gracia de Dios. También San Agustín advierte que los fariseos esperaban la resurrección para los judíos y como una retribución obtenida en justicia por la observación de las obras de la Ley, y no por la misericordia y la promesa divina.
(24. «Los judíos se gloriaban mucho de sus obras buenas y justas, y de que habían recibido la Ley viviendo según la cual, tendrían aquí los bienes carnales, y en la resurrección de los muertos esperaban cosas semejantes a las que aquí gozaban». «Los judíos pues tenían esperanza en la resurrección de los muertos de manera que únicamente ellos esperaban resucitar a vida feliz por obra de la Ley, por la justificación de las Escrituras, las que sólo ellos tenían, y no sólo tenían las gentes» (San Agustín: Enarrationes in Psalmos 65).

Significado diverso del término «milenarismo» en San Jerónimo y en San Agustín

En el lenguaje y en el contexto polémico del pensamiento de san Jerónimo aparece que hay que reconocer que el término «milenarista» recibe la misma extensión equívoca y confusa que veíamos ya en el término «ebionismo» en Orígenes. San Jerónimo, que desde su propia opinión, niega la futura reedificación de la ciudad de Jerusalén y la reunión del pueblo judío en la tierra que Dios había dado a sus padres, viene a calificar con el mismo epíteto todo un conjunto muy heterogéneo de posiciones, que van desde Cerinto y los ebionitas propiamente dichos hasta san Justino y san Ireneo.

Correlativamente, se encuentra en el caso de reafirmar su fe en la resurrección de los cuerpos, aunque evidentemente no la admita al modo «carnal» de los herederos del error judío; pero tiene que concluir no atreviéndose a condenar el matrimonio entre los resucitados, alegando que muchos santos y mártires enseñaron estas cosas.

Frente a esta superposición de perspectivas y confusión de planos, es notable comparar con la terminología de san Jerónimo la de san Agustín:

Aludiendo san Agustín, en la «Ciudad de Dios» (20, 7, 1), a la concepción que interpretaba la historia de la humanidad según una sucesión de «siete días» o «tiempos», y que él mismo había antes enseñado, escribe:

«El séptimo, es decir, los años últimos, hará las veces de los sábados para los santos, que resucitarán a celebrarlo. Esta opinión sería de alguna manera admisible, si en aquél sábado se creyesen como futuras para los santos por la presencia del Señor algunas delicias espirituales. Yo mismo me adherí un tiempo a este sentir.

»Pero sus defensores dicen que los resucitados se gozarán en inmoderados banquetes carnales, en los que la comida y la bebida carecerán de moderación, y superarán en el modo a los incrédulos. Y esto no puede ser creído sino por los que son carnales. Los que son espirituales dan a éstos el nombre de Chilastas, palabra griega que a la letra podemos traducir nosotros por «milenaristas». Sería muy largo refutarlos detenidamente...» (25. San Agustín De civitate Dei Lib. XX cap. VII, 1).

Si se hubiese siempre adoptado el modo de hablar de San Agustín las calificaciones de chiliástico y de milenarista hubiesen apuntado exclusivamente a las comprensiones materiales, en sentido «terrenal» y «camal», del reino mesiánico, correlativas, o por mejor decir insertas, en una seudo-cristología centrada en un Mesías meramente humano, liberador terreno, merecedor de una filiación adoptiva por su justicia humana según la Ley, y profesando por lo mismo una deformación de la economía de la redención por la gracia de Dios.

El carácter terreno, mundano y carnal del reino esperado para Israel se correspondía, pues, con aquellos errores que ponían el error judío al margen de la fe cristiana: Jesús nacido por modo meramente carnal, mero hombre, que no traía el vino celeste, sino que era proclamado y esperado Mesías por los que perseveraban en la vieja levadura y no querían ser sino agua secular.

Pero el propio lenguaje de San Jerónimo, pudo influir tal vez en el hecho de que la expresión «milenarismo» tuviese siempre un uso equívoco, por el que se ha llegado a hablar de «milenarismo histórico» -impropio- para expresar la esperanza de la realización de la plenitud cristiana del mundo, tantas veces proclamada en el lenguaje del magisterio eclesiástico (26. Véase el artículo del P. José Mª Bover S.I. «El milenarismo y el magisterio eclesiástico» en Estudios Bíblicos. 1931, págs. 3-22).
Y que posiciones muy distantes del auténtico milenarismo ebionita -refiriéndose también al auténtico ebionismo y evitando la vaguedad del término en Orígenes- hayan admitido ser definidas como «milenarismo mitigado» o «espiritual». Terminología ésta que hubiera podido quedar descartada si se hubiese aceptado siempre el modo de hablar de San Agustín.

Hay que reconocer, por lo demás, que el hecho de que san Jerónimo confundiese, en la terminología y en la doctrina, a los «herederos del error judío», con los varones eclesiásticos y santos mártires que profesaban la doctrina de que dieron testimonio san Justino y san Ireneo, ha sido siempre causa de que el desprestigiado término de «milenarismo» sirviese para descalificar interpretaciones escatológicas en modo alguno condenables. Esto explica también que, mientras autores como el P. Juan Rovira S.I. evitan asumir la expresión, otros, como el P. Francisco de Paula Solá S.I. no tuviesen inconveniente en utilizarla para expresar la esperanza de «la consumación del Reino de Cristo», o de la «transformación del Reino de este mundo en Reino de Dios y de Cristo».
(27. Conozco esto por testimonio directo del propio P. Solá, que aconsejaba perseverar en la enseñanza del P. Orlandis en Schola Cordis Iesu. Se halla también este modo de hablar, en el que se emplea la palabra «milenarismo» para significar lo que el P. Solá -que seguía en esto también al P. Juan Rovira- profesaba sobre la esperanza del Reino de Cristo consumado en la tierra, en el artículo titulado:
«El Padre Ramón Orlandis Despuig» (1873-1958), en Cristiandad número 708-709, abril-junio 1990, véase en especial la pág. 5).

Tres interpretaciones sobre la esperanza de Israel

Desde san Justino el filósofo hasta hoy, el estado de la cuestión polémica entre los judíos y los cristianos se centra en que aquéllos niegan que en Jesús se hayan cumplido los anuncios proféticos, las promesas anunciadas a Israel; frente a esta negación los apologistas cristianos han tomado opciones discrepantes, profundamente incompatibles entre sí.

Para acercanos con mayor precisión a este planteamiento nos convendrá leer de nuevo a san Jerónimo que en su comentario al libro de Isaías, cap. 60, opone a la lectura terrena y carnal de los judíos y de los judaizantes, otras dos interpretaciones, no judaizantes, y aceptables para un cristiano, de las cuales, él opta, como se verá, por la primera, mientras reconoce que la segunda no merece en modo alguno reprobación.

«Los judíos y nuestros semi-judíos, que esperan que baje del cielo la ciudad de Jerusalén áurea y adornada de piedras preciosas en el reino de los mil años; que desean placeres terrenos, la belleza de sus esposas, e hijos numerosos, que tienen por su Dios a su vientre... cuyo error es tal que aquéllos que lo siguen han de profesarse judíos aunque tengan nombre cristiano». «Afirman otros que todas las cosas fueron prometidas carnalmente a los judíos, si hubiese recibido al que según el Evangelio es la luz del mundo que ilumina a todo hombre; y que, al modo como se les concedió seguir ofreciendo víctimas, para que no las ofreciesen a los demonios, así les prometió Dios a los golosos judíos, que no buscaban sino los placeres corporales, aquellas cosas, para que, estimulados al menos por los deseos carnales, recibiesen también con la abundancia de bienes al Hijo de Dios; y que, por no haberle recibido, quedaron aquellas promesas abrogadas».

(Como se ve, la afirmación de este carácter condicional de las promesas de bienestar terreno y de prosperidad para Israel, y su abrogación por el rechazo de Cristo por parte de los judíos, liberaba a la apologética cristiana de la obligación de mostrar realizadas por Jesucristo las profecías mesiánicas que hablaban de la futura restauración de Israel y de la paz mesiánica para el pueblo de los hijos «según la carne» de los Patriarcas).

«Hay algunos -sigue diciendo san Jerónimo-- que todas estas cosas, que nosotros recordamos como en parte ya cumplidas, y que afirmamos que se cumplirán totalmente desde el primer advenimiento hasta la consumación del mundo, las reservan para un tiempo futuro, cuando después de haber entrado ya la plenitud de las gentes se habrá de salvar todo Israel. Esta sentencia en modo alguno ha de ser reprobada, con tal de que todo esto se afirme como debiéndose cumplir espiritualmente y no carnalmente» (28. San Jerónimo. Sobre Isaías 60, 1 (M. L. 24, 587-589).

La interpretación de las promesas contenidas en el texto profético aludida por San Jerónimo en tercer lugar no es la que él adopta, pero aquí cuando habla de «nosotros» no excluye a los otros del sentir recto, ni los califica de «semijudíos». Su posición dice que «en modo alguno ha de ser reprobada», con la única condición de que las promesas sean entendidas en una perspectiva no «carnal» sino «espiritual».

Es importante advertir que se trata de una sentencia que no atribuye el cumplimiento de las promesas a Israel, entendidas en un sentido alegórico, a lo realizado ya y que habrá de realizarse más completamente en la Iglesia militante entre el advenimiento primero del Señor y la consumación de los siglos. Sino que reserva el cumplimiento de las profecías y promesas a Israel para un futuro tiempo. En realidad, para el tiempo en que se consume, o «acabe» el Reino de Cristo, como hemos leído en el nuevo Catecismo en su número 671.

El comentarista de la Sagrada Escritura, Cornelio a Lápide, adopta en su comentario sobre Jeremías una actitud en cierto sentido paralela a la que acabamos de leer en san Jerónimo; sobre el capítulo 31 versículo 38 escribe:

«Si alguien quisiera satisfacer completamente a un judío que le urge pertinazmente, conceda que todas estas cosas, tal como suenan literalmente han de ser entendidas acerca de la Jerusalén de la tierra: ...se puede satisfacer plenamente a los múltiples argumentos de los judíos por este método, a saber si las profecías y las escrituras que prometen la restitución de Israel, la restauración de Jerusalén, la redención y la salvación de los judíos, dijéramos que se tienen que tomar, y que tienen que cumplirse, tal como suenan en el segundo advenimiento del Mesías, esto es de Cristo, que los judíos piensan que será el primer advenimiento porque niegan que Cristo haya venido. Pues en esto está todo su error y disensión de los cristianos, en que niegan el primer advenimiento de Cristo, y por esto las escrituras que hablan del segundo advenimiento de Cristo las exponen respecto del primero; por lo que niegan este primer advenimiento, y piensan que Cristo todavía no ha venido a la tierra».
(29. Cornelio a Lápide. Comentario sobre Jeremías, Cap. 31, 34-40.

La cuestión esencial está en que esta posición, sugerida aquí por Cornelio a Lápide, y que tiene estrecha relación con la que San Jerónimo reconocía como en modo alguno condenable, no tendría por qué ser adoptada sólo para satisfacer polémicamente una argumentación pertinaz de los judíos. Recordemos la insinuación de duplicidad que el judío Tryfón expresaba hablando con san Justino el filósofo, y que causaba la indignación de éste.

En todo caso, el testimonio de Cornelio a Lápide demuestra que no se puede excluir de la ortodoxia, como deformación terrena de las esperanzas fundadas en las profecías que anuncian la futura conversión de Israel, la interpretación por él mismo y por el propio San Jerónimo sugerida, y ofrecida por lo menos como probable.

Esta interpretación sería, no obstante, calificada por algunos como «milenarista». Nos es preciso, por lo mismo, volver de nuevo a examinar el complejo problema histórico del uso equívoco de este término, para tratar de llegar a una aclaración sobre su significado preciso, si es posible fijarlo.

Significado del «milenarismo» en el decreto del Santo Oficio de 21 de julio de 1944. El P. Enrique Ramiere y el P. Ramón Orlandis sobre el significado de esta palabra

Aunque se ha afirmado muchas veces que el «milenarismo» ha sido insistentemente condenado por la Iglesia, en realidad en el clásico Enchiridion que reúne los símbolos, definiciones y declaraciones de la Iglesia, hallamos un único texto referente a este sistema escatológico. He aquí su texto, de fecha 21 de julio de 1944 y en forma de respuesta dada por la Congregación del Santo Oficio sobre una consulta:

«En estos últimos tiempos se ha preguntado más de una vez a esta Suprema Sagrada Congregación del Santo Oficio qué haya de sentirse acerca del sistema del milenarismo mitigado, a saber, del que enseña que Cristo Señor, antes del juicio final - previa o no previa una resurrección de muchos justos- ha de venir visiblemente a la tierra para reinar».

«Respuesta: El sistema del milenarismo, aún mitigado, no puede ser enseñado guardando la seguridad de la doctrina» (30. Véase DS. 3829).

El texto, por su misma naturaleza, no tiene un carácter de definición doctrinal, o lo que es lo mismo en este caso, de condenación solemne y definitiva. Se trata de un texto de precepto práctico, preceptivo para la enseñanza teológica, y que afirma que no puede tuto doceri el sistema cuyo sentido se ha precisado en la consulta a la que se da respuesta.

La alusión a una resurrección de algunos justos, que en el decreto que acabamos de citar se hace para dejarla al margen de lo que se intenta señalar como no seguro, que es «la venida visible de Cristo a la tierra para reinar», anterior al juicio final, apunta a una doctrina bastante común en el sistema escatológico más generalizado en los cuatro primeros siglos de la Iglesia. Este dejar al margen no contiene un tratamiento expreso del tema, que implicase la afirmación del carácter opinable de aquella doctrina, pero por lo mismo tampoco tiene el significado de una descalificación, que habría tenido que hacerse precisamente enumerando aquella resurrección primera --que se afirmaba acompañar al advenimiento del Señor, y ser distinta de la última y final de todos los muertos, buenos y malos y hay que notar que el P. Enrique Ramiere en el prólogo a la primera edición de su obra «Las Esperanzas de la Iglesia», en 1861, escribía:

«Algunos han encontrado nuestra obra demasiado favorable al milenarismo. Y sin embargo hemos declarado y declaramos de nuevo que no admitimos en modo alguno los dos puntos que constituyen este error: a saber la resurrección corporal de los Santos, mil años antes del último día, y el reino visible de Jesucristo sobre la tierra durante estos mil años».
(31. Enrique Ramière, S. I. Las esperanzas de la Iglesia. 1ª Ed. París-Lyon 1861. Prólogo, pág. XXVI).

Por su parte el P. Ramón Orlandis formuló en dos distintas ocasiones unas precisiones sobre su pensamiento, y a la vez sobre el significado del término «milenarismo». Aludiendo al mencionado decreto de 1944 comentaba que

«El Santo Oficio, al prohibir el «milenarismo mitigado», no prohíbe una vaguedad, sino que precisa lo que prohíbe y lo que entiende por «milenarismo mitigado». ¿Y en qué consiste éste según el decreto de prohibición; en el sostener que Jesucristo antes del juicio final vendrá visiblemente a esta tierra para reinar. Nunca jamás que sepamos el P. Ramière enseñó lo que prohíbe el decreto. De mí ciertamente me dice la conciencia que jamás lo he enseñado ni pensado» (32. ¿Somos pesimistas? CRISTIANDAD, núm. 73 (1-4-1947), págs. 145-148).

[¿Podríase admitir como probable  la presencia visible de Cristo Rey en la tierra, como defienden los milenaristas? En modo alguno...
(Ramón Orlandis, S. I.:
¿Somos pesimistas? CRISTIANDAD Barcelona, Año IV, nº 73, 1 de abril de 1947, página 148).]

Y en un artículo anterior tratando «Sobre la actualidad de la idea de Cristo Rey» decía:

«Contemplen... a Cristo presente en su Iglesia no con la presencia corporal y visible que soñaron los milenarios».
(33.
«R. Orlandis S. I.: «Sobre la actualidad de la idea de Cristo Rey». CRISTIANDAD, núm. 39 (1-11-1945), págs. 465-468).

En orden a proseguir el examen de los nuevos horizontes escatológicos abiertos por el reciente Catecismo, convendrá notar que, al interponer una «venida visible para reinar en la tierra» como anterior al advenimiento de Cristo «para juzgar a los vivos y a los muertos», «con poder y majestad» -venida gloriosa de Cristo a la tierra, sólo después de la cual podrá ser «acabado» su reino ya iniciado en la Iglesia- se pensaría en realidad en tres advenimientos, el segundo de los cuales se destinaría a un reino visible que tendría una limitación temporal, siquiera sea «milenaria». Con lo cual este supuesto «Reino de Cristo» no sería aquel del que se dice en el símbolo, «cuyo reino no tendrá a fin» ni sería, por lo mismo, el anunciado por los Profetas, y en el que, según el catecismo, se realizarán las esperanzas de Israel.

¿Hay lugar para los «milenarismos históricos»?

Hemos visto que en un artículo anteriormente citado del P. José Mª Bover S. I., el insigne escriturista, decidido adversario de lo que él llama «milenarismo escatológico», habla de que podría darse un sentido impropio al término y referirse a un «milenarismo histórico», que él afirma allí mismo profesar, y que dice coincidir con las esperanzas proclamadas en los documentos pontificios, especialmente en tomo a la fiesta de Jesucristo Rey.

Pero en las sistematizaciones escatológicas más generalizadas, en las que se considera como un instante indivisible el advenimiento de Jesucristo con gloria para juzgar a los vivos y a los muertos, con el juicio final y la cesación de la vida histórica de la humanidad y de la Iglesia militante, no hay obviamente lugar alguno en que situar aquella esperanza.

Advirtamos que la generalidad de los autores a que aludimos reconocían que el imperio perseguidor del «Anticristo» no terminaría sino por la manifestación del «advenimiento» del Señor a la tierra. De aquí que Comelio a Lápide, representante tal vez el más caracterizado de aquellos sistemas, rechazase la doctrina de los que ponían los «mil años de felicidad de la Iglesia», no después de la simultaneidad del fin del imperio del Anticristo con el inmediato juicio final y fin del mundo.

«Pero esto es caprichoso -escribe Comelio a Lápide en su comentario al Apocalipsis, y sobre su cap. XX- principalmente porque en los tiempos que son ya cercanos al Anticristo, nunca habrá siglo alguno sin herejía, enemistad y perturbación de la Iglesia» (34. Comelio a Lápide. Comentario sobre el Apocalipsis, cap. 20, verso 1-2).

El argumento del clásico escriturista contra los «milenarismos históricos» se nos manifiesta en nuestro tiempo todavía más definitivo, y revelador de los signos de los tiempos.Todos los textos del magisterio que hablan de «la revelación del hombre del pecado» como cercana por la eclosión del «misterio de iniquidad» en nuestros días -sobre todo si los leemos a la luz de las precisiones contenidas en el nuevo Catecismo--, nos apartan de la hipótesis de una esperanza histórica inmediata en el horizonte de la marcha contemporánea de la humanidad.

Puesto que la plenitud del Reino no podrá conseguirse por un proceso ascendente de maduración sino por el triunfo de Dios sobre el esfuerzo supremo de las fuerzas del mal, como nos enseña el nuevo Catecismo, parece obvio que tenemos que concluir evitando confundir la esperanza del reino consumado con cualquier situación a esperar con anterioridad a aquel Advenimiento en que se colmarán las esperanzas de Israel, y con ellas también las de la unidad de todos los hombres en la fe en el único Dios, y el acercamiento de la ciudad terrena a la ciudad celeste, que la penetrará, por modo de dispensación descendente y comunicativa de los dones de la gracia divinizante y regeneradora.

«El reino de este mundo ha venido a ser del Señor nuestro y de su Cristo, y reinará para siempre»

Si lo que el P. Bover llamaba «milenarismo histórico», y que reconoce él mismo que es «impropiamente» milenarismo, no sólo puede sino que ha de ser admitido -si no se quiere dejar de lado, con la casi totalidad de las profecías mesiánicas, también la reiterada expresión de «la esperanza ecuménica» de la Iglesia en innumerable textos de magisterio eclesiástico y de plegaria litúrgica-, hay que reconocer en todo caso que no puede ser situado en una época histórica anterior a «la impostura religiosa suprema del Anticristo», «el último desencadenamiento del mal», y anterior por lo mismo a la victoria de Dios sobre la persecución universal en que culmina el ejercicio de la potestad mundana enfrentada a Dios (35. Catecismo de la Iglesia católica, núm. 677).

Los «signos de los tiempos» son indicios de aquella cercanía del Anticristo, que ya en su tiempo percibía Comelio a Lápide. Enumeremos, recordando temas otras veces tratados en esta misma revista, algunos de estos signos:

1) La desaparición de toda herencia política del Imperio Romano, y con ella la quiebra del principio de autoridad y la remoción del obstáculo que detenía la acción ya milenaria del «misterio» de «iniquidad» en la sociedad humana.
(36. Véase la
nota del P. José Mª Bover S.L sobre el texto de San Pablo en II Tesal. 2,6, en Sagrada Biblia, Bover-Cantera. Tomo II, B.A.C., Madrid 1947, pp. 453-454).

2) La cercanía de la cesación y caída del «tiempo de las naciones», y en este contexto la descristianización oficial y sociológica de la «Babilonia occidenta, la ciudad en la que desde los tiempos apostólicos ha residido el centro de la Iglesia reunida entre las naciones.
(37. Véase mi artículo:
«Recuerdos y reflexiones actuales sobre la teología de la historia del padre Ramón Orlandis», CRISTIANDAD, núm. 728-730, enero-marzo de 1992, págs. 19 a 23).

3) La reunión en la tierra de Israel del pueblo judío, condición primera y previa para su futura conversión colectiva, a la vez posibilita en una etapa más inmediata en el tiempo, y probablemente ya muy cercana a nosotros, que el falso mesianismo anticristiano realice aquella culminación del enfrentamiento a Dios, y la universal tiranía y persecución del imperio del Anticristo, que, conforme a la tradición, tendrá su centro precisamente en el pueblo judío, y se constituirá en la admisión del falso Mesías por aquel mismo pueblo que había rechazado al verdadero, a Cristo nuestro Señor (38. Véase: Ioannes. 5,43 [Jn 5,43]).

4) También, y en relación con este falso mesianismo, iniciado precisamente en el «sionismo» con sus ideales de redención terrena y universal, y con la vigencia de las falsas expectativas que -a partir del humanismo renacentista, y en los movimientos «ilustrados», «positivistas», «liberales», «socialistas» hasta los contemporáneos «progresismos»- han sugerido siempre un ascenso de la humanidad a su madurez por el sólo esfuerzo del hombre, viene a ser signo misterioso -que el Catecismo de la Iglesia católica desmienta ahora- de la realización del reino «por un triunfo histórico de la Iglesia en forma de un proceso creciente» (39. Catecismo de la Iglesia católica, núm. 677).

La «unidad en un solo rebaño y en un solo pastor», la «pacificación de todos los pueblos entre sí y con Dios, entonando en toda la tierra el eterno cántico de amor y agradecimiento al Corazón de Jesús».
(40. Pío XII: Consagración del género humano al inmaculado Corazón de María, en el año 1942).
El cumplimiento de, «aquel día dichosísimo en que el mundo entero acatará con buena voluntad y de corazón el suavísimo dominio de Cristo Rey»
(41. Pío XI: Miserentissimus Redemptor, 8-V-1928).
no pueden ser esperados sino en aquella etapa histórica en la que «derribado el imperio del Anticristo, la Iglesia reinará en todas partes de la tierra, y se hará, de los judíos y de los gentiles, un solo rebaño y un solo pastor».
(42. El P. Ramón Orlandis recordaba con insistencia las palabras del comentarista Knabenbauer sobre el profeta Daniel:
«Entonces, derribado el Imperio del Anticristo, la Iglesia reinará en todas partes de la tierra, y se hará, tanto de los judíos como de los gentiles, un solo rebaño y un solo pastor». Ver también en Comelio a Lápide, Comentario sobre Daniel, cap. 8º, 27).

La renovación del mundo, su transformación en «Reino de Dios y de su Mesías», la «restauración de todas las cosas», en definitiva el cumplimiento de lo profetizado y prometido a Israel, que no tienen cabida en los tiempos históricos nuestros, ni en ningún momento del «tiempo de las naciones», en los que la ceguedad había sobrevenido sobre Israel, y Jerusalén había de ser dominada por los gentiles; sólo en la época posterior a la «manifestación» del Advenimiento han de ser esperadas y cumplidas.

Tengo por evidente que la renovación de la escatología iniciada por el Concilio Vaticano II, decisivamente impulsada por el nuevo Catecismo, nos lleva a una comprensión esperanzada del «acabamiento» del Reino, ya presente en la Iglesia, con el advenimiento del Rey a la tierra con gran poder y gloria.

Si el entonces Arzobispo de Cracovia, el Cardenal Karol Wojtyla pudo decir hace algunos años: «estamos en los umbrales de una nueva escatología», parece que ahora tendríamos que reconocer que ya ha sido sobrepasado este umbral con los textos del nuevo Catecismo.

El camino emprendido nos hará superar dos malentendidos que, más o menos inexpresados, han obstaculizado durante siglos el avance de la doctrina escatológica por los caminos ahora nuevamente emprendidos.

Se refiere el primero a lo que pensamos con las palabras «día del juicio» y cuando a este día del juicio de Dios le añadimos el calificativo de «último o final». Tendemos a pensar en un instante, la venida del Señor, la conflagración del mundo, la resurrección de los justos y de los pecadores, la salvación de aquéllos y la condenación de éstos y la no existencia de la historia humana.

Es ahora muy necesario abrir nuestra mente al mensaje contenido en las palabras de San Agustín:

«La Iglesia universal del Dios verdadero confiesa y profesa que Cristo ha de venir del cielo a juzgar a los vivos y a los muertos, y a esto le llamamos nosotros último día del divino juicio, esto es el tiempo último. Pues, por cuantos días se extienda este juicio es incierto: pero las escrituras santas usualmente ponen el término día en lugar de tiempo, como no ignora el que haya leído, por más ligeramente que lo haya hecho aquellas letras santas. Así pues cuando decimos día del juicio de Dios, añadimos último o novísimo, lo que indica que también ahora juzga y que desde el principio del tiempo juzgó» (43. San Agustín De Civitate Dei lib. XX, cap. 1, núm. 2).

De este tiempo último del Juicio de Dios, de su Advenimiento y de su Reino, cuya duración desconocemos, hemos de sentir según la palabra de Dios que en uno y otro Testamento nos habla. Es éste el segundo malentendido que nos obligará a remover la renovación de la escatología en que hemos entrado: en modo alguno la venida del Rey a la tierra, el descenso de la nueva Jerusalén, desde el cielo a la tierra, vendría a justificar una esperanza «mundana» y «terrenal». No se trata de que finjamos un Mesías en que pueda culminar el amor al mundo y la soberbia del hombre, sino de la gloria del Señor, que «en aquel día será ensalzado únicamente» y de la consumación y plenitud de la benevolencia y gracia salvadora de Dios.

(44. «Pues Yahveh-Sebaot tiene determinado un día, contra todo lo altanero y elevado... entonces se doblegará el orgullo humano y se humillará la altivez de los hombres y sólo Yahveh será ensalzado aquel día».
Isaías 2, 11-12, y 17).