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El reinado de Cristo ante el laicismo

La proclamación de Cristo como rey fue el 11 de junio de 1899 con la consagración del mundo al Sagrado Corazón de Jesús por el papa León XIII. Consagró a todo el género humano al Sagrado Corazón. Incluidos los que no creen en Jesucristo y los que no son miembros de la Iglesia, ni aceptan la autoridad pontificia. La fundamentación teológica de que se consagrase también a estas personas es, como enseñan san Agustín y santo Tomás, que la doctrina de la Iglesia es que aunque los que no católicos no están bajo la autoridad de Jesucristo y de su Vicario en cuanto al ejercicio de su autoridad (quantum ad executionem potestatis), todos los hombres les están sometidos en cuanto a su autoridad en sí (quantum ad potestatem), porque según recuerdan san Agustín y santo Tomás, Jesucristo murió para redimir a todos, como revela el Espíritu Santo por medio de san Pablo: «el Cristo se ha entregado para la redención de todos».

Esta doctrina nos da también el significado de la proclamación de la realeza universal de Jesucristo mostrando su Sagrado Corazón. Y es que la autoridad de Jesucristo es universal sobre todos los hombres; y el Papa, su Vicario en la tierra, tiene recibida esta autoridad sobre todos los hombres en materia de fe y de moral, incluidos los aspectos éticos de la política; pero no la ejerce sobre los que no acatan aún la autoridad del Papa y de la Iglesia.

Cristo es rey, pero su reinado no ha llegado aún a su plenitud y consumación.

Esta doctrina de san Agustín y santo Tomás es también la clave para entender la diferenciación, que data del siglo XIX, entre tesis e hipótesis. La tesis católica es que los pueblos, los Estados con sus gobernantes a la cabeza tienen el deber para con Dios, y necesitan para su buen funcionamiento, acatar la autoridad de Jesucristo ejercida por el Papa, su Vicario en la tierra. Pero esto es posible si toda o casi toda la población es católica. En el siglo XIX, cuando el liberalismo se fue apoderando de los Estados y a consecuencia de ello comenzó la descristianización de los pueblos, se formuló por los teólogos católicos que en la hipótesis de que la población no sea católica, entonces la Iglesia no debe reivindicar la confesionalidad del Estado y debe limitarse a reivindicar la libertad de poder realizar su misión básica de evangelizar.

La distinción entre la realeza universal de Jesucristo y la plenitud aún no realizada del ejercicio de su reinado, o lo que es lo mismo, la distinción entre la universalidad de la autoridad del Papa y de la Iglesia sobre la fe y la moralidad de los actos, incluso políticos y sociales, y la efectividad de su ejercicio y acatamiento, es la clave para explicar que las autoridades eclesiásticas se limiten a reivindicar hoy en día la sana laicidad, aunque la esperanza de la Iglesia, en realidad, fue anunciada así con toda seguridad por el Concilio Vaticano II:

"La Iglesia, juntamente con los profetas y con el mismo Apóstol, espera el día, que sólo Dios conoce, en que todos los pueblos invocarán al Señor con voz unánime y le servirán hombro con hombro" (Nostra aetate, 4).

Lo que es proclamar la esperanza cierta y segura de la futura catolicidad consecuente de todos los pueblos, con los judíos a la cabeza de los creyentes en Jesucristo, el Mesías Jesús, el Verbo hecho carne; la Cristiandad futura; la futura unidad católica mundial, no por exclusión legal de la libertad religiosa, sino cimentada en la aceptación voluntaria del reinado del Sagrado Corazón de Jesús en todos los corazones movidos por Su gracia divina, la extraordinaria efusión de gracia que Jesús, el Verbo hecho carne, iniciará con Su Parusía, la segunda venida visible y gloriosa de Jesús, el Verbo hecho carne con la que, al evidenciar Su existencia, eliminará el poder anticristiano que, cada vez más, impone vivir como si Dios no existiera.

Canals explica que esto es anunciar la unidad religiosa de la humanidad:

"Tratando de la religión judía, y afirmando la futura conversión de Israel, el texto anuncia la futura unidad religiosa de toda la humanidad".
(La teología de la historia del Padre Orlandis, S. I. y el problema del milenarismo, Francisco Canals, CRISTIANDAD, Barcelona. Año LV. Núms. 801-802. Marzo-Abril 1998. Págs. 23-28)

El Apóstol aludido es san Pablo y el profeta allí citado entre muchos otros, Sofonías.

Bien entendido que es Dios el que concede a todos invocarle y servirle:

«Volveré puro el labio de los pueblos, para que invoquen todos el nombre de Yahveh, y le sirvan bajo un mismo yugo».
(So 3,9).

"La edificación de la casa común europea sólo puede llegar a buen puerto si este continente es consciente de sus raíces cristianas y si los valores del Evangelio, así como de la imagen cristiana del hombre, son también en el futuro el fermento de la civilización europea"
(Benedicto XVI, 3 de febrero de 2011 en solemne audiencia al embajador de Austria ante la Santa Sede.

La esperanza abre ya ahora la puerta del futuro, de la Cristiandad futura: "La puerta oscura del tiempo, del futuro, ha sido abierta de par en par. Quien tiene esperanza vive de otra manera; se le ha dado una vida nueva" (Spe salvi, 2).

Porque la confesionalidad consiste en proclamar el principio del Estado católico y obrar en consecuencia. No como los regímenes liberales del XIX y del XX en España, que eran confesionales, pero inconsecuentes. Las Constituciones que impusieron los liberales en España, cuando se adueñaron del poder y de la riqueza por la fuerza, todavía eran confesionales; como la Constitución de Cádiz de 1812, y la de 1876, que mantuvo la confesionalidad hasta 1931, cuando fue suprimida por los golpistas que impusieron la II República. En esas constituciones ellos proclamaban que el Estado era católico, pero el poder supremo incluso en los aspectos morales de las leyes lo ponían en el parlamento, es decir en ellos mismos, en nombre del pueblo al que decían representar, y ejerciendo ellos un poder mucho más absoluto que la monarquía del despotismo ilustrado, al sustraerse a la autoridad de la Iglesia y del Papa, la máxima autoridad en materia de fe y moral sobre la tierra, "la santa y augustísima autoridad de la Iglesia, que en nombre de Dios preside al género humano y es vindicadora y defensora de todo poder legítimo" (Inscrutabili, León XIII, 1878).

Pero todavía no ejerce Jesús en su plenitud su realeza en la tierra:

"Al presente, no vemos todavía que le esté sometido todo" (Heb 2,8).

Consagrarse a Cristo Rey es desagraviar a Su Sagrado Corazón, la consagración es la verdadera reparación

El papa san Juan Pablo II enseña que la verdadera reparación al Sagrado Corazón de Jesús se identifica con la consagración, porque es unir el amor a Dios con el amor al prójimo para constituir la civilización del amor, el reinado del Sagrado Corazón de Jesús.
Este aspecto esencial de reparación, no sólo no está ausente en la fórmula de consagración del día de Cristo Rey, sino que consagrarse a Cristo Rey es reparar y desagraviar, la consagración es la reparación, constituir el reino del Sagrado Corazón de Jesús es la verdadera reparación, la que Jesús mismo quiere, según la doctrina de la Iglesia enseñada por el papa san Juan Pablo II:

El Concilio Vaticano II, al recordarnos que Cristo, Verbo encarnado, nos «amó con un corazón de hombre», nos asegura que «su mensaje, lejos de empequeñecer al hombre, difunde luz, vida y libertad para el progreso humano y, fuera de El, nada puede llenar el corazón del hombre» (cfr. Gaudium et spes 21). Junto al Corazón de Cristo, el corazón del hombre aprende a conocer el sentido verdadero y único de su vida y de su destino, a comprender el valor de una vida auténticamente cristiana, a evitar ciertas perversiones del corazón humano, a unir el amor filial hacia Dios con el amor al prójimo. Así —y ésta es la verdadera reparación pedida por el Corazón del Salvador— sobre las ruinas acumuladas por el odio y la violencia, se podrá constituir la tan deseada civilización del amor, el reino del Corazón de Cristo.
(
Carta del papa san Juan Pablo II al P. Kolvenbach, entregada en Paray le Monial el 5 de octubre de 1986).

Consagrarse al Corazón de Jesús es constituirse en ciudadano de su reino y tenerle como rey personalmente a la espera del Reinado en plenitud de ejercicio del Sagrado Corazón de Jesús en toda la sociedad humana, tal como Él mismo lo establecerá con su segunda venida en gloria y majestad.

Consagrarse al Sagrado Corazón de Jesús no sólo es la síntesis de la religión, que es la más alta virtud dentro de la virtud cardinal de la justicia, sino que es el núcleo de la vida cristiana enraizada en las virtudes de la caridad, la fe y la esperanza.


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Caducidad de la sana laicidad

Será también cuando todos crean que Jesucristo es Dios y obren en consecuencia, también en la vida política, lo cual se producirá con toda seguridad tal como fue anunciado por el Concilio Vaticano II:

"La Iglesia, juntamente con los profetas y con el mismo Apóstol, espera el día, que sólo Dios conoce, en que todos los pueblos invocarán al Señor con voz unánime y le servirán hombro con hombro" (Nostra aetate, 4).

Lo que es proclamar la esperanza cierta y segura de la futura confesionalidad consecuente de todos los pueblos, con los judíos a la cabeza de los creyentes en Jesucristo; la futura unidad católica mundial, no por exclusión legal de la libertad religiosa, sino cimentada en la aceptación voluntaria del reinado del Sagrado Corazón de Jesús en todos los corazones movidos por Su gracia divina, la extraordinaria efusión de la Gracia Increada, el Espíritu Santo, que Jesús, el Verbo hecho carne, iniciará con Su Parusía, Su segunda venida gloriosa con la que, al evidenciar Su existencia, eliminará el poder anticristiano que, cada vez más, impone vivir como si Dios no existiera.

Bien entendido que es Dios el que concede a todos invocarle y servirle:

«Volveré puro el labio de los pueblos, para que invoquen todos el nombre de Yahveh, y le sirvan bajo un mismo yugo».
(So 3,9).

Mientras tanto:

Reivindicar la sana laicidad es pedir que las propuestas y aportaciones de los católicos sean tenidas en cuenta. Frente al laicismo, que excluye toda presencia de lo católico en la vida pública. Ya sería mucho. Porque algo es más que nada. Pero, cuando se permite que se presenten las propuestas católicas y luego se imponen normas anticristianas y antihumanas como las que legalizan la muerte de niños en el vientre materno, ¿acaso alguien puede pretender que nos sea lícito a los católicos acatar normas anticristianas y antihumanas? La respuesta establecida por Dios es el non possumus. Ni se obedecen, ni se cumplen. Como decía Canals, no se puede aceptar deportivamente el resultado.

Pío XI dice en su Encíclica Miserentissimus: "Al hacer esto (la institución de la fiesta de Jesucristo Rey), no sólo poníamos en evidencia la suprema soberanía que a Cristo compete sobre todo el Universo... sino que adelantábamos ya el gozo de aquel día dichosísimo en que todo el orbe, de corazón y de voluntad, se sujetará al dominio suavísimo de Cristo Rey."

El ideal cristiano, la tesis católica:

La esperanza de una realización del Reinado de Cristo sobre la tierra con una perfección mayor que la que ha alcanzado hasta ahora. La aceptación voluntaria por las naciones de la Soberanía Social de Jesucristo. Conseguir la adecuación del Reino de Cristo de hecho con el de derecho, que todas las naciones acepten y acaten el magisterio de la Iglesia, admitan la buena nueva de que la Iglesia es mensajera y disfruten de los bienes que en esta buena nueva se les ofrecen. La tesis católica es que los pueblos, los Estados con sus gobernantes a la cabeza tienen el deber para con Dios y necesitan para su buen funcionamiento acatar la autoridad de Jesucristo ejercida por el Papa, su Vicario en la tierra. Pero esto es posible si toda o casi toda la población es católica.

La hipótesis:

En ciertas ocasiones, en sobradas ocasiones, por desgracia, es lícito e incluso necesario contentarse y aun acogerse al mal menor. Las autoridades eclesiásticas se limitan a reivindivar hoy en día, la sana laicidad. Reivindicar la sana laicidad es pedir que las propuestas y aportaciones de los católicos sean tenidas en cuenta. Frente al laicismo, que excluye toda presencia de lo católico en la vida pública.

La diferenciación entre tesis e hipótesis data del siglo XIX.
En el siglo XIX, cuando el liberalismo se fue apoderando de los Estados y a consecuencia de ello comenzó la descristianización de los pueblos, se formuló por los teólogos católicos que en la hipótesis de que la población no sea católica entonces a la Iglesia no le es posible (y no debe) reivindicar la confesionalidad del Estado, sino que debe limitarse a reivindicar la libertad de poder realizar su misión básica de evangelizar.

Los catolicos liberales:

Hacen de la hipótesis tesis, alaban y encarecen el bienestar de la Iglesia en las naciones en que se vive en la hipótesis, menosprecian como visionarios a los que aun hoy en día osan hablar del ideal.

Tesis e hipótesis

Tesis, hipótesis, esperanza

La laicidad en la actual situación de hipótesis constatada por Benedicto XVI

Los católicos en la situación de hipótesis e incluso de laicismo persecutorio:

Cuanto más dista el mundo de la plena realización del ideal católico, cuanto mayores son las exigencias malaventuradas de la hipótesis, más necesario es conservar puro y vivo en la mente y en el corazón este ideal, y profesarlo públicamente.

El Concilio Vaticano II lo que enseña en realidad es:

La Iglesia no defiende el Estado aconfesional como un ideal cristiano (Cfr. DH,1).

Hay que «rechazar la funesta doctrina que pretende construir la sociedad prescindiendo en absoluto de la religión» (LG 36).

"La Iglesia, juntamente con los profetas y con el mismo Apóstol, espera el día, que sólo Dios conoce, en que todos los pueblos invocarán al Señor con voz unánime y le servirán hombro con hombro" (Nostra aetate, 4).
Lo que es proclamar con toda seguridad la confesionalidad de todos los pueblos y que obrarán en consecuencia obedeciendo a Dios en el futuro.

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Sobre el «Estado confesional» católico, lo que dijo la Comisión redactora de la declaración Dignitatis humanæ sobre la libertad religiosa en la «Relatio de textu emmendatu», precisando a los Padres conciliares el sentido del texto que habían de votar, fue meridianamente claro para los Padres del Vaticano II que votaron el texto conciliar:
«Si la cuestión se entiende rectamente, la doctrina sobre la libertad religiosa no contradice el concepto histórico de lo que se llama Estado confesional… Y tampoco prohibe que la religión católica sea reconocida por el derecho humano público como religión de Estado» (Relatio de textu emmendatu, en Acta Synodalia Sacrosancti Concilii Oecumenici Vaticani II, Typis Polyglotis Vaticanis, v. III, pars VIII, pg. 463).
«Si res bene intelligitur, doctrina de libertate religiosa non contradicit conceptui historico sic dicti status confessionalis. (…) Non tamen prohibet, quin religio catholica iure humano publico agnoscatur tamquam communis religione, seu quin religio catholica iure publico stabiliatur tamquam religio status.» (Acta Synodalia Sacrosanti Concilii Oecumenici Vaticani II, Typis Polyglittis Vaticanis, vol. III, pars VIII, p. 463).

Otra cosa es el juicio prudencial sobre la posibilidad y conveniencia del «Estado católico».

«El cristiano debe reconocer la legítima pluralidad de opiniones temporales discrepantes» (Vat. II, GS 75e).

La Iglesia ni se pronuncia en contra de la confesionalidad -en países cuya trayectoria historia y mayoría católica es patente- , ni tampoco exige o demanda la confesionalidad en el Estado con pluralidad de religiones conviviendo (el 99'99% de los Estados actuales occidentales). De ahí los discursos de Benedicto XVI de 2006 sobre la sana laicidad Estatal vs. laicismo militante.

Benedicto XVI (Discurso al congreso de la Unión de Juristas Católicos italianos 9-XII-2006):

«Los creyentes en Cristo, tienen el deber de contribuir a elaborar un concepto de laicidad que, por una parte, reconozca a Dios y a su ley moral, a Cristo y a su Iglesia, el lugar que les corresponde en la vida humana, individual y social, y que, por otra, afirme y respete “la legítima autonomía de las realidades terrenas”, entendiendo con esta expresión –como afirma el concilio Vaticano II– que “las cosas creadas y las sociedades mismas gozan de leyes y valores propios que el hombre ha de descubrir, aplicar y ordenar paulatinamente”» (Vat. II, GS 36). «Esta afirmación conciliar constituye la base doctrinal de la “sana laicidad”, la cual implica que las realidades terrenas ciertamente gozan de una autonomía efectiva de la esfera eclesiástica, pero no del orden moral».

Benedicto XVI ante la asamblea plenaria del Pontificio Consejo para los Laicos en el Palacio Apostólico del Vaticano (21/5/2010):

La misión (de la Iglesia) es dar su juicio moral incluso sobre cosas que corresponden al orden político, cuando lo exijan los derechos fundamentales de la persona y la salvación de las almas, utilizando sólo aquellos medios que son conformes al evangelio y al bien de todos”.
Compete a los fieles laicos participar activamente en política, siempre coherentes con las enseñanzas de la Iglesia, compartiendo razones bien fundadas y grandes ideales en la dialéctica democrática, en la búsqueda de amplios consensos”.

Las noticias optimistas del Evangelio vienen también en el Apocalipsis

La Iglesia especifica:

Catecismo de la Iglesia Católica n 2109

El derecho a la libertad religiosa no puede ser de suyo ni ilimitado (cf Pío VI, breve Quod aliquantum), ni limitado solamente por un “orden público” concebido de manera positivista o naturalista (cf Pío IX, Carta enc. Quanta cura"). Los “justos límites” que le son inherentes deben ser determinados para cada situación social por la prudencia política, según las exigencias del bien común, y ratificados por la autoridad civil según “normas jurídicas, conforme con el orden objetivo moral” (Vat. II, DH 7).

Catecismo de la Iglesia Católica n 2105.

«El deber de rendir a Dios un culto auténtico corresponde al hombre individual y socialmente considerado. Esa es “la doctrina tradicional católica sobre el deber moral de los hombres y de las sociedades respecto a la religión verdadera y a la única Iglesia de Cristo” (Vat. II, DH 1c). Al evangelizar sin cesar a los hombres, la Iglesia trabaja para que puedan “informar con el espíritu cristiano el pensamiento y las costumbres, las leyes y las estructuras de la comunidad en la que cada uno vive” (Vat. II, AA 13). Deber social de los cristianos es respetar y suscitar en cada hombre el amor de la verdad y del bien. Les exige dar a conocer el culto de la única verdadera religión, que subsiste en la Iglesia católica y apostólica (cf Vat. II, DH 1). Los cristianos son llamados a ser la luz del mundo (cf Vat. II, AA 13). La Iglesia manifiesta así la realeza de Cristo sobre toda la creación y, en particular, sobre las sociedades humanas (cf León XIII, Carta enc. Immortale Dei; Pío XI, Carta enc. Quas primas)».

DISTINCIÓN SIN CONFUSIÓN EN LA IMMORTALE DEI, LA "CARTA MAGNA" DEL ESTADO CRISTIANO

«Dios ha repartido, por tanto, el gobierno del género humano entre dos poderes: el poder eclesiástico y el poder civil. El poder eclesiástico, puesto al frente de los intereses divinos. El poder civil, encargado de los intereses humanos. Ambas potestades son soberanas en su género. Cada una queda circunscrita dentro de ciertos límites, definidos por su propia naturaleza y por su fin próximo. De donde resulta una como esfera determinada, dentro de la cual cada poder ejercita iure proprio su actividad. Pero como el sujeto pasivo de ambos poderes soberanos es uno mismo, y como, por otra parte, puede suceder que un mismo asunto pertenezca, si bien bajo diferentes aspectos, a la competencia y jurisdicción de ambos poderes, es necesario que Dios, origen de uno y otro, haya establecido en su providencia un orden recto de composición entre las actividades respectivas de uno y otro poder. (...) Si así no fuese, sobrevendrían frecuentes motivos de lamentables conflictos, y muchas veces quedaría el hombre dudando, como el caminante ante una encrucijada, sin saber qué camino elegir, al verse solicitado por los mandatos contrarios de dos autoridades, a ninguna de las cuales puede, sin pecado, dejar de obedecer. (...) Es necesario, por tanto, que entre ambas potestades exista una ordenada relación unitiva, comparable, no sin razón, a la que se da en el hombre entre el alma y el cuerpo.» (Inmortale Dei, 6).

«...Hubo un tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados. En aquella época la eficacia propia de la sabiduría cristiana y su virtud divina habían penetrado en las leyes, en las instituciones, en la moral de los pueblos, infiltrándose en todas las clases y relaciones de la sociedad. La religión fundada por Jesucristo se veía colocada firmemente en el grado de honor que le corresponde y florecía en todas partes gracias a la adhesión benévola de los gobernantes y a la tutela legítima de los magistrados. El sacerdocio y el imperio vivían unidos en mutua concordia y amistoso consorcio de voluntades. Organizado de este modo, el Estado produjo bienes superiores a toda esperanza.» (Inmortale Dei, 9)

León XIII:

«en un régimen cuya forma sea quizás la más excelente de todas, la legislación puede ser detestable, y, por el contrario, dentro de un régimen cuya forma sea la más imperfecta puede hallarse a veces una legislación excelente» (1892, enc. Au milieu des sollicitudes 26).

San Pío X señalaba que

«hay un error y un peligro en enfeudar, por principio, el catolicismo en una forma de gobierno» (1910, cta. Notre charge apostolique 31).

Expresa A. Desqueyrat:

«La Iglesia nunca ha condenado las formas jurídicas del Estado: nunca ha condenado la monarquía –absoluta o moderada–, nunca ha condenado la aristocracia –estricta o amplia–, nunca ha condenado la democracia –monárquica o republicana–. Sin embargo, ha condenado todos los regímenes que se fundamentan en una filosofía errónea» (L’enseignement politique de l’Église, Spes 1960, Inst. Cath. de Paris, I,191).

–Concilio Vaticano II:

«Es necesario estimular en todos la voluntad de participar en los esfuerzos comunes. Merece alabanza el modo de obrar de aquellas naciones en las que la mayor parte de los ciudadanos participa con verdadera libertad en la vida pública» (GS 31c). «Con el desarrollo cultural, económico y social se consolida en la mayoría el deseo de participar más plenamente en la ordenación de la comunidad política» (73c).

San Juan Pablo II:

«La Iglesia aprecia el sistema de la democracia, en la medida en que asegura la participación de los ciudadanos en las opciones políticas y garantiza a los gobernados la posibilidad de elegir y controlar a sus propios gobernantes, o bien la de sustituirlos oportunamente de manera pacífica–. Por esto mismo, no puede favorecer la formación de grupos dirigentes restringidos que, por intereses particulares o por motivos ideológicos, usurpan el poder del Estado» (1991, enc. Centesimus annus 46).

«Si hoy se advierte un consenso casi universal sobre el valor de la democracia, esto se considera un positivo “signo de los tiempos”, como también el Magisterio de la Iglesia ha puesto de relieve varias veces (cf. … Pío XII, Radiomensaje 24-XII-1944). Pero el valor de la democracia se mantiene o cae con los valores que encarna y promueve… En la base de estos valores no pueden estar provisionales y volubles “mayorías” de opinión, sino sólo el reconocimiento de una ley moral objetiva que, en cuanto “ley natural” inscrita en el corazón del hombre, es punto de referencia normativa de la misma ley civil». Por eso, cuando «el escepticismo llegara a poner en duda hasta los principios fundamentales de la ley moral, el mismo ordenamiento democrático se tambalearía en sus fundamentos, reduciéndose a un puro mecanismo de regulación empírica de intereses diversos y contrapuestos… En una situación así, la democracia se convierte fácilmente en una palabra vacía» (1995, enc. Evangelium vitæ 70).

Benedicto XVI ha advertido con frecuencia, como ya hizo san Juan Pablo II, que una democracia sin valores conduce derechamente al totalitarismo:

«Cuando la ley natural y la responsabilidad que ésta implica se niegan, se abre dramáticamente el camino al relativismo ético en el plano individual y al totalitarismo del Estado en el plano político» (16-VI-2010).

"Una democracia liberal y relativista no es propiamente una democracia, sino una falsificación, una corrupción de la democracia. No pocas veces ha sido denunciada esta realidad por el reciente Magisterio apostólico de Juan Pablo II y de Benedicto XVI. Sus advertencias actuales para que se dé una democracia verdadera vienen a ser las mismas exigencias que indicaba hace años Pío XII (1944, radiom. Benignitas et humanitas).
Que el Estado debe ser laico, aunque no laicista, es un principio falso, que extingue la actividad política de los católicos, y lleva al pueblo cristiano a una apostasía cada vez más profunda, a través de la secularización progresiva de la sociedad, cada vez más cerrada a Dios" (Iraburu).


Como lo formula Iraburu:

1º.–La autoridad política de los gobernantes viene de Dios
2º.–Las leyes civiles tienen su fundamento en la ley natural, en un orden moral objetivo, instaurado por Dios
3º.–Hay que desobedecer las leyes injustas y combatirlas
4º.–El principio de la tolerancia y del mal menor
. No siempre es posible lograr una coincidencia entre el orden moral y el orden legal de la ciudad secular, sobre todo en aquellas naciones en las que la mayoría de los ciudadanos, al menos en cuestiones políticas, son culturalmente liberales, y se rigen sin referencia alguna a Dios y al orden natural.
5º. Neutralidad de la Iglesia respecto a los regímenes políticos
6º.–El principio de subsidiariedad contra el totalitarismo de Estado en cualquiera de sus variadas formas, también, por supuesto, en la democracia liberal. En todas ellas la participación real de los ciudadanos en la procuración del bien común es mínima. Está secuestrada por el Estado totalitario, gestionado abusivamente por los partidos que están en el poder, por el partido único o por el jefe popular carismático.
7º.– Cristo es «el Rey de los reyes de la tierra» (Ap 1,5), el Rey de la humanidad. Lo dice el ángel: «su Reino no tendrá fin» (Lc 1,33). Y lo afirma Él mismo: «me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18); «yo soy Rey» (Jn 18,37). Es la fe de la Iglesia, que confiesa que Jesucristo «subió al cielo y está sentado a la derecha del Padre. Y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su reino no tendrá fin».

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La dinámica vigente del mal menor es una estructura de pecado
por no reafirmar el bien cada vez que hay que tolerar el mal menor, por renunciar a reivindicar con urgencia el bien mayor todo el tiempo que sea preciso tolerar el mal menor y por colaborar pasivamente e incluso activamente con las censuras neoinquisitoriales que imponen el olvido del bien mayor y de reivindicarlo.

La plena implantación en las almas y en las naciones del reinado de Jesús, el Verbo hecho carne

La segunda venida de Jesucristo tendrá como consecuencia, entre otras, el triunfo de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús. Y no al revés. No es a consecuencia de un triunfo debido a un proceso de crecimiento de la Iglesia como se producirá la consumación en la tierra del Reinado Social de Jesucristo por su misericordia y la consiguiente época profetizada de paz y prosperidad en la Iglesia (CIC 677, 673, 672, 675, 674). Este Reinado ha de venir ciertamente. Y será consecuencia de la segunda venida de Jesucristo, que producirá con su manifestación gloriosa el hundimiento del régimen anticristiano; y de la extraordinaria efusión de Gracia Increada, el Espíritu Santo, que se iniciará con la Parusía

El reinado de Cristo Rey en cada alma, la dimensión personal del reinado del Sagrado Corazón, que es la primordial por cierto, se produce ya plenamente como consecuencia de la devoción al Sagrado Corazón, por la acción del Espíritu Santo. Y ésta sí que llega a su plenitud en las almas a las que Jesús se la concede ya en esta época anterior a su segunda venida.

Recibir el reinado pleno de Jesús en el alma es corresponderle con amor al amor ardiente con el que nos quiere conceder su reinado, acatando su voluntad y cumpliendo sus mandamientos, (Jn 14,15; Jn 15,10; I Jn 5,3), pero no aceptarle como rey en el alma es hacer lo que hizo con Él la soldadesca romana, después de azotarle, al coronarle de espinas, proclamarle rey como una burla, torturándole:

«Los soldados del procurador llevaron consigo a Jesús al pretorio y reunieron alrededor de él a toda la cohorte. Le desnudaron y le echaron encima un manto de púrpura; y, trenzando una corona de espinas, se la pusieron sobre su cabeza, y en su mano derecha una caña; y doblando la rodilla delante de él, le hacían burla diciendo: «¡Salve, Rey de los judíos!»; y después de escupirle, cogieron la caña y le golpeaban en la cabeza. Cuando se hubieron burlado de él, le quitaron el manto, le pusieron sus ropas y le llevaron a crucificarle.
(Mt 27,27-31).

Recibir el reinado pleno de Jesús en la propia persona es efecto del amor que puede despertar en nosotros, por la acción del Espíritu Santo, verle en la cruz sufrir así para salvarnos. Y en ese sentido se cumple que Jesús reina desde la cruz, como decía Benedicto XVI, en la fiesta solemne de Cristo Rey de 2011:

"Jesús, desde el trono de la cruz, acoge a todos los hombres con misericordia infinita"

Y también en el sentido de que su reino lo implantará Él en la tierra, en su plenitud consumada, por amor a nosotros. Es la dimensión social del Reinado del Sagrado Corazón de Jesús, que, al igual que la dimensión personal, es consecuencia de los méritos infinitos que nos ganó Jesucristo con su pasión y su cruz, pagando nustro rescate con su sangre preciosa.

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Tesis, hipótesis, esperanza
Política y ética
¿Pueden los políticos llevar los asuntos al margen de la ética?
Todos debemos obrar en todo según las normas morales objetivas, que es obrar conforme a nuestra naturaleza humana, obrar como personas. Lo inmoral es inhumano.
También en política rigen las normas de no robar, no matar, no mentir, no permitir la explotación económica ni la utilización sexual de las demás personas, etc.

Hay normas objetivas de moralidad y a ellas debemos atenernos todos en todo nuestro comportamiento para que sea conforme a la naturaleza racional que tenemos.
El propio acto de elegir gobernantes, como todo acto humano, para no ser inhumano, debe ser realizado según la ética.

¿Son los políticos los que tienen autoridad para dar o imponer normas morales cuando están en el poder?
Los políticos deben cumplir las normas éticas objetivas, no los elegimos para que manden lo que quieran con un poder absoluto (que quiere decir desligado de las normas objetivas de moralidad).
Y menos, para que se pongan ellos a dar normas de comportamiento diferentes de la moral racional, para que impongan sus normas inmorales diciendo encima que eso es lo "decente".

¿Quién tiene autoridad para enseñar las normas morales con seguridad?
Aunque la moral se puede conocer por la luz natural de la razón, nuestro conocimiento humano de esas normas morales objetivas y racionales es falible, son las autoridades de la Iglesia, el Papa y el conjunto de los obispos, quienes tienen autoridad para enseñar las normas morales infaliblemente cuando la ejercen como tal, no cuando no la ejercen.

El Concilio Vaticano II enseña que forma parte de la misión de la Iglesia "declarar y confirmar con su autoridad los principios de orden moral que fluyen de la misma naturaleza humana" (Dignitatis humanae, 14).

Las autoridades de la Iglesia, para cumplir la misión de la Iglesia, deben ejercer esa autoridad de enseñar las normas morales con seguridad a gobernantes y gobernados, no imponiéndoselas, sino proponiéndoselas con autoridad segura e infalible como ley de la naturaleza dada por el autor de la naturaleza, de quien procede esa misión que el Papa y los Obispos tienen irrenunciablemente. LEER MÁS

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Decía el padre Orlandis:

"Conseguir la adecuación del Reino de Cristo de hecho con el de derecho o lo que es lo mismo, la aceptación plena del encargo de Jesucristo docete omnes gentes: haced que todas las naciones acepten y acaten vuestro magisterio [el magisterio de la Iglesia], admitan la buena nueva de que sois mensajeros [de que la Iglesia es mensajera], disfruten de los bienes que en esta buena nueva se les ofrecen.

"Todos los números de CRISTIANDAD son una profesión de fe y de esperanza en este ideal y si en ellos a las veces transpira la indignación contra los malminoristas, por ejemplo, contra los católicos liberales, no es porque CRISTIANDAD ignore u olvide que en ciertas ocasiones, en sobradas ocasiones, por desgracia, es necesario y lícito contentarse y aun acogerse al mal menor, sino porque los católicos liberales de ayer y no menos los de hoy, prácticamente por lo menos, hacen de la hipótesis tesis, alaban y encarecen el bienestar de la Iglesia en las naciones en que se vive en la hipótesis, menosprecian como visionarios a los que aun hoy en día osan hablar del ideal. ¿Esta táctica, esta manera de pensar podrá dar otro resultado que el obscurecerse en la mente de los cristianos sencillos la convicción cristiana, que debe rechazar con dignidad todo error en la fe, toda mutilación en la verdad cristiana? Y esas tácticas de esperar el bien de la Iglesia de la alianza con los que si no están abiertamente contra ella, por lo menos es cierto que están fuera de ella ¿no será causa de que se debilite el espíritu sobrenatural, la esperanza en los medios eficacísimos, en realidad los únicos eficaces, que son patrimonio exclusivo de la Iglesia?

"Cuanto más dista el mundo de la plena realización de este ideal, cuanto mayores son las exigencias malaventuradas de la hipótesis, más necesario es conservar puro y vivo en la mente y en el corazón este ideal, y profesarlo públicamente.

"El padre Ramière pasó su vida inculcando en los lectores de sus libros la confianza en un triunfo de la Iglesia en este mundo, triunfo del que las luchas actuales de la Iglesia no le hacían dudar, antes al contrario le aseguraban en su convicción.

"Pío XI, en la encíclica Miserentissimus Redemptor, como término y consiguiente de una exposición de hechos concienzuda e intencionada, llega a afirmar que en la institución de la fiesta de Cristo Rey ha querido dar un anticipo de aquel día faustísimo en que el mundo espontáneamente se sujetará al suavísimo Imperio de Cristo; gaudia iam tum illius diei praecepimus auspicatissimi quo die omnis orbis libens volensque Christi Regis suavissimae dominationi parebit.

"La Iglesia que posee la sangre de Cristo y el don del Espíritu no puede ser más rica, porque su riqueza es infinita. Mas de estas riquezas de la Iglesia no participan todos los hombres llamados a ser miembros de ella, y aun los que de ellas participan, podrían adquirirlas y poseerlas en grado superior a aquél en que las poseen.

"La aceptación voluntaria por las naciones de la Soberanía Social de Jesucristo.

Tesis e hipótesis
La renuncia por parte de algunos miembros de la jerarquía eclesiástica a ejercer la autoridad, que Dios le ha conferido a la Iglesia y al Papa, para enseñar infaliblemente la moral y la doctrina de la fe no está contribuyendo a difundir el cristianismo entre los alejados de él. Está, en cambio, debilitando la moralidad y la fe y está alejando de Dios y de su Iglesia a los cristianos.

Esa renuncia vuelve sal insípida a esos miembros de la jerarquía que no ejercen como tales, que no actúan como jerarquía. No es nada inexplicable, aunque sea lamentable, que sea pisoteada esa sal insípida. Ya se lo advirtió el que les confirió esa autoridad para bien del pueblo, no para esconderla bajo el celemín.

Los cristianos, los católicos, que no actúan como tales, que no obran en consecuencia, no sólo no cristianizan la sociedad, ni se limitan a no llevar su bien divino y humano al prójimo, ni sólo dejan de contribuir al bien común natural y sobrenatural, sino que se descristianizan ellos.

Está claro que los que por no ser católicos no creen que la jerarquía eclesiástica enseña infaliblemente la moral natural y la doctrina de la fe, no la obedecerán, ni acatarán, ni aceptarán esa enseñanza.

Y está claro que, si no son católicos todos o casi todos los habitantes de un país, no se puede realizar la tesis católica de que la sociedad necesita y debe acatar a Dios y a su Iglesia y que el Estado, la organización política de la sociedad, debe ser confesional y lo necesita, para el buen funcionamiento de sus fines naturales. Así lo enseña el propio Ratzinger cuando era cardenal hablando de la democracia.

Y por eso está claro que, si no son católicos todos o casi todos los habitantes de un país, y por lo tanto no van a acatar voluntariamente a Dios y a su Iglesia, por desconocer su existencia e ignorar su sobrenaturalidad y su autoridad, entonces, en esta situación de hipótesis, lo que puede propugnar la Iglesia jerárquica con el Papa a la cabeza es que el ejercicio de la libertad religiosa sea permitido y protegido por las autoridades y por las leyes civiles, aunque no sea confesional el Estado.

El problema es que sólo un Estado confesional atenderá esta petición de la Iglesia de libertad religiosa para los que profesen cualquier religión, aunque es de ley natural la libertad religiosa.

Y aún es más problema convertir la hipótesis en tesis como hace el catolicismo liberal y algunos o muchos eclesiásticos que lo siguen.

Esto es lo que ha ido descritistianizando progresiva y aceleradamente la sociedad occidental en los tres últimos siglos y lo que, como consecuencia de esa descristianización, la ha ido deshumanizando con la extensión de prácticas tan inhumanas como la matanza de niños en el vientre de su madre, que ha llegado a ser masiva. (LEER MÁS)


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Don Braulio Rodríguez Plaza, tras la toma de posesión, el 21.06.2009, como arzobispo de Toledo, Primado de España, viajó a Roma donde, el día 29 de junio de 2009, en la Santa Misa de la solemnidad de los apóstoles san Pedro y san Pablo, recibió de manos de Benedicto XVI el Palio Arzobispal. Se estrenó en el cargo impartiendo el lunes 22 de junio de 2009 la conferencia "El Sagrado Corazón de Jesús en el Magisterio de Benedicto XVI".

La presencia real de Cristo en la Eucaristía demostrada por la muerte de Cristo

El Cuerpo de Cristo, realmente presente en el pan consagrado en la misa, es Su Cuerpo resucitado, pero del que no se han borrado las huellas de su pasión y muerte en la cruz al entregarse por nosotros. Es Cuerpo entregado al martirio por nosotros. Y Su Sangre, realmente presente también en el pan y en el vino consagrados, es Sangre derramada por nosotros.

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La doctrina del Reino de Cristo es la carta magna de Cristo Rey que vive en el cielo y gobierna y quiere gobernar a los hombres para darles la felicidad verdadera y para unirlos en la paz, en la justicia, en el amor (Orlandis)

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"Sobre las ruinas acumuladas por el odio y la violencia podrá edificarse la civilización del Corazón de Cristo"
(Benedicto XVI, 15.05.2006, Carta sobre el culto al Corazón de Jesús, repitiendo las palabras de Juan Pablo II de 5.10.1986, Insegnamenti, vol. IX/2, 1986, p. 843).

Significado de de la fiesta solemne de Cristo Rey: Pío XI, el Papa que instituyó esta fiesta en 1925, explica su significado en su Encíclica «Miserentissimus»:

«Al hacer esto no sólo poníamos en evidencia la suprema soberanía que a Cristo compete sobre todo el Universo... sino que adelantábamos ya el gozo de aquel día dichosísimo en que todo el orbe, de corazón y de voluntad, se sujetará al dominio suavísimo de Cristo Rey».

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El reinado del laicismo y del liberalismo se terminará cuando todos crean que Jesucristo es Dios y obren en consecuencia, también en la vida política, lo cual se producirá con toda seguridad tal como fue anunciado por el Concilio Vaticano II:

"La Iglesia, juntamente con los profetas y con el mismo Apóstol, espera el día, que sólo Dios conoce, en que todos los pueblos invocarán al Señor con voz unánime y le servirán hombro con hombro" (Nostra aetate, 4).

Lo que es proclamar con toda seguridad la confesionalidad de todos los pueblos y que obrarán en consecuencia en el futuro.

Esta confesionalidad de todos los pueblos y de su organización política autonómica, nacional y mundial excluye taxativamente cualquier tipo de confusión entre la esfera religiosa y la esfera política.

Esta confesionalidad excluye también taxativamente la intolerancia religiosa. Todo lo contrario: por ser una virtud la tolerancia, aunque es posible practicarla con las fuerzas humanas, que lo sea de hecho siempre y generalizadamente por todos los pueblos y sus autoridades sólo es posible con los medios que aporta la Iglesia, y la aceptación de estos medios, en particular la autoridad de la Iglesia en materias morales como infalible, es lo que define a los estados confesionales.

De lo que se trata es de "la coherencia entre fe y vida, entre evangelio y cultura, recordada por el Concilio Vaticano II". Ser católicos y obrar en consecuencia, en la esfera privada y en la pública, individual y colectivamente, cada persona y la sociedad.

 

Benedicto XVI ante la asamblea plenaria del Pontificio Consejo para los Laicos en el Palacio Apostólico del Vaticano (21/5/2010):

La misión (de la Iglesia) es dar su juicio moral incluso sobre cosas que corresponden al orden político, cuando lo exijan los derechos fundamentales de la persona y la salvación de las almas, utilizando sólo aquellos medios que son conformes al evangelio y al bien de todos”.
Compete a los fieles laicos participar activamente en política, siempre coherentes con las enseñanzas de la Iglesia, compartiendo razones bien fundadas y grandes ideales en la dialéctica democrática, en la búsqueda de amplios consensos”.

Jesucristo anunció el reino de Dios y efectivamente vino el reino de Dios que es su Iglesia, nuestra Santa Madre Iglesia Católica Jerárquica, como la denominaba san Ignacio de Loyola, y la Iglesia del siglo XXI celebra la fiesta solemne de Cristo Rey

Aunque ciertamente, como explica Canals (en el Curso de teología de la Balmesiana 2001-2002, 3º. 1), hay una sutil y misteriosa distinción entre Iglesia y Reino de Dios es sólo una distinción conceptual o de razón que no invalida la indisoluble unidad entre Iglesia y Reino de Dios, ni hace "que el Reino de Dios sea una cosa y la Iglesia sea otra". Porque la Iglesia es la reunión de los convocados por Dios en torno a su Hijo para recibir el anuncio del Reino de Dios y el mandato de propagarlo. Y es ya Reino de Dios como semilla y comienzo; y lo es para instaurar el Reino de Dios en las personas y en la sociedad en todas sus dimensiones de manera que se rijan por la voluntad de Dios.
Dos conceptos distintos:
uno el concepto de Iglesia como reunión por la voluntad divina para recibir el anuncio del Reino de Dios y comenzar a propagarlo; y otro el concepto de Reino de Dios como realización progresiva de la voluntad de Dios en todas las cosas personales y sociales.

La Iglesia es para instaurar el Reino de Dios en su plenitud en la Tierra. Fue el papa san Juan Pablo II el que enseñó esta distinción meramente conceptual entre Iglesia y Reino de Dios y a la vez su indisoluble unión entre ambos y con Cristo:

La Iglesia "no es fin para sí misma, ya que está ordenada al Reino de Dios, del cual es germen, signo e instrumento. Sin embargo, a la vez que se distingue de Cristo y del Reino, está indisolublemente unida a ambos. Cristo ha dotado a la Iglesia, su Cuerpo, de la plenitud de los bienes y medios de salvación; el Espíritu Santo mora en ella, la vivifica con sus dones y carismas, la santifica, la guía y la renueva sin cesar (Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 4)" (Redemptoris Missio, 18).

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«Reinaré en España, y con más veneración que en otras muchas partes»

La promesa de Jesús, el Verbo hecho carne, al beato Bernardo de Hoyos el jueves, 14 de mayo de 1733, fiesta solemne de la Ascensión del Señor

"Después de comulgar, tuve la misma visión referida del Corazón, aunque con las circunstancias de verle rodeado de la corona de espinas y una cruz en la extremidad de arriba, ni más ni menos que la pinta el P. Gallifet; también vi la herida por la cual parece se asomaban los espíritus más puros de aquella sangre, que redimió el mundo. Convidaba el divino amor Jesús a mi corazón se metiera en el suyo por aquella herida, que aquél sería mi Palacio, mi Castillo, y Muro en todo lance. Y como el mío aceptase, le dijo el Señor: ¿No ves que está rodeado de espinas y te punzarán?, que fue irritar más el amor, que introduciéndose a lo más íntimo, experimentó eran rosas las espinas. Reparé que además de la herida grande, había otras tres menores en el Corazón de Jesús, y preguntándome si sabía quién se las había hecho, me trajo a la memoria aquel favor con que nuestro amor le hirió con tres saetas. Recogida todo el alma en este Camarín Celestial, decía: «Haec requies mea in saeculum saeculi, hic habitabo quoniam elegi eam». Dióseme a entender que no se me daban a gustar las riquezas de este Corazón para mí solo, sino que por mí las gustasen otros. Pedí a toda la Santísima Trinidad la consecución de nuestros deseos, y pidiendo esta fiesta en especialidad para España, en quien ni aun memoria parece que hay de ella, me dijo Jesús: «Reinaré en España, y con más veneración que en otras muchas partes». 

(Autógrafo del P. Juan de Loyola, S. I., L. III, cap. I, p. 116. Véase el autógrafo y la fotografía en Razón y Fe, t. 102, p. 23).

El beato Bernardo de Hoyos consignó por escrito enseguida con la máxima fidelidad el gran mensaje en un manuscrito desaparecido, como todos sus escritos. Pero su director el P. Juan de Loyola, S. I., lo copió fielmente en el manuscrito Autógrafo de su vida. Fallecido Bernardo de Hoyos el 29 de noviembre de 1735, dicho P. Juan de Loyola, S. I. publicó la vida de Bernardo para referir los principios en España de la devoción al Sagrado Corazón en la primera edición del Tesoro Escondido, publicada en 1736 y en todas las siguientes.

El P. Uriarte, S. I. publicó su Vida del P. Hoyos  «arreglada y aumentada de como la escribió y dejó inédita el P. Juan de Loyola». El texto de la promesa del Reinaré en el autógrafo está en la 2ª ed., páginas 250-251.

(Véase el artículo de José Mª. Sáenz de Tejada, S. I., «Reinaré en España y con más veneración que en otras partes», Revista Cristiandad de Barcelona, nº 29, páginas 249-251, 1 de junio de 1945)

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El primero que introdujo esta expresión "Civilización del amor" fue el papa san Pablo VI en 1970, el que la desarrolló fue el papa san Juan Pablo II....